Yo, Marco Junio Bruto, hijo de Servilia, en esta hora tardía sin valor ni rebato, cuando a mi voz no le queda más precio que el que vosotros queráis ponerle en vuestra generosidad, juro por todos los dioses que puse fin a los días del viejo César para que empezasen los nuevos días de Roma. Ya los mismos juramentos invoco para, en la lucidez de éste mi último día, declarar, aun a costa de mi dignidad, que no es cierto cuanto hayáis oído, que no fui yo quien le mató. Derrámense sobre mí con toda justicia las culpas de su asesinato, gustoso las acepto, pero con igual verdad os digo y afirmo que mi espada desnuda ni siquiera le rozó en el camino de su fin, que en el momento último fui traidor a mis camaradas de causa por no tener el valor necesario para traicionar a César. Cierto que nadie lo ha sabido jamás, que yo mismo he puesto gran cuidado en ocultarlo, que sólo en esta hora última me atrevo a quebrar ante vosotros el silencio de la memoria obligada, pero si así os hablo es porque deseo que sepáis, oh Estratón, oh Clito, buen esclavo, oh Dárdano, fiel escudero, oh Cino, amigo, que sin yo matarle yo le asesiné, burda burla del destino, y que una y sólo una fue la razón que dio impulso a mi razón para simular lo uno y no lo contrario, y esa razón no fue otra que la libertad de Roma.
En aquellos tiempos de sombras rotas y afiladas, cuando mis manos se tiñeron con la exigida sangre del tirano y con la generosa sangre de mis propios compañeros, la libertad de Roma era la libertad de los romanos. Una ciudad no puede ser libre si no son libres sus ciudadanos, pues éstos y ninguna otra cosa la forman y le dan su nombre y naturaleza. Sin ciudadanos, una nación es sólo una palabra hueca, un nombre vacío, una tumba pomposamente engalanada sin cadáver en su seno que, descomponiéndose, dé cualidad al ornato y a la apariencia. ¿Qué significa Roma? ¿Qué significa la palabra Roma? ¿Y la palabra Galia? ¿E Hispania? ¿Y el mismo Egipto de la dinastía de los Ptolomeos? Por sí solas no significan nada. Sólo las palabras son grandes si son grandes sus contenidos, de igual manera que sólo las naciones son grandes si son grandes sus ciudadanos. Grandes, cultos y libres. Así era la República que agonizaba en los brazos inválidos del dictador; así era cuando se iba consumiendo como la última vela del templo de Juno Regina delante de la mirada ansiosa, aunque la pretendiesen ausente y distraída, de Julio César. Por eso los días del tirano habían de estar contados si la libertad de Roma no quería dejar de contar los días de la República.
Y dicho esto, Bruto detuvo su mirada cansada y la derramó sin ningún esfuerzo sobre la línea difuminada del horizonte al atardecer, más allá de la cortina de terciopelo y oro sostenida del anclaje principal de los restos aún airosos de su tienda de campaña. Estratón Mesala, su fiel amigo, su compañero de estudios de Oratoria, su denodado camarada de armas en los Campos de Filipos, le contemplaba con curiosidad, con admiración, también con un rictus de envidia por no poseer valía bastante para poder sustituir en ese trance a quien poco después se iba a arrancar la vida por no entregarla al enemigo. Y con miedo, con ese temor indefinible del que sabe que va a presenciar la muerte de un ser que ama y sin embargo ni quiere ni puede hacer nada por evitar la visión de la extinción de su aliento final. Clito, el esclavo, lloraba desconsolado como una mujer sorprendida en adulterio, y a Dárdano, el escudero, las lágrimas se le quedaban en los ojos sin atreverse a deslizarse por las mejillas, acaso pudieran incomodar a su amo.
—Bruto, yo… —las palabras de Estratón se negaron a seguir fluyendo de su garganta. Bruto apartó por un instante los ojos del infinito, miró a su amigo, le asió el brazo con fuerza y le consoló, apretando su mano dos veces seguidas. Luego volvió su vista a la reciente noche que ensuciaba el cielo y se aferró a la empuñadura de su espada de oro.
—No quiero hablaros a todos, Estratón, amigo. Os ruego que salgáis de la tienda y me dejéis sólo con Cino, que con él deseo conferenciar ahora. Salid todos.
La voz de Bruto era poderosa. Incluso en la súplica, como era el caso, imponía respeto e inclinaba a la obediencia. Cuando pidió quedarse a solas conmigo, todos salieron sin oponer siquiera una mirada a la petición, y lo hicieron prestos y sin dilación. Siempre fue así: Bruto no era un hombre fornido, ni dotado de una fuerza física especial, ni un estratega exquisito ni un guerrero despiadado al que los enemigos temiesen por su crueldad. No se le obedecía por temor a sus músculos sino por respeto a sus palabras. Inteligente, hábil, irónico y ágil en todas las respuestas, poseía la autoridad moral que emana de la rectitud, de la honestidad y de la inteligencia. También de la ingenuidad. Porque Bruto fue el último nostálgico de Roma, un luchador idealista de la libertad de los hombres cuando los más de entre el pueblo, imitando a sus dirigentes, sólo pedían que la libertad pudiese contarse en sestercios. A Bruto se le obedecía porque se le amaba —los patricios y los plebeyos competían en su amor por él— y también porque se le temía. Los pueblos tienen un instinto escondido en lo más hondo de su naturaleza que sólo alerta cuando se avecinan tiempos difíciles o huracanes de tragedia, y en esos momentos de desajuste y desarreglo les gusta saber que pueden contar con hombres que, como Bruto, no van a llenar sus arcas de oro y plata y darse a viajar a climas más cálidos. Hombres a los que se ama por su entrega a la cosa pública y de los que se teme que, por hastío o desinterés, puedan llegar a guardar silencio cuando la injusticia se enseñorea del poder. La voz de Bruto fue siempre amada, respetada y temida, como el mismo Bruto lo fue, y en aquel momento era tan dulce y suplicante como seca, enérgica y terminante. Resolutiva. Así lo entendieron todos y por ello quedé al instante a solas con él, con el más amado ciudadano de Roma.
Fue largo el silencio, prolongada la ausencia, terca su mirada sobre las sombras mudas de la noche. A lo lejos, todavía podía oírse el voraz crepitar de residuos de algunas hogueras de guerra. La luz caliente y pálida de un candil recortaba contra el terciopelo rojo de la pared su silueta de guerrero vencido y sin ánimo al que la coraza y la espada le venían demasiado grandes, como siempre pensé que había sido, y allí sentado, acodado en su rodilla y con el mentón reposando en su mano, parecía más vulnerable y débil de lo que jamás creí que pudiera ser. Débil, entristecido y derrotado.
Bruto ya estaba muerto, pero él aún no lo sabía. Contemplándole en esos instantes de placidez, de resignación a lo por venir, entregado y ausente, me pareció que le amaba mucho más de lo que nunca creí amarle. Ni todos los dioses, en aquellos momentos, me hubiesen podido obligar a rasgar el silencio que sin duda él deseaba.
—Déjame que desahogue contigo esta noche los despojos de mi vida, oh Cino, la última que verán mis ojos y la primera de las que me verán a mí tendido, inanimado y yerto —recitó al fin, rompiéndose en mil sollozos sin lágrimas y en una melancolía infinita—. Déjame liberarme de tan grande peso y que desboque las fiebres que arden en mis entrañas, pugnando tanto tiempo por ver la paciente luz de oídos amigos que las escuchen y comprendan. Y despréciame después, sin compasión, pues a la vez que así yo me veré librado de las palabras que durante tanto tiempo he deseado decir, también de este modo tú te liberarás de sentir mi muerte, si acaso en algo pudiera afectarte.
—Bruto…
—Calla y escucha, amado Cino —ordenó con los restos de grandeza que le quedaban en su espíritu—. Escucha lo que he de decirte y sé testigo de mis palabras; conoce tú la verdad de mi vida y a partir de ahora procura poner fin a tanto pábulo sobre mi persona. Acaba por abrir los ojos de los que tanto dicen amarme. Que se conozca que fui traidor a todos por no querer serlo a nadie, que se sepa que mi amor a la causa de la libertad fue tan grande como el de quien más pudiese amarla, pero que la razón de mi vida me convirtió en un inválido para suprimir mi amor por César, aunque él fuese el principal enemigo de la libertad. Que de una vez por todas se sepa quién fue en realidad Marco Junio Bruto, el ciudadano más injustamente amado de Roma y el que menos mereció ese apelativo, pues si sólo Casio merece ser llamado «El Último Romano», sólo Bruto merece ser conocido como «El peor Traidor de todos los Traidores». Escucha y sé testigo de cuanto diré, Cino amigo, porque tal vez en lo venidero tengas que aclarar muchos yerros en disputas sobre mis hazañas y quiero que en ese trance tus palabras sean la verdad porque sean las mías.
Y tomando aliento, mirándome fijo y alzando de cuando en cuando una copa de vino para mojar sus labios y humedecer su garganta, así me habló y éstas fueron sus palabras.