EPÍLOGO

—Vamos, Cino —dijo Bruto cubriéndose cuidadosamente con su manto y ajustándose la espada al cinto, para que su porte mostrase la dignidad de su vida y la solemnidad de su muerte—. Es la hora.

El día, que había amanecido desnudo, se fue cubriendo poco a poco de nubes grises del otoño adelantado que preñadas de congoja acaso no sabían evitarse el llanto que a todos se nos asomaba a los ojos. Yo no supe encontrar el valor necesario para acompañarle al exterior sino que, temblorosas las piernas y titubeante la mirada, permanecí en la puerta de la tienda viendo cómo Marco Junio Bruto, a quien tanto amaba, se alejaba con Clito, Dárdano y Volumnio en busca de la ventura de sentir la única experiencia irrepetible, la sensación de morir. Antes me había dicho:

Mucho has escrito en esos papiros y tablillas, oh Cino. Ojalá los conserves y divulgues.

—Lo intentaré, oh Bruto.

Pues escribe tras ellos, en el final, que aquel que ha pasado la última noche conmigo es a quien más afecto profeso. Aunque sienta pudor al decirlo, y tú al escribirlo, escribe bien claro que te amo, y que si los dioses me hubiesen permitido seguir viviendo, nunca te hubiese apartado de mi lado.

—Gracias, oh Bruto —contesté emocionado—. Deseo que sepas que no podré olvidarte nunca y que mi amor por ti permanecerá todos los días de mi vida.

Me abrazó, besó mi mejilla y salió a encontrarse con su destino. En esos momentos el sol se ocultaba tras una compacta nube que cubría dos tercios del firmamento. Una nube de bordes grises y sombras negras, apelmazada de angustia pero sosegada en su inmovilidad, sin agitarse ni volar buscando la huida o esquivar la visión de la tragedia. El viento callaba. Los enemigos, alejados, guardaban silencio esperando a que se produjese el último acto de un hombre honesto. Los árboles, dorados en el amanecer con los primeros rayos del sol, habían recobrado su verdor y se mostraban severos y graves, como acompañando el luto del funeral que se avecinaba. Nadie habló. Ningún ave alteró con su desparpajo la quietud de la mañana. Ni tan siquiera el arroyo, impulsado a seguir avanzando ladera abajo, pareció tener más prisa para alejar sus aguas repetidas de allí. La única roca prominente de la llanura circundante lloraba sus gotas de rocío por no poder evitarse la amarga visión de cuanto iba a suceder.

Marco Junio Bruto, de cuarenta y cuatro años de edad, general, político y pensador, el hombre más querido por los romanos y el más honesto de cuantos conocí, no alteró su rostro ni suplicó compasión o lástima. La muerte sólo puede ser arrogante o cobarde, si no es inesperada, y como el mejor de los mortales no supo sino investirla de grandeza. Dijo mirando a los cielos:

Gracias, gran Dama de negro. Gracias por haberme permitido culminar mis deseos. La Fortuna no me ha sido favorable, el Destino se ha mostrado cruel conmigo y los dioses inmortales no han elegido mi compañía; pero tú, solamente tú, has tenido paciencia suficiente para no encresparte por el retraso con que hasta ti he llegado. Voy a tu encuentro

Y pidió a Clito, su buen esclavo, que pusiera fin a su vida. Clito lloró, negó primero con la cabeza y después se arrastró por el suelo suplicándole que le librase de aquella acción. Bruto se compadeció de él, le acarició la cabeza y volvió sus ojos a Volumnio, para que tomase su espada y le ayudase a cumplir el último servicio. Tampoco se atrevió, sino que le rogó que huyese. Entonces, viendo Bruto que sus amigos le negaban el sacrificio y más bien le suplicaban que salvase la vida, se acercó a Estratón Mesala, le dijo algo al oído que ninguno pudimos escuchar y ambos se retiraron hasta ocultarse tras la prominente roca que se alzaba en el valle.

Estratón después lo contó: él se limitó a mantener firme la espada de Bruto, apoyada la empuñadura en el suelo, y sobre ella se arrojó, atravesándose el pecho y exhalando su último aliento sin gemir ni expresar desazón alguna. Antes de abalanzarse sobre el acero dijo:

Que nadie diga que huyo, ni por pies ni por la ventana de la muerte. Que sepan que ninguno de mis enemigos ha podido desmentirme, que me siento más feliz que mis vencedores porque ha quedado demostrado que los injustos han oprimido a los justos para apoderarse de un poder que no les corresponde. ¡Perdóname, César, ya que Roma no sabrá perdonarme nunca! ¡Ahora mismo me arrodillaré ante ti para suplicar tu perdón!

Y cayendo con fuerza sobre la enhiesta espada, apenas sufrió la muerte, el acto más dulce de sus últimas horas…

El cadáver de Bruto permaneció tendido sobre un lecho de flores de naranjo que preparamos con esmero entre Dárdano y yo. Allí, esa misma tarde, fue visitado por Marco Antonio que, impresionado por la visión del hombre que más respetaba, no dudó en despojarse de su manto de púrpura, el mejor de cuantos tenía, y le cubrió cuerpo y cara, significando con ello que sólo a Bruto correspondía el honor de vestir prendas de vencedor aunque hubiese sido vencido. Antonio lloró prolongada e intensamente ante su cuerpo y César Octavio, un tiempo después, viajando por la Galia Cisalpina, halló en Mediolanum una estatua de bronce que representaba a Bruto y, parándose ante ella, hizo llamar a los magistrados y les dijo que no habían cumplido su promesa de expulsar a todos sus enemigos de la ciudad. Ellos lo negaron, mirándose entre sí con temor pues no sabían por quién lo diría, y entonces Octavio levantó su cabeza a la estatua, frunció el ceño y dijo:

—Pues éste, siendo mi enemigo, ¿no está aquí colocado?

Entonces temieron aún más y nada dijeron, pero Octavio, sonriendo, les dijo:

—Rindo homenaje a los pueblos que son leales a sus mejores gobernantes. Sois un pueblo noble y os agradezco vuestra lealtad. No sabéis la gratitud que os guardo por haber sabido conservaros fieles a vuestros amigos, sin importaros su fortuna. Ordeno que esta estatua permanezca ahí todos los días de la vida de Roma.

El cuerpo yerto de Marco Bruto fue incinerado y sus cenizas aún tibias enviadas a Servilia, su madre, que lloró amargamente con la tinaja funeraria en su regazo hasta que murió. Porcia, la esposa de Bruto, desde que supo de su muerte no quiso vivir, ni halló motivos para sobrevivirle. Sus parientes y amigos, preocupados por su salud, se relevaban a su lado para evitar el suicidio que su mirada anunciaba, pero Porcia, la mujer más valerosa de las que acompañaron a un romano en su lecho, en un descuido de sus vigilantes tomó un ascua del hogar y tragó la brasa encendida, muriendo a los pocos momentos entre los más espantosos dolores que imaginarse pueda, que sufrió sin emitir un solo gemido.

Quince años después de la muerte de Bruto, el trece de enero, se produjo la restauración de la República. César Octavio, tras vencer a Marco Antonio y enviar a Marco Lépido al retiro, fue apellidado Augusto y encargado de ejercer el imperium. Mi vida, pues, carece ya de sentido. Los tiempos nuevos no precisan de hombres viejos, y yo, Cayo Cino el Escriba, sólo espero la muerte. Pero ahora sé que mi vida no ha sido inútil, que ha servido para poder dejar a las generaciones que nos sigan noticias de la vida de un hombre ejemplar. Quieran los dioses que su buen nombre goce, por toda la eternidad, del reconocimiento que merece. Que así sea si así ha de ser.