IX

Marco Antonio ha sido siempre un imbécil capaz de olvidar su cabeza rodando por las baldosas de cualquier burdel con tal de sentir que aún podía expulsar de su cuerpo unas gotas de simiente más y que le felicitaran por ello. Con esto quiero decir, oh Cino, que bien poco le ha preocupado el poder sobre las cosas terrenales si ante sus ojos se interponía la visión de una mujer, y ni el Consulado, ni el Senado, ni tan siquiera la Dictadura le pudieron apartar nunca de su desmesurado afán por entremeterse por las piernas de una mujer y perder allí la sensatez y toda noción de la realidad. Cuando César Octavio, que todo lo que tenía Marco Antonio de imbécil lo tenía él de cobarde y afeminado, le envió a Egipto a pedir explicaciones a Cleopatra de por qué había permitido que Casio y yo anduviésemos por su reino sin cuidados, siendo como éramos traidores a la Roma que ellos representaban, nada más verla se olvidó del encargo y dedicó todo su tiempo a seducirla e intentar poseerla, y como ella es mujer de fácil acceso y vientre más ardiente que tea de brasero en noche de helada, que cuando ve un romano principal se excita y gime como una novia enamorada babeante de pestilentes jugos, el mismo día de su encuentro ya habían fornicado dos veces y se habían juramentado amor eterno, que para Antonio significaba perpetuidad y para ella sólo interinidad, circunstancialidad y fugacidad, de igual manera que se lo prometió a Julio César y a los otros dos mil amantes más que con anterioridad deshicieron su lecho sin impregnar ni macular en lo más mínimo su pétreo corazón. Antonio es un ingenuo, un miserable mediocre investido del don de la fatuidad, un esclavo de sus caprichos y un ser sin raciocinio ni prudencia, aunque puede ser que, como suele ocurrirles a todos los desprovistos de cerebro, tenga suerte por una vez y se libre del engaño de esa falsa mujer consiguiendo su amor, como un día se libró de la herida mortal de nuestras espadas aprovechándose de la nobleza de nuestra digna acción. He de reconocer, oh Cino, que me duele ser vencido por los ejércitos de esos dos patanes, extravagante uno y menguado el otro, vicioso aquél y espantadizo éste, disipado el mayor y amariconado el joven. Pero, al fin y al cabo, sus generales son hombres formados en los ejércitos de Roma, y forjados por su propia historia, y más por su astucia y adiestramiento para la guerra que por las indicaciones que hayan podido recibir de sus jefes han sabido rendirnos y nada he de reparar a su victoria. Baste pues el pleito y pongamos fin de una vez por todas a esta lenta agonía en que se ha terminado por convertir mi vida.

Mas antes déjame probar estas crujientes alas de pollo que el cocinero nos sirve, que morir en ayunas es como nacer saciado, una sinrazón. Comamos y bebamos un poco más, que todavía has de conocer el trecho final que me ha conducido hasta hoy y las peripecias que han fabricado este día que empieza ya a levantarse.

Aunque tal vez deba contarte primero qué sucedió tras la huida del espectro de Julio César que habíase deslizado hasta mi estancia para introducirse en mi mente y atemorizarme, porque si al final decidí creer que su causa fue el láudano que ingerí por prescripción de los médicos, creando en mí alucinaciones y malas visiones, no obstante sé que no fue así porque anoche mismo, antes de entrar en batalla, de nuevo se me hizo presente y quiso hablarme, aunque no se lo permití lanzándole de mi lado con gritos e improperios, y te juro por todos los dioses inmortales que anoche no bebí láudano ni comí en exceso, ni cosa alguna hice que pudiese alterar mi razón para inventar fantasmagorías ni malos genios. Aquella noche, cuando volví a quedarme solo, llamé a mis criados y les pregunté si habían visto algo u oído a alguien, pero me aseguraron que no y ya después no me atreví a relatarles los hechos tal y como se habían producido a pesar de que con insistencia me pedían que les diese cuenta de mi alteración y desasosiego y pasé el resto de la noche en vela, seriamente herido y sin decisión para enfrentarme a mis propios sueños. Al amanecer corrí junto a Casio para contarle lo sucedido.

—Bien, veo que esta campaña no te está sentando bien, amado Bruto —comenzó por decirme—. Sabía que la guerra no es vino dulce para un filósofo como tú, pero lo que no sospechaba era que te afectase tanto que llegases al punto de perder la razón. En empresas más difíciles estuvimos y con gran serenidad te las tomaste, no comprendo qué idea se ha apoderado hoy de ti ni cómo te dejas conducir de tal modo a semejante farsa.

—No te burles, oh Casio —mis ojos delataban pesadumbre y me extrañó que mi amigo no reparase en ello—. Estoy asustado, muy asustado, y no quiero que confundas el temor con la enfermedad. Soy un hombre que ahora no está enfermo, sino tristemente impresionado.

—Pues no veo motivo para el disgusto —encogió Casio sus hombros y permaneció sin prestarme la atención que precisaba—. Es bien claro que anoche cenaste en exceso y las pesadillas te engañaron, haciéndote ver lo que no veían tus ojos.

—Así quisiera pensarlo yo también —le dije sin ningún convencimiento—, pero fue tan real, tan palpable, que las palabras carecen de precio frente a la consistente tozudez de los hechos. Perdóname, Casio, pero tu voz resuena en mis oídos como un gran vacío.

—¿Y dice así quien, como yo, se ha formado en las enseñanzas del maestro Epicuro? ¡No puedo dar crédito a cuanto dices, oh Bruto! —Pareció enfadarse, o al menos sus ojos mostraban un cierto fastidio—. ¿No es doctrina aprendida por nosotros que no es cierto cuanto padecemos o vemos, sino que las sensaciones son realidades falaces y fugitivas, engañosas? ¿No es más verdad que nuestra mente es capaz de cambiar la realidad y hacer creíbles sentimientos que no son veraces y sensaciones que sólo son ciertas si así queremos, equivocadamente, considerarlas? No hay causa conocida que explique por qué nuestra mente tiene facultad para mudar las cosas, pero el hecho de que sea imposible explicar una causa no es razón para negar su existencia. En el alma del hombre cohabitan lo figurado y lo que se figura, y así lo vemos en los sueños mientras dormimos, que no sólo parecen reales sino que por voluntad ajena a nuestra disquisición racional en nuestra mente se alteran y conducen a un final u otro, sin que dominemos su antojo y capricho.

—Es cierto cuanto dices, amado Casio, pero lo sucedido anoche no fue sueño ni figuración —le repliqué—. Anoche no estaba yo para sueños, sino bien despierto porque mi garganta no me dejaba en paz. Hasta el médico hubo de visitarme.

—¿El médico? —se asombró Casio—. ¿Te refieres a ese amenazador Euricles, ése que ha causado más bajas con su peligrosa ciencia en el último mes que las legiones de Roma en los últimos doscientos años? ¡Si sólo sabe recetar láudano, cualquiera que sea el mal! —Casio guardó un instante de silencio antes de abrir sus ojos desmesuradamente—. ¿No me digas que te hizo ingerir láudano?

—Bien cierto —le contesté.

—Pues entonces aparta de tu atribulada cabeza cualquier otra explicación. ¿O es que acaso no conoces los efectos que esa droga produce? Nunca más pongas tu salud en manos de Euricles… Es más, si me haces caso, te desharás de sus servicios antes de que aniquile tu ejército. Mira, Bruto, escucha a tu amigo Casio y escúchale bien: lo más probable es que los fantasmas no existan, pero aun existiendo, lo que te aseguro es que ni tienen forma de hombre, ni voz de hombre, ni capacidad de hombre para viajar hasta ti y visitarte. Encomiéndate a los dioses, que ellos seguramente existen porque han tenido la prudencia de no mostrarse nunca, y reza para que se aparten de ti esos males.

—Luego reconoces el mal de genios y fantasmas que me han visitado…

—No. Cuando hablo de apartar males me estoy refiriendo a Euricles y a los otros médicos de su especie. —Casio rió y palmeó mi espalda—. Vamos, Bruto, cambia ese pálido rostro y muda tu ánimo, que hemos de prepararnos y los soldados nos aguardan. Come algún alimento frugal y vístete adecuadamente, que ya es hora de pensar solamente en conducir tus ejércitos a Roma por los caminos de la libertad.

Y dicho esto, recobrando el buen humor, nos pusimos en marcha en dirección al mar de Tasos en donde, para mi sorpresa, ya se habían llegado los ejércitos de Octavio y de Antonio, dispuestos a enfrentarse con los nuestros en las tierras que lo circundan, los Campos de Filipos. Marco Antonio opuso su ejército al de Casio y César Octavio al mío. Así pues, y sin dilación alguna, todo estuvo preparado para el final que conoces.

Tú, Cino, eres poco sabio en los negocios de la guerra porque has preferido esmerarte en el arte de las letras y sólo conoces el resultado de la batalla final por cuanto te ha sido contado, pues ni desde la colina te asomaste para informarte por curiosidad ni por aprendizaje. Te habré de detallar, pues, la sucesión de errores que la Fortuna quiso producir para confundirnos y equivocarnos, pues a la Fortuna y sólo a ella cabe imputar la muerte de Casio y esta derrota que será causa de la mía. Yo no he sido vencido por Octavio, ni Casio por Antonio; ambos hemos sido derribados por el Destino y tú tienes que hacerlo saber allá donde tus palabras tengan quien las escuche. Porque si honor es ser derrotado por ejércitos mejores que el propio, reconociendo su valor, astucia o superioridad, indignidad sería dar méritos a quienes de ellos carecen o fingir enemigos más poderosos donde no los hubo. Ni Octavio ni Antonio podrán nunca jactarse con justicia de haberse cobrado nuestras vidas; sólo el Destino será el vencedor que las reivindique con legitimidad. Que así sea y así se sepa.

Nos mirábamos los ejércitos a los ojos, como sólo los hombres saben mirarse, y ambos especulábamos sobre el momento idóneo de lanzarnos los unos contra los otros como los buitres sobre la carroña o los avaros sobre el sestercio perdido que se aleja rodando por el empedrado. Nos mirábamos con desdén, cruzábamos desafíos sin palabras y elegíamos el momento apropiado, el lugar justo y las fuerzas necesarias. El cielo, sobre nuestras cabezas, invitaba con sus azules a romper todo recelo. Ni los vientos, que dormían, ni las nubes, que reposaban, amenazaban con interponerse en nuestras decisiones ni intervenir en favor o en contra de los unos o los otros. Cada día que venía parecía ser el más adecuado, el escogido, y cada anochecer, heridas y decepcionadas las luces diurnas por nuestra inseguridad e indolencia, mostraba una Luna que nos preguntaba para qué un día más, qué nos detenía o a qué temíamos.

Casio y yo nos manteníamos firmes en criterios opuestos que nos impedían llegar a tomar la resolución definitiva. Él deseaba retrasar el enfrentamiento hasta el invierno, persuadido de que, por número, nuestros soldados eran menos que los de Octavio y Antonio, y sin embargo nuestros víveres, caudales y reservas eran mayores, por lo que podíamos someterles a un desgaste que tácticamente nos beneficiaba porque iría devorando su moral y preparando una victoria más fácil para nuestras legiones. Por el contrario, yo tenía prisa por cruzar las armas con los tiranos, y no sólo porque deseara recobrar cuanto antes la libertad de Roma sino porque cada vez que enviaba unidades de caballería o de infantería a una incursión por los territorios enemigos, el saldo me favorecía y comprobaba la debilidad y apocamiento de nuestros adversarios, que más que a guerrear parecían estar dispuestos a sestear y a seguir engrosando sus bolsas con los sueldos que les proporcionaba el negocio de la disputa. El espíritu combativo de las tropas de Octavio, a la vista de cuanto comprobaba, no podía medirse ciertamente en altas proporciones, y así se lo hacía saber a mi amigo en cuanto la ocasión se me presentaba.

Pero ni aun así, Cino amigo, decidíamos con acuerdo, sino que de continuo pleiteábamos acerca del mejor momento para iniciar la que había de ser, o así al menos pensaba entonces, la batalla definitiva. Mis generales estaban conformes con mi forma de pensar y algunos de Casio también, pero unos pocos se esforzaban sin pudor en convencerle de la conveniencia del retraso, mostrándose de acuerdo con él y solicitándole que no cediese a mis opiniones, pues no les convenía. Un día tras otro nos reuníamos en su tienda o en la mía y debatíamos el mismo asunto terca y apasionadamente, hasta que al fin, incapaz de comprender el empecinamiento de alguno de sus generales en propiciar la extensión de la injustificada demora, enfrenté mi mirada a la de Atilia, el más pertinaz de cuantos dilataban la espera, y le exigí que explicase de modo convincente la causa de su empeño en aplazar por casi un año la contienda. Y él, con un descaro y cobardía impropias del rango que ostentaba, contestó sin dudar:

—Porque así, al menos, habré vivido otro año más.

No pudo jamás pronunciarse frase más indigna ni expresión más egoísta e irritante. Como disparado por el resorte imparable de una máquina de guerra, Casio saltó de su silla enfurecido, enrojecido por la ira e indignado por el propósito que mostraba uno de sus hombres más sobresalientes, y de aquella rabia contra la indignidad de Atilia nació la causa y razón de su inmediato cambio de actitud: al amanecer del día siguiente, en ambos campamentos, en lo más alto de nuestras tiendas, con todo su esplendor se exhibiría la señal de combate, la túnica de púrpura que anunciaba que el momento había llegado.

Desde unos días atrás se había demostrado ya la distinta predisposición con que César Octavio y yo enfrentábamos la batalla. Él había realizado el preceptivo acto de purificación de sus ejércitos dentro de su propio campamento, por temor a asomarse afuera, y en el sacrificio había hecho ofrenda a los dioses inmortales de muchos dones y a sus soldados les había concedido cinco denarios de plata a cada uno, para contentar su espíritu y animarles. Yo, mucho más confiado en mi razón y en los mismos dioses, había realizado la purificación en mitad de los campos, sin temer dardos enemigos, y recompensado a mis soldados con cincuenta denarios de plata, diez veces más, lo que les ensanchó tanto el vigor que todos se hallaban dispuestos a tomar cuanto antes las armas y poner fin a tan escaso enemigo. Además, mis soldados portaban en su mayoría armas de ricos metales, espadas de oro y escudos de plata adornados con piedras preciosas. Tal vez te preguntes, Cino amigo, la razón de tanto lujo y derroche; piénsalo como yo, que soy de la opinión de que un soldado defiende mejor sus armas, y por tanto su vida, si además de ideales, siempre tan acomodaticios, de su arrojo depende defender también sus propiedades, y si éstas son del valor del oro, más esmero pondrá en conservarlas. Ese era mi pensamiento y nunca creí que en ello anduviese errado.

La víspera de la batalla cené con muchos amigos y la fiesta resultó agradable y rebosante de espléndido humor. Me encontraba confiado, seguro de la victoria y satisfecho de que el día, al fin, hubiese llegado. En cambio, Casio mostró sin disimulos su disgusto, estuvo silencioso y triste durante el banquete y muy pronto se retiró a su tienda para descansar. Ni siquiera se quedó hasta el final de la cena. Se reunió con pocos amigos, los más íntimos, y apenas si probó bocado. Sabiendo de sus humores y conociendo que no podía ser gratuito el enfado, antes de retirarme a mi lecho le visité en su campamento, entré en su tienda y le pregunté qué le sucedía. No supo responderme.

—Ignoro los caprichos del espíritu —me dijo—, como tampoco llegué a conocer nunca los designios que nos prepara la Fortuna. Pero si he de decírtelo, oh Bruto, sólo puedo asegurarte una cosa, y es que siento que éste es mi último día. No creo en supersticiones ni augurios, sean buenos o malos; sólo creo en lo que dice mi intuición, y algo me dice que no hemos escogido bien ni el día ni la hora.

—No temas, amado Casio —le dije—, todo está bien. No hay razón para que dudes.

—Ya lo sé —replicó abatido—. No hay razones. Todo parece indicar que la victoria es nuestra, que mañana será un gran día y que en breve estaremos en el Capitolio devolviendo la libertad a los romanos. Pero, siendo así, dímelo tú, oh Bruto: ¿por qué siento este desconocido temor que no sentí en ningún otro momento de mi vida? ¿Quién, sea humano o divino, atormenta así mi espíritu y doblega mi voluntad, torturándome sin compasión? No hallo la respuesta, cuñado, y por eso no puedo reconciliar mi mente y mi alma. La paz no está conmigo.

—Casio, confía en ti y confía en mí —le supliqué—. Y piensa que yo te amo tanto que, si alguna duda hallase abrigo en mi corazón, mañana no sería el día. Fía en nosotros y duerme plácidamente, que tus ejércitos y los míos, los dioses inmortales y toda Roma velarán tus sueños esta noche, y mañana cuidarán asimismo de tu integridad en la batalla. Y yo el primero. Te deseo paz, Casio; no sabes hasta qué punto te la deseo.

Dejé a Casio sabiendo que no le había convencido pero sin que él me hubiese podido persuadir tampoco de que la razón no estaba de mi parte. Ahora veo que la gran Dama es considerada y leal, que avisa de su inminencia y que se manifiesta en formas que somos incapaces de comprender hasta que la recibimos y somos avisados de su presencia. Aquello que Casio no supo explicar eran tan sólo los fluidos etéreos que la Dama de negro inyectó en su ánimo indicándole que le esperaba presta para acompañarle más allá de las fronteras del horizonte de la vida, y Casio, sin comprender el mensaje, o acaso comprendiéndolo muy bien, tampoco dejaba de percibir el aviso del Destino, la amenaza de su proximidad. Tarde lo he aprendido, Cino, tarde y mal, pero ahora sé que lo sobrenatural se sirve de magias y fantasmagorías para darnos aviso de que los acontecimientos son inesquivables y en ellos hallamos el fin para el que nos hemos de ir preparando desde que nacemos.

A mí, aquella noche, volvió a visitarme otra vez el espectro de Julio César. No me encontraba enfermo, ni había ingerido pócima alguna que explicase el fenómeno, y mi espíritu estaba tan reposado que no hay justificación alguna para que mi mente pudiese urdir un fantasma indeseable. No, Cino; la presencia de aquel espectro fue otra vez real y, cuando junto a mi lecho pretendió hablarme, sin permitírselo le expulsé a grandes voces de mi lado, pronuncié improperios sin medida y ante tal torrente de imprecaciones no pudo sino desvanecerse, sin duda amedrentado por la fiereza de mis ojos, la violencia de mis gestos y la ira de mis palabras. Mi buen humor me había dado fuerzas bastantes para enfrentarme a cuanto de humano o sobrenatural pretendiese interponerse en mi reposo y Julio César, o quienquiera que fuese aquel fantasma, se estremeció con mi firmeza y sin decir palabra se ausentó, como enemigo batiéndose en retirada apresurada comprendiendo la fortaleza de su vencedor y la solidez de la infranqueable muralla dispuesta a no ceder en lo menor, cuanto menos en lo mayor.

A pesar de la inoportunidad de la visita, pasé el resto de la noche tranquilo, durmiendo poco, como suelo, pero descansando mucho y bien, que es lo que mi cuerpo precisa para encontrarse vivo al amanecer. Recuerdo que tuve sueños, que en ellos vi a Porcia y que su imagen me reconfortó porque no la había visto desde que nos separamos en Atenas, cuando ella regresó a Roma y allí esperaba noticias de mi salud y de mis correrías por el Asia. Soñé con Porcia, mi esposa, y con su hijo Bíbulo, y en mis sueños vi que me esperaban junto a la entrada de mi casa, que con mi madre me abrazaban al verme llegar y todos nos comprometíamos a disfrutar de la libertad de Roma sin volver a participar en nuevos viajes ni viejas guerras, ganados al fin la paz y el sosiego para los años que nos quedasen por vivir. Sueño más feliz jamás tuve, Cino. Un sueño que, como todos, fue quimera inalcanzable, deseo inaccesible, desvarío de la razón que conoce de su imposibilidad y por ello se manifiesta en la oscuridad, en la soledad y en la inconsciencia. ¡Oh Cino, qué poco aprecio los sueños! ¡Qué poco afecto les he profesado nunca y cuánto temor les guardé siempre, al menos desde que me traían velada la imagen atroz del cadáver descompuesto de la hermosa Prenestina!

Por la mañana, las túnicas de púrpura, como llamaradas de sol y fuego exhibiéndose en todo su esplendor con refulgencias de diosas en los Campos de Filipos, alertaron a los ejércitos que el día iba a ser de sangre y victoria, que la libertad nos aguardaba y que todos habrían de estar dispuestos, una hora después, para acometer el último obstáculo y derribarlo. Roma tenía los ojos puestos en nosotros y nosotros no íbamos a decepcionar a Roma en el día que se anunciaba como el más trascendental de su reciente historia. Entre los dos campamentos, Casio y yo nos reunimos un instante antes de dar la señal definitiva. Breve fue nuestro encuentro, y pocas las palabras que nos intercambiamos. Recuerdo que Casio dijo:

—¡Ojalá, oh Bruto, alcancemos la victoria, y nos sea dado pasar juntos una vida feliz! Pero, pues son inciertas las mayores empresas de los hombres, y si la batalla no se decide según nuestro deseo, no nos ha de ser fácil volvernos a ver. ¿Qué opinión tienes acerca de la fuga y de la muerte?

—Cuando yo era todavía joven y sin experiencia de negocios, oh Casio —le respondí—, no sé cómo llegué a proferir una expresión tan atrevida, porque culpé a Catón de haberse dado muerte, no mirando, como obra loable y digna del que haya de ser tenido por hombre, ceder a su mal Genio y no recibir con tranquilidad lo que quiera que suceda, sino huir de ella a manera de esclavo fugitivo; ahora, puesto en los trances de fortuna, pienso muy de otro modo, y si los dioses no ordenasen convenientemente las cosas, no me empeñaré en urdir nuevas esperanzas y nuevos preparativos, sino que moriré alabando a mi fortuna porque, habiendo consagrado a la patria mi vida en los idus de marzo, he vivido, en lugar de aquélla, otra libre y gloriosa.

—Pensando de este modo —me replicó Casio—, marchemos a los enemigos, porque o venciendo no temeremos a los vencidos, o vencidos no temeremos a los vencedores.

Por edad y experiencia, a Casio correspondía el flanco derecho, pero le rogué que me lo concediese y no se opuso. Nuestros informadores nos habían comunicado que Marco Antonio se encontraba entretenido en cavar un extenso foso para evitar la huida de Casio hacia el mar, y que César Octavio, enfermo desde hacía muchos días, se hallaba postrado en su lecho imposibilitado para dirigir sus legiones. Así pues, a la fuerza de nuestros ejércitos se iba a unir la oportunidad de la sorpresa, por lo que no había razón para demorar una acometida que, con orden, astucia y arrojo, pondría fin de una vez por todas a las ambiciones de quienes pretendían hacer de Roma su trono y de los romanos sus súbditos.

Sobre mi caballo, dignamente engalanado para la ocasión, recorrí los frentes de mis legiones repartiendo entre sus generales las instrucciones precisas y la contraseña que significaría el comienzo de la batalla. Cabalgaba de una centuria a otra arengando a los soldados e infundiéndoles el coraje necesario para un triunfo rápido y con el menor derramamiento posible de sangre, pues siempre he sido de la opinión de que en la guerra como en la paz la piedad abre las puertas de la mejor de las victorias. Pero al verme galopar tan agitadamente, la mayoría de los míos entendieron que se había iniciado el avance y, sin esperar otra contraseña, se volcaron sobre el campamento enemigo sin orden, disciplina ni formación, avasallando cuanto a su paso encontraron y asaltando las fortalezas enemigas sin el rigor estratégico que toda acción precisa para ser noble y brillante, segura.

Estratón Mesala, en mi nombre, atacó el flanco derecho del campamento de César Octavio y lo tomó sin ninguna dificultad, después de dar muerte a los dos mil lacedemonios que en ese punto cubrían su defensa. Sin embargo, por la precipitación, ni Casio llegó a intervenir ni se pudo evitar descuidar el flanco izquierdo, por el que las legiones de Octavio alcanzaron nuestro campamento con toda facilidad y lo destrozaron, si bien, al comprobar que ninguno nos encontrábamos allí, se desorientaron y terminaron por desperdigarse, desconcertados ante la ausencia de enemigos y sin ninguna acción que realizar. Entre tanto, al frente de mis legiones ataqué por el centro el campamento de Octavio, produciéndose una encarnizada lucha al ser mayor la resistencia de la esperada, pero finalmente vencimos sin graves pérdidas y nos adentramos triunfadores hasta la misma tienda de nuestro enemigo, que ya había huido retirándose con sus más allegados.

Marco Antonio apenas había tenido tiempo de intervenir en la lucha, derribando tan sólo algunas tiendas del campamento de Casio. Por su parte, César Octavio había corrido a ponerse a salvo, sus legiones estaban dispersas o prisioneras y por tanto la victoria era total. Sin embargo el Destino, siempre el Destino, volvió a imponer su ley y con ella nuestra perdición.

Repara en ello, Cino: la confusión de la victoria fue aún mayor que la que hubiese producido la derrota. En aquellos momentos yo ignoraba que Casio hubiese sobrevivido a Antonio, al ver algunas de sus tiendas en llamas, y Casio desconocía también mi triunfo. Y en esa mutua ignorancia, yo pensé que Casio había sido vencido y Casio creyó, al ver mi campamento asaltado, que yo había sido derrotado por Octavio, por lo que ninguno de los dos creímos útil acudir en socorro del amigo.

Sin embargo, pronto recapacité y decidí enviar mi caballería junto a él, por si en algo podía servirle aún, y Casio, al ver llegar hombres a caballo, pensó que eran enemigos y envió a Titinio a informarse del número de los adversarios y del talante que les movía. La vista vieja y cansada de Casio fue culpable de su muerte: cuando los soldados de mi caballería reconocieron a Titinio, le cubrieron con abrazos y vítores celebrando su presencia y conociendo que Casio aún estuviese vivo, pero Casio al ver a su amigo rodeado de tropas montadas pensó que le estaban dando muerte y, sin esperar otros indicios ni confiar en otras razones, persuadido como estaba de mi derrota, se apartó a una tienda vacía con el liberto Píndaro y, tapándose la cabeza con su manto, se hizo cortar la cabeza por él. ¿Te das cuenta, Cino? ¿Comprendes por qué hablaba de la inapelable decisión del Destino y que frente a su ley no hay otra verdad que pueda oponérsele? Levanta la copa, leal amigo, levanta tu copa y bebamos el último sorbo por Casio y por su ventura, vencido por el imperativo de la casualidad y los malos hados que la Fortuna envió para poner fin a la vida del único que merece ser llamado el último de los romanos.

Al conocer la fatalidad sólo me quedó envolver su cuerpo con mi túnica y hacer enviar su cadáver a Tasos, para que sus funerales fuesen reposados y dignos, como merecía. Sobre sus restos, separados cuerpo y cabeza, lloré amargamente durante muchas horas, pensando en los tiempos pasados, en las zozobras compartidas, en las acciones nobles emprendidas y en los hechos por los que la historia nos encadenará como dos de los mejores amigos que hayan podido nunca existir. ¿Qué es la amistad, Cino? ¿Qué sentido tiene para ser de tanta importancia en nuestras vidas? ¿Elegimos acaso padre, madre, estirpe y linaje? ¿Somos libres para escoger, entre nuestros semejantes, los hermanos, tíos y demás parientes? ¿Puedes asegurar que en la hora de unirnos en matrimonio nuestra esposa es la única deseada y no son mil las circunstancias que nos conducen a diferenciarla de las otras mujeres para desposar con ella? ¿Y los hijos? ¿Son nuestros por voluntad y por nuestra decisión nacen varones o hembras, honestos o perversos, inteligentes o menguados, altos, morenos, flacos o enfermizos, o es la naturaleza, que obra a su capricho, la que toma las decisiones a su albedrío? No, Cino: el único don que se nos concede a los mortales es escoger, de entre todos, aquellos que han de ser nuestros amigos, aquéllos con los que nos es grato compartir conversación y viajes, con quienes nos entregamos en confianza porque su confianza también se deposita en nosotros y con los que existe un vínculo voluntario, libre y recíproco de complicidad y comunidad de caracteres para las más íntimas acciones y las más expuestas empresas. Los amigos son como las perlas del fondo del océano, bienes escasos y difíciles de encontrar, y quien los halle bien contento ha de estar, pues no es ni tarea fácil ni de simple obtención. La amistad, como la buena formación del espíritu, hay que trabajarla con tenacidad y comprensión, no creyendo en buenos inicios sino en permanentes identidades, y cuando pasan los años y se sigue sintiendo afecto por quien de igual manera nos lo tiene, prestos hemos de inclinarnos ante los dioses para agradecerles el bien que nos han dispensado, pues no más de dos o tres serán quienes desde la juventud a la muerte estarán a nuestro lado y nosotros estaremos al suyo. Los mortales sólo elegimos a nuestros amigos de entre cuantos seres a lo largo de nuestra vida nos rodean, unos para hacérnosla grata, como esclavas y sirvientes, compañeros de estudios o camaradas de guerra, ciertos hijos y algunos conocidos que con nosotros alzan copas o rondan doncellas, y otros para hacérnosla pesada, molesta y fatigosa, como enemigos, competidores, acreedores y esposas, aunque muchas de éstas no se conforman con el engorro sino que provocan la desesperación y otras, en cambio, son tan dulces que a gusto quisiéramos pasar con ellas todos los días de la vida sin que ese futuro se nos antoje comprometido ni fastidioso. Y ahora, en este triste momento en que rememoro a Casio y siento más pena por mí que por él, sé que sin su compañía nunca hubiese sido un buen romano, como tampoco sin Catón y sin Julio César, cada cual mostrándome caminos diversos y cada uno enseñándome qué había de hacer, qué no había de hacer y cómo hacer lo que había de hacerse. Casio fue mi amigo, Cino, el mejor y más importante de los que conmigo compartieron vida y quehaceres, y si he de comparar su amistad con la de cualquier otro no dudo en decir que fue el único y que, comparada con la suya, la amistad de los demás apenas ha sido una ráfaga de brisa en el desierto.

Lloré sin consuelo sobre su cadáver mientras pensaba en la burla de la Fortuna, que no sólo había propiciado su fin sino que para mostrar aún más a las claras su poder había decidido que en su muerte se separasen cuerpo y cabeza, significando con ello que si de fuerza fue recio y vigoroso, de cabeza fue hábil y sabio, y que por separado podrían apreciarse mejor ambas virtudes porque unidas, como le conocíamos, a veces se contradecían y peleaban, sin que ni una parte ni otra venciese por completo para mostrarnos la realidad de sus facultades. Así fue Casio, amado Cino; tan sabio como impulsivo, tan malhumorado como prudente, tan poderoso como inteligente, pero nunca le reconocerán su mérito porque no es virtud de vencedores agasajar cadáveres de enemigos y los historiadores no sienten predilección por los que han carecido de coraje y fortuna para sobreponerse a su Fortuna y desafiarla, venciéndola. Y hacen mal, Cino, pues si los vencedores glosaran a los vencidos sus victorias aparecerían más esforzadas y loables, y si los que han de contar los relatos de la historia se fijasen más en los que no alcanzaron sus fines, sin duda su narración sería más justa y como tal se reconocería.

Mas no permitas que te siga fatigando con estos pensamientos y prepárate a recordar cuanto ahora te diré, que ya el día ha vencido a las tinieblas y ha de cumplirse el plan tal y como los dioses lo tienen previsto. Queda tan sólo darte a conocer mi derrota después de mi victoria, pues como has oído, en la primera batalla, tras arrasar el campamento de César Octavio, después de la marcha de Antonio y una vez acaecida la muerte de Casio, de los cuatro generales en liza tan sólo yo quedé victorioso. Fue una victoria poco costosa, apenas si perdí ocho mil hombres mientras de los enemigos cayeron más de veinte mil, pero lo más grave de cuanto ocurrió, más allá de la muerte de Casio, fue que su ejército se volvió quedo y amedrentado, desmoralizado y sin orden, y para reunirles de nuevo e interesarles por cuanto aún nos quedaba por hacer hube de ofrecerles veinte mil denarios y dos ciudades para el saqueo cuando la acción en que nos encontrábamos la hubiésemos zanjado por completo. Así lo aceptaron y por la fuerza del oro recobraron moral y disposición para la obediencia, y también la disciplina necesaria para el buen guerrero porque, por no conservarla, nos habíamos perjudicado en la primera batalla, primero entregando nuestro campamento y después confundiendo a los dioses para que permitiesen la muerte de mi mejor amigo.

Desde entonces hasta hoy han pasado veinte días, Cino. Las tempranas lluvias limpiaron los restos de sangre de los campos y los ejércitos enemigos se reunieron de nuevo para disponerse a la batalla que ayer puso fin a mis esperanzas. Hace diecinueve días que Casio fue incinerado y quince desde que mis hombres aguardaban la fecha de cruzar sus armas con Octavio y derrotar sus ansias de permanecer solo en Roma sin otros que le incomodasen, porque ni Antonio ni Lépido son enemigos para él. La impaciencia es un gusano voraz que corroe las entrañas pidiendo más y más prisas, como si el reposo fuese su mal y antes que a él prefiriese entregarse a la misma muerte. Y la Fortuna quiso ponerme a prueba a mí también, tentándome con la impaciencia sin permitir que mi juicio reposase lo necesario para valorar nuestra situación y adoptar conforme a ella la decisión más conveniente para mis intereses. Porque si mejor lo hubiese sabido meditar, o a mi lado hubiese tenido a quien por prudencia y edad, como Catón o Pompeyo, me hubiesen ayudado con su sabiduría, a buen seguro que no habría arriesgado el día ni la victoria cuando tan favorables para mí eran las circunstancias de la batalla.

Nosotros teníamos víveres suficientes para esperar la llegada del invierno mientras César Octavio y Marco Antonio estaban en precario sin apenas con qué dar de comer a sus hombres, cuanto menos con qué pagar sus deudas; nuestro rehecho campamento, como has comprobado, estaba bien resguardado, al abrigo de las inclemencias del tiempo y tan bien defendido en las laderas del monte que nadie hubiese osado aventurar un ataque ni acometerlo sin tener por segura su derrota, y, en cambio, los ejércitos de nuestros enemigos permanecían a la intemperie, en medio de los campos, sufriendo los embates de las lluvias y soportando inundaciones que, con los fríos del amanecer, helaban las aguas y enfriaban los ardores; mi escuadra, en el mar, impedía la llegada de refuerzos para nuestros enemigos y, como he sabido dos días ha, habían aniquilado las naves de nuestros enemigos, con lo que mi poder en el mar era absoluto y a Octavio no le quedaba quien le socorriera. ¿Comprendes, pues, lo imprudente de mi acción, la desgracia de haber sido derrotado por la Fortuna que puso ante mí la impaciencia como cebo y a ella no supe oponerme? Hace veinte días, mientras mis hombres derrotaban a Octavio, mis naves hundían las suyas en el mar, pero de ello no he tenido conocimiento hasta anteayer. ¿Quién, sino el Destino, pudo componer las cosas para que no llegaran a mis oídos los hechos tal y como sucedieron, llegando en cambio hasta los de Octavio para que por ello adelantara la batalla y se empeñara en celebrarla ayer, antes de que yo conociese su situación, conociendo él, como conocía, la mía? ¿No ha sido sólo el Destino, Cino amado, quien de nuevo ha actuado para enredar mis decisiones y confundirme, propiciando así mi muerte? ¿O acaso no seré yo mismo quien, sabedor de que la Fortuna era vulnerable y podía vencerla también, cambiándola, se resignó a ella por no contrariar lo escrito en las estrellas? Porque quiero que conozcas algo que todos han de saber, y nadie mejor que tú para hacerlo público en foros y plazas. Yo, Cino, sabía que podía vencer y no quise hacerlo. Es muy difícil explicarlo, comprendo esa mirada de incredulidad que ahora se dibuja en tus ojos, pero así es, lo creas o no.

Escucha, Cino. Anteayer llegó a nuestro campamento un soldado de fortuna sensato y cabal llamado Clodio que había huido de los ejércitos de César Octavio porque estaba deseoso de unirse a nosotros. Con él trajo la noticia de nuestra victoria en el mar, pero nadie quiso creerlo porque pensaron que hablaba así sólo para mostrarse grato a sus nuevos compañeros y ser mejor aceptado. Yo sí le creí, Cino, le creí. ¿Y sabes por qué? Pues porque un hombre no anuncia su paso a un ejército victorioso sin menoscabo de su dignidad, y cuantos más triunfos esté obteniendo su nuevo ejército más menguado es el mérito de desertar. Conozco a Clodio, y a su familia, y sé que de no haber sido veraz su información nunca hubiese tabulado falsedad como ésa. Mil otras excusas hubiese expuesto, si creyese que había de presentarlas, pero nunca una noticia tan alentadora. Por eso le creí y por eso comprendo que Octavio tuviese prisa por presentar batalla, antes de que yo conociese su desastre naval y me reservase hasta el invierno para hacer segura mi victoria.

Y en tal caso, ¿qué locura se apoderó de mí?, dirás; ¿qué mal Genio se hizo dueño de mi cordura para impulsarme a enfrentar mis legiones a las de Octavio, si con tan sólo esperar hubiese sido inapelable mi victoria? No te falta razón, Cino, pero tampoco me faltan a mí aunque confesártelas me produzca el más inmenso rubor que hombre alguno tuvo nunca que soportar. Mis razones fueron una, tan sólo una, y esa razón es que yo, Marco Junio Bruto, hijo de Servilia, en los Campos de Filipos y frente a los tiranos que gobiernan Roma, no deseaba vencer. ¡No deseaba vencer! Vencer… ¿para qué esa victoria? Vencer a Octavio, vencer a Antonio, vencer a Lépido… ¿Y luego, qué? ¿Vencer a Roma? Haz un esfuerzo y piensa por un instante como yo pienso; detén tu mente en la cierta posibilidad de mi triunfo sobre ellos; imagina que logro la victoria, que regreso a Roma triunfador, llevando el cadáver de Octavio y arrastrando el de Antonio, y que me presento en el Senado diciendo que Roma es libre, que la prueba son esos muertos y que yo me retiro a mi casa de Ancio a descansar el resto de mis días. ¿Me hubiesen dejado? ¿Lo hubieran permitido? Si lo hubiesen hecho, sin duda me sentiría muerto, desterrado, lejos de la política y del poder, contemplando cómo otros Octavios, otros Antonios y otros Césares volvían una y otra vez a desmoronar las piedras que sostienen el edificio de la República ambicionando la tiranía, persiguiendo el poder absoluto y buscando sin desmayo la dictadura. Y si no me hubiesen dejado, hubiera tenido que tomar el poder, algo que nunca ambicioné, que ni siquiera ayer deseaba, al igual que Espartaco no lo tomó porque no se atrevió. El poder, ¿para qué? ¿Para el buen gobierno, o para servirme de él? Sólo aspira al poder quien no puede ser libre con sus propios medios y precisa investirse con las facultades de los otros para satisfacer su vanidad y enmascarar sus carencias, su mediocridad, su vacío. Nunca quise el poder aunque estuvo en nuestras manos el quince de marzo. Nunca creí que en mi Destino estuviese el gobierno de Roma sino su servicio, y así lo creo aún hoy. No, no quiero el poder, Cino, nunca lo quise, y por no tenerlo la victoria me hubiese dado la muerte del destierro o la permanente invitación a retomar las armas en defensa de la libertad. Y esa posibilidad me fatigaba tanto… Muerto Casio, ya no bastaba con reintegrar la dignidad de ser libres a los romanos; los Campos de Filipos son mi sepultura porque así lo decidió el Destino y nunca ha de contradecírsele. Dejémoslo ya, te lo ruego. Me es tan difícil seguir pensando…

Ayer, al amanecer, dos águilas disputaron en los cielos con una furia incomprensible, como si desde siempre se odiasen o como si en un momento hubiesen enloquecido y precisaran alimentar sus furias de sangre y violencia para aplacar una enajenación sin causa que la motivase. Dos águilas que se abalanzaron la una sobre la otra, cruzaron picotazos rabiosos y se produjeron rasguños sanguinolentos clavándose las garras cuantas más veces podían, mientras conservaban el equilibrio en ese prodigio natural que es posarse en el aire y no caer. Los ejércitos de uno y otro bando contemplábamos la acidez de la disputa con curiosidad, interés y calor, pues pronto vimos que cada una de ellas atacaba desde nuestro bando y creímos ver en ello el anuncio del futuro que a cada partido le esperaba. Pasado un rato, para nuestro asombro y disgusto, aunque parecía que iba venciendo en la lucha, el águila que estaba de nuestra parte renunció al combate y huyó. Fue un mal presagio que transformó la resolución de mis legiones y dejó sus rostros sin color. Antes de que su decepción se volviese descalabro y su pesimismo fracaso, ordené formar las tropas y permanecí al frente de mis legiones esperando el inicio de la batalla, que correspondía a Octavio. La espera se me antojaba buena, crearía tensión entre los soldados y les obligaría a meditar su suerte y acopiar fuerzas y arrojo, y en su inquietud creí ver decisión cuando, fijándome bien, no había sino recelo y temor. La caballería esperaba descubrir buena disposición entre la infantería, y la infantería, por su parte, quería contemplar en el rostro de los jinetes aplomo y seguridad, pero en ellos sólo descubría prevención y reconcomio. Unos y otros se miraban celosos y desconfiados, mientras los hombres de Casio, los mejor pagados, parecían cada vez más dispuestos a esforzarse en la lucha, pero sólo en apariencia. No podía pedirles más. Revisé sus gestos, paseé entre ellos para descubrir su ánimo y arengarlos, pero no podía evitar que mi seguridad se fuese desplomando como una ruina acosada por un vendaval. En esa situación, tan delicada, Camlato, uno de mis más sobresalientes generales, el más valeroso y bienquisto, sin decir palabra descendió de su caballo, me miró un instante y, con una arrogancia tan parsimoniosa que helaría cualquier frase que hubiese querido escapar de mi garganta, abandonó mi partido, cruzó los campos que nos separaban de Octavio y se pasó a sus ejércitos, sin mover un solo músculo de su cara ni detenerse a prorrumpir en explicación alguna que diese razón de su actitud.

Ahora es imposible decirte los pensamientos que en ese momento se agolparon en mi mente sacudiéndola, como un látigo quema la espalda de un esclavo sorprendido en la huida. Fue como si de repente se derrumbasen ante mis ojos los más sagrados principios de la lealtad, la amistad y la fidelidad. Camlato no fue nunca mi amigo íntimo, pero sí un camarada al que colmé de afectos y un soldado ejemplar, y de mi comportamiento para con él no era justo esperar respuesta tan desairada. ¿Qué puede hacerse cuando entregas tu corazón y te lo devuelven roto? ¿Qué camino es el adecuado si aún crees en el bien de los más y encuentras que, quien así pensaba, demuestra ante todos que no vale el afecto sino el interés, que es más principal el individualismo que la camaradería y que, mostrándose así, ignora opiniones ajenas y daños causados a los que más te aprecian y quieren? La amistad es difícil, Cino, ya te lo he dicho, y el desaire en un afecto que con buena voluntad entregaste es mala herida que nunca sana por completo, por muchos que sean los días que pasen.

El sol estaba en lo más alto y sin embargo para mí era como si la noche estuviese en su más intensa plenitud. La hora nona había llegado. Sin Casio, sin Catón, sin Cicerón, sin Pompeyo, sin Camlato… ¿Dónde estaban Servilia, mi madre, y Porcia, y Prenestina, y Aurelia, y todos cuantos alguna vez mostraron su aprecio por mí? ¡Qué soledad, Cino, qué abismo de soledad se abría bajo mis pies y yo sin ser capaz de resguardarme ni protegerme! Nada hay más terrible que la soledad cuando a tu espalda cincuenta mil hombres armados esperan una señal para entregar su vida por un salario y por los ideales de quien les paga. Les iba a conducir a la muerte, a la derrota, al aniquilamiento. No quería vencer pero tampoco podía ser tan indigno como para volverme atrás y traicionar a quienes, sin desear morir venciendo, tampoco deseaban vivir vencidos. Sin amigos, en la más honda soledad que nunca imaginé, pensé en rendir mis legiones evitándoles la derrota, pero los fantasmas de mis antepasados, o la locura del sol calentando mi frente, me recordó que era por Roma por quien iba a luchar, por Roma y por su libertad, por la República, y aunque no desease vencer tampoco podía esquivar la posibilidad que la Fortuna ponía ante mí para intentarlo. Sólo hice una invocación a los dioses antes de levantar mi mano en señal de acometida, sólo recé para que los muertos fuesen los menos posibles y, en su mayoría, mis hombres pudiesen celebrar el festín de la victoria o ayudarse en el funeral de la derrota. No había tiempo que perder: César Octavio no indicaba el ataque y nuestra situación era cada vez más incómoda. Cerré los ojos, respiré tan profundamente como pude e inicié el movimiento de mi mano. Sin querer contemplarlo, mi espada se elevó al cielo, mis ojos se cerraron de golpe como sólo se cierran las puertas con el viento y al instante los gritos de asalto rodearon mis oídos mientras caballerías y soldados se lanzaban en tropel sobre los ejércitos enemigos.

El ala izquierda avanzó bien, ordenadamente, alcanzando muy pronto el encuentro con las legiones de Octavio. El flanco derecho, formado por la infantería, avanzó más pausadamente, pero conservando también su formación y buen orden, mostrando su solidez y el ímpetu de su contundencia. Pero otra vez el impulso de mis ejércitos, recordando el desacierto de la primera batalla cuando desatendieron el flanco izquierdo, les hizo torcerse hacia ese lado, dejando desguarnecido el frente, por el que entraron sin apenas resistencia las legiones de Octavio, poniéndome en la obligación de combatirlas personalmente rodeado por muy pocos de mis más esmerados fieles, para evitar verme envuelto por el enemigo y ceder ante ellos mi espada. Entre ellos Marco, el hijo de Catón, tan romano como su padre, gritando su nombre y protegiendo mi cuerpo, se batió con tanta furia que por un tiempo contuvo al enemigo, hasta que finalmente fue alcanzado y cayó de su caballo manando sangre por el tajo mortal que había recibido en su cuello.

Atardeciendo, cuatro horas después, la derrota era un hecho inevitable. Octavio me había rodeado y Antonio había logrado desperdigar a las desordenadas huestes que por la izquierda y la derecha se confundían ya entre los enemigos, sin saber si sobre quienes cargaban eran compañeros o rivales y absteniéndose así de sacrificar vidas de quienes con seguridad no se mostraban ni como una cosa ni como la otra. El resultado de la batalla pude verlo con el sol aún en el cielo, a mis espaldas, y, retirándome, crucé el arroyo, como ya sabes, y me instalé en esta tienda apartada con mi amado esclavo Clito, con mi fiel escudero Dárdano, con mi buen amigo Estratón Mesala y contigo, al abrigo de los enemigos que allá enfrente se han hecho dueños de Roma sin nadie que les pueda incomodar a partir de hoy.

Y esto es de cuanto deseaba conversar contigo, Cino. Aquí, entre estas lonas que no me verán nunca más y bajo este sol que anuncia el día que hemos esperado, sólo queda entregar mi vida a la gran Dama por no entregársela a César Octavio, que si ella no me la ha pedido, con gusto se la doy, pues quien quiere cobrársela no ha reunido méritos bastantes para merecerla. ¡Oh, Cino! ¡Qué sorbo tan amargo es la muerte y qué dulce cuando es el honor quien la reclama para vindicar la estirpe! No siento temor ahora, nada me inquieta ni estremece. Hube de consagrar mi vida a Roma y mi servidumbre fue útil pues en los idus de marzo restablecí para ella la paz que Julio César secuestraba. Pude haberme conformado con vivir en una ciudad en sombras y sin embargo he de alabar mi suerte por haberme sido dado el triunfo y poder restablecer la luz donde sólo amenazaban tinieblas. El precio fue alto, Cino, ya lo sabes, hube de propiciar la muerte del hombre que más quería, pero búsquense las culpas en el Destino que así lo escribió, que en ocasiones un hombre ha de mutilarse un brazo para evitar la muerte de todo el cuerpo y no por ello es menos hombre ni más expuesta la salud. Mas juro por todos los dioses, por Júpiter y por Marte, por Diana y por Venus, que con placer hubiese sacrificado mis manos, mis ojos y hasta mi libertad por la vida de César, pero su vida no era sólo mi muerte, a la que aprecio tanto como poco aprecio mi vida, sino la muerte de la República y, con ella, la muerte de cuatro siglos de esplendor del pueblo más admirable y poderoso de cuantos jamás hayan existido. ¿Fui traidor a César? ¿Se puede ser traidor a la vez a un hombre y a una patria si sus intereses son contrarios? Con esa duda no he de morir. Jamás, ¿oyes, Cino?, jamás consientas que el nombre de traidor se una al nombre de Bruto. Es posible que nuestra acción fuese fementida y traicionera, pero antes de aceptar esa aseveración quisiera conocer si es el fin buscado lo que justifica los medios que se emplean o son los medios usados la excusa de que se sirve el Destino para alcanzar los fines a que aspiramos. La muerte de César era el medio para el fin supremo, la perpetuación de la libertad, así como mi muerte será el medio que necesitan Octavio y Antonio para que esa misma libertad quede al cuidado de perros hambrientos que sólo esperan la ocasión de quedarse solos para devorarla.

¡Qué contradicciones mueven los hilos de las estrellas! ¡Qué injusto es el Destino! Mi nombre vivirá por siempre encadenado al de César por eslabones de hierro inútiles de romper, y sin embargo nadie reparará en que su argolla es idéntica a la mía, ni mejor ni peor, aunque la suya brille como el oro y la mía sea opaca y deslustrada, denigrada, pestilente y sucia. La ligadura que une a dos hombres es sólo una, pero los otros siempre son dados a ver a uno como el que encadena y a otro como el encadenado.

Mira las cadenas, Cino. Soy esclavo de ellas y sólo a ti corresponde cortarlas. Ojalá los dioses te ayuden, que a mí, en esta hora en que tanto me pesa el alma y desea cabalgar sobre lomos de blancos caballos que ciegos conocen el camino de la morada eterna, me basta con saber que aunque mil años pasen, y en ellos se me trate de injusto, el día llegará en que mis frías cenizas recobren su tibieza y puedan escribir sobre las cabezas de los hombres mi verdadera índole, la de un hombre que vivió siempre con los ojos despiertos y al que ni el brillo del oro, ni el fulgor del poder ni el resplandor del lujo logró que los guiñase y confundiese. Abrázame, Cino, estréchame fuerte y hazme sentir el calor de tu cuerpo en la frialdad de la sangre que ya se hiela en mis venas. Abrázame y bésame, que hoy como nunca preciso de esa ternura que los hombres buscamos de continuo para sentirnos amados y difícilmente encontramos en las sombras rotas y afiladas de la vida. Abrázame y no permitas que dude, que en esta hora de la partida he de mostrar a todos que si nada temí en la vida, menos aún he de temer en la muerte. Soy la víctima de mí mismo, un lisiado del amor filial, un mutilado del destino. Soy, amado Cino, el más indigno servidor de Roma que por ella quiso vivir y por ella quiere morir. Vamos, Cino, ayúdame a secar estas lágrimas que inoportunas se empeñan en nublar la visión del último honor que se me ofrece.

Límpiame los ojos, Cino, que nadie vea llorar al hombre más amado de Roma…