VIII

Hay ocasiones en que los hombres han de perfilar y dibujar su historia con sus propias manos para que las pezuñas de la Fortuna no la muestren inconcreta, borrosa y confusa, amado Cino. Desde aquel día me correspondió solamente a mí hacer nítidos los rumbos de mi vida para que el camino que había de recorrer no fuese una suma de errores ni pareciese el deambular de un proscrito por los desiertos de la ignominia, pues aunque se me hubiese dado el poder conocer el final marcado en el horizonte, lo que no era posible dejar de ignorar todavía era su rostro y su naturaleza, y sobre todo su distancia de mí, pues ya sabes que el horizonte es una verdad mentirosa que aun pareciendo cercana nunca se alcanza y aun aparentando fijeza sin embargo es mutable como las mareas, y tan voraz como insaciable de cuanto a su paso se encuentra.

Nunca quise suponer que mi final sería éste, aunque también lo hube calculado sin temor, sino más bien me confortaba creyendo que mi futuro se labraría en la constancia de mil batallas por la libertad de Roma hasta ganar por fin la guerra última a la indignidad. Pero hoy me duelen las huellas dejadas en mi piel por los caballos del destino que me han arrollado, me duelen sus coces repetidas y el número de sus pisadas como hiere el llanto interminable de un niño enfermo en la quietud de la noche invernal, y aunque quisiera poder decir que no me equivoqué en mis ímpetus, que fue justa mi decisión y honrada mi actitud, en estas horas tristes ya no sé qué pensar, no me atrevo a juzgarme, mi mente se nubla al pensar si acaso fue mi consejero un mal genio que con sucias artes me confundió o si es que ahora estas tinieblas me impiden ver con limpieza que fui ciego entonces y aún no he sanado de esta obcecación que me ha ofuscado y humillado.

También Roma me atormenta y avergüenza, oh Cino, como las llagas de esas marcas ponzoñosas en mi piel. ¿Qué le ha sucedido a Roma? ¿Qué les ha ocurrido a los romanos que dan por bueno lo inaceptable y detestan cuanto sus mayores les han enseñado y de ellos hubieron de aprender? No lo sé, Cino, no alcanzan mis ojos a comprender por qué venden la fortuna de su libertad a cambio de las mezquindades de su seguridad, y su digna ciudadanía en trueque por apenas un salario de monedas herrumbrosas. Todos los romanos estuvieron ilusionados un día, cuando el cambio llegó a sus vidas como la esperanza de un amanecer preñado de rocío y sol de primavera que anunciaba bonanzas en abundancia y el final de una larga noche en el que podía vislumbrarse el término de la sospecha y del temor. Hasta entonces, veíase al mendigo, y junto al mendigo el mendrugo, y junto al mendrugo el niño desnutrido o la mujer vencida de ojos inquietos y tristes que gritaban sin palabras si acaso no había un mundo mejor para ellos. Llegó el cambio con la muerte de César y aquellos ojos de auxilio se volvieron miradas confiadas, parecían respirar mejor, más profundamente, con la serenidad de quien está seguro de que el mañana es hoy y la felicidad no se hace esperar porque pausadamente pasea por las calles para quien desee tomar su ración antes de volver a casa y repartirla entre los suyos. Pero ahora veo con claridad que aquella ilusionada promesa de futuro que trajo la muerte del tirano no fue sino apenas una fiebre leve, un delirio engañoso, un sueño sin terminar. A la serenidad siguió pronto la severidad, y al grito la gruta, y desde la madriguera de cada cual, desde las grutas del individualismo, los romanos sólo se ponían en pie si oían el tintineo de un sestercio sobre el adoquín, si apreciaban las músicas de la plata repicando en el mármol y llamando a la rapiña, a la avaricia y a la riqueza fácil, al botín. Nos engañaron los dioses o nos engañamos nosotros mismos, Cino, quién lo sabe, porque nadie tuvo coraje bastante para enseñarnos que sin ilusión no hay futuro, que el pan no se cuece si alguien no suda junto al horno y que sin el esfuerzo de todos no es posible la paz. Los romanos creyeron que bastaba con que la libertad estuviera dentro de sus casas porque fuera de ellas no era necesaria, sin duda imitando lo que veían en los ciudadanos más principales que eran incapaces de cambiar el granito de sus tesoros por el granate de sus afectos, mudar la ruindad por el rubor, contagiando a todos esa enseñanza aparentemente buena del enriquecimiento personal que, en el fondo, es la más perversa de las aspiraciones, pues no es posible que alguien se enriquezca sin que otro se arruine como no es comprensible el gran beneficio sin la gran injusticia, pero ni en ello pensaron ni en ello quisieron pensar. Y de aquellas rapiñas, de aquellos egoísmos, nació una nueva Roma sin prudencia, sin afectos, sin piedad, una nueva Roma dividida y decidida a engrandecerse a fuerza de engrandecer a sus ciudadanos, ignorando que ni es factible que todos sean grandes ni siquiera es bueno aspirar a ello, pues tras el resplandor de lo superfluo siempre es más poderosa la sombra de los desheredados que, ocultados tras el deslumbramiento, por un momento permanecen en las penumbras, acobardados, resentidos, al acecho, pero rápidamente se rebelan y se muestran, naciendo con ellos la decepción y el desencanto y cuanto había de lujo se torna agravio y cuanto de afinidad, disputa. Así sucedió muy pronto, hasta que las sombras de las nieblas oscurecieron Roma y aún hoy no se han levantado de la ciudad. Mala cosa confundir las luces con sus sombras, Cino, los resplandores con las realidades, porque ni los más altos valores, ni la defensa ardorosa de sus más aventajados ciudadanos, es capaz de detener ya esa jauría de perros despedazando los restos del botín para ver si aún pueden apropiarse de una migaja de cobre con la que seguir engordando el caudal que no saben usar para su dicha sino para acrecentar su ambición.

¿Qué le sucede a Roma, qué mal se ha adueñado de ella que ha olvidado levantar la frente al futuro, elevar sus ojos del suelo y afanarse ilusionadamente en la reconstrucción de un mundo que fue el más virtuoso y que ahora, sumando injusticia sobre injusticia, se le va de las manos como se escurre la libertad por entre los resquicios de los dedos abiertos, cual agua que sin dique resbala, sin hacer nada por conservarla para sí y los suyos, para todos? ¿Sucede que los romanos se han vuelto súbitamente pobres, que han perdido el ánimo, que son conscientes de su infelicidad y se atormentan por ello? Sí, así deben sentirlo, Cino amigo, aunque no sea cierta la sensación ni responda a la certeza de los hechos sino a la corteza de su piel de corcho con que se han revestido para sobrevivir. Por eso se reúnen en corrillos para oír desgracias ajenas, por eso disfrutan escuchando narraciones de crímenes horribles, de vejaciones espantosas, de asesinatos con descuartizamiento y de tragedias familiares ajenas; se reúnen en grupo en la plaza o en familia junto al brasero para escuchar, recién entrada la noche, historias truculentas y terroríficas, desgracias cercanas de vecinos y conciudadanos, sólo para sentirse ellos mejor pudiendo comparar sus nimias cuitas con las grandes tragedias que desesperan y asolan a los otros. La desesperación ajena les devuelve, por unos momentos al menos, la esperanza en ellos mismos, y de esa actitud, oh Cino, sólo podemos extraer la consecuencia de que el ser humano es perverso, que necesita el mal ajeno para sentir el bien propio y que sólo en la lágrima del otro halla sosiego su paz interior, el sueño reparador y el reposo íntimo: la reconciliación en la comparación. Hiel ajena para fabricar miel propia, como hace la abeja para olvidar que su panel es cárcel de la que si escapa muere, laja pulcra de sepulcro que oculta la lama en que sus sentimientos se enfangan. No sé qué le ha sucedido a Roma, Cino, qué les ha podido ocurrir a los romanos. Lo tenían todo en sus manos para ser felices y con un mal viento de locura se han olvidado incluso de respirar. Hubo un momento en el que la paz no corría peligro, el imperio estaba en sosiego, sin enemigos, cada cual en sus cosas y los ejércitos sin utilidad, y de repente se rompieron los silencios de las treguas como se quiebra la perfección de un ánfora cretense despeñada con estrépito en la oscuridad. Roma vivía la calma de la prosperidad y el buen negocio, cada oficio cumpliendo sus fines y todos los artesanos ganando comodidad y calor para sí y para sus familias, y de repente las furias de la ambición se desataron para rasgar, sin explicación que lo justificase, el lento rumbo del mundo hacia la serenidad con avaricias, intrigas, desafectos y enconos. Los romanos conocían el reposo de la travesía y la manera de realizarla, pero agitándose ellos movieron las aguas con tanta necedad que encontraron muy pronto la tempestad en la que habían de naufragar todos. ¡Oh, Cino, cómo me avergüenza Roma en estas horas finales de mi existencia! Pienso en lo sencillo que le dejamos la vida para disfrutarla y me enrabieta contemplar que no fue capaz de preservar tanta bondad como le aguardaba en lo porvenir.

¿Reparas, Cino, en que la fascinación por la belleza y el dinero denota la decadencia de un pueblo, vuelve párvulos a los adultos que se deslumbran con la mera apariencia desconociendo que en el espíritu se halla cuanto de bueno y de malo existe en la naturaleza de los hombres? Cuando un pueblo se contenta con alabar la perfección de las formas, ignorando sus contenidos, y vuelca sus esfuerzos en imitar la belleza corrigiendo a la naturaleza que ha creado sus personajes, no permite mejor opinión de la que cabe tener de una de esas serpientes que, traicioneras, esperan agazapadas tras una piedra el paso de una caballería para atacar sus patas y morder en ellas su mortal veneno. Y en Roma sólo están en su mayor esplendor los comercios de afeites, bálsamos y perfumes que sirven para la corrección de afeamientos, el resaltar rasgos agraciados y el recomponer figuras deterioradas por el gran comer o el exceso de vino. Las mujeres se adornan cara, cuello y pezones con maquillajes y pinturas, pasan horas esmerando sus cabellos, buscan y rebuscan telas para cubrirse apenas y seducir mejor y desnudan sus pies en fiestas y banquetes para incitar con sus tobillos cuando por su edad ya no pueden atraer con su rostro. Los hombres, más afeminados aún, moldean su cuerpo con gimnasias y adiestramientos, no se entrenan para la guerra sino para la seducción, compiten con ellas retocándose cabellos y afilando ojos, y abusan de perfumes por ver cuál sobresale en los paseos por el Foro. Aún en ellas lo entiendo más, oh Cino, pues la experiencia me ha enseñado que una mujer hermosa puede desafiar la rigidez de la categoría social y desposar con quien, por mayor rango y mejor familia, puede convertirla en dama principal aunque sus orígenes sean humildes y de familia sin nombre ni hazañas. Pero en los hombres no comprendo esa actitud, salvo que concluyamos que la ociosidad les ha convertido en débiles y la comodidad en pusilánimes, buscando su indignidad en el gusto exclusivo por otros hombres o afirmando su buena posición en la competencia con damas y matronas, incapaces de mostrar en los juegos su valor ni en la guerra su valentía frente a los de su mismo sexo. Cuánta pena me dan quienes no ven en los demás sino su aspecto ni en sí mismos más que sus atractivos. Roma fue alguna vez lecho de inteligencia y saberes; hoy no es más que un gigantesco espejo en el que todos se miran para comprobar que gozan aún de buen gollete y bello porte.

Y junto a su belleza, los romanos están fascinados por el preciado metal que significa ostentación y boato. El cobre les deslumbra, la plata les eriza la piel, el oro les estremece. Como impúberes y vestales juegan a contar sus monedas y a llenar sacos con ellas para mostrarlas a parientes y amigos, se compran cuanto no les falta y gastan en lo que les sobra, y por un puñado más son muy capaces de ignorar ley, amor y vida. Matan por dinero, por dinero mueren y hasta por unas monedas rebuscan en sus ingenios la manera de vender patria, linaje y estirpe. Trabajan poco para ganar mucho, sin importar el engaño, y en su camino no hay más lindes que la acumulación ni más excusa que lo inagotable de su ambición para seguir recorriéndolo. Nunca se han de conformar, nadie dice poseer bastante cuando de dineros se trata, y aunque muchos se tengan que alistar en los ejércitos, alejándose de sus familias, porque no encuentren otro trabajo mejor, los poderosos siguen sumando sestercios a sestercios sin mirar ni a quién le falta ni quién necesita para comer lo que ellos usan para recomponer su figura curvada por el exceso de alimentos. Roma se ha hecho charca de opulentos que se quejan de no saber qué más comprar y escenario de bellezas que se han aburrido de competir porque nadie desea ser arbitro que designe ganadores en tan absurda competición. Roma se aburre, Cino, y ello sólo significa una cosa, que su fin está cerca, que todos se han vuelto ingenuos, que no saben ni quieren madurar y que pronto estarán todos muertos. Acaso ya lo estén aunque aún no lo sepan.

Cuando salí de Roma, hace dos años, no podía pensar que el bien que pretendíamos con nuestra acción iba a ser después causa de la perdición de los romanos. En los días que siguieron a la muerte del gran César, durante mi estancia en Ancio, no imaginé semejante posibilidad, ni tampoco después cuando salí hacia Atenas y allí me instalé entre el reconocimiento popular y el de las autoridades que me dispensaron una acogida más propia de un benéfico cónsul que de la insignificante persona que representaba. Sólo tengo buenos recuerdos de Atenas, Cino, gratas rememoranzas de aquel tiempo en el que pude compaginar el estudio con mis intereses y en los que nadie me dio la espalda sino que, muy al contrario, todos pugnaban por sentarse cerca de mí y compartir mi conversación, como ahora haces tú conmigo.

En Atenas me hospedé en casa de un viejo amigo, Alcímenes. Dediqué mi tiempo al estudio de la filosofía y compartí con Cratipo y Teomnesto largas horas de conversación y aprendizajes útiles para el saber y el espíritu. Cratipo era peripatético y de él aprendí cuanto del sabio Aristóteles aún ignoraba; Teomnesto era un señalado académico, versado en todas las materias conocidas, y me enseñó verdades para afrontar la vida y la muerte que entonces me parecieron irrefutables, pero que, si he de ser sincero, hoy he aprendido también que una cosa es la teoría y otra bien distinta la práctica, pues, cuanto de él aprendí para esta hora, en estos momentos compruebo que nada es lo mismo y aun pensando en sus palabras me resulta imposible ajustarlas a la realidad inesquivable de la negritud que se cierne sobre mi cabeza, inaceptable por irreversible, repugnante por castradora. La muerte es renunciar a no saber, Cino, es aceptar que nunca se va a seguir aprendiendo, y para los que nos hemos formado en el aprendizaje y hemos hecho de nuestra vida un continuo estudio para acumular más y más conocimientos, por fuerza ha de repugnarnos. Ignoro si la visita de la gran Dama es grata para el soldado, o el comerciante, o el político, pero lo que ahora sé es que es repulsiva para el pensador y el filósofo porque aceptar la muerte es aceptar el fin, y todo fin es límite tras el cual no hay sino carencia, ausencia y vacío. No, Cino amado. La muerte ha de repugnar a un filósofo porque morirse es renunciar a seguir aprendiendo, investigando, conociendo. Pero volvamos a lo que estaba contándote y llenemos una vez más estas copas sedientas como mi garganta. Gracias, así está bien.

En Atenas fui recibido entre las aclamaciones del pueblo, las autoridades dictaron decretos para mi bienestar y, en atención a su esmerado recibimiento, puse buen cuidado en no procurarles preocupaciones por mi causa, manteniendo mis actividades políticas en la discreción y moviendo mis acciones con cuidado para que no fuesen conocidas por nadie. Durante todos los días que allí pasé, que fueron muchos, dediqué mi tiempo a conversar y aprender, pero no perdí ocasión para atraer a mi causa a los jóvenes romanos que allí se encontraban estudiando, ni dejé de enviar a Herostrato a Macedonia para que los que mandaban tropas se hiciesen también de mi causa y partido. El hijo de Cicerón, que entre los estudiantes atenienses demostraba ser siempre gran enemigo de tiranías y estar dotado de una mente privilegiada, pronto estuvo a mi lado, y sus amigos y otros conocidos formaron en torno a mí una especie de trenza de ideas que anudaba definitivamente sus intereses y los míos, siendo respetado como su guía en medio de una prudencia tal que nunca en la ciudad se supo de nuestros secretos encuentros ni de nuestros comunes pensamientos. Por alguna razón que no me resulta sencillo exponer, sabía que iba a necesitar bien pronto de unas fuerzas importantes para defenderme yo mismo y amparar también a Roma de dictadores y malos presagios y, de hecho, cuando supe que algunas embarcaciones romanas pasarían cerca de Atenas trayendo armas y dineros desde Asia, viajé hasta el puerto de Caristo, me entrevisté con el pretor Antistio que las conducía y logré, durante la fiesta con que le obsequié con motivo de mi día de cumpleaños, que me entregase los barcos y sus contenidos, que se hiciese asimismo de mi causa y que aceptase dirigir la escuadra que fui formando en los viajes que desde entonces inicié por los más diversos lugares.

A Cina le arrebaté quinientos caballos que llevaba a Dolabella al Asia; luego acepté que se incorporaran a mi causa todos cuantos de los ejércitos de Pompeyo estaban aún desperdigados por los territorios del imperio y, cuando me llegué a Demetriade, tomé para mí el cargamento de armas que César Octavio mandaba a Antonio para la finalización de la guerra contra los partos. Con esas fuerzas formé un ejército bien adiestrado que me permitió gobernar la Macedonia, cuando Hortensio me la entregó, hice míos todos los reyes y gobernadores de aquel país y me adelanté hasta Dirraquio para tomar la ciudad antes de que lo hiciese Antonio, a través de los servicios de su hermano Cayo. Me preguntarás por qué inicié esas campañas, qué excusa me daba Roma para enfrentarme a ella, quiénes me instigaron a rebelarme contra Octavio y Antonio, cómo, en fin, pude ser contrario a Roma, tanto como la amaba. Y sin embargo pronto te diré las razones y estoy seguro de que las comprenderás y compartirás.

Cuando el joven César Octavio llegó a la ciudad para hacerse cargo de la herencia de su tío, Antonio había usurpado todo el poder y abolido por decreto la dictadura, dominaba el Senado y gobernaba a su antojo sin que nadie se le opusiese. En su engreimiento, despreció al nuevo César y le amenazó incluso con hacerle preso si osaba solicitar alguna magistratura para él, y por ello, aun teniendo poco más de veinte años, César Octavio vio claro que habría de enfrentársele, por lo que decidió hacer amistad con Cicerón y solicitar sus consejos para que le ayudase en sus intereses. El viejo Cicerón, ya conoces el amor que siempre tuvo por navegar contra la corriente, hizo que el Senado se pusiese del lado del joven, que se le concediese la pretura que solicitaba y que a Marco Antonio se le despojase del consulado, declarándosele además enemigo público y nombrándose a Pansa y a Hircio para los cargos consulares vacantes. Antonio, irritado y entregado a los brazos de las Furias, salió de Roma y se enfrentó a los ejércitos de los nuevos cónsules, siendo derrotado en Módena y viéndose obligado a salir de Italia, mientras Octavio se hacía, contra la opinión del Senado, nombrar Cónsul por el pueblo.

Su nombramiento no fue bien visto por casi nadie y causó grandes recelos entre los senadores, que no entendían por qué se empecinaba en mantener un gran y costoso ejército que la República no necesitaba en Roma, ni qué intenciones albergaba pretendiendo hacerse nombrar Cónsul contra la ley. Para mostrar aún más claramente su disgusto, el Senado volvió los ojos de nuevo hacia mí, renovó los decretos confirmándome el gobierno de mis provincias y en alguna sesión se llegó incluso a invocar mi nombre contra los intentos de nuevas tiranías por nadie deseadas. César Octavio, como el gran cobarde que siempre fue, pensó en mandar llamar a Marco Antonio para que le defendiese, pero aun antes ordenó que sus tropas rodeasen Roma e inició un proceso contra Casio y contra mí, acusándonos del crimen de magnicidio por la muerte de su tío e invitando a Lucio Cornificio a ser mi acusador y a Marco Agripa el de Casio. La acusación, repara Cino en su ingenuidad, fue la de causar la muerte de un ciudadano principal sin el preceptivo juicio previo. ¿No te parece grande la comicidad? ¿Te imaginas una conspiración con juicio público previo, con acusadores, defensores y un jurado decidiendo su sentencia? ¡Qué ridículo! Pero olvidemos la excusa, Cino, que las disculpas nunca sirvieron cuando se trata del poder, tan propenso siempre al abuso y a la extravagancia. Y además, como ni Casio ni yo pudimos comparecer en la farsa, pues ni siquiera fuimos citados, el tribunal no tuvo más remedio que sentenciar nuestra culpabilidad. De lo que sí fui informado después es de que, cuando el pregonero me llamó públicamente para comparecer, la gente que asistía al proceso se irritó, unos gritaron y otros sollozaron, y que los más aventajados ciudadanos bajaron sus ojos al suelo y mostraron así su desaprobación por la comedia que se estaba representando. Hasta el mismo Publio Silicio, ¿le recuerdas?, por vérsele llorar en esos momentos fue poco después condenado a muerte. ¡Qué ignominia!

Mientras tanto. Marco Antonio había cruzado los Alpes, se había ganado el respeto y la obediencia de los soldados de Lépido sin muchas dificultades, reuniendo un poderoso ejército, y estuvo preparado para volver a Italia con la intención de recobrar el poder. Pero ya Octavio había prescindido de la amistad de Cicerón, que había repudiado la farsa de nuestro proceso y, como el ciudadano de mayor autoridad en Roma, había mostrado su disgusto y había llamado al pueblo a defender la libertad. Entonces Octavio decidió reconciliarse con Antonio y se reunió con él y con Lépido en una isla del río para acordar el gobierno de los tres, repartirse el poder y acabar con los enemigos de cada cual.

Puedo jurar, amigo Cino, que no ha existido jamás mayor indignidad que la que presidió aquella reunión. Cada uno solicitó la muerte de los amigos de los otros y el indulto de sus amigos y, como siendo así a nadie se podría matar, convinieron en que cada cual decidiese sobre la vida de los amigos ajenos, de tal forma que fueron más de trescientos los proscritos. Lo más nauseabundo de todo fue que cada cual habría de ejecutar a quienes mayor afecto tenía, y así lo hicieron sin remordimiento de conciencia ni sangre ácida que se les revolviese por las tripas. Entre ellos murieron Publio, y mi primo Decio, y Cicerón… El mismo Antonio le dio muerte, le cortó la cabeza y una mano y, entre grandes carcajadas, mandó que se pusieran ambas extremidades sobre la tribuna de la plaza para que el pueblo se mofara a gusto de un muerto, sin pensar que con aquella acción lo único que iba a conseguir era que el pueblo se indignase contra él, como finalmente así fue.

Tal vez ahora comprendas mi rebelión, mi rabia, mi indignación, Cino. Puede que ahora comprendas por qué levanté mi espada contra Roma con satisfacción, al contrario de como la levanté contra Julio César. Porque Cicerón era mi amigo, y aunque presentía que más tarde o más temprano acabaría de esa forma sus días, me dolió mucho más la manera en que fue escarnecido que el ultraje de su propia muerte, menos vergonzosa para él que para los presuntuosos romanos que lo consintieron, y por descontado que para los malditos que la ejecutaron. Mi venganza no se hizo esperar: a Cayo Antonio, que después de haberme hecho con la ciudad de Brutoto estaba en mi poder, le mandé dar muerte en cuanto conocí las decisiones de los nuevos triunviros, y su hermano Marco Antonio tuvo que soportar con paciencia el mensaje que le hice llegar comunicándole que me cobraba su vida en pago por la de mi pariente Decio Bruto y por la de mi amigo Cicerón. Después marché al Asia, como sabes, y alcé un ejército ya de por sí poderoso y bien armado en Bitinia y en Cizico, en donde más que gobernador fui rey y todo mi empeño lo puse en engrandecer aún más mis tropas para acercarme a Roma y liberar a los ciudadanos de la nueva tiranía que se les imponía.

Yo, Cino, que he sido soldado y he sido filósofo por circunstancias extraordinarias e impuestas, no por deseo expreso de ser algo más que un buen ciudadano dispuesto a formarme y a ser útil a la patria y a mis contemporáneos, ahora, en el final de mi vida, puedo decir que no sé si he cumplido como una cosa ni como otra, pero lo que puedo afirmar, sin mostrarme deshonesto ni creer estar confundido, es que cuanto hice lo hice con buena voluntad, ánimo despierto y deseo de no imponer mi razón, sino de que la razón se impusiera a mis instintos. Que así se sepa, Cino, y que tú, como testigo, puedas dar fe de ello allá en donde se te reclamare opinión. Y quiero también que sepas que, como soldado y como pensador, fiel amigo, siempre he dudado qué valor es más principal en la guerra, si la fuerza del cuerpo o la resolución del espíritu, y todavía no he podido concluir si la dureza de las armas en fuego vence a la fortaleza del espíritu o es la contumacia de éste quien puede contra la solidez de aquéllas. Mucho he pensado en ello mientras preparaba estos últimos días, sin alcanzar una conclusión definitiva, pero ahora creo, después de tanta especulación y después de presenciar tanta desolación, que desde que el engaño fue cualidad valorada en la batalla como expresión de habilidad y astucia mejor ha de engañar quien mayor inteligencia posea y por eso soy más partidario de la razón que de la espada, persuadido de que con buen espíritu es más fácil obtener los fines que buscamos que con el mucho guerrear y el poco pensar. Quienes sólo se empeñan en dar placer al cuerpo, desatendiendo el alma, les ocurre como a los vagabundos y a los malhechores, que les estorba el alma cuando se sirven del cuerpo para su alivio y regusto, y de su necedad e ignorancia sólo se puede sacar silencio porque nada de utilidad hacen si no es contentarse con comer hasta saciarse, beber hasta emborracharse y fornicar hasta aburrirse. De ellos sólo podemos esperar sinrazón, tiranía y malos modos; de los cultivados, puede en cambio aprenderse todo cuanto saben pues, aun no compartiéndolo, con su solo ejemplo obtenemos provechosas enseñanzas quienes atentamente les observamos. Las vidas de Cicerón, de Catón y de Pompeyo fueron luz que mostraron caminos y fortalecieron espíritus; de la vida de Lépido, Octavio o Antonio nada puedo aprender pues parecen vivir para la tiranía. Ellos creen en la fuerza y sobre nosotros la ejercen, cercenando vidas y asolando futuros; nosotros creemos en la libertad y en su nombre hemos levantado la voz y la espada. Que Roma y los dioses juzguen nuestros actos, que yo no puedo juzgarlos.

Mira, Cino: apenas una hora más y el alba anunciará la salida del sol por aquel lado del horizonte. Se acerca el momento del fin. Observa ese cielo, cuán cuajado de estrellas se muestra en esta noche de finales de verano. Ahora es de un azul intenso, parece negro, y sin embargo cuanta mayor es su negritud más cercano está el amanecer. Me fascina el milagro del nacimiento de cada día, siempre puntual, siempre idéntico, incansable. Primero unas leves pinceladas grisáceas se tiñen inexplicablemente de rojo, como anunciando al gran señor que se avecina. Los pájaros, en esos instantes, abandonan sus sueños y gritan inquietos que precisan alimento urgente para ellos y para sus crías, cruzando los cielos sin pausa ni serenidad, ansiosos, embravecidos, enloquecidos. Es como si llamasen al Sol o como si pretendiesen alertar a los insectos para que se alboroten también, vuelen sin tino y resulte más fácil su captura. Después, luces blanquecinas van adueñándose poco a poco del firmamento, y de repente la Luna desaparece sin conocerse el momento exacto en que se ha retirado hasta el próximo atardecer. Y entonces, como cada día, tras el horizonte montañoso asoman los primeros rayos del sol, dorando las copas de los árboles y anunciando el día que ya ha comenzado. Los campos, opacos un instante antes, se muestran de oro, aún no recobrado su verdor; todas las alimañas, sean de la especie que sean, asoman su figura y corretean, vuelan o se detienen curiosas esperando ganar la caza que les permitirá sobrevivir un día más. Y mientras dura esa mirada absorta, el sol ha subido a la suficiente altura como para contemplar la obra de los dioses y asegurarse de que todo está bien, de que el mundo sigue igual, que los hombres y las bestias, los ríos y las llanuras, las ciudades y los montes no han aprovechado su ausencia para romper la vida o desaparecer en la muerte. Los dioses calcularon muy bien las cosas, Cino, aseguraron con su obra la permanencia del todo a pesar de la indignidad de los hombres. Hoy deseo ver de nuevo el amanecer, mi último amanecer, porque tal vez en él pueda descifrar el enigma de su puntualidad, de su infatigabilidad, de su cotidianidad. ¿Por qué sale todos los días el sol si no tiene nada nuevo que ver sobre la superficie del mundo? ¿Qué espera encontrar sino unas pocas muertes, unos cuantos nacimientos y unas miserias añadidas a las del día anterior, que en todo caso serán menos de las que encontrará al día siguiente? ¿Acaso cree que un día saldrá y verá que la bondad ha vencido a la maldad, la vida a la muerte, la dignidad a la miseria y la sabiduría a la necedad y a la incultura? Sí, tienes razón, Cino, no me mires así porque de sobra sé lo que te preguntas y me preguntas: ¿es que acaso yo confío en ver esos prodigios de bondad, decencia y sabiduría? ¿Y acaso no me levanto también cada mañana? Tienes razón. El sol y yo renacemos por naturaleza, despertamos por deber, Cino, por obligación, como también por obligación he debido tomar las armas y enfrentarme a Roma.

¿O acaso no nos levantaremos porque pensamos que ese día será el primer día de la renovación del mundo, cuando se hallarán las respuestas a todas nuestras inquietudes y zozobras? Tal vez de ese blando lecho que se hace más confortable en el amanecer que en la hora de acostarnos nos lance la esperanza de que ha llegado el día de poner fin a la iniquidad, a la maldad, a la indolencia y a los vicios de los poderosos y de los débiles. Acaso sea cierto que nos levantamos porque pensamos que es el día lúcido en el que los reyes no derramarán más sangre de sus súbditos por una frontera, una mina de oro o una idea nacida del fanatismo, el odio o la avaricia. Es posible que con esa esperanza renazcamos, y en la convicción de que al fin se impondrá la razón a la mezquindad y a partir de ese día se repartirán con justicia los bienes de la Tierra y de la cultura, pues bien distribuidos para todos hay, y ya no será posible volver a contemplar niños que lloran de hambre, frío o temor, ni mujeres que sufran de ésos y de otros muchos males, ni ancianos que puedan concluir que su vida ha sido inútil, ni hombres que hayan de ganar su sustento y el de los suyos en tierras extrañas o en su propia tierra bajo los imperios de la tiranía, la represión y la esclavitud. Sí, acaso por esos ideales, olvidados hoy pero que un día forjaron la solidez de nuestro mundo, nos levantemos cada mañana con los ojos despiertos, los pulmones ansiosos y la sonrisa en los labios, confiando en los hombres y fiados de los dioses, seguros de que algún día, que puede ser ése, el orden se instale en nuestro corazón y con él las enseñanzas de la lógica, la razón y la justicia.

Te estoy cansando, Cino; observo que miras mis pasos por esta estancia como los delirios confusos de un moribundo que se llena de buenas palabras para buscar consuelo donde no hay sino estiércol y basura, que quiere creer que hay un mundo mejor porque en la muerte, como en el nacimiento, sólo hay ingenuidad, candor, simpleza e inexperiencia. Tienes razón otra vez, tienes razón. Confundo los deseos con la realidad pero no me acuses a mí de ello sino al vino que tan generosamente hemos despachado esta noche, que si no llevo mal las cuentas debe haber rebasado ya las dos tinajas terciadas, en todo caso demasiado para un hombre libre como tú y bien poco para un hombre que va a morir, como yo.

Quisiera comer algo, tal vez unas pastas de Barium o unas alas de pollo fritas en grasa de uro. Haz el favor de ver si el cocinero está ya despierto y puede servirnos algún alimento. Ve, amigo mío, que mientras tanto voy a intentar recordar qué sucedió en los días siguientes para que conozcas los últimos pasos que me han conducido hasta aquí y han hecho posible mi derrota.

Sí, ya voy recordando…

Sí, sí… Escucha… Hacía ya demasiado tiempo que me había separado de Casio en El Pireo y mandé llamarle a Siria, en donde, según me dijeron, se encontraba. Con él me reuní en Esmirna, yo llegándome de Macedonia y él de su provincia, y aún recuerdo la sincera alegría y los fraternales abrazos en que nos fundimos al vernos.

—Te encuentro viejo, Cayo Longino Casio —le dije bromeando a modo de saludo—. Bien se ve que en estos tiempos has dedicado más horas a castigar tu cuerpo que a embellecer tu alma, inveterado promiscuo. ¿Qué tal te tratan los sirios?

—No puedo quejarme —replicó mientras palmeaba mi espalda y preparaba su respuesta—. Tal vez tan sólo pueda poner cuitas de mis ojos, pues debo estar perdiendo vista. De lo contrario no acierto a comprender cómo te veo tan feo, gordo y demacrado. Has pasado ya los cuarenta, ¿verdad?

—Los cuarenta y tres. Pero he de añadir que tú envejeces muy bien.

—Tú tampoco lo haces mal.

Tras nuevos abrazos y carcajadas nos retiramos a la tienda a brindar por los tiempos pasados y por los que hubieran de venir, nos preguntamos por nuestras familias y dedicamos un buen tiempo a repasar los recientes acontecimientos sucedidos en Roma y a convencernos de que habíamos de volver en ayuda de los ciudadanos porque sin nosotros era muy posible que el imperio estuviese de nuevo en peligro.

—Es como si los dioses nos impulsaran una y otra vez a conjurarnos en favor de Roma, Bruto —dijo Casio—. No deben desear nuestro reposo.

—Los dioses sólo se rinden al Destino —repliqué—. Y creo que es el Destino el que nos acucia y nos apresura. Por fortuna no halla hombres imprudentes y fatuos, sino ciudadanos avisados y previsores. ¿O es que tú no estás prevenido, gran Cayo Casio?

—No sé qué decir —calló durante unos instantes, y cuando adoptaba esa postura yo sabía que estaba iniciando una burla—. En este último año he formado suficiente caballería e infantería como para derrotar al mismo rey de los partos, y de oro y plata tengo bastante como para comprar todos los elefantes de la India. Claro que no sé si tú…

—¿Te parecen insuficientes seiscientas naves, tres mil caballos y setenta mil hombres armados? Si deseas más, correré a buscarlos…

—No, no me parecen insuficientes —rió Casio con buena gana, y añadió—: Lo que quiere decir que si unimos nuestras fuerzas estamos en condiciones de entablar ventajosamente fuerza contra Roma.

—Así lo pienso yo también —dije agravando la seriedad de mi rostro—. Sí, Casio, el momento ha llegado otra vez. De nosotros depende el futuro de Roma. Si permitimos que las cosas sigan así, pronto la tiranía se instalará de nuevo en nuestra ciudad, en el caso de que no se haya acomodado ya. No podemos seguir ocupándonos de nuestras provincias desatendiendo el porvenir de Roma, que es también el futuro de todo el imperio. Salimos de Italia como dos menesterosos, desterrados, pobres y sin crédito, casi huyendo, y un año después hemos demostrado que tenemos arrojo y vigor para ser emperadores. Separados, seremos presa fácil de Octavio y Antonio; unidos, ni con la ayuda de todos los reinos del Asia podrían vencernos. Nos hemos alejado de Roma, y de ello se han aprovechado los tiranos, pero no podemos consentir que los sucesos sigan rumbo tan detestable. Sea como fuere, Casio amigo, nada ha de preocuparnos porque nada tenemos que perder: no hay razón para ocultar que nuestra suerte está en la mejor de las situaciones posibles pues, o vencedores damos la libertad a Roma, o vencidos quedamos libres de servidumbres. Así, sólo hemos de dudar una cosa, y ella es si viviremos o moriremos en libertad.

—Veo que estás firme en tus propósitos, Bruto, como siempre lo estuviste. De entre los dos, tú debiste nacer antes que yo, aunque yo tenga más años. Tus palabras son sabias y ciertas, también ahora, y no puedo contradecirlas sin forzar mi modo de pensar. Tan sólo he de recriminarte algo, y bien sabes lo que es: tuvimos ocasión de poner fin a la vida de Antonio y tú no nos dejaste. Ahora pagamos con creces aquella debilidad.

—¡No, no es cierto! —protesté—. Si hubiésemos acabado con su vida, nuestra acción habría teñido de ignominia la dignidad con que se acometió. Lo sabes muy bien. Y, aunque no lo creas, el mayor peligro no proviene de él, borracho y mujeriego, sino del joven Octavio, engreído y petulante como no puedes imaginar. Es un cobarde, un miserable, pero sus ansias de notoriedad en nada pueden envidiar a las de su tío Julio César. Pero no disputemos por ello, Casio, que Marco Antonio ya llevará entre sus penas el no haber sabido estar junto a nosotros antes, durante y después de nuestra justicia, porque aunque ahora no haya sido vencido por Octavio, no pasará mucho tiempo sin que le derribe.

—Bien, bien. —Casio aceptó poner fin a la discrepancia y cambió de conversación para volver al buen humor con el que habíamos iniciado nuestro encuentro—. Supongo que tendrás vino y algo para comer, ¿o estás tan arruinado con los gastos de tu ejército que no queda nada para ofrecer a tu cuñado?

—Por supuesto —me disculpé y ordené que nos sirvieran la cena. Y después de guardar unos momentos de silencio, mientras Casio se acomodaba en su lecho, hice una petición que me costó gran pudor plantearla. Le dije—: Deseo que sepas que he formado una escuadra que nos dará el poder en todo el Mediterráneo.

—Bien —aprobó Casio lacónicamente.

—Y, como supondrás con facilidad, formar tal ejército naval se ha llevado buena parte de mis caudales.

—Lo supongo. —Casio seguía imperturbable.

—Lo que quiero decir es que, acaso tú, en estos momentos, dispongas de una considerable fortuna.

—Dispongo de ella, ya te lo he dicho.

—Pues yo no —concluí.

Casio me miró sin alcanzar a comprender lo que quería decir con aquella frase.

—Que tú no ¿qué? —dijo finalmente.

—Que yo no dispongo de una gran fortuna. Vamos, que casi no me queda ni para pagar los sueldos de mis soldados. En fin, que me parecería justo que, dado que yo tengo una gran escuadra y tú una gran fortuna, llegáramos al acuerdo de poner una y otra al servicio de ambos.

—¿Poner tú los barcos y yo el oro? ¿Eso quieres decir?

—Todo tu oro no, claro —la conversación se me hacía muy difícil—. Quiero decir que podrías darme una parte de tus caudales a cambio de disponer de una parte de mis naves. Me parece justo.

—Lo pensaré. —Casio cortó aquella conversación que con toda seguridad le incomodaba tanto como a mí—. ¿No viene ese vino?

—Aquí está —señalé a un criado que en ese momento entraba en la estancia con jarras y vasos—. Bebamos.

—Bebamos —repitió él.

Casio me dio poco después cuanto necesité, a pesar de que algunos de sus hombres se opusieron alegando que no era justo que lo que con sus ahorros y a costa de hacerse odioso había podido juntar, lo recogiera ahora yo para hacer larguezas y recomendarme a mis soldados. Pero Casio siempre fue el mejor de mis amigos y no se dejó influir por quienes así le hablaron, dándome la tercera parte de todos sus fondos. Poco después nos separamos con el acuerdo de reencontrarnos pasados unos meses y mientras él marchó a Rodas yo me dirigí a Lidia, en donde ocurrió el más trágico suceso de cuantos he debido presenciar en mi vida.

Mis ojos aún se humedecen reviviendo visión tan terrible. Nunca he comprendido una muerte si no es la obligada por el honor, y cuando rememoro la lección de dignidad de aquel pueblo orgulloso y bárbaro siento aún que la piel de mi espalda no se acostumbra a permanecer sin erizarse, temblar e incomodarse. Y eso que todo había comenzado como otras mil veces más, con el acercamiento de mis ejércitos a una ciudad, en esta ocasión los territorios de Lidia, y mi petición educada y serena pero firme de que habían de tributarme caudales y hombres para mis tropas, a cambio de lo cual habrían de sentirse súbditos míos y protegidos por mi fuerza, que en definitiva era la fuerza de la paz romana. Pero no aceptaron el vasallaje, Cino, alzaron el peso de su historia para acrecentar mi impaciencia y se opusieron a mi pretensión, envenenado su pensamiento por el filósofo Naucrates, bien dotado para el arte de la demagogia, y por la condición de sus tradiciones, pues habían de antiguo tomado causa para resistir a los persas y ya entonces, cual los numantinos, se habían inmolado contra el poder que les querían imponer. Así, desoyendo mis decretos, nos acosaron desde los montes cercanos con lluvia de flechas y dardos bien lanzados, procurándome bajas y disgustos, hasta que, agotada mi consideración, decidí aprovechar la hora del rancho, cuando por fuerza más distraídos habían de estar, y lancé mi caballería contra su campamento, causándoles más de seiscientos muertos y haciendo presos, a lo largo de una sola tarde, a miles de hombres y mujeres de aldeas vecinas, casas de labor y soldados supervivientes.

No era mi intención, como nunca lo fue, imponer con el odio lo que puede obtenerse con el amor y las buenas maneras y, para demostrarles mis virtuosas intenciones, esa misma noche dejé libres a todos los prisioneros y les permití que marcharan a la ciudad, donde era lógico esperar que hablasen de mi benevolencia y todos los jantios, sin temores, aceptasen mi gobierno y mi recta dirección.

Pero ese pueblo es orgulloso como imaginar no puedes, Cino. Libres otra vez, de nuevo se me opusieron con más encono aún, levantaron sólidas defensas en la ciudad y se dispusieron a defenderla sin permitir mi entrada ni aceptar mi jefatura, con ánimo exaltado y fe ciega en su libertad. Durante varios días les mandé aviso de mis intenciones; con paciencia les hice saber, un día tras otro, que nada habrían de temer, que Roma era considerada con sus posesiones y que bajo mi tutela sólo habrían de temer quienes no desearan el bienestar, la paz y la prosperidad, pero dijese lo que les dijese, hablase como les hablase, su respuesta era el silencio, el desdén y el seguir preparando su defensa. Terquedad mayor jamás conocí. Más obstinación no es posible hallar. Cuando las iras dominan la razón, el entendimiento se hace de noche. Por los dioses inmortales que ningún mal quería para los jantios, que en mi voluntad no había otra intención que su buen gobierno, pero ante su empecinamiento sólo tenía dos caminos: o abandonar mi pretensión mostrando mi debilidad, lo que no se ha ajustado jamás a mi modo de ser, o asaltar sus fortalezas causando graves calamidades, a lo que mi corazón se resistía. Mucho lo reflexioné, largas fueron las consultas y las incertidumbres, muy severas las dudas, pero finalmente, en decisión con mis generales, acordamos dar otra oportunidad de recapacitar a tan orgulloso pueblo, sitiándoles la ciudad e impidiendo su abastecimiento, confiando en que pasados unos días, asaltados por el hambre, abrirían las puertas de las murallas.

Pero los jantios eran tan hábiles como contumaces y pronto hallaron la forma de que sus mejores hombres pudiesen entrar y salir de la ciudad para esquivar el asedio y allegarse provisiones. Por el río que cruzaba la población navegaban sumergidos, conteniendo la respiración hasta escapar de nuestra vista, y así pudieron durante una semana transitar sin cuidados. Pero descubiertos un día por la vigilancia de mi guardia, hube de oponer a su astucia la mía, y así mandé atravesar el río con unas redes que bajaban muy profundas con campanillas en sus extremos, que avisaban cuando alguno de los evadidos tropezaba con ellas. Desenmascarada su artimaña de esta manera, y hechos prisioneros, también aquella vía les fue cegada.

Pero ni así cejaron en su resistencia. Muy al contrario, unos días más tarde cometieron la grave osadía de salir de sus murallas subrepticiamente para incendiar las tiendas más cercanas, sin reparar en el fuerte viento de aquella mañana ni en su dirección, lo que causó que se desencadenara una tragedia como sólo es concebible en las fuerzas de la locura o en la maldad de la naturaleza enfurecida. Primero las llamas infestaron las maderas de sus murallas, que a su amor se prendieron viva y voluptuosamente, y cuando preocupado por su magnitud ordené a mis hombres acudir a sofocarlas, los jantios no sólo impidieron la ayuda sino que, embriagados de fuego y trastornados por no sé qué diablos malignos, hallaron en la hoguera remedio a su situación y en las piras todos decidieron inmolarse. Aquella horrible imagen no puedo apartarla de mis ojos: los jantios apilaron leña, madera y todos los enseres de sus hogares para que el fuego continuase su expansión por toda la ciudad; después incendiaron sus propias casas y unos a otros se dieron muerte, no importando si eran hombres, mujeres o niños, de tal manera que las madres hundían puñales en el pecho de sus hijos, los niños buscaban las espadas de sus padres para atravesarse en ellas, los ancianos se dejaban caer desde lo más alto de las murallas y los hombres desnudaban sus cuellos para que el más próximo se lo rebanase. Desde el exterior, yo corría enloquecido a caballo exigiendo a mis hombres que acallasen las llamas y les impidiesen continuar su bárbara inmolación, pero cuantos más fuegos sofocaban mis soldados, nuevas hogueras aparecían por doquier reduciendo a cenizas la ciudad. Con violencia me opuse a la violencia que ejercían aquellos lobos contra ellos mismos, por la fuerza les arrebataba las armas con que se suicidaban y ni aun así podía contener su orgía sangrienta entre aullidos de dolor, sollozos de rabia y sonrisas de satisfacción por el honor que adquirían con sus actos. Por las calles humeantes salpicadas de brasas encendidas y olores pútridos de cadáveres calcinados, veíanse madres ahorcadas con sus hijos muertos agarrados por sus manos, u otras con teas aún encendidas en su mano que significaban que habían prendido fuego a sus hogares. Las lágrimas corrían por mis mejillas, sobrecogido por cuanto veía e impotente para detener ese fin, y mi corazón aún se estremece cuando revive aquellos hechos porque no estoy convencido de que no hubiese podido impedir semejante holocausto si hubiese obrado de manera distinta.

A mis hombres exigí, a grandes voces, que parasen la furia, que impidiesen la extinción de aquel bravo pueblo fuese como fuese, y en un gesto sobre cuya naturaleza no tengo opinión ni explicación, ofrecí a mis soldados diez sestercios por cada uno de los jantios que salvasen de la locura y conservasen la vida. Ciento cincuenta, Cino; sólo ciento cincuenta ciudadanos de los territorios de Lidia se salvaron de aquella obcecación bárbara y cruel que aún me conmueve. Fue el Destino, un Destino que marcaba a ese pueblo desde la antigüedad, quien decidió para ellos el honor de su suerte y para mí la pena que me causó cuanto presencié. Los jantios que sobrevivieron aceptaron ser súbditos de Roma, pero el precio que se hubo de pagar por ello creo que era inalcanzable para mí. Todavía hoy busco monedas de gloria para borrar ese recuerdo de mi memoria pero nunca he logrado alcanzar fortuna bastante para acallar los gritos de los hombres, mujeres y niños que resuenan en mis oídos. ¡Oh, Cino! ¡Qué odiosa es la guerra y cuán inútil la pretensión de someter cuerpos y tierras si el espíritu quiere volar libre! Nunca la libertad fue esclava, nunca la tiranía pudo vivir lo suficiente para que a ella se acomodara la libertad. Las dictaduras pueden durar más o menos tiempo, incluso parecer que se perpetúan porque sobrevivan diez, veinte o cuarenta años, pero así como la libertad no precisa nombres sino que con los hombres se basta, la dictadura no puede sobrevivir por muchos días al dictador que la impuso, y por fortuna la naturaleza dicta el fin de las vidas humanas antes de que la libertad deje de anidar en las últimas almas buenas que sobreviven siempre en las entrañas agazapadas de un pueblo.

¿De qué ha de servir el dominio contra la voluntad de los dominados, si la paz es considerada opresión, el progreso negocio y la cultura intromisión? ¿Por cuánto tiempo puede ser conquistado un pueblo sin que en él nazcan y se desarrollen las larvas de la rebeldía y la insumisión? ¿Qué ganan los conquistadores de tierras y cuerpos si las cosechas y las almas no están dispuestas a entregarse? Puede extraerse el oro, arrebatarse las joyas, saquearse las minas y arramblar con bienes, posesiones, mujeres y esclavas, pero nunca puede quitarse la memoria de un pueblo ni obligar al olvido de la cultura, de las tradiciones y de las formas de ser y de pensar. Los conquistadores sólo toman tierras fértiles y pueblos ricos, desdeñan a los empobrecidos porque en su invasión sólo hay gastos y luego el botín no alcanza ni para reponer el esfuerzo, por leve que haya sido. En ello se conoce si merece o no la pena la conquista de una ciudad y la sumisión de sus ciudadanos: cuanta menor resistencia opongan, más carencias sufren y más esperan de los que creyéndose colonizadores toman por auxiliadores, y mayores honores les brindan para así obtener de los visitantes cuanto les sobre, pues a ellos todo les falta; en cambio los pueblos acaudalados y cultos, defendiendo su ciudad se disponen a defender su linaje, y su resistencia es poderosa porque mucho han de preservar y nada están dispuestos a gravar. Roma ha arruinado sus arcas porque no ha distinguido nunca unos de otros pueblos, ha esquilmado sus caudales porque en su deseo de expansión no se ha detenido a reparar en qué pueblos la engrandecían y cuáles la empobrecían, y obrando así se ha ganado el respeto de los más, que eran los débiles, y la enemistad de los menos, que eran los más poderosos.

Pero basta ya de hablar de Roma, Cino, que en aquellos días gozaba más en orgías y festines que pensando en sus provincias y en el bienestar de los pueblos bajo su dominación. Dejemos a Roma en manos de los aprendices de tiranos y de los orondos senadores sin mérito ni decoro y permíteme que ahora te cuente lo que me sucedió en Patara, pues de nuevo temí que se repitiera la tragedia de Lidia y por ello acudí ante sus murallas preso de temor y predispuesto a evitar por todos los medios a mi alcance que mi corazón añadiera más penas a las que ya, por aquel entonces, en abundancia soportaba.

Los de Patara tampoco aceptaron desde un principio mi caudillaje y por ello detuve mi ejército ante su ciudad y pasé varios días dilucidando el mejor modo de actuar, para evitar nuevas calamidades. De mañana salía de rondas y ojeos, para conocer sus fuerzas y riquezas, sin otra pretensión que la de informarme, y en una de aquellas visitas por los alrededores de la ciudad tuve la suerte de que cayese en mis manos un grupo de diecisiete mujeres muy hermosas que por descuido se habían quedado en el río limpiando sus cuerpos y jugando como suelen en el agua, bien mimadas por los cálidos rayos del sol veraniego y apenas vigiladas por otras mujeres que resultaron ser sus esclavas y otras matronas de su servidumbre. Cuando las descubrí riendo y chapoteando en los remansos del río, desnudas y llenas de contento, informarles de que eran mis prisioneras y de que a mí debían entregarse sin oponer resistencia fue ardua labor que me costó gestos graves y desenfundar la espada, pues más se tomaban a broma mi uniforme y me invitaban a mejorar mi olor en las aguas templadas que a considerar ciertas mis amenazas y decisiones. Nunca es bueno ponerse enfrente de una mujer, Cino, disponen de armas desconocidas para nosotros a las que no sabemos hacer enmudecer, pero mucho peor es entrometerse cuando están en grupo, y más si no carecen de hermosura y artes de seducción. Durante un buen rato les supliqué que saliesen del agua, pero ellas replicaban que su pudor se lo impedía y contestaban a mis gestos severos salpicándome agua y riéndose de mi aspecto, que para entonces era ya lamentable porque estaba empapado por completo y el agua resbalaba por mis vestidos y mis armas como si una gran tormenta se hubiese vaciado sobre mí. Las otras mujeres, criadas y esclavas, reían con mis soldados y les tocaban por todas las partes de sus cuerpos, e incluso dos centuriones de mi escolta, generalmente dados al buen humor y nada reacios a la diversión allá en donde la encontrasen, me pidieron permiso reiteradamente para adentrarse en las aguas y forzarlas a salir, más dispuestos sin duda a gozar con ellas en la bulla que a cumplir con las disposiciones que, al cabo de un rato, eran motivo de impaciencia y enojo crecientes para mí. Finalmente hallé la forma de hacerlas salir, introduciendo en el agua culebras que hice buscar a mis soldados por los alrededores, y entonces se dieron cuenta de que mi decisión era firme y mis palabras verdaderas.

Pero, ay, Cino. Si hay algo peor que un grupo de jóvenes bromeando, es un grupo de jóvenes enfadadas. Arrugaron el entrecejo, torcieron su boca mostrando su disgusto y adoptaron el aspecto altivo y digno característico de las grandes damas forzadas a comportarse en contra de su albedrío. Les hice saber que nada habían de temer, que mi intención era conducirlas a su ciudad y darles la libertad, pero no entendieron ni mi moderación ni mi prudencia y durante todo el trayecto hasta las puertas de la ciudad se mostraron enfurruñadas, desobedientes y prestas a la disputa y al griterío.

Tal y como les había anunciado, en breve las puse en libertad y pudieron entrar en sus casas sin haber sufrido el menor daño, salvo acaso el de contradecirles en su voluntad, que era seguir en las aguas entreteniéndose y burlándose. Sus padres y esposos, que eran ciudadanos importantes entre los patarenses, comprendieron mejor mi actitud y rindieron la ciudad sin resistencia, honrando mi acción reposada y admirados por el hecho de no haber pedido rescate por la libertad de sus mujeres, por lo que sin más dilación dejé allí una guarnición al mando de un general y marché a recorrer otras ciudades de la Jonia y Egipto hasta detenerme en Sardes, una ciudad del Asia situada a orillas del río Pactolo célebre por su comercio, su lujo y sus riquezas, y establecer allí mi campamento.

A Sardes mandé llamar a Casio de nuevo, pues eran ya muchos meses los transcurridos sin vernos y estaba ansioso por conocer noticias de su salud y de su situación, y cuando llegó a la ciudad salí a recibirle con tantos honores y fiestas que sus soldados y los míos, asombrados del poder que habíamos acumulado, no dudaron en dar gritos de júbilo y empezar a vitorearnos como si fuésemos emperadores romanos, hasta el punto de que uno de ellos, abandonando su puesto, salió de las filas, se acercó a nosotros y puso sus manos en nuestras cabezas mientras oraba a los dioses, mirando al cielo, significando que para todos ellos nosotros éramos los únicos cónsules de Roma y los únicos amos de todo el Imperio.

Casio y yo, avergonzados por las muestras de entusiasmo y sin poder ocultar nuestro pudor, nos encerramos en mi tienda y dimos órdenes terminantes de que nadie nos incomodase, que íbamos a conversar de nuestras cosas y no precisábamos de testigos para ello. Y así, guardada la entrada y sin nadie que nos escuchase, iniciamos una charla de amigos que bien pronto pareció de hermanos, por lo súbito que se tornó en disputa con lamentaciones, gritos y sollozos, hasta el punto de que tuvo que entrar el senador Marco Favonio a poner paz en lo que parecía una riña que conduciría a la ruptura absoluta de relaciones entre nosotros.

Y sin embargo, nada más lejos de nuestra forma de ser y de la manera de entender nuestro afecto. Casio y yo podíamos discutir hasta el alba, incluso llegar a ofendernos gravemente y a zarandearnos, pero de sobra sabíamos que los lazos de nuestra amistad eran tan indisolubles como los que trenzan los dioses con los humanos y por lo tanto irrompibles por muchas que fuesen nuestras voces y agrias nuestras discrepancias. La riña se había iniciado por un asunto tan nimio como el reparto de jefaturas en la inminente unión de nuestros ejércitos, queriendo cada cual dar a sus hombres de confianza mayores poderes que a los hombres de confianza del otro, pero en el fondo no era sino nuestra constante rivalidad por imponer cada uno sus virtudes, él su fuerza y yo mis argumentos, y así lo comprendíamos los dos a pesar de que discutiéramos por el mero placer de la discusión, un ejercicio dialéctico que nos permitía poner en práctica y ejercitarnos en las artes de la oratoria y de la retórica que tan pocas ocasiones teníamos de renovar con nuestra soldadesca, tan primitiva y poco formada. Con todo, mi carácter siempre fue menos dado a la broma que el suyo, y mientras él se regocijaba con mi creciente enojo, yo me irritaba más y más sin comprender la imprudencia del acaloramiento ni la inutilidad del mismo, y cuando el mismo Favonio irrumpió en la tienda, asustado por el alboroto de nuestra disputa, con él pagué mi encrespamiento y llamándole falso cínico y perro guardián le mandé salir, entre las carcajadas de Casio que se divertía tanto con las disculpas de Favonio como con el tono desmesurado de mi voz, a la que acompañaba agarrando la empuñadura de mi espada con mi mano crispada y amenazante. Poco después reíamos los dos, como siempre terminaba por sucedernos, pero del susto que Favonio recibió y de las molestias que el resto de la tarde tuve en mi garganta no me olvidaré nunca.

Aquella noche cené con desmesurada abundancia. Soy un hombre poco dado a los excesos, de sobra me conoces, Cino, y por lo común no es mi modo de ser cargar el estómago en cenas ni banquetes, pues acostumbro a escribir y leer hasta tarde o conversar con quien esté pronto a ello, o arreglar órdenes y dictados para los ejércitos. Pero esa noche, invitado por Casio, no reparé en lo excesivo que iba a resultar para mi estómago engullir dos piernas de cordero bien doradas, frutas fritas en miel y docenas de nueces, además de regar los alimentos con tanto vino que ya no recuerdo si fueron once o doce las tinajas que se agotaron durante las tres horas que duró el banquete. En todo caso una exageración. Y como después no hubo más, pues Casio estaba fatigado del viaje y quería descansar sin dar pie a nuevas conversaciones, me llegué solo a mi tienda, en donde no tenía ganas de leer ni trabajar porque el estómago me ardía y la garganta, aún dolorida, hacía que me sintiera muy mal.

El médico trajo un brebaje de pésimo sabor preparado con opio y alcohol, láudano creo que lo llaman, y me lo hizo beber, a pesar de que nunca lo he querido tomar salvo que mi salud estuviese seriamente dañada o los dolores resultasen insoportables y duraderos. Pero aquella noche no me resistí, el exceso de vino había debilitado mi voluntad, y poco después, de nuevo solo en mi tienda, con las luces de los candiles casi apagadas, me tendí en el lecho pretendiendo dormir.

Y entonces fue cuando sucedió: ahora puedo narrarte con serenidad aquella visita que si en aquel momento no me intimidó, el resto de la noche y sobre todo a la mañana siguiente me causó gran inquietud y un desasosiego que hube de conjurar consultándolo con Casio, que ni entonces ni nunca llegó a tomárselo en serio. Pero fue real, Cino, tú tienes que creerme. Yo estaba tendido, mirando el techado, pensando en no recuerdo qué, y entonces sentí que alguien entraba en la tienda. No, no lo vi entrar, no es que lo viese entrar… ¡Es que lo sentí entrar! Sentí que alguien entraba en mi tienda y se acercaba a mí. Algo me impedía mirar hacia donde el calor se producía, el calor de la presencia que se acercaba, y sin embargo lo podía sentir tan real como ahora te estoy viendo a ti. Allí había alguien, junto a los pies de mi lecho, y yo tenía que mirar para descubrirlo.

Lo hice. Me costó un gran esfuerzo pero lo hice. ¡Oh, Cino! ¡Borra de mí esa imagen! ¡Bórrala si puedes! A mi lado, junto a mi lecho, un cuerpo majestuoso, terrible, enorme, estaba quieto, mirándome sin ojos, el rostro oscurecido en la penumbra, el manto blanco cubriéndole toda su horrible y altiva figura. El corazón se me encogió y en la garganta sentí una opresión que me impedía respirar. No sé cómo lo hice, ignoro de dónde extraje el valor y las fuerzas suficientes para incorporarme lentamente, enfrentar a él mi mirada y dirigirme a su rostro con una voz grave que a mí mismo sorprendió por su energía y firmeza, pero lo logré porque tampoco podía permanecer mudo ante aquel espanto.

—Dime quién eres tú, seas dios u hombre, y dime también a qué has venido aquí.

El espectro no se inmutó. Bajó tan sólo un poco la cabeza, como dirigiéndome una mirada inexistente, y replicó:

—Soy, oh Bruto, el Genio de tu maldad. Pronto me verás en Filipos.

—Bien, te veré —dije sin alterar mi voz, tan sólo aceptando el desafío que me hacía aquella visión desconocida que de inmediato reconocí. Y dicho esto, desapareció. Fue un instante, yo sólo tuve tiempo de bajar la cabeza para posar los pies en el suelo y levantarme para enfrentarme a él, pero al volver a mirar donde había estado, ya no estaba. Miré por toda la tienda, recorrí con mi mirada rincones y penumbras, incluso la cortina de la salida por si se agitaba o movía, pero allí no había nadie.

Entonces me enfurecí:

—¡Da la cara de nuevo, miserable espectro! ¡Tú estás muerto y yo todavía no lo estoy! ¿Qué temes pues? ¿Acaso la furia de mi espada que descomponga tu odiosa figura? ¿Dónde estás? ¡Hazte visible, por todos los dioses inmortales!

No fue la última vez que el fantasma de Julio César me vino a visitar durante la noche para perturbarme e incomodarme. Ni he entendido jamás qué razones le impulsaron a abandonar su morada en los cielos para importunarme. ¿Qué pudo querer de mí? ¿Avisarme de mi fin, o simplemente asustar mi espíritu para vengar la traición que contra él urdí? En todo caso tuvo razón, Cino, ya lo ves, pues en Filipos he sido derrotado tal y como me anunció. Compruébalo, Cino amado, ni vivo ni muerto he podido nunca librarme de él. Soy un hombre al que el Destino puso de compañero un ser tan poderoso que ni en la muerte dejó de hacer su voluntad, y si con él sufrí en vida, en nada me sorprendería que su espectro me persiguiese más allá de las fronteras de la muerte por toda la eternidad, mientras la memoria tenga sitio en los recuerdos de los hombres.