VII

El amor es trenza de sentimientos inexplicables. Es dicha y temor, ambos entrelazados porque cuando se ama el temor es ave caprichosa que tan pronto se amedrenta y oculta, disimulando su presencia, como despliega sus alas y emprende el vuelo en círculos cada vez más amplios por el ensombrecido reino de los celos y las cegueras. El amor no es sólo un sentimiento del corazón, o una necesidad del espíritu para su sosiego o su inquietud, pues de ambos talantes se sirve para latir, ora lento y confiado, ora apresurado y sin mesura, sino que además es principio y fin de toda inclinación humana hacia sus semejantes. En Roma, oh Cino, se mezcla amor con matrimonio como si juntos hubiesen de caminar por necesidad, y también se da en confundir amor con sexo, con tanta naturalidad que, aunándolos, se complacen quienes de ellos se sirven, desesperan los que en ellos caen presos y gozan quienes saben medirlos, más en intensidad que en promiscuidad, que de a muchos amar nadie muere y de amar sólo a uno se puede terminar por enloquecer. Los romanos nos damos a amar porque no ignoramos que es la primera necesidad del espíritu, como el alimento lo es del cuerpo y la supervivencia es instinto natural. Nos amamos con fruición y sin reparos, y si hacemos del sexo normalidad es porque sabemos de sus cualidades bienhechoras para domeñar el carácter encrespado, someter el agrio talante y dominar las iras. Conocemos que un cuerpo satisfecho es buena morada para un espíritu acomodado, y aprendimos que nada se gana negándole el amor al ánimo si en sus aguas puede nadarse con placidez y sin las turbulencias que lleven a la inquietud. Mas luego se superpone la mujer al amor, Cino, ella es siempre más fuerte que éste, y de su poder nacen tormentas allá donde sólo había sanos instintos y brotan disputas en donde el reposo había hallado cobijo confortable. Es más cómodo obtener el placer con un hombre, Cino, y mucho más aún con una prostituta a la que pagando complaces, porque la esposa, por buena que sea, exige hijos, atenciones, complacencias, sestercios y mil sacrificios más, y en medida sin medir, como si el arcón de sus pretensiones no tuviese fondo o su capacidad sufriese de tal incontinencia que en vez de madera o metales estuviese fabricado con materiales forjados de deseos y quimeras, la mayoría de ellas imposibles de satisfacer. ¿Recuerdas aquellas palabras de Metelo el Macedónico que aseguraban que «si pudiéramos vivir sin esposa prescindiríamos de semejante engorro, pero ya que la naturaleza ha impuesto a las generaciones el no poder vivir con ellas sin experimentar profundo malestar, ni tampoco prescindir por completo de ellas si hemos de conservar el linaje, es necesario que consideremos la salud y el futuro, más que la obtención de un placer permanente a su lado»? Bien saben los dioses que no es éste mi caso, pongo por testigo a Júpiter y a su esposa Juno, la diosa del matrimonio, pues nada hay en Porcia que me desagrade o moleste, pero tampoco deja de ser cierto que a muchos ciudadanos conozco que en el casamiento han encontrado su ruina y en los esponsales su perdición, que por ceder a los caprichos de su esposa y a las tiranías domésticas dejaron ha mucho de ser hombres para tornar en fieles y obedientes esclavos sin carácter ni personalidad, como si fuesen deudos de Mercurio, el dios de los comerciantes, en lugar de ser amantes de Venus, la diosa del amor y la belleza, y ello en esta Roma que, más presumida y altiva que la mismísima Minerva, la diosa de la sabiduría, se dice libre y viril porque ha olvidado con facilidad cuando, durante la segunda Guerra Púnica, dos siglos hace ya, las romanas enfurecieron por habérseles retirado el permiso para pasear en sus literas dentro de las murallas de la ciudad y se conjuraron para no dar más hijos a sus ingratos maridos, expulsando con un habilidoso y secreto golpe de vientre el hijo que crecía en sus entrañas, con el fin de privar a sus maridos de descendencia y a Roma de porvenir, reivindicando así su fuerza y sus derechos dentro y fuera de sus hogares. Hasta el Senado, alarmado, hubo de intervenir en aquella ocasión, primero recriminando su incívica actitud, más con el fin de aparentar conservar su masculino poder y disfrazar su derrota, y después restituyendo el privilegio para que la maternidad volviese a ser frecuente satisfacción entre los atemorizados ciudadanos romanos frente al poder de sus no tan obedientes esposas. ¡Ah, esas matronas, que no dudan en abortar sin consultar siquiera con sus maridos, ni dan de mamar a sus hijos porque han conocido el poder seductor de los pechos firmes y erguidos! ¡Cuánto poder tuvieron siempre y cuánto habrán de seguir teniendo mientras sean gozoso regazo para nosotros, pobres esclavos de los apetitos que sólo ellas pueden saciar!

Roma confunde amor y matrimonio con demasiada frecuencia, como si fuese posible amar a una esposa o ser feliz encontrándose enamorado, cuando desde la pubertad aprendimos que sólo se puede ser feliz si no se ama, poniendo buen cuidado para elegir entre amar y ser dichoso, pues ambas pretensiones son de imposible unión. Pero hablábamos de sentimientos, Cino amigo, del amor y del deseo, sin que alcance a comprender por qué se ha deslizado en nuestra conversación el estado matrimonial ni de qué argucias se ha servido para adentrarse en lo que reflexionábamos. Mi cansancio es ya debilidad y mi lengua es incapaz de poner coto a cuantas ideas se abren paso en mi nublada cabeza, permitiendo que fluya hasta tus oídos cuanto su turbación decide. Tal vez si probásemos unos dátiles más podríamos descansar y apaciguarnos, tal vez unos minutos de sueño repararían mi cuerpo de fatigas y mi espíritu de confusiones. Mas no; comamos y bebamos ahora, que ya habrá tiempo de dormir el sueño de la muerte o soñar que muero sin dormirme, en cuanto el amanecer dé la señal. Ahora sigamos conversando de los sentimientos, de estas fiebres de amor y sexo que han crecido en Roma, porque siempre me ha sido difícil entender la permisividad pública para con el hombre a diferencia de la que se dispensa a la mujer, porque quienes me han informado que la causa reside en que el hombre, amando, entrega su don a quien lo recibe, y así no corre riesgo de ensuciar la pureza de la sangre, que es lo que ha de preservarse, poniéndose en cambio en peligro si es la mujer quien mancilla esa sangre dejándose amar por otro, siempre les he respondido que el amor es ave libre que si se le enjaula muere, y que los sentimientos son las pajas y ramas que, enhiladas en lodos, dan forma a sus nidos. Y si me han asegurado que pierde su virilidad el ciudadano que se preocupa de dar placer a su pareja, olvidando que lo único que importa es su goce, yo les digo que el placer también está en ver gozar, que si la mujer, el esclavo o el liberto del que nos servimos resulta finalmente dichoso en el amor y de su gozo obtenemos placer, no hallo razón para guardar unas costumbres que nos vienen impuestas por unas pautas absurdas. Pero no hay forma de persuadirles, su terquedad es fruta siempre madura, y continúan considerando el más ofensivo agravio que te insulten ¡irrumabo te! o ¡paedicabo te!, persistiendo en negar el gozo a la pareja mientras se disfruta con el propio. Mira aquellas frases soeces escritas en las paredes de Roma, Cino, donde no se leen latidos de sentimientos sino latigazos de ofensas lascivas, hazañas lujuriosas y declaraciones groseras y obscenas con lenguajes desvergonzados y desparpajos rijosos, en las que uno dice haber sodomizado a otro, alguien informa qué tipo de acto recibió de alguna y el de más allá declara su deseo más libidinoso para con éste o aquélla. No son sentimientos los que circulan por las calles de Roma, Cino, sino despojos del vicio; no es erotismo, sino instinto burdo e incontrolado; no es amor, sólo impudicia. Y yo, Cino, al leerlas siento cómo hierve mi sangre, porque el amor me parece trenza impecable de sentimientos nobles y dignos y termina pareciéndome que soy el único que puede verlo así.

En esos momentos, más que nunca, es cuando me siento un hombre ilustrado y culto, un ciudadano que ha comprendido que es más poderosa la fuerza de la inteligencia y la reciedumbre de la razón que la masa de los músculos y la destreza para la lucha. Tal vez por eso nunca me gustaron las fiestas de gladiadores ni me esmeré en ofrecérselas a mis ciudadanos mientras fui Pretor. Opino más bien que la sangre es inútil frente a los sentimientos, y que antes hay que convencer con la razón que vencer con la furia de los brazos y la herida de los hierros. ¿O es que acaso hay furia mayor que un argumento irrebatible o poder más insoportable que un razonamiento perfecto, irreprochable? Catón me enseñó a extraer de la inteligencia las fuerzas y de la sabiduría la autoridad, y nunca me he arrepentido de usar mi brazo sólo donde la razón no llegaba ni la tolerancia secaba las humedades de la tozudez. En la escuela, otros niños se burlaban de mis débiles músculos, pero callaban cuando en griego me defendía de su conducta con ironía, habilidad y ciencia. Después, de adulto, se me informó que César no temía las dagas de sus enemigos orondos, acomodados y bien alimentados sino la palidez de nuestros rostros astutos y débiles. Sé, oh Cino, que mi fuerza siempre fue hija de mi formación y mi poder fruto del esfuerzo por cultivar las artes, las ciencias y el conocimiento, y jamás presumí de adiestramiento con la espada ni de dominio de las cabalgaduras, porque, exponiendo mis razones, defendiéndolas con vehemencia y enseñándolas con contumacia, hice siempre cuanto deseé y pude atraer a mi causa a cuantos supieron que la cultura hace libres a los hombres mientras las armas tienden a esclavizarlos, engañándoles con su bien forjado filo.

He cultivado también el amor, Cino, y no sólo hoy hacia Porcia como ayer hacia Prenestina, sino que otras muchas fueron las mujeres que compartieron momentos gozosos de mi vida, preocupándome de que también fuesen buenos los placeres para ellas y agradables los momentos del éxtasis.

Recuerdo en estos momentos, de muy especial manera, a la pelirroja Aurelia, hembra de carnes abundantes, muslos colmados, pechos exuberantes y brazos robustos. Tenía los ojos del color del mar en las aguas de Grecia, la nariz redonda y altiva, la boca grande de gruesos labios jugosos y las manos finas y diestras como difícil es conocer en otras damas de mucho porte. Rememoro sobremanera su cabello, oh Cino, rojo y enardecido, como llamas de un fuego que se anuncia, a veces recogido en un esmerado moño, en otras desbaratado y arrullador sobre mi pecho desnudo mientras me montaba y se agitaba para que pudiese verla removerse, estremecerse y cabalgar, vencida su cabeza hacia delante y hacia atrás, volcánicamente, rebosante durante el amor y luego cómoda en el apaciguamiento, agitada en la fiebre y tan honda como leve en la ternura y en la complacencia. Sus manos eran pajarillos inquietos propensos a posarse y hurgar, a tentar y acariciar, y su tez blanca, sarpullida de mil pecas hechas de sol y caoba, era como una luz amable en el claroscuro del dormitorio. Diecinueve años tenía, Cino amigo, cuando en mi lecho guiñaba sus ojos para crear su agradecida sonrisa hecha de malicia y falso pudor, para aspirar los humores del aire y mostrar su deseo satisfecho, su ansiedad calmada, su amor renovado. Apenas si nos vimos fuera del lecho y de la piscina en la que nos enjabonábamos para limpiar olores que de inmediato reintegrábamos; apenas si salíamos a comer o a pasear. Nuestro amor no era sino sexo y deseo, y con tanta furia desencadenados que, a fuerza de interrumpir comidas para abrazarnos, bebidas para besarnos y reposos para excitarnos, mi naturaleza se debilitó y desde entonces no logro aumentar mi peso ni rellenar de carnes la endeble osamenta que sostiene este cuerpo escaso que ves. Aurelia me deseó más que amó y a mí seguramente me ocurrió lo mismo. Nunca pensamos en esponsales ni en hijos, en compromisos ni en deudas; nos bastábamos en la humedad y el desbordamiento, en el jadeo y el sudor, en el lecho y la bañera. El sexo nos bastaba y a su exageración le llamábamos amor, pero entre Aurelia y yo no hubo más que pasión, el más violento sentimiento imaginable, el más placentero y el más agradecido. Si he de recordar a muchas otras mujeres, ninguna capaz de aventajar a Aurelia en fuego y erupción, como el volcán insinuado en su cabello rojo de incendio y ascuas.

Un día dejó de verme sin decir adiós, quedó en volver y no lo hizo. Mi amigo Casio la vio con su esclava númida un tiempo después comprando opio de uno de esos centenares de comercios que lo venden a los romanos que no pueden vivir sin él. Mientras estuvo conmigo, nunca la vi consumirlo; sé que un tiempo más tarde murió delirando entre convulsiones y vómitos porque había tomado mayor cantidad de la que su colmado cuerpo era capaz de resistir. Murió la pelirroja Aurelia y nunca podré olvidar la erupción volcánica de su férvida pasión.

Como tampoco puedo, oh Cino, olvidar el rostro de César muerto a mis pies, por mucho que me esfuerzo intentando borrar su imagen con otros recuerdos lejanos y renovadas emociones rotas. El rostro de un hombre durmiente, sereno, sin rastro de crispación ni miedo en su semblante. Sólo las muchas huellas de sangre fresca, salpicadas por su túnica y la piel de sus brazos, piernas y cuello, hacían ver que en realidad no dormía sino que yacía muerto. ¡Oh, Cino, no puedo lavar de mis ojos la visión de aquel cuerpo inerte y desmadejado, ensombrecido! Lo miraba, paralizado, sin poder apartar mis ojos llorosos de él. Deseaba besarlo. Ni el calor de la acción ni la excitación de la sangre podían sacarme de la inmovilidad. Casio y los demás se detuvieron también unos segundos, sobrecogidos, pero pronto levantaron sus ensangrentadas espadas en señal de celebración por el éxito de la empresa. Sonreían y respiraban agitados, animándose entre ellos con gritos de júbilo y satisfacción. Yo, en cambio, sentí que el aire me faltaba, que había perdido a quien tanto amaba y que su muerte era también la mía. Padecí unas irrefrenables ganas de vomitar y agarré fuertemente mi estómago con mis manos, aún teñidas de sangres distintas. Casio me preguntó si estaba herido, qué mal me afectaba, y el sonido de sus palabras amigas me devolvieron poco a poco la calma. Comprendí que yo era la cabeza de la partida y que en ese momento no podía ceder mi imperio al vacío ni a ninguno de mis compañeros, a menos que aceptara el riesgo de que aquella acción fuese sólo el principio de otras ambiciones y no el fin para el que nos habíamos conjurado. Fue entonces cuando de repente un gran ruido, que hasta entonces no había escuchado, llenó mis oídos, ensordeciéndome. Desde el momento de la muerte de César hasta ese instante sólo había podido oír mis entrañas, mi corazón, mi remordimiento. Aislado, solo, interiorizados mi razón y mis sentidos, nada ajeno me interrumpía. Pero Casio despertaba de nuevo mis oídos y entonces pude escuchar y ver que los senadores, como ratoncillos descubiertos en el medio de la noche por gatos salvajes, se desperdigaban en todas las direcciones entre aullidos de pánico y prisas enloquecidas, acaso pensando que a ellos también les había llegado la hora, y se empujaban y pisoteaban por alcanzar lo más pronto posible el camino de la calle, trastabillando, tropezando e incluso cayendo. Protagonizaban una escena horrible, conmovedora. De avanzada edad, tan avanzada que su mayor aspiración consistía en conservar la vida, buscaban la salida y en su huida no reparaban en lastimarse ellos mismos o en lastimar a los demás. Muy pronto comprendí que la algarabía de voces provenía de ellos, que en su apresuramiento nos estaban juzgando equivocadamente y que su temor acabaría con ellos sin que en nuestra intención estuviese hacerles el menor mal. Adelantándome al centro de la sala, tan pronto como me fue posible mientras les esquivaba en sus carreras desorientadas, les pedí calma y silencio, asegurándoles que sus vidas no eran objeto de nuestra ambición y que sólo nos movía la defensa de la República y de sus instituciones, acrecentar el poder del Senado, de su Senado, contra la tiranía de Julio César. Pero fue inútil. Nadie escuchó ni quiso prestar oídos. Antes de lograr hacerme oír, la sala estaba desierta. Tan sólo Antonio, que se asomaba en ese momento asustado como una rata descubierta de noche en la cocina al iluminar de repente la estancia, desde el umbral me miraba interrogándome, con ojos patéticos de vestal moribunda, si mi espada heriría también sus carnes.

—No sé qué les ocurre, Antonio —le dije mientras me acercaba a él—. Huyen como zorros siendo perros falderos, cobardes como mujerzuelas asaltadas por bárbaros. Quería decirles que no corren peligro, que no teman nuestras espadas, pero no me han dejado.

—¿La empresa ha acabado? —me preguntó Marco Antonio adentrándose, con el rostro aún demudado y temeroso.

—La República está viva —le repliqué—. Y no hay más.

—Roma debe estar conociendo en este momento lo sucedido, oh Bruto —dijo asustado como una rata—. Dudo que estemos en el lugar más apropiado. Os veré más tarde.

Y cubriéndose con una capa de mendigo que por allí encontró, tapándose la cabeza con ese manto infame y disimulando su rostro con las manos, salió huyendo de allí como si el frío del suelo quemase sus pies. ¡Admirable valor el de este Antonio que ahora ha acabado conmigo!

De lo sucedido en las horas siguientes apenas si guardo más memoria que la sorpresa e incertidumbre ante lo que en realidad sucedió en contraposición a lo que pensábamos que iba a suceder. Es cierto que no habíamos estudiado plan de huida ni modo de librarnos de las iras de Roma en caso de que se produjeran. Yo había transmitido a mis hombres la convicción de que no huiríamos, sino que Roma entera se pondría de nuestra parte agradeciéndonos el fin dado al tirano, pero por todos los dioses que, si a ellos logré confundir, yo nunca pensé que así fuese, sino más bien pensaba que seríamos reducidos, apresados y ejecutados por nuestra acción, aunque no ponía precio a esa justicia porque con la muerte de César la República estaría a salvo y ésa era mi única ambición. Sí recuerdo que, al salir Antonio, indiqué a mis compañeros la conveniencia de marchar al Capitolio y esperar acontecimientos allí, defendiéndonos si éramos atacados y acabando con nuestras vidas por propia mano si la resistencia llegaba a ser inútil. Y lo hicimos, corriendo por Roma con las túnicas ensangrentadas y las espadas en la mano aún chorreantes de sangre reciente, gritando el fin de la tiranía y llamando a los ciudadanos con los que nos cruzábamos a celebrar con nosotros el triunfo sobre el dictador. Gritos de ¡Victoria!, ¡Libertad! y ¡Salud, Roma! repetíamos en nuestra agitada marcha desde el Senado al Capitolio y aunque otros con los que nos encontrábamos mostraban el terror en sus rostros, y muchos corrían a esconderse y cerrar las puertas de sus casas, algunos llorando incluso la muerte de César, también hallamos amigos que coreaban nuestros gritos de libertad y nos felicitaban con palabras de aliento y comprensión, nos abrazaban y se unían a nosotros.

Encerrados en el Capitolio, curando nuestras heridas y reposando de la carrera que habíamos avivado para alcanzar nuestro refugio, empezamos a comprender la gravedad de nuestra acción y las consecuencias que habríamos de afrontar, confundidos por el silencio en que Roma estaba sumida y aguardando en tensa espera el desarrollo de los acontecimientos que sin duda habrían de producirse. Casio me dijo que habíamos hecho mal dejando con vida a Marco Antonio, pues siendo Cónsul con César era de esperar que reuniese a los soldados y asaltara el Capitolio para poner fin a nuestras vidas, pero como no era momento para esos pensamientos y, aun creyendo que Casio tenía razón, no quería que los otros recelasen y se acobardaran, le contradije en voz alta para que todos me pudiesen oír:

—Nadie va a osar alterarnos ni agredirnos. Sabíamos que la empresa era arriesgada y sin embargo ninguno de nosotros dudó. Conocíamos que la muerte de César sería convulsión para Roma y aun así la cobramos. Me dijisteis, es más, me asegurasteis, que si yo encabezaba la empresa Roma nos respetaría, y hasta ahora no hay razón para pensar lo contrario. Pues bien: yo os digo que Antonio no va a venir a herirnos, que como Cónsul está podrido de ambición y deseos de gloria, y que no está sino agradecido a nosotros porque le hemos allanado el camino a sus poderes personales. Ahora él es el único que gobierna Roma, y nada hará para ganar enemigos. Sólo aspira a demostrar que es mejor que César. Le será mucho más fácil explicar nuestro perdón que nuestra muerte, porque el poder ganado con un acto sangriento acaba pronto y en cambio el fundamentado en un rasgo de perdón es más grato para los súbditos. Cualquiera puede matar, cualquiera; es un acto único, instantáneo y, en un guerrero, habitual. Pero perdonar sólo pueden hacerlo los mejores. Confiad en mí, romanos. Hemos actuado bien y nada hemos de temer. Sosegaos.

Como imaginas, Cino, aquellas palabras no convencieron a ninguno de mis compañeros, pero tampoco ninguno estaba dispuesto a disputar por ellas. En todo caso, sabíamos que sólo el tiempo nos mostraría nuestro destino, y esperar era una necesidad que nos ayudaba a recobrarnos y recapacitar, saborear el éxito e imaginar un futuro más grato.

A mí me perturbaba el silencio, aquel maldito silencio que no significaba reposo sino inquietante víspera. Lo entendí como presagio de muchas desgracias, me dolía y hería, en modo alguno me tranquilizaba, porque lo cierto es que salvo nuestras respiraciones agitadas y el resbalar de espadas por suelo y divanes nada se oía en aquellas expectantes horas. Afuera todo callaba. Las voces y sollozos que habíamos escuchado en nuestro traslado hasta el Capitolio, ahora estaban mudas. Ni la brisa, ni los pájaros, ni tan siquiera el apresuramiento de los comerciantes que habían levantado y guardado sus puestos al conocer la noticia, dejaban rastro sonoro alguno. Roma parecía muerta también, la quietud era oscura bajo el sol de marzo, los adoquines de la plaza parecían losas de sepulcro y el silencio una ola sigilosa, misteriosa, que inundaba la ciudad y todo el imperio.

Un murmullo lejano, apenas imperceptible, empezó a crecer desde el final de la Clivus Capitolinus. Trebonio fue el primero en oírlo y llamó nuestra atención. En efecto, eran ruidos de pasos y voces apagadas, alguien se acercaba pero no conseguíamos adivinar ni de quiénes se trataba ni cuántos serían. Abrí las puertas y me asomé al exterior, esperando ver si serían amigos o enemigos, y pronto comprobé que, aun sin saberlo, no había engañado a mis compañeros. Senadores, ciudadanos y plebeyos se acercaban para mostrarnos su comunión con nuestra acción y la voluntad de abrazar nuestra causa. Una espontánea manifestación de apoyo avanzaba, como una oleada de gentes alegres y victoriosas, hacia nosotros, encabezada por multitud de rostros conocidos y caras amigas entre las que no faltaban muchos de los que habían acudido la noche anterior a la taberna de Crísero. Salimos todos a la escalinata a recibir sus aplausos y honores, y unos gritaban ¡Libertad! y otros nos saludaban y deseaban larga vida. Léntulo Espinter, mi viejo colega de negocios, subió las escaleras con Cayo Octavio y se unió a nosotros, levantando nuestros brazos a la manera en que se levantan los de los gladiadores triunfantes en el Circo, mientras, abajo, el pueblo nos aclamaba y bendecía.

—¿Qué está ocurriendo? —le pregunté a Léntulo aún desconcertado.

—Nada has de temer, oh Bruto —me dijo—. Roma está contigo. Al principio pensaban que habría más muertes y eso les asustó, ya les conoces, pero al ver que a nadie habéis herido ni nada que no fuese vuestro habéis tomado, vienen a mostraros su identificación con vuestra causa. Debes hablarles.

—No creo poder decir nada ahora, Léntulo. Estoy muy cansado.

—Están esperando tus palabras —insistió—. Desean oírte.

Les hablé. Guardaron silencio mientras explicaba las razones que nos habían movido, justificaba nuestra acción y daba vivas a la República, diciendo que nuestra empresa era en favor de Roma y no en contra de los romanos, y con cada nuevo argumento me aplaudían más y más, solicitándonos que bajásemos a fundirnos con ellos en abrazos. Mis compañeros, que sin duda necesitaban dejar de sentirse solos, como proscritos condenados ante la visión de las horcas que habrían de desnucarles, bajaron y se mezclaron con quienes les estrechaban y saludaban. Yo, menos confiado, permanecí quedo, sobre las escaleras, sin confiar si aquello sería sinceridad o artimaña traidora. Pero como no me decidía a bajar, muchos de mis amigos, ciudadanos principales y aventajados de Roma, entre ellos el deslenguado Cina, subieron prestos, me abrazaron y condujeron, como si fuese un rey o un dios, al mejor lugar de la Tribuna, al frontispicio de Los Rostros, mientras la gente guardaba silencio y respetaba el homenaje solemne que se me estaba dispensando. Estoy seguro de que no hubiese sucedido nada más si no hubiese sido porque el maledicente Cina, ya conoces su don natural para ensuciar las cosas, no tuvo mejor ocurrencia que tomar la palabra y dirigirse al pueblo, en un tono despectivo e insultante para César del todo inapropiado en aquellos delicados momentos.

—Se murió el zorro, ciudadanos —inició su discurso—, y nada hemos de temer ya de sus dentelladas sangrientas e injustas. Que ahora sean los dioses quienes le den la ración diaria de perversión sin la que no supo vivir. Que las víboras le penetren el ano y le devoren las entrañas podridas de soberbia. ¡Ha muerto el zorro! ¡Cuánta gloria para Roma!

—¡Respeta a los muertos, Cina! —gritó uno de entre el gentío.

—¡No merece respeto quien se desayuna con sangre y semen! —replicó airado Cina—. ¡Vayamos a buscar su cadáver, arrojémoslo al Tíber y exijamos que se anulen todas sus disposiciones!

—¡Basta ya! —gritaron varios—. ¡Respeto a los muertos! ¡Respeto a César!

—¡Todos sus bienes al Estado! —Cina parecía estar fuera de sí.

—¡Basta, basta! —gritaba el pueblo encolerizado— ¡Es indigno! ¡Es una ignominia!

Pronto comprendí que la celebración empezaba a tornarse confrontación, y que a poco que Cina siguiese por el camino de la provocación los abrazos amistosos serían abrazos de muerte. Y Cina siguió hablando, insultando, ofendiendo. Y el gentío, que hasta entonces había estado de nuestra parte, por su inoportunidad y falta de tacto se encrespó y arrebató, iniciando sus insultos contra Cina y luego contra otros de los que me acompañaban. Viendo entonces que la marejada se hacía maremoto y los brillos de las dagas podían empezar a relucir bajo el sol, di por concluido el acto y con mis hombres volví a encerrarme en el Capitolio, esta vez acompañados por treinta o cuarenta ciudadanos más, de los que habían estado en la taberna de Crísero y que en ese momento estaban de nuevo en nuestra causa.

La muchedumbre, irritada contra Cina y tal vez contra todos nosotros, fue desperdigándose y haciendo corrillos, comentando el mal gusto de Cina y preguntándose si acaso nos representaba con aquellas palabras insultantes e irrespetuosas. Temí que, perdido su favor, nadie impidiese que se nos sitiase y atacase, así es que llamé al silencio a todos los reunidos dentro del Capitolio y les dije:

—Nos quedaremos aquí en espera de nuevos sucesos. Pero no es justo que vosotros, amigos, que no habéis tenido parte en la culpa, la tengáis en el peligro, así es que os ruego que os marchéis cuantos no estuvisteis en el Senado esta mañana. Nos quedaremos quienes pusimos fin a la vida de César, y sólo nosotros. Los demás, haced correr por Roma las razones de nuestra acción y atraed adeptos a nuestra causa. Pronto estaremos juntos de nuevo. ¡Salud a todos!

Y marcharon en orden y sin alborotos, Cina entre ellos, agazapado y ya mucho menos locuaz.

Días después me contaron que, cuando murió César, su cuerpo estuvo tendido a los pies de la ensangrentada estatua de Pompeyo y abandonado por todos durante bastante tiempo, hasta que al fin tres esclavos de su servidumbre lo cargaron en una litera y lo llevaron a su casa, atravesando la plaza. Yo no supe, hasta mucho después, que su suegro Pisón se había empeñado en que se hiciese público su testamento, exigiéndoselo a Antonio que, ya en su casa, protegido y temeroso, le recibió esa misma tarde. Era un testamento que permanecía custodiado en secreto por la Superiora de las Vestales, redactado siete meses atrás en su villa de Lavicum, donde pasaba César los meses de más calor, y en el que había modificado el anterior que designaba a Cneo Pompeyo como heredero de todos sus bienes. En este último, el que se dio a conocer, decidía la adopción de Cayo Octavio, hijo de Julia, le daba su nombre y le dejaba las tres cuartas partes de sus bienes. Sus otros dos nietos, Pinario y Pedio, se habrían de repartir el otro cuarto. Además, si antes de su muerte nacía algún hijo de su paternidad, o en las treinta y cinco semanas siguientes, tendría como tutores a una serie de ciudadanos que por casualidad o maldad del propio César éramos casi todos los que nos habíamos conjurado contra él. Décimo Bruto figuraba inscrito como heredero en caso de fallecimiento de sus sobrinos nietos, y yo ocuparía el lugar de Octavio en el mismo supuesto. Por último, legaba al pueblo romano sus tierras próximas al Tíber, unos extensísimos y fértiles huertos pertenecientes a su familia desde muchas generaciones atrás, y trescientos sestercios a cada ciudadano, que habrían de repartirse lo más pronto que fuera posible.

Como cabe suponer, Cino, ni yo ni nadie conocía las cláusulas testamentarias de César, porque de haberlas conocido hubiese sido grave error por mi parte permitir su lectura pública. Pero en aquellos días los acontecimientos se sucedieron tan vertiginosamente que apenas si tuve ocasión de reflexionar, y si Casio vio con mayor claridad el peligro, yo vi con más nitidez mis sentimientos hacia César y me negué a privarle de cuanta honra y pompa se le pretendiese ofrecer, una vez arrebatado el veneno con que podía herirnos.

Al día siguiente, por la mañana, se convocó reunión del Senado en el Templo de la Tierra con la intención de adoptar las más oportunas decisiones referentes a la sucesión y a nosotros mismos, los causantes de aquellos lutos. Y te juro por Minerva que no podía creer cuanto me iban informando al mismo tiempo que iba sucediendo. Antonio, Planeo y Cicerón habían tomado la palabra, nada más iniciada la sesión, y no sólo habían propuesto nuestro perdón sino que exigieron al Senado que deliberase sobre las consideraciones que se nos había de dispensar. Sus discursos, breves, explícitos y contundentes, no dejaban lugar a dudas. Cuando vinieron a decírmelo, pensé que habían enloquecido y el Senado les expulsaría de allí, acusándoles de conjurados, traidores y cómplices de nuestra indignidad, pero la vida carece de reposo porque se forja en ristras de sorpresas sin fin, y así fue que el Senado no sólo aceptó de buen grado nuestra impunidad, decretando la amnistía, sino que, procurando lo más conveniente para nuestros intereses, como si de héroes se tratase y no de malhechores, fijó una nueva sesión para las primeras horas del día siguiente en la que se decretarían nuestros destinos como gobernadores de aquellas provincias que más fuesen de nuestro agrado.

Marco Antonio, sin dilación, envió a su hijo a reunirse con nosotros en el Capitolio con el ruego de que bajásemos y nos uniéramos con ellos, que nos esperaban en la plaza. Así lo hicimos y, tras abrazarnos como hermanos más que como amigos, Casio fue invitado a cenar a casa de Antonio, yo convidado a casa de Lépido y los demás invitados por otros senadores según su amistad e intimidad. Cuando en casa de Marco Emilio Lépido nos tendimos en los divanes para cenar y conversar, aún no había logrado desembarazarme del asombro que se había adueñado de mí. Y más sorprendido quedé cuando me preguntó acerca de mis preferencias.

—Mañana decidiremos tu destino, oh Bruto —me dijo—. Tal vez puedas ayudarnos en la elección.

—¿Destierro? —quise asegurarme, recelando aún del trato que se me ofrecía.

—¿Destierro? —se extrañó Lépido—. ¿Cómo puede hablar de destierro el ciudadano que toda Roma quiere ver a su servicio? No se trata de ningún destierro, y si lo consideras así procuraremos que quedes en la ciudad, en el mejor cargo que sea posible hallar. Habíamos pensado nombrarte gobernador, Bruto, en alguna provincia que sea de tu agrado, Creta, Asia, África o Bitinia. La que tú prefieras.

—¿Por qué? —quise saber, sin encontrar razón a tan grata como inesperada deferencia.

—Porque tú eres amado, Bruto —replicó sin el menor asomo de duda en sus palabras. Y añadió—: Además, con vuestra acción habéis repuesto la libertad en la República y sin nuestro agradecimiento pondríamos a Roma en peligro de guerra civil. Ni Antonio ni yo deseamos que eso ocurra.

—Y por eso, tal vez, habéis pensado que sería mejor que desapareciéramos por un tiempo, ¿no es así?

—No, Bruto, no es así. En absoluto. Nosotros sólo deseamos que la muerte de César no sea el principio de algo desagradable sino el fin de una época que nadie podrá calificar de feliz. ¿O es que acaso, en tu ingenuidad, crees que su muerte ha sido una sorpresa para alguien? ¡Si toda Roma conocía vuestras intenciones! Hasta el mismo Julio César…

—¿Qué quieres decir? —mi corazón se precipitó en una cascada de incertidumbre y pánico.

—No dejes que se enfríen estos huevos de codorniz.

—No, no, espera, oh Lépido. ¿Acaso quieres decir que él sabía el fin que le esperaba?

—Salvo el día y la hora. Nunca quiso saberlo.

—Entonces, nuestro secreto no era tal… —susurré, desolado.

—El único secreto que se guarda en Roma, oh Bruto, es el adulterio. Y no porque se desconozca, sino porque todos hacemos ver que lo ignoramos. Come y bebe, Bruto, que has de reponer carnes y nunca estuviste muy sobrado de ellas.

Por la mañana, el Senado decretó que Metelo Cimbro iría a Bitinia, Décimo Bruto a la Galia Cisalpina, Trebonio a Asia, Casio al África y yo a Creta. Antes se habían rendido honores a Antonio, el nuevo Cónsul sin colega, alabando su prudencia y sin reparar en su ambición, y a continuación se deshicieron todos en elogios y alabanzas hacia mí, sucios traidores, más culpables que yo porque a mí correspondió el repugnante trabajo y a ellos sólo les cupo la satisfacción de una muerte que deseaban y la tranquilidad de respirar otra vez en libertad. ¡Oh, Cino, no sabes cuánto puedo arrepentirme ahora de haber sonreído las loas de aquellos mezquinos, no puedes imaginar cómo me pesa no haber escupido sus hipócritas rostros de aprobación y agasajo! Viejos de carnes fláccidas, calvos de ojos taimados, víboras y sanguijuelas. Como buitres hambrientos se repartían el festín del cadáver y se felicitaban de una muerte que les había salido barata. Sólo Antonio, a pesar de su talante y codicia, supo detener aquellas manifestaciones y proponer que a continuación se tratase de los funerales de César, a los que no había que privar de fastuosidad alguna, ni mantenerlos ocultos ni esquivar que el pueblo conociese su testamento, y ello a pesar de que Casio se opuso, tal vez porque en la cena con Marco Antonio conoció o tuvo sospechas que le hicieron intuir que su contenido podía ser contrario a nuestros intereses, pero yo le mandé callar abusando de mi autoridad y alenté la celebración de los fastos tal y como los estaba proponiendo Antonio, porque a quien tanto quise en vida no podía robar la recompensa de un funeral acorde a su grandeza.

Me equivoqué otra vez, Cino, y a punto estuve de echar a rodar el imparable alud que nos hubiera sepultado a todos. Mucho se ha hablado en Roma, durante toda mi vida, de mi vehemencia, de la firmeza de mis convicciones, de mi honestidad y de mi integridad, pero qué poco se ha dicho de mi ingenuidad y excesiva benevolencia cuando de juzgar a los otros hombres se trata. Quise creer en la buena fe de Marco Antonio y aún no he llegado a saber, ni nunca sabré ya, si se comportó como lo hizo por instinto o por maldad, pero con el empecinamiento que puso en la lectura de las cláusulas testamentarias del dictador no hizo sino enardecer al pueblo hasta el punto de desesperarles e inclinarles a desear poner fin de inmediato a nuestras vidas en turba incontenible y atolondrada. O Antonio conocía el testamento, lo cual debo dudar porque César nunca depositó en él gran confianza ni, conociéndole bien, tuvo fe en su prudencia, o tal vez por alguna indiscreción debía saber que algo sorprendente se encerraba en sus disposiciones y en su fatuidad acaso pensase y esperase que fuese en alguna medida beneficioso para sus intereses personales. Ya nunca podré conocer si fue lo uno o lo contrario, pero lo único cierto es que exigió su lectura pública con tanta vehemencia como se lo había exigido antes a él Lucio Pisón y no reparó en buscar el momento más oportuno para que así se hiciese. Siempre ignoraré la verdad y además la verdad no importa cuando llega la hora de enfrentarse a la única verdad de la vida, la muerte, pero en aquellos momentos mi prudencia debió aconsejarme mejor y debí impedir que se leyese, sobre todo considerando que en esos días mi posición era fuerte y cualquiera de mis pretensiones se hubiese atendido sin oposición alguna, sin que ningún romano osase oponerse a la menor desconsideración hacia mi persona ni hacia mis decisiones, fueren las que fuesen. Pero no lo hice, los dioses no me concedieron la clarividencia necesaria, y de nuevo el riesgo se hizo peligro y el peligro huida.

Los funerales de César se prepararon cerca del panteón de Julia, en los Campos de Marte. Fue un día claro de marzo pero el sol se dejó envolver desde el amanecer por una persistente neblina que impidió que la mañana se calentase hasta pasada la hora séptima, más allá del mediodía. En el lugar más prominente se levantó la pira funeraria y se instaló una suntuosa capilla dorada imitando a la que se venera en el Templo de Venus, y un amplio lecho de marfil sin vetas recubierto de púrpura y oro, sin limitar dispendio ni gastos. A la cabecera del tálamo mortuorio se depositaron las ropas que César llevaba puestas cuando murió, y a sus pies, y por toda la inmensa explanada del Campo de Marte, cada cual iba esparciendo los dones, presentes y testimonios con que el pueblo quiso obsequiarle en su despedida.

Llevado el cadáver allí, Antonio fue el encargado de hacer el elogio fúnebre, ocasión habitualmente propicia para los grandes encomios, los acalorados panegíricos y las fervientes alabanzas, como de consuetudinario era esperado, pero su discurso al efecto fue breve y poco emotivo porque, apenas iniciado, sin dar lugar a grandes y huecas palabras pomposamente expuestas en los más puros dictados de la retórica y la elocuencia, pronto pidió que se diese a conocer su testamento, sin más dilación, y se leyesen al pueblo las últimas voluntades de Julio César.

Así se hizo por un sacerdote de voz gruesa y arte pausado, sin gran ceremonial ni exceso de fasto, más bien como un mero acto protocolario que llegaba demasiado pronto porque el pueblo esperaba la oratoria encendida de Antonio antes que el contenido de un documento frío y sin emoción, pero lo que al principio se consideraba aburrido e intrascendente, poco a poco fue haciendo callar a todos y asombrar, turbar y conmover, y cuando Roma conoció sus verdaderos contenidos, el pueblo no pudo por menos que levantar sus iras contra nosotros, las lágrimas se tornaron insultos y pronto se nos trató de asesinos y reos de traición, levantándose oleajes de venganza que empezaron a hacerse visibles en la indignación de los rostros crispados de la mayoría y en la incontinencia de las muchedumbres desbocadas que apelaban a la justicia y solicitaban nuestro sacrificio. En medio de tantos aullidos populares, entre la confusión y los improperios exagerados, dos hombres ricamente ataviados salieron de la multitud con antorchas encendidas, prendieron fuego a la pira funeraria sin esperar instrucciones ni guardar el orden del ceremonial y el cuerpo del tirano empezó a convertirse en humareda gris que ascendió muy rápidamente a lo más alto del cielo, sin que la escasa brisa alterase su dirección hacia el pálido sol que aún no había alcanzado toda su fuerza primaveral.

Y con ello se inició un estado de histeria colectiva que a punto estuvo de crear la más sanguinaria matanza que pueda recordar Roma. Los cómicos y los músicos, que se habían puesto sus más preciados trajes para ocasión tan solemne, se despojaron de ellos y los arrojaron a las llamas rasgados y destrozados, quedando desnudos, y ese acto de devoción fue señal para que todos les imitasen, para acrecentar la hoguera y compartir el fuego divinizado de César, unos arrojando muebles de casas vecinas y sillas arrancadas de las tribunas, otros vertiendo sus propias ropas y algunas mujeres sus togas y velos, quedando algunas de ellas también con los pechos descubiertos. Los legionarios veteranos, irritados y enloquecidos, arrojaron las armas con que habían ganado sus más sobresalientes combates, y hubo mujeres que lo hicieron con sus joyas e incluso con las bulas y pretextas de sus hijos menores. Los extranjeros, que habían acudido en gran número y con gran reverencia para demostrar su sometimiento al poder de Roma, se aproximaron a la pira y rindieron culto de acuerdo a sus propias costumbres, extremando su aflicción y sollozando como si en verdad sintiesen aquella muerte, y los judíos, que velaron las cenizas durante muchas noches, se acercaron en tropel para mostrar bien a las claras el hondo sentir que les ceñía el alma. Marco Antonio debió conmoverse por aquella histeria colectiva, o acaso fuese que había preparado con esmero su interpretación para añadir partidarios a su causa, y así, en pleno griterío de sollozos y plañideras, se adelantó, tomó la túnica ensangrentada que llevaba César cuando fue muerto y la levantó sobre su cabeza, mostrando al pueblo sus muchos jirones y rasgaduras enmarcadas en sangre reseca, para que pudiesen verse el gran número de heridas que sufrió en el atentado. El pueblo, encolerizado aún más, si posible fuera, gritó que sus asesinos debíamos pagar con la vida nuestro crimen, y algunos, en tumulto, encendieron antorchas con el fuego de la misma pira funeraria y corrieron hasta nuestras casas pretendiendo incendiarlas y acabar con nuestras vidas en las mismas llamas que devoraban a su César muerto.

Mi casa pude salvarla porque, comprendiendo pronto lo que podía ocurrir, me resguardé en ella y la defendí con soldados y mi propia guardia personal, y lo mismo hicieron Casio y los demás que fueron avisados del vendaval que se había levantado en la ciudad. Quien no corrió igual suerte fue el poeta Cina, aquel amigo de César que recordarás, Cino, aquel pobre hombre que aun estando enfermo no quiso perderse sus funerales y, siendo confundido con el otro Cina que insultó a César dos días antes en el Capitolio, fue tomado por la muchedumbre y herido, muerto y despedazado, paseando a continuación su cabeza en una pica por el centro de Roma. A veces pienso que la Fortuna comparte mesa con Baco y no se libra de su insistencia para abusar del néctar de la vid.

En los días siguientes, con mármol de Numidia, se alzó en la plaza una columna en homenaje a César con la inscripción «Al Padre de la Patria», esa columna en la que puede que tú también, Cino, hayas jurado «en el nombre de César». El juramento se ha convertido en una especie de costumbre o rito, tan dados como son los romanos a divinizar todo cuanto han perdido mientras denigran lo que tienen a su alcance. Luego se tapió la puerta de la sala de Pompeyo, donde murió, se prohibió que el Senado volviese a reunirse en los idus de marzo y a esa fecha se la llamó desde entonces parricida. ¡Cuánta superstición es propia de los pueblos fuertes en armas y débiles de almas! Nos hemos cansado de oír que durante el resto de aquel año el sol lució pálido y sin fuerza, por respeto al muerto, y que durante siete días, a la hora undécima, se veía brillar en el cielo un cometa y que ese astro era la luz del propio César anunciando su destino en la morada de los dioses. No escuches a quienes así hablan, Cino, pues prefieren creer antes en lo sobrenatural que en lo lógico para dar grandeza en la muerte a lo que antes aborrecieron en vida, para limpiar sus culpas y sentir así la conciencia menos negra de lo que por lo común la tienen.

Ahora estoy persuadido, oh Cino, de que Lépido tuvo razón. César conoció su destino al igual que toda Roma y sólo nosotros creíamos que en nuestra discreción estaba a salvo nuestro secreto. Si César prefirió morir a nuestras manos que tener que vivir temiendo por siempre nuestras asechanzas, si no le importó su fin porque su precaria salud no le animaba a continuar viviendo y si para facilitar las cosas incluso despidió a la guardia española que le seguía de continuo con la espada en la mano, tal vez fuese porque en su infinita soberbia, sin saber qué más podía obtener en vida, soñó que sólo una muerte espectacular le acercaría a la inmortalidad y los hombres le considerarían como a un dios, algo imposible de obtener en vida. ¿Cuántos hombres, oh Cino, no han visto pasar por su mente, aunque tan sólo fuese por unos instantes, la inmortalidad, y su atracción, como la del vacío, les ha llamado tan tentadoramente que han despreciado el riesgo de morir e incluso esa posibilidad les ha parecido grata? ¿Acaso César podía ser más laureado en vida de lo que fue? ¡Como no inventase nuevos títulos y dignidades, nada que no ostentase podía ceñir ya a su cabeza! ¿Rey? ¿Qué más puede un rey de lo que él pudo? Sólo la muerte ciñe un laurel más, el de la inmortalidad en la memoria de los hombres, y ése lo quiso añadir a su vanidad sirviéndose de nosotros para la ofrenda. Lépido me lo dijo claramente durante aquella cena:

—Acaso te sorprenda que afirme que no has sido su verdugo, oh Bruto, sino el sacerdote que ha oficiado su sacrificio —las palabras de aquel hombre sereno fueron una tormenta en la calma de la noche. Y lo peor es que me aterraba escuchar lo que sabía que iba a decir a continuación—: No fuiste tú quien deseó su muerte, sino él quien quiso que se la procurases.

Lépido tuvo razón. Ahora lo veo con nitidez, la venda ha caído de mis ojos como caen los copos de nieve en invierno, lenta pero firmemente. Ahora puedo verlo…

¿Qué hora será ya, Cino? La negritud ha devorado las cumbres de las montañas, el perfil de las copas de los árboles se ha perdido en la noche y hasta las sombras del aire han detenido ya su viaje hacia el alba. Qué quietud. Muy avanzada debe estar la noche, y tú y yo continuamos esta conversación que ya no alcanzo a saber si es de tu agrado. Veo, con todo, que escribes cuanto digo, que entre vaso y vaso aún te queda ánimo para mojar la pluma en la tinta e ir rellenando papiros egipcios, y numerarlos. ¿Por qué no te asomas conmigo afuera? Mira esa estrella de allá arriba, tan reluciente y poderosa. A partir de mañana puedes decir que esa estrella soy yo, que me asomo desde la morada de los dioses inmortales para indicar a todos los romanos que he llegado a mi destino. Pero no… No hablaba en serio. Ha sido una crueldad, una farsa barata de lo que debió pensar César en sus vísperas, una desgraciada parodia.

¿Sabes que a César le encantaban las pinturas murales, los frescos y los mosaicos? Sobre todo los mosaicos… En sus campañas se hacía llevar siempre pequeñas imágenes fabricadas en esas técnicas, y en su casa los murales eran abundantes y muy vistosos. Frescos de mucho colorido, que se hacían aplicando la pintura antes de que la última capa de yeso se hubiese secado, con verdes obtenidos de la tierra verde, blancos de la creta, rojos y amarillos del ocre, negros del hollín y del carbón, púrpuras de un molusco llamado murex y azules sacados de una mezcla sabia de vidrio y cobre. Aquellos mosaicos se hacían uniendo muchas piedrecillas o trocitos de baldosa de un tamaño minúsculo, con gran paciencia y arte, de tal forma que eran necesarios un millón de tesserae para completar un metro cuadrado de suelo o de pared. Auténticas obras de arte que sabía apreciar en su valor… No sé por qué te cuento esto… Estábamos hablando de… ya no me acuerdo…

El caso es que, después de ser asaltadas nuestras casas, tuve miedo y salí de Roma, llegándome hasta Ancio a la espera de que los ánimos se calmasen en la ciudad. Conocía el carácter de mis ciudadanos, tan variable como los caprichos de una mujer encinta, y sabía que, según se aproximasen las fechas señaladas para las fiestas, los romanos querrían juegos y yo, como Pretor, era el encargado de proporcionárselos. Solicitarían mi regreso, estaba persuadido de ello, y no me equivoqué porque muy pronto, en efecto, así sucedió. Además, el pueblo vio en las actitudes orgullosas de Antonio la amenaza de una nueva tiranía y muchos vinieron para informarme de que la mayoría se preguntaba dónde estaba yo y por qué no regresaba a Roma. Pero también me dijeron que otros ciudadanos, de los que habían recibido de César tierras y dineros, esperaban mi regreso para arrancarme la vida, preparándose en grupos que se conjuraron con ese fin. Dudando, pues, si debía volver a la ciudad y arriesgarme, o quedarme en Ancio hasta que pasasen los Juegos que se me exigían, opté por escribir a Cicerón y pedirle que asistiese a todas las fiestas y me representase en ellas, y después reuní a mis empleados en Neapolis encargándoles que no faltasen fastos ni dispendios para que el pueblo recobrase la alegría. Y que al griego Canucio, el más experto conocedor de la organización de todo tipo de reuniones artísticas públicas, se le consultase cualquier inconveniente y se le permitiese realizar cuanto estimase oportuno en beneficio de la celebración. En mi retiro de Ancio, puntualmente, fui informado de la marcha de los festejos y del éxito que, un año más, alcanzaban entre los romanos.

El camino que recorrí de Roma a Ancio hubiese sido tranquilo de no ser porque sobrevinieron dos acontecimientos que a punto estuvieron de alterar mi sosiego y costarme incluso la vida. El primero de ellos fue el encuentro con unos rufianes que, al descubrirme, quisieron disputar conmigo y probar mi valor. El segundo fue coincidir en un alto del camino con una amiga de la pelirroja Aurelia, atacada como ella por el mal del opio, que al reconocerme amenazó con descubrir mi presencia si no llenaba su bolsa vaciando la mía. Te narraré uno y otro sucesos.

La comitiva que me acompañó a mi salida de Roma era menor que la de un tribuno y más discreta que el sigilo de un amante en la noche de la Bona Dea. Dos esclavos para el equipaje, un criado hábil con la espada mientras el vino no le nublara los ojos y seis soldados de mi guardia personal formaban mi escolta cuando cruzamos el Tíber aquel amanecer frío, rosado, escaso de nubes y aireado del norte que se dejaba notar en los huesos a pesar de la buena marcha que desde el principio nos aconsejó el clima y la premura por abandonar los peligros de la ciudad. Al anochecer, cerca de Lavinum, cubierto más o menos la mitad del camino, dos soldados ya habían enfermado de llagas en los pies, otro más me dejó con el encargo de adelantarse y vigilar el resto del trayecto que habíamos de recorrer y el criado se decía tan sediento que, en la posada donde nos detuvimos, bebió vino sin medida, de tal manera que a la puesta del sol ya dormía como un hurón junto a una barrica demediada. Los esclavos quedaron en los establos, donde, fatigados también, comieron y durmieron, y los otros tres soldados de mi guardia, que aún velaban por mi persona, dormitaban en la puerta de la taberna confiados en que ningún peligro habría de correr ni en mi habitación ni en el resto del establecimiento, mientras cenaba un poco de jabalí asado y frutas frescas de la estación. Pero no supieron comprender que los dioses introducen gusanos en las más hermosas manzanas para alterar las apariencias, y así no repararon ni prestaron atención a tres hombres malcarados que, sentados en otra mesa, me miraban con insistencia mientras se decían algo al oído, uno de ellos señalando mi rostro. Al cabo, el más flaco y desgreñado de ellos, dejó su asiento y vino a pararse frente a mí.

—Tú eres Bruto, yo te conozco.

—El Pretor Marco Junio Bruto —le dije sin amedrentarme—. ¿Quién desea dirigirse, respetuosamente, a él?

El malhechor rió con forzada mueca, puso sus manos en las caderas y miró a sus compañeros. Luego dijo:

—Nadie podrá dirigirse respetuosamente al asesino de Julio César. Contéstame si tú eres Bruto y, en tal caso, si es cierto cuanto de ti se ha dicho.

—Ya te he avisado que soy Marco Junio Bruto —volví a responderle con sequedad—. Lo que no comprendo es cómo te atreves a interrogarme ni mucho menos esperar que suponga lo que se ha dicho de mí. Déjame cenar tranquilo si no quieres que mi paciencia llegue a su fin.

—¡Es cierto! —rió como una hiena el malhechor dirigiendo sus ojos a sus compañeros, que también se incorporaron y vinieron a mí—. ¡Es el «gran y noble» Bruto, el asesino de nuestro César! ¡Lo que no es tan cierto es que sea el hombre valiente que nos han dicho! ¡Más bien parece deslenguado y bravucón!

—¿Quieres probar el desparpajo de mi espada? —me incorporé también, con mi mano puesta en la empuñadura y los ojos metidos en los suyos. Entonces me di cuenta de que era aún más escaso de estatura de lo que me había parecido, pues ni siquiera su nariz se elevaba por encima de mi hombro, pero también comprobé que sus dos compañeros eran bastante más altos y corpulentos que yo. Sin embargo les temía menos, pues nunca fié de hombres menguados y flacos y conocía que la agilidad y la destreza suelen acompañar mejor a los cuerpos tasados—. ¿Deseas probar mi valentía o es que te enorgullece morir a las mismas manos que César?

Su daga ya se destacaba desnuda y relucía como esa Luna que ahora nos mira, Cino. Los otros dos, también con sus puñales desenvainados, movieron sus pies hasta flanquear mi posición y en sus rostros se fijó el odio de tan explícito modo como hacía tantos años había conocido en la mirada del general Marco Tulio en la campaña de Pompeyo en Farsalia. Pronto me di cuenta de que en su propósito no estaba el robo ni en su intención despojarme de otra cosa que de la vida, y también comprendí que mis posibilidades de salir victorioso de aquella empresa eran remotas. Así es que, desnudando mi espada, grité ¡A mí la guardia!, a la vez que con un golpe seco y furioso atravesé el pecho del que se había situado a mi derecha, impidiéndome la huida hacia la puerta de salida. El primer bandido cayó, herido de muerte, como un fardo de arena sobre la mesa, permitiéndome dar un brinco hacia un lado que esquivó, en el salto, la daga del otro, que se había disparado contra mí. Los soldados, tal vez dormidos, no oyeron mi llamada de auxilio y hube de dar un segundo salto, esta vez más largo aún, para herir al otro hombre corpulento en la garganta, que dejó caer su puñal al aferrarse el cuello con ambas manos mientras salía por su boca un alarido de animal moribundo, y expulsaba, en su espasmo, un gran chorro de sangre blanquecina mezclada de esputos y saliva por la hendidura de su garganta. Mi ira se paralizó de inmediato, por el espanto de la herida, e inmovilizó durante unos segundos al más pequeño de mis asaltantes, impresionado también por el asco y el temor. Pero se recobró pronto, antes que yo, y una ráfaga de luz, como un relámpago, se cruzó ante mis ojos antes de sentir un frío corte en mi mejilla y la acidez de un dolor salado y mojado que recorrió el resto de mi cuerpo como un escalofrío. Del impacto eché mi cabeza hacia atrás, golpeándome con la traviesa del muro, lo que a punto estuvo de hacerme perder el sentido. Cerré los ojos un instante, y cuando los volví a abrir pude ver que el pequeño rufián estaba retorciéndose de dolor y agarrándose las tripas con ambas manos, que pugnaban por salírsele de su abdomen rebañado. Las espadas de dos soldados de mi guardia, que le rodeaban, sudaban gotas de sangre fresca recién escarbada. Me dolía mucho la cabeza, de mi cara manaba con gran espectacularidad sangre caliente y me costaba gran esfuerzo mantener los ojos abiertos y la cabeza despejada.

Sólo recuerdo que era ya de día cuando desperté en un lecho con la cabeza vendada y un picor doloroso en mi mejilla. A pesar de mi debilidad, dos horas más tarde di orden de partir hacia Ancio, porque no quería demorar por más tiempo el momento de hallarme en la villa adonde me dirigía, no sin antes expulsar a mi criado de mi lado por no estar despierta su espada cuando más la había necesitado, sin dejarme vencer por la tentación de ceder a sus exageradas muestras de arrepentimiento ni a sus súplicas, tan desmedidas y exuberantes como fingidas e insustanciales.

Y hubiésemos podido estar allí antes del atardecer de no haber sido porque, refrescándonos en otra posada del camino, en la hora octava, se acercó a mí una muchacha de mirada triste y carnes consumidas que, tras mirarme y remirarme, con las manos temblorosas y el cuerpo agitado, como atacado por fiebres extrañas, se atrevió a dirigirme la palabra.

—¿No eres tú Marco Bruto?

—¿Me conoces? —le pregunté.

—Soy amiga de Aurelia, tal vez la recuerdes.

—La recuerdo —le dije—. Aurelia murió.

—Lo sé —bajó sus ojos, tosió y agitó su espalda, estremecido todo su cuerpo por una sacudida más parecida a un espasmo epiléptico que a una reacción de excitación y frío—. Yo también preciso tu ayuda.

—No sé cómo puedo ayudarte.

—Como a ella —dijo mirándome fijamente a los ojos y aferrando su mano a mi antebrazo—. Yo necesito también tu dinero.

—¿Mi dinero? —me sorprendí—. Ella nunca quiso mi dinero.

—¿Cómo que no quiso tu dinero, ingenuo? —sonrió forzando una mueca horrible de sorna y desprecio—. ¿Cómo compraba si no su medicina? Tú se lo dabas.

—Te equivocas. Nunca le di un sestercio. Ni tampoco me lo pidió jamás.

—¡Mientes! —Y su voz salió temblorosa y desesperada—. ¡Ella necesitaba tus ases como yo los necesito ahora! ¡Y vas a dármelos!

—Déjame, mujer —la aparté de mí apenas sin brusquedad, pero por alguna razón que desconozco salió despedida y cayó al suelo. Mis hombres la ayudaron a recobrar su figura, que apenas se podía mantener en pie, y yo mismo me acerqué a interesarme por su salud.

—¡Tú eres Marco Bruto, lo sé! ¡Tú eres el asesino de César! —dijo con la voz entrecortada, cada vez más abandonada por las fuerzas que quedaban en aquel cuerpo enfermo—. Conozco a quienes me darían muchos denarios por denunciarte. Si tú no me das tu bolsa, otros me la darán por darles tu nombre. Decide deprisa tu Fortuna, que yo no puedo esperar.

—Mujer, no insistas —le dije, dándome cuenta de su ambición y de los caminos a que sus males le conducían—. No tendrás mi dinero y acaso te encuentres presa si vuelves a intentar obtener mi bolsa con amenazas. Nada temo ni he de temer, nadie se atreverá a contradecirme. ¿Cómo estás tan ignorante que no sabes que puedo ordenar tu muerte?

La muchacha me miró suplicante, Cino. En sus ojos no había odio ni sorpresa, sólo derrota. Eran ojos de perro perdido, de niño hambriento, de gladiador vencido esperando la sentencia del público en el Circo mientras su contrincante mantiene la punta de su espada arañando su nuez. Una mirada que me conmovió, que me lastimó como hiere la visión de las aldeas incendiadas tras la batalla, como laceran las madres con sus hijos muertos en brazos pidiendo explicaciones imposibles al triunfador a caballo, como duelen las lágrimas sin gemido de los niños huérfanos junto a los cadáveres ensangrentados de sus padres después de la catástrofe. No supe sino apiadarme de ella, tomarla por los hombros y conducirla al interior de la posada, haciéndola sentar a mi mesa y pidiendo al posadero comida para los dos.

—No tengo hambre —me dijo—. ¿No te daría igual darme los dineros que vas a gastar en mí para que pueda comprar medicina?

—¿Es que no necesitas comer? —le pregunté.

—Necesito medicina, no comida —me miró esperanzada—. Los alimentos los vomito si antes no me curo con opio. Necesito un poco de opio.

—Estás podrida —le dije con desprecio. Y abriendo mi bolsa, tiré sobre la mesa dos sestercios que rodaron hasta el suelo y me levanté. Ordené al posadero que no nos sirviese y sin volverme a mirarla salí de allí mientras ella, gateando por los suelos como una mendiga leprosa, buscaba enloquecida las monedas que le permitirían sobrevivir un día más, quizá dos.

Por fortuna aún pudimos llegar a Ancio antes del anochecer, Cino. Yo estaba fatigado y febril, la cara me dolía por la cuchillada y el alma por el recuerdo de aquel cadáver que aún respiraba pero pronto moriría, tal vez hubiese muerto ya. No quise probar alimento alguno, pedí que preparasen mi lecho y, tan vacío de fuerzas como hastiado de mis congéneres, logré dormir hasta bien entrada la mañana siguiente, cuando me sentí mejor y empecé a recibir noticias de cuanto sucedía en Roma.

La inquietud de aquellos días vino a agravarse con el anuncio de que mi madre llegaría pronto para hablarme. Sabía que, más que ninguna otra persona, Servilia iba a reprocharme la muerte de la persona que amaba, y temí el tono en que su afeamiento se produciría, quebrado en disgusto y melancolía. Deseaba que no hubiese decidido venir a verme aquella tarde, no haber tenido que volver a enfrentar su mirada a la mía ni soportar sus justas penas, porque aunque de mi acción estaba seguro, su abatimiento me hería y me obligaba a sentir mayor mi culpabilidad.

Llegó desplomada en su litera, envejecida y sin fuerzas, con los ojos enrojecidos del mucho llorar y vestida de un luto tan riguroso como ni siquiera lució en la muerte de su marido. Salí a recibirla a la puerta de mi casa, la ayudé a bajar de la litera y la acompañé, sin decir palabra, hasta el jardín, donde se dejó caer de nuevo en un diván y se limitó a mirarme.

—Dime cómo te encuentras, madre.

Entornó los ojos y afirmó levemente con la cabeza. Luego volvió a mirarme con fijeza y yo, para no soportar el peso de aquellos ojos demoledores, desvié los míos para llamar a un criado y pedirle que trajese uvas, nueces y agua de limón. Después volví a mirarla.

—Ha sido un largo viaje. Debes descansar.

—Dime una cosa, Marco —dijo con una voz escasa pero firme—. Necesito que me expliques algo que no logro entender. ¿Sentías la necesidad de matarle para recobrar la fe en ti mismo, para sentir libre tu corazón? ¿Ha sido eso?

—No ha sido el corazón la causa, madre, no ha sido el corazón. Ha sido la razón. Te lo juro por los dioses inmortales.

—¿Tanto te asfixiaba su presencia? —Mi madre parecía no escucharme—. Dímelo, Marco, ¿sentías que se trataba de elegir entre su libertad y la tuya? ¿Era su figura poderosa la que ponía trabas a tu vida?

—No, madre —la tomé por el hombro, pretendiendo consolar su pena—. Ya te he dicho que nada íntimo ha impulsado mi decisión. Tan sólo se trataba de una elección, pero no entre su libertad o la mía, sino entre él y la República, entre Roma y los romanos. Sé lo que insinúas, lo que piensas, lo que estás tratando de decir, pero no es cierto. No, no era su imperio una losa sobre mí, era una losa sobre la libertad. ¿Es que no lo comprendes? ¿Acaso no puedes entenderlo?

No pudo contener sus lágrimas. Apoyando su cabeza en mi pecho, rasgado su corazón entre dos amores tan distintos e inseparables, lloró en silencio durante largo rato. Mi abrazo era cálido, mis caricias leves, mi mirada de compasión. Sabía cuánto sufría por mi culpa y no podía encontrar palabras de consuelo que suavizaran su congoja. ¿Crees que en momentos como ésos, oh Cino, puede un hijo encontrar el modo de mitigar el dolor de una madre enamorada a la que le has arrebatado la vida de quien le hacía sentirse todavía mujer? ¡Oh, Venus Regina, qué poco sabemos los mortales de los fundamentos de la felicidad y cuán prestos nos entregamos a propiciar amargura en los que más queremos! Ni por un momento, durante los días de la conspiración, tuve presente en mis pensamientos el dolor que habría de soportar mi madre. Fue al conocer su llegada, poco antes de verla, cuando reparé en que no sólo había quitado la vida al tirano, ni siquiera en que mi mutilación era la gran secuela trágica de mi acción; el dolor de mi madre, que no había previsto, era el aguijón ácido que ahora conturbaba mi espíritu y arrugaba mi corazón, destrozándolo. Supongo que aquella escena hubiese resultado patética para alguien que nos hubiera contemplado abrazados en el jardín, mudos, compungidos y sin atrevernos a mirarnos. Yo acariciaba el brazo de Servilia y ella se desmoronaba sobre mi pecho mientras por sus mejillas corrían lágrimas calientes sin gemidos ni exageración y por mi cabeza corrían sentimientos contradictorios de orgullo, lástima, dolor y arrepentimiento. Si ella no podía entender por qué lo había hecho, yo no me sentía capaz de hacérselo comprender. Esas empresas se entienden o no se entienden, no se pueden explicar. Por fortuna las mujeres son más fuertes que nosotros, su capacidad de desahogo es mayor al ayudarse del desprendimiento de lágrimas desvestidas de pudor, y así, a medida que pasaban los minutos, cada vez se empequeñecía más mi entereza al mismo tiempo que ella recobraba su espíritu. Y justo antes de llegar el momento final, en el que mis ojos no hubieran podido mantener sus deseos de temblar sin desbordarse, mi madre respiró hondo, secó su humedad con un pañolito que escondía bajo su túnica negra aún polvorienta pero digna y se incorporó, aparentemente sosegada.

—Marco, hijo —levantó sus ojos hacia mí y me habló—: No debiste atentar contra su vida. Él te amaba casi tanto como yo, ninguno de los dos deseábamos el menor mal para ti. ¿Has sido esclavo de esos amigos que tienen en la ambición su meta y en la envidia su causa, o son los años los que te han vuelto de piedra el corazón?

—Ni una cosa ni la otra, madre —le repliqué, allegando fuerzas para exhibir los restos de aplomo que estaban esfumándose por los poros de mi piel—. Ni mis amigos me han inducido ni mis sentimientos se han vuelto de hierro, piedra o impiedad. ¡Tienes que hacer un esfuerzo por comprenderlo, madre, tienes que hacerlo! ¡Ha sido la política, sólo la política ha movido mi mano y mi espada para alzar contra él mi espíritu! Ojalá sea temprano el día que puedas comprenderlo… Yo necesito tu comprensión, madre… La necesito…

—¿La política? ¿Me hablas de la política? —sus ojos eran de estupefacción—. ¿Y quién te ha envenenado para que te hayas dejado atrapar por esa ramera interesada, por esa prostituta ruin y mezquina? La política es mujerzuela, Marco, y no dama de respeto. Consiente cualquier regalo con tal de imponer su presencia; duerme con quien se lo pida si así logra engendrar poder o hallar la manera de conservarlo; es complaciente mientras añade triunfo sobre triunfo y se vuelve huidiza cuando le conviene olvidar. Roma vive presa de rameras a comisión y criminales corruptos y todos ellos dicen que son políticos para que el pueblo no pueda decirles a la cara que en verdad son malhechores ambiciosos sin escrúpulos ni conciencia. ¿Y aún me dices que sus tentáculos arteros te envolvieron para dirigir tu razón? ¡Pobre Roma si sus hijos más amados no han esquivado sus tentaciones, no han logrado defenderse de la política y han sucumbido a sus antojos y tiranías! Vamos, Marco, acompáñame a mi dormitorio. Necesito descansar. Rezaré a los dioses para que aparten de ti el germen de la iniquidad cerrando tus oídos a los cantos envenenados de esas rameras que no son dignas de ningún hombre sabio.

—Como desees, madre.

Su figura frágil, corcovada y enlutada se alejó de mí en silencio, a saber por qué pensamientos asediada. Sentí la soledad del triunfador en aquellos instantes, cuando ni mi propia madre era capaz de comprender las razones de su hijo. Oh, Cino, qué honda es la soledad cuando el espíritu la moteja como injusta. Mi madre pasó a mi lado tres semanas, y aunque durante los primeros días hube de esforzarme por buscar temas de conversación que en nada lindasen con nuestras diferencias, raro fue el día que no acabase con su recriminación y mi tolerante asentimiento. Pero, poco a poco, por fortuna, la hoguera fue extinguiéndose, las brasas enmudeciendo y los rescoldos apagándose, y en los últimos días el optimismo volvió a su espíritu y el color del amor materno a sus mejillas surcadas de arrugas superpuestas, como su corazón ha superpuesto siempre pena sobre pena. Al fin un hijo es siempre un hijo, solía decir, y me daba nuevas de mi hermana Junia, me exhortaba a que cuidase de mi esposa Porcia y solicitaba mi consejo para comprar o vender este esclavo o aquel otro. El día de su marcha me besó en la frente y después en la mano, me saludó como futuro Cónsul y me aseguró que si deseaba ser político no dudase que por linaje y cualidades se me exigía ser el mejor, el más generoso y justo, el más despierto para que nunca en Roma se volviese a conocer la corrupción y la maldad. Después juré que iría a visitarla tan pronto como volviese a la ciudad y así quedamos, ella agitando su pañuelo en la litera, alejándose, yo pensando que el corazón de una madre debía ser tan grande porque en él se engendran y crecen los hijos y no en ninguna otra parte del cuerpo.

Al poco de marchar Servilia fui informado de que Antonio, aprovechando que César Octavio aún no había llegado a Roma, disponía a su antojo en el Senado y gobernaba la ciudad como si fuese suya, amparándose en las leyes de César, que respetó en su integridad, y sirviéndose de sus privilegios, como si él fuese otro César y su ambición encontrase en esa apariencia satisfacción a cuanto deseaba. También se me dijo que muchos en Roma preguntaban por mí y se extrañaban de que consintiera esas actitudes en Marco Antonio sin regresar de inmediato a afeárselas, pero un sentimiento de prudencia impidió que acudiese al Foro a recordar las razones que nos habían movido para que el sucesor se detuviese a pensar que ya eran muertos los tiempos de la tiranía. Una carta de Marco Emilio Lépido, que me llegó días después, me decidió a regresar a Roma.

«Acaso tus informadores no te hayan hecho comprender que la vida en Roma no es más fácil ahora que hace unas semanas —decía en uno de sus párrafos—. Se habla de ti, se te recuerda y extraña, se te añora. Antonio tiene todo el poder. Cayo César Octavio aún no viene de Apolonia, donde sigue sus estudios de Elocuencia, y el Senado se pregunta dónde está el Bruto que una vez logró asustarle y ahora tiene el deber de tranquilizarle. Desde hace veinte años, oh Bruto, por ti mismo hiciste, sólo con tu actitud, que tu nombre fuese temido y tu persona respetada; por tu integridad y dignidad representaste lo más aventajado de Roma y un ejemplo a seguir para nuestros hijos y los hijos de nuestros hijos. Ahora no puedes permanecer oculto. Roma te necesita, y de sobra sabemos que nunca fuiste ajeno cuando se te necesitó, ni esquivaste tu deber cuando supiste cuál era. Tal vez ahora ignores que tu deber es Roma, acaso nadie te lo haya sabido comunicar con tanta precisión, con tan solemne contundencia. Pues bien, yo te lo digo. Contigo entre nosotros, ni Antonio levantará su espada ni Roma agachará la cabeza, pues así lo veo yo mientras te escribo, y seguro estoy que así lo verás también tú cuando leas esta carta.»

Y hubiese regresado, cierto que sí, si la víspera de mi partida no hubiese conocido que el joven Octavio, al frente de los veteranos de César, llegaba a Roma y se instalaba en la silla de su tío, con la intención de poner orden en la ciudad y forjar un gobierno nuevo. Hacer coincidir mi llegada con la suya no hubiese hecho gran favor a mi persona, Cino, porque unos interpretarían que la casualidad había sido buscada por mí y otros se desentenderían de mi presencia, ante la otra más llamativa de Octavio. Por ello hice llamar a Porcia para que se reuniese conmigo, pues larga iba a ser la estancia que me esperaba fuera de Roma, y con ella y su hijo Bíbulo me limité a esperar nuevos sucesos y a saber del rumbo del inmediato futuro, que habría de depender de las primeras decisiones de Cayo Octavio y de las imprevisibles reacciones de Antonio.

La dirección del Estado fue asumida de manera aparente por el Senado, pues así era de esperar tras la muerte de César, pero Antonio no se resignó a ser relegado y no sólo atrajo a su causa a muchos ciudadanos sino que además se negó a entregar el poder al designado por el dictador, Octavio, cuando se presentó en Roma. En eso tuvo razón Antonio: si se abolía la dictadura, también habrían de abolirse los dictados testamentarios del dictador. Pero Octavio no quiso entenderlo así, armó sus ejércitos, exigió el Consulado y se enfrentó a Antonio en Módena, en donde llegaron al acuerdo de formar un Segundo Triunvirato con Marco Lépido, en el que ambos confiaban por su buen juicio y prudente conducta.

César Octavio fue muy hábil en la manera de ganarse a los romanos. Primero les repartió la herencia de César, luego se atrajo a la muchedumbre frecuentando honras al muerto y por último hizo amistad y complicidad con una buena parte de los ciudadanos que habían permanecido fieles al dictador. Antonio contrarrestó la conjura contra él ganándose a otros ciudadanos, pero su ambición no pasó desapercibida y las opiniones en Roma llegaron a estar tan divididas que una vez más se temió por la seguridad de la República y se vislumbró la amenaza cierta de una nueva Guerra Civil. Hasta Cicerón, nuestro amigo y maestro, se dejó guiar más por su odio a Antonio que por el temor que pudiera inspirar la inteligencia de Octavio y no dudó en alistarse en su partido sólo con la pretensión de vengar personalmente sus deudas y marchar contra Marco Antonio. Recuerdo que le escribí reprochándole su servilismo, haciéndole notar que, «a su edad, parecía que ya había olvidado los principios que toda la vida nos guiaron, que por acabar con Antonio prefería tener un nuevo señor, un nuevo tirano», y que quería que supiese que yo no aceptaría jamás una nueva tiranía, proviniese de quien proviniese. Que si la intuía, o veía que se aproximaba de nuevo, no me cruzaría de brazos y armaría un ejército para ir contra Roma, y que si él no hacía lo mismo que yo, ya no sería digno de considerarse mi amigo. «Eres muy viejo ya —le dije—, y tienes tanto miedo a una guerra civil que no miras con horror una paz ignominiosa e indigna, pidiendo por salario de derribar a Antonio el tener a César por tirano.»

No me contestó aquella carta. Poco después, cuando entre Antonio y Octavio ya no había sino rencillas y enfrentamientos, concluí que mi presencia en Italia carecía de razón, que poco podía hacer para evitar sus disputas y que mi nombre, en aquel maremágnum de controversias, no significaba nada para los buenos romanos. Y así pensado, hice el equipaje, marché a Elea y determiné abandonar Italia por mar, cruzando la Lucania y embarcándome hacia Atenas.