La muerte de César fue inevitable, Cino. Inevitable. Los proyectos de los mortales a veces obedecen a su propia determinación y otras son voluntad de los dioses, pero en uno y otro casos corresponde al destino la última decisión y cuando el destino habla las demás voces han de permanecer mudas. Bien lamento tener que contradecir a Epicuro y afirmar que algún poder sobrenatural debió intervenir en asuntos reservados a mortales, porque creo que aquel día no fuimos nosotros los únicos que actuamos para culminar el desenlace del magnicidio que sobrevino. Nuestras intenciones eran las más adecuadas; César había escrito su destino en las estrellas con su propia mano; los acontecimientos tenían necesariamente que precipitarse en esa dirección y en ninguna otra. Pero fueron tantas y tan extraordinarias las circunstancias que rodearon el suceso que, si los dioses no lo procuraron, al menos puedo jurar que ninguno de ellos movió un solo dedo para que las cosas ocurriesen de distinta manera. Sería justamente acusado de vanidad si no lo creyese así: no hay hombres perfectos, Cino, yo tampoco lo soy; sólo pueden ser perfectas las intenciones, y aquéllas juro por Júpiter que lo eran. Perfectas y además necesarias. Pero si el éxito de aquella empresa se produjo punto por punto de acuerdo a nuestros deseos, no sólo a nosotros se debió, sino al poder del destino, a la voluntad de los dioses o a la mediación de la potestad sobrehumana que entonces tejiera los hilos de la resolución del proyecto.
Bien saben todos los dioses inmortales, oh Cino, que yo no deseaba su muerte. Hasta el último momento confié en que César devolvería sus poderes al Senado y haría votos de sumisión a la República, que comprendería la inutilidad de sus aspiraciones y alcanzaría a ver que cuando el corazón arruina la razón, destruye también la fuerza de la ley y de la espada. Pero no lo supo ver o no quiso mirar; muy al contrario, cada día añadía una ofensa más al desprecio que sentía por todos cuantos no fueran sus leales sirvientes, un desafío mayor sobre la agotada paciencia de los romanos, un lance contra nuestra inteligencia y una provocación jactanciosa sobre quienes sin ser sus cómplices tampoco éramos sus enemigos. ¡Oh, Cino, cuánto llegué a esmerarme por su bien sin que él reparase en que le amaba y por ello le suplicaba que retrocediese! Ahora no sé si la muerte de César resultó una gran victoria o la más cruel de mis derrotas, porque mira a Octavio y a Antonio, peores aún que César, y además sin que nuestro afecto por ellos sea mayor que el que despierta en mí la más miserable de las alimañas. Pero aun así hube de hacer lo que hice, no quedaba otro remedio: la espada es la sentencia de los soldados, el juez de los desleales y la condena de los indignos. Nuestras espadas estaban prestas y afiladas y tan inquietas que no podíamos detenerlas en sus ansias por cumplir la misión a que eran llamadas, el encargo de ser la ley que Roma no supo defender, la justicia que añoraba la República y la condena del tirano y con la suya la de todos nosotros. La de todos nosotros también, Cino; mira a tu alrededor, mira la muerte enseñoreada de los que formamos la partida de los gloriosos asesinos de Julio César. Fuimos más de sesenta en aquella empresa y después de mi muerte apenas si quedarán cuatro o cinco que aún no hayan entregado su vida antes de tiempo. ¿Cuántos de aquéllos morirán de viejos y en su lecho, rodeados de deudos? Seguramente ninguno. ¡Bien se ha vengado César de nosotros, Cino, bien se ha resarcido su espectro! Pero aunque así sea, hubimos de hacerlo y cumplimos con nuestro deber, no me arrepiento de lo que fui ni de lo que hice, sólo sufro porque no quería hacerlo sobre quien lo hube de hacer. Por eso soy tan culpable como inocente, Cino amado, culpable e inocente a la vez aunque no sea sencillo dar solución a paradoja tal, pero juro que es cierto porque quiero que sepas que yo jamás hubiese atentado contra quien me dio la vida, la razón y la sabiduría si no hubiera sido porque, de seguir con vida, él hubiese acabado con mi razón y con mi sabiduría, habría cercenado cuanto en mí quedaba porque mi vida era la vida de la República. Tendrán que correr muchos siglos y volar muchas lunas sobre las cabezas de los hombres para que la humanidad pueda volver a vivir tanta luminosidad, belleza y libertad como la que vivíamos en Roma hasta que César quiso cegar la tea de la ilusión apagando su llama con lágrimas ajenas. Nosotros sólo nos conjuramos para impedirlo, oh Cino, sólo ésa era nuestra intención. ¡Dime que no fuimos indignos, Cino, júramelo por todos los dioses inmortales! ¡Dime que teníamos razón, que teníamos el derecho de hacerlo! ¡Dímelo porque de lo contrario no voy a tener paz ni en la soledad de la muerte! La República se moría, Cino; César presenciaba su agonía no sólo con apatía y dejadez sino sonriente, irónico, con celebración, asistiéndola en las vísperas sin practicar sangrías ni preparar medicinas, sin buscar con pócimas, cirugías ni sacrificios u ofrendas sacerdotales remedios a su mortal enfermedad. César estaba enfermo de tiranía y por eso permanecía alegremente tendido en su trono de oro esperando el último suspiro de la libertad. Y yo, ni por formación, ni por linaje, ni por principios e ideales, podía permanecer impasible ante la injusticia de una muerte que significaba también la muerte de aquella Roma que otro Bruto había construido para todos nosotros.
Los romanos, Cino, cometemos con frecuencia el error de confiar muchas veces seguidas al mismo hombre el poder de gobernarnos, desconociendo que si en el amor el placer es mayor en la novedad, en la política la eficacia es hija del ánimo, y un gobernante que se acostumbra a los pliegues de su silla pierde sus ilusiones mientras calienta su asiento, su anhelo se fuga con el calor que traslada al cuero de su sitial. En Roma, la confianza es hija de la indolencia, el consentimiento fruto de la avaricia y la pasividad rastro baboso de la mediocridad, pero, aun sabiéndolo, pocos son los romanos que oponen su espíritu al malhadado deseo de los políticos de perpetuarse en su sillón, menguando la libertad de todos si preciso fuere. De aquellas dejaciones nacen luego estas serpientes que nos devoran como a simples ratones, pero nunca nadie escarmentó en cabeza ajena ni nadie tampoco sabe hacer memoria de su pasado para esquivar los obstáculos que siembra la ambición de los poderosos. ¡Oh, Cino, cuánto desprecio siente mi corazón por estos tiempos, qué tristeza apena mi espíritu y lo envenena! Todo podía haber resultado tan hermoso…
Me siento sucio, buen amigo. Si supiera que con perfumes del Asia, agua del Tíber y jabón de resinas podría limpiar mi alma, así como se limpia el cuerpo, sin duda me sumergiría en una palangana de plata hasta lavar el último recuerdo de mi atormentada memoria. Quisiera olvidar su porte, su rostro, su mirada, hasta el más lejano susurro que traiga referencias de su timbre de voz, de la gravedad de su tono y de la risa hialina y límpida que nacía de su irónica índole. ¡Oh, César! ¡Por qué no sales de mí y te pudres para siempre en los infiernos! ¡Si quieres mi sufrimiento, ya lo has tenido; si esperas mi arrepentimiento ya lo tienes! ¿Qué más deseas de mí? ¿Acaso no puedes dejarme en paz ni cuando mis ojos empiezan a entregarse a las tinieblas eternas, en donde me hallaré de nuevo contigo para recriminarte el puesto que estarás ambicionando en la morada de los dioses o para ser testigo de cuánto te temen en las calles del infierno? Sirve más vino, Cino, bebamos hasta que el eructo me sepa agrio de vid y no dulce de sangre, como me sabe ahora. Hasta en mis eructos se ha infiltrado el fantasma de César, derramando la acidez de su venganza y el sabor dulzón de la sangre que de él no fue derramada.
¡Sí, César, tienes mi arrepentimiento pero no mi perdón! ¿Sabes por qué nunca tendrá mi indulgencia, Cino? ¿Lo sabes? ¡Porque nadie hizo tanto ni tan bien hecho para merecer la muerte! El abuso de poder no ha conocido más altas cimas que en su tiempo, él mismo no se contentó jamás con nada, ni con el consulado perpetuo, ni con la dictadura vitalicia, ni tan siquiera con el título de Emperador, la rúbrica de Padre de la Patria y la Prefectura de las Costumbres. Pedía más y más, como un náufrago sediento delirando por efectos de la calentura del sol en la frente. Cuando se erigió su estatua entre las de los reyes, no supo conformarse y pidió silla de oro en el Senado y en su Tribunal de audiencias, y luego un trono en la orquesta y un carro en el Circo en el que se paseaba su retrato como si el de un dios se tratara en los desfiles previos a los espectáculos, algo que hasta entonces estaba reservado para las imágenes de los dioses en las pompas del festejo. Tampoco así detuvo su fatuidad ni apagó su envanecida sed: tuvo Templos y Altares junto a los de los dioses, Lecho Sagrado como éstos, una antorcha perpetua, sacerdotes a su servicio y el favor de dar su nombre a un mes del año, en el calendario que él mismo había confeccionado de acuerdo a los movimientos de traslación del Sol alrededor de la Tierra. Su calendario es de doce meses, como sabes, pero al mes quinto pronto le cambió de nombre para darle el suyo. El primero, marzo, lo reservó para Marte, el segundo para las flores cuando se abren, el tercero, el mayor, para la agricultura, el cuarto para Juno y el quinto para él. Y en las semanas, de siete días en homenaje a los siete astros que rigen el Universo, los dotó con sus nombres, pero al séptimo, que es el domingo, Día del Sol, dudó si llamarlo César. ¡Oh, cuánta vanidad! Ni en sus ansias de endiosamiento ni en sus comportamientos públicos tuvo jamás reparo en actuar conforme a sus caprichos y extravagancias, Cino, por muy absurdos que pareciesen, porque los romanos todo parecían consentírselo. Incluso se atrevió a pronunciar palabras que abrían heridas hasta en los menos despiertos, como cuando afirmó que la República es nombre sin realidad ni valor. Sila ignoraba la ciencia del gobierno, porque depuso la dictadura. Debería haber exigido que los hombres le hablasen en adelante con más respeto y que considerasen como leyes lo que dijese, dando a entender que él no sólo no depondría nunca la dictadura sino que su palabra era ley y de esta manera debía ser comprendido por todos. Y pronto fue así: se rodeó de Prefectos en lugar de Pretores para que administrasen la ciudad según sus intereses; estableció magistraturas de muchos años de duración despreciando el dictado de las leyes; concedió insignias consulares a dos antiguos pretores, viejos y necios, ignorando las costumbres republicanas; otorgó la ciudadanía y luego nombró Senadores a algunos galos amigos suyos, bárbaros de condición; puso en manos de esclavos de su casa la Intendencia de las Rentas Públicas y de la Moneda; y hasta dejó tres legiones en Alejandría al mando de Rufión, hijo de un liberto de su casa que era además su compañero de orgías. Su arrogancia llegó al extremo de negarse a ponerse de pie cuando el Senado tuvo que desplazarse desde su sala hasta los campos del Templo de Venus para presentarle los decretos de nombramiento de Cónsul Vitalicio y Dictador, recibiéndoles sentado aunque Cayo Trebacio le rogó que se incorporase, en deferencia a los senadores y por la importancia del acto, recibiendo a cambio de este ruego una mirada de desprecio que irritó profundamente a todos y acrecentó el odio de cuantos ya recelaban de él. Este gesto de altivez originó a su vez que, en un desfile posterior, a su paso, el tribuno Poncio Aquila no se levantara, y César, altanero y despectivo, aunque disimulando su cólera, se acercase a él y le gritase:
—¿Quieres la República, tribuno Aquila? ¡Pídemela!
Y tanto le irritó aquel desplante que en los días siguientes no tomó decisión alguna sin el sarcasmo de añadir como condición:
—Desde luego, siempre que lo permita Poncio Aquila.
El descontento en Roma fue creciendo como crecen las aguas del Tíber con las tormentas de octubre, Cino. Hasta los más despreocupados veían en aquella actitud tiránica y arrogante presagios de tiempos aciagos para la ciudad y para sus negocios, y aunque seguramente esto último era lo que más les movía a la inquietud, otros sentimientos también les perturbaban, sobre todo la afrenta que suponía la designación de extranjeros, de galos, como senadores, por esa condición xenófoba que viene a ser común en las muchedumbres sin refinar. Por la ciudad empezaron a verse paredes escritas con frases como «Salud a todos: Se prohíbe mostrar a los nuevos senadores el camino del Senado», y otras que me llamaban a la venganza, que luego te diré. Pero el momento álgido, la crispación mayor entre los ciudadanos más principales y despiertos se produjo cuando, regresando César a la ciudad de un sacrificio a los dioses en una fiesta, en medio de las habituales aclamaciones del populacho un hombre enardecido se destacó de entre los demás y, alzándose sobre la estatua de César, le colocó una corona de laurel y una cinta blanca, significando con ello que habría de ser considerado rey. Los tribunos Cesetio Flavo y Epidio Marulo detuvieron al alborotador y arrancaron la corona de la cabeza de la estatua, por ir en contra de las leyes de la República, pero César, diciendo a modo de excusa que no criticaba la acción de los tribunos sino el hecho de que le hubiesen impedido arrancarla a él mismo, para poder mostrar a todos su humildad, quitó a los tribunos su autoridad, les cesó en su cargo y luego dijo:
—Porque yo soy César, no rey.
El pueblo, siempre necio cuando se halla en la multitud, gritaba que aceptase la corona, y entonces Antonio se adelantó y, entre los vítores de la muchedumbre, pretendió ponerle la diadema real sobre su cabeza.
—Tú eres rey, César. Vístete como tal.
—No, Marco Antonio —la rechazó—. Llévala a la estatua de Júpiter, pues él es rey de los Cielos y de la Tierra. Y a mí déjame dirigir a mi modo la República, al menos mientras deba seguir viviendo.
—Permite que insista, oh César —volvió a intentarlo Antonio mientras la complacencia era mural cada vez más visible en el rostro del tirano. Pero al descubrir Julio César que eran muchos más los gestos graves de desaprobación entre los ciudadanos aventajados que la algarabía neutra y sin rostro que provenía de los gritos animosos del pueblo, sonriendo de nuevo le apartó la mano mientras miraba con severidad a los principales, diciendo para que le escuchasen bien:
—Obedece, Antonio, que a César le ha nombrado el Senado y a un rey lo nombran los dioses. Yo, todavía, con tantos susurros de disgusto, no he podido oír sus voces. Tal vez si callasen…
Aquellas palabras fueron amenaza y todos las entendieron así. Por la tarde, en la plaza, los ecos se hicieron rumores y los rumores noticias, y al poco toda Roma daba por seguro que César tenía intención de trasladar a Troya o a Alejandría la capital y el ejército, no sin antes cargar con levas extraordinarias a toda Italia y dejar en Roma un gobernador que defendiese sus intereses. También se afirmaba que, en la primera reunión del Senado, Lucio Cotta iba a proponer que se le nombrase rey, argumentando su petición en que estaba escrito que sólo un rey podía vencer a los partos y él lo había logrado.
Podrás imaginar la alarma que aquellas noticias trajeron, Cino. El revuelo en Roma es una tormenta de voces que se superpone en truenos y carcajadas, pero el miedo sobresale siempre sobre la burla y la maldición. Juro por los dioses que una tormenta tan impetuosa no se recordaba desde los tiempos de Catilina. Las escrituras en las paredes públicas, que gritaban mi nombre, eran una llamada pero también una provocación. En la estatua de Lucio Bruto se escribió: ¡Ojalá vivieses!, y en el frontispicio de mi Pretura aparecían al amanecer frases que preguntaban: ¿Duermes, Bruto? En verdad que tú no eres Bruto. ¿Qué podía hacer, Cino? ¿Cuál era mi deber si además mi pensamiento era igual y mi razón guardaba idénticas razones? Durante años había intentado que Julio César replegara su orgullo, limitara su soberbia, acallara su altivez y rasgase su locura, pero no sólo había fracasado en mi voluntad sino que sus defectos se acrecentaban más y más sin que fuerza alguna pudiese poner medidas a su ambición. ¿Callar? ¿Acaso debía callar y permanecer dormido mientras mis sangres hervían y la República se perdía como el agua entre los dedos? Amaba a César y a la República, ambos amores compartía, pero la vida de cualquiera de ellos exigía la muerte del otro y siempre me he mantenido firme en la opinión de que un hombre digno ha de pensar primero en lo colectivo y después en lo particular, que lo espiritual ha de prevalecer sobre lo material aunque ello suponga sacrificios personales dolorosos e incluso el fin de lo que más se quiere. Una sociedad que opine de diferente manera es una sociedad en decadencia, y un pueblo que consienta tiranías y tiranos es un pueblo dormido, o peor aún, un pueblo muerto.
Casio se oponía a César tanto como yo, pero él con claridad me lo manifestaba y yo aún no me aventuraba a manifestárselo a él. Otros amigos, en el Foro, me indicaban el camino a seguir con algunas frases que guardaban veneno en su intención y a las que yo procuraba responder sin comprometerme, de acuerdo a las leyes de la retórica que aprendí en mis estudios del griego espartano.
—Hoy he visto otra diadema real sobre la cabeza de la estatua de César, Bruto. ¿La arrancarás tú? —me preguntaban.
—Estas diademas las ponen los mortales y las quitan los dioses —contestaba sonriendo—. Ya verás cómo Eolo, esta noche, la arranca de un soplo y la hace volar al suelo.
—Dicen que pronto tendremos rey, Bruto —me decía otro—. ¿Qué haremos entonces?
—Mientras viva la República no habrá rey, no temas.
—¿Morirá la República, Bruto?
—Morirá antes Bruto —contestaba.
Casio, más impetuoso que yo, empezó a hablar a sus amigos de la conveniencia de detener el rumbo de las cosas y cortar de raíz el mal de la tiranía. Les hablaba de la defensa de la República, de los ideales de la libertad, de su repugnancia a la dictadura y de la arrogancia de los tiranos. Sus arengas eran firmes y sensatas pero no conseguía llegar más lejos en sus intenciones. La empresa era grata, le replicaban, pero para llevarse a cabo no necesitaba de muchos hombres ni de exceso de valor, pues si así fuera con ellos se bastarían. Precisaba ser encabezada por un hombre justo que, por el mero hecho de estar, le diese la trascendencia y seriedad que requería acción tan llamativa. Además, si Bruto la presidía, le dijeron, no decaería su aliento aun encontrándose dificultades, y una vez ejecutado el proyecto tendrían la seguridad de no ser perseguidos.
Casio lo comprendió y opinó igual. Así, llegándose hasta mí y saludándome con un abrazo de reconciliación después del tiempo transcurrido sin vernos, me miró a los ojos, adoptó el gesto grave que la noticia requería y se dispuso a hablar. Pero yo conocía por su mirada la índole de sus palabras y le puse la mano en la boca.
—¿Ha llegado la hora? —pregunté.
—Dicen que están dispuestos si tú te pones al frente de la empresa, Bruto. Se preguntan si estás decidido —me dijo.
—¿Y tú qué opinas? —miré sus ojos con intensidad.
—Yo pienso igual —replicó sin titubear.
—Entonces diles que lo estoy —concluí.
Pasé noches horribles debatiendo mi propósito entre el amor a César y el respeto a la libertad. De una parte, quería concurrir a la empresa y liberar a Roma de enemigos, pero por otra el precio a pagar resultaba demasiado alto para mi corazón. Unos días más tarde, en la taberna de Crísero, nos reunimos Casio, Tilio Cimbro y yo. Crísero era un bárbaro grande y peludo como un oso y escaso de modales, pero leal a mi familia y el más decidido de mis servidores. Vendido en Parma muchos años atrás, mi padre se hizo con sus servicios y pasó un tiempo de cocinero en casa, hasta que guardó dineros bastantes para comprar su libertad y un gran establecimiento en el que se vendía comida preparada y donde disponía de unos taburetes en el patio en los que se podía comer y beber. En su interior había una amplia sala con divanes en los que él y su familia dormían la siesta. Cuando precisábamos esa estancia, para beber en exceso o convidar a putas romanas, Crísero no sólo no nos la negaba sino que vigilaba su acceso para que nadie nos perturbase. Aquella tarde le pedimos que nos sirviera vino en abundancia y le rogamos que velara nuestra intimidad.
—Estaos tranquilos, romanos, que antes ha de arder Roma que yo permita que alguien ose alterar vuestra paz —y nos dejó solos.
Nos tendimos en los divanes y bebimos vino. Casio dijo:
—Han convocado reunión del Senado para las calendas de marzo, ¿lo sabíais?
—A mí me han dicho que para los idus —dijo Tilio.
—Es lo mismo —continuó Casio—. Lo importante es que los amigos de César pretenden servirse de esa reunión para proponer el reinado de Julio César. ¿Qué vamos a hacer? ¿Asistiremos?
—Yo no —afirmé.
—Ni yo —añadió Tilio Cimbro.
—¿Y si nos llegan a convocar de modo imperativo? —nos preguntó Casio.
—Entonces iré, pero no seré yo quien calle —dije—. En ese caso emplearé mis palabras y mis manos para impedir esa locura, y si es preciso moriré antes que perder la libertad.
—¿Qué romano —dijo Casio entonces, aliviado— aceptará con resignación tu muerte? ¿Es posible, Bruto, que desconozcas lo que tu salud significa para Roma? No consigo entenderte, oh amigo. Pareces incapaz de comprender que eres el hombre más amado, que son los más principales ciudadanos los que escriben en las paredes de tu Tribunal las frases que te animan a poner fin a esa pretensión. ¿O es que acaso crees que son los taberneros como Crísero o los tejedores de lana quienes envían esas cartas anónimas a tu casa invitándote a la rebeldía? ¡Pero si éstos no saben escribir! Son los ciudadanos quienes no quieren de ti, como de cualquier otro Pretor, donativos ni fiestas, espectáculos ni gladiadores, sino que esperan la ruina de la tiranía, reclamándotela porque es una deuda hereditaria de tu apellido. ¿Estás tan ciego que ignoras cuánto te aman y lo que están esperando de ti?
—Es cierto. Bruto —aseguró Tilio—. Casio habla también por todos nosotros.
—Bien, bien, lo acepto y agradezco —dije—. Pero si hemos de actuar para impedir esa pretensión lo primero es establecer un plan, diseñar un proyecto seguro que aúne nuestra voluntad con el éxito. ¿Con quiénes contamos?
—Ahora con pocos —dijo Casio—. Pero si tú estás en la cabeza, con toda Roma.
—Busquemos primero a nuestros compañeros y hablemos luego de Roma —contesté escéptico—, que nunca una ciudad portó armas al cinto ni nunca el optimismo hizo vino sin uvas. De todas formas me inclino a pensar que ocho o diez espadas bastarán para esta empresa. Os propongo un modo.
—Te escuchamos —dijo Casio incorporándose para atender mejor.
—El gentío que se reúne en los Campos de Marte el día de los comicios facilitará nuestro proyecto —expliqué—. Si nos dividimos, mientras nosotros hablamos con César junto a la balaustrada, otros pueden esperar abajo a que, en un descuido, le precipitemos hasta allí. Con la caída quedará aturdido y nuestros compañeros podrán luego sin ningún riesgo hundir sus espadas en su cuerpo.
—¿Y si no cayese, o fuese sujetado en el último momento por alguno de sus acompañantes? —objetó Tilio Cimbro, poco convencido—. Me parece aventura arriesgada. No alcanzo a decidir qué excusa pondríamos en semejante trance.
—Tal vez el ataque sería más propicio en la Via Sacra, o a la entrada del teatro —meditó Casio en voz alta—. Hay que pensar en la huida.
—No huiremos —dije yo—. Justificaremos ante el pueblo nuestras razones y el pueblo nos escuchará.
—Aun así me preocupa, como a Tilio, que el plan de los Campos de Marte se aborte por la agilidad de César o la vigilancia de su guardia española… —Casio se mostraba receloso—. Opino que…
La voz de Crísero interrumpió sus palabras desde el otro lado de la puerta. Anunciaba la presencia de Casca que pedía verme con urgencia.
—¿Por qué tan agitado, buen amigo? —le saludé—. ¿Corren acaso por Roma los leones que César robó a Casio cuando iba a usarlos para sus juegos edilicios?
—No me gustan esas bromas —protestó mi cuñado.
—Perdona, Casio —me disculpé porque sabía el disgusto que causó en él aquella acción de rapiña que cometió César—. Di lo que sepas, Casca.
—Se ha convocado al Senado para los idus de marzo en la sala de Pompeyo.
—¿Estás seguro? ¿En la sala de Pompeyo? —me incorporé tomándole por los brazos—. Es como si los hados nos invitasen a la acción justiciera a los pies del mismo Pompeyo, para que su muerte sea símbolo y venganza.
—Trebonio acaba de comunicármelo.
—Está bien, amigos. —Respiré hondo y sonreí—. Los dioses han fijado día y lugar. Bebamos ahora a nuestra salud, por los dioses inmortales y por nuestra empresa.
La suerte estaba echada, Cino, como dijo César mientras atravesaba el Rubicón con sus ejércitos para arrebatarle Roma a Pompeyo. Contábamos con Cayo Trebonio, Casca y Tilio Cimbro, y a Casio y a mí nos correspondía arrimar a nuestra causa cuatro o cinco espadas más que fuesen tan decididas como discretas, pues de la discreción de todos dependía nuestro éxito. Casio y yo, furtivos como malhechores entre las sombras de la noche saltando de esquina en esquina, fuimos en busca de quienes a nuestro plan concurriesen con ánimo predispuesto y sigilo comprobado, y pronto empezamos las necesarias entrevistas con nuestros más cercanos compañeros, aquellos que más sentían en su corazón el afecto por nosotros y el desafecto contra la causa que nos movía. La primera visita la hice a uno de mis más íntimos amigos, Quinto Ligario, con el que había trabado honda amistad luchando junto a él en los ejércitos de Pompeyo y que, aunque había sido perdonado después por César, la absolución no le había dejado satisfecho porque la acusación de que fue objeto era injusta y nunca pudo ver en César sino a uno de sus enemigos. La excusa de que me serví para visitarle fue que estaba postrado enfermo en su casa y quería interesarme por su salud.
Cuando entré en la sala comprobé que, en efecto, Ligario tenía el rostro demudado, la palidez se había adueñado de su frente y en sus ojos irritados podía verse la fiebre que le atormentaba. De cara afilada, nariz huesuda, mandíbulas prominentes y escasas carnes sobre su osamenta, Quinto Ligario permanecía tendido en su lecho tosiendo y escupiendo, bebiendo miel caliente y entornando los ojos como si hubiese entregado ya las armas de su vida a un final cercano. Al ser anunciado y entrar en su dormitorio, se inclinó con gran esfuerzo y pretendió a duras penas sonreír, pero las energías se le negaban y pronto me pidió disculpas por recibirme en tal estado y no del modo que hubiera deseado.
—¡Oh, Ligario! —le dije mientras me acercaba a él y tomaba asiento junto a su lecho, en una silla—. ¡Buena ocasión has buscado para estar enfermo!
Mi mirada debió delatarme, o acaso fue su mucha sabiduría que le iluminó, porque al momento, inclinándose y apoyándose sobre su codo, abrió mucho los ojos, me miró enérgico y dijo:
—Bruto, si tienes algún pensamiento que sea digno de ti, en ese caso estoy bueno. ¿Para cuándo es la empresa?
—Para los idus de marzo.
Ligario se volvió a recostar, sonrió mirando al techo y se limitó a decir:
—Para entonces mi puñal estará afilado y mi cuerpo a tu servicio. ¡Salud a los dioses inmortales! ¡Llegué a pensar que mis ojos nunca verían acercarse el día!
Luego hablamos de otras cosas y nos despedimos quedando en vernos la víspera en la taberna de Crísero, a la hora tercera de la noche, para ultimar los detalles del plan y encomendar a cada uno la misión que habría de desempeñar. Solicité, aunque sabía que le disgustaría por innecesario, su discreción, y marché a ver a otros amigos sobre cuya actitud no tenía dudas. Casio y yo habíamos convenido que habríamos de buscar entre colegas de mucha confianza, pero que era preferible escoger antes a los más resueltos que a los más amigos, pues el éxito de la empresa no se basaba tanto en el animoso ardor del espíritu como en el aplomo del cuerpo ante las dificultades. Por eso descartamos desde el primer momento a Cicerón, pues aun siendo el más fiel y el más querido, sin embargo estábamos persuadidos de que su vejez le había dotado ya de exceso de prudencia y le había robado buena parte de su osadía, por lo que su concurrencia podría retrasar los planes e incluso sembrar desconfianza allí en donde se necesitaba arrojo y poco pensar. Lo mismo hube de hacer con Favonio, amigo de mi tío Catón, y con Estatilio el Epicúreo, amigo mío, pues al hablar con ellos de Roma, interesándome por su manera de pensar acerca de un posible plan para defender la República, Favonio dijo:
—Prefiero una monarquía ilegítima que otra guerra civil, Bruto. Serán insensatos quienes abriguen por un instante esperanza de apartar a César creyendo que no se produciría una guerra.
Con esas palabras Favonio dejó de contar para mis planes, como también Estatilio cuando, conversando de la República y del orgullo de César, se negó a seguir hablando pronunciando estas palabras:
—Al hombre juicioso, al hombre sabio, no le incumbe exponerse a nada. Ha de vivir bien, estar en paz, no dejarse arrastrar por necios ni arriesgados y conservar la quietud para el deleite de sus posesiones. No me interesa la política, Bruto, ya lo sabes. Hablemos de mujeres o de licores, de fiestas y del Circo que te corresponde, de lo que quieras, pero no de política. Y por cierto, ya que estamos en ello te diré que eres Pretor poco dado a dar diversiones al pueblo, y un pueblo que no se divierte propende a ser revoltoso. ¿Para cuándo más gladiadores, Bruto? ¿Para cuándo?
Estaba claro que Favonio tenía el miedo, y el Epicúreo la vejez, anidando en sus espíritus, y no era posible llevar su voluntad a otras cuestiones más importantes para Roma. Así, simulé estar de acuerdo con ellos, por si llegaban a sospechar nuestro secreto, y les prometí más fiestas para el segundo y tercer mes. Pero en la reunión estaba también Labeón, a quien conocía menos pero sabía de su buen talante, y más aún me satisfizo cuando, tras oírnos a todos, se puso de pie, enfurecido, y nos recriminó repetidas veces nuestra actitud.
—¿Pero cómo es posible —dijo— que Bruto prometa fiestas cuando debería prometer libertad, que Estatilio pida gladiadores y vino mientras la República se desmorona y Favonio tema la guerra como una pobre mujerzuela? Me causáis gran descontento, amigos. Con gusto desenvainaría yo la espada para poner fin a estos tiempos y, sin embargo, a vosotros os oigo hablar como viejos senadores sin sangre ni calenturas. Ahora comprendo que César se haya atrevido a llegar tan lejos. Si sus más valientes enemigos son como vosotros, nada ha de temer, por Júpiter.
—Calma, Labeón, no alces la voz por encima de las cumbres de la prudencia —le apacigüé—. El destino fija días y sucesos, nosotros no —y poniéndome de pie, di por concluida la conversación—. He de irme ahora, ¿querrás acompañarme?
Aceptó de no muy buena gana y, camino de mi casa, mientras paseábamos por la Vicus Sandalarius, le puse al corriente de nuestros planes, le agradecí su talante y le aseguré que si había disimulado ante los otros, tal y como debía hacer él a partir de ese momento, era porque el secreto sería más secreto cuantos menos fuesen quienes lo conocieran, y por ninguna causa nadie ajeno a la partida podría llegar a sospechar de nosotros si deseábamos el éxito de la empresa. Le invité a participar y no lo dudó un instante, celebrando que le permitiera intervenir y agradeciéndome la confianza que en él depositaba con mi oferta. Finalmente me aseguró que acudiría también sin falta, el catorce de marzo, a la reunión prevista en la taberna de Crísero.
Luego tuve grandes dudas si debía dirigirme a Décimo Bruto, al que conocíamos por «el Albino» dada su peculiaridad morfológica, porque además de ser buen amigo de César, como yo lo era, también ganaba buenos sestercios por poseer cientos de gladiadores que se empleaban en todas las fiestas públicas. No era de carácter osado, ni muy entregado a cuestiones políticas, pero me era grato, conocía de sus buenos sentimientos y la intuición me hacía suponer que no rechazaría entrar en un proyecto cuya finalidad no era otra que la libertad romana. Aún así, tomando las precauciones que estimé convenientes, envié por delante a Casio y a Labeón, para que le tomasen el pulso, pero no les dio promesa de aceptación sino que pidió hablar conmigo, y cuando lo hizo fue para asegurarse de que era cierto que yo encabezaba la empresa. Entonces aceptó sin dudarlo, afirmando que por mi reputación y virtud él mismo entregaba su más decidida voluntad y que a su vez atraería a la causa a otros muchos que estaban dispuestos a cruzar cuantos desiertos les indicase, por muchos que fuesen los peligros.
Sí, Cino. Ignoro las razones que les impulsó, ni qué veían en mí, pero lo cierto fue que sin hacernos juramentos de ninguna clase, sin asegurarnos el buen fin de la empresa ni prometernos recompensa personal alguna que no fuese sino la defensa de la República, tantos llegamos a ser y el secreto parecía estar tan bien guardado que por fuerza tenía que culminarse de acuerdo a nuestras intenciones. Los ciudadanos más aventajados, de mejor linaje y mayor sabiduría, estuvieron conmigo en aquellos momentos y todos, durante las semanas que transcurrieron desde el pacto hasta la ejecución de César, mostraron en público la más absoluta normalidad, acudiendo a sus quehaceres, componiendo sus más apaciguados semblantes y no demostrando ni sugiriendo el secreto que llevaban en su pecho ni la inquietud que, como a mí, nos roía las entrañas por la lógica incertidumbre del desenlace.
Mira esa noche limpia, mira cómo las estrellas se muestran en todo su esplendor agrupadas y haciéndose un sitio en el firmamento abigarrado de luces. Qué placidez, Cino, qué gran sosiego trae a mi espíritu la quietud que contemplo desde nuestra última morada. Por noches como ésta, la existencia merece ser vivida. Ahora me siento mucho mejor, oh Cino, estoy preparado para el viaje y la travesía no me causa la menor inquietud. Nada hay más satisfactorio para los mortales que saber mirar la paz y dejarse invadir por ella, sin sufrir por los errores del ayer ni temer por los desconocidos incidentes del mañana. Me siento bien, Cino, estoy sano de cuerpo y de espíritu, sin temblar cuando rememoro la desazón de aquellas vísperas de muerte en las que iba a mutilar mi alma desgarrando el cuerpo de un tirano por el que sentía tanta repugnancia. No, no es exacto cuanto digo, no me expreso bien: para mí César era como una tortuga, Cino, tal vez con este ejemplo entiendas lo que deseo decirte. Una tortuga vieja de coraza podrida y mohosa. Sentía odio por su caparazón pero amaba al hombre que vivía dentro. A las tortugas, como a los hombres, se les conoce por su vestimenta, por su apariencia, no por su verdad, que es el cuerpo desnudo que vive bajo la protección de su ornamento. Una tortuga puede repugnar por la suciedad e imperfección de su concha sin que reparemos en que si viésemos su cuerpecillo desprotegido, blancuzco y viscoso, desnudo, descubriríamos al organismo que en realidad tiene vida, piensa, decide y ama. De César, como de una tortuga gastada, veíamos su ornato, su pompa, su apariencia y su vestido, e incluso él mismo quiso sustituir su realidad de hombre inteligente, bravo, benéfico y amable por ese otro rostro odioso que mostraba a Roma no sé si para que le temiese o para que le venerara como a un dios inmortal. Yo, en cambio, conocía muy bien a ese otro César que, enfermo y débil, hacía confidencias mientras robaba mis besos y me manifestaba sus dudas, a la vez que me invitaba a sucederle en el trono de Roma si aguardaba paciente su final, que él nunca creyó lejano. Aquel hombre aparentemente fuerte y poderoso, de largas piernas, cabeza bien formada, nariz altiva y escasas carnes, pero débil como una vestal caprichosa necesitada de que le hiciesen creer grande porque él no tenía ninguna seguridad en sus fuerzas, no era cual su caparazón mostraba sino como yo le conocía, y por eso se me hacía doblemente dolorosa su muerte. Pero enloqueció, Cino, llegó a creerse el disfraz con que se investía y terminó por no saber si César era él o sus ropajes, su naturaleza o su imperio, el hombre que él veía o el que veían los demás cuando le miraban. Y llegado ese momento, supe que tendría que poner fin a sus días porque mi ayuda era prescindible y mis consejos llegó a mirarlos como traiciones cuando en ellos no había sino buena fe. Diez días antes de su muerte quise darle la última oportunidad, pero no obtuve más que la convicción de que era caso perdido y la sentencia estaba dictada y presta para ser cumplida.
—Deseo hablarte, César —le dije acomodándome junto a él en su diván—. Deseo hablar contigo y no sé si mis palabras, que tantas veces has oído, serán bálsamo o guindillas en tu garganta.
—¿Otra vez, Bruto? —me dijo con cansancio y desazón—. No me has de decir otra vez cómo he de gobernar Roma, ¿verdad?
—No, César. Lo que deseo decirte es cómo no debes gobernarla.
Se irritó y no pudo disimular su enojo.
—¿Acaso interfiero yo en la manera de volar de las aves, en la forma de navegar de los peces o en el modo de trotar de los cervatillos? —Se levantó, dejándome solo en el lecho, y se puso a dar grandes zancadas por toda la estancia—. ¿Por qué, entonces, he de oír cuanto opines de cómo ejerzo mi gobierno, Bruto? Escucha, hijo mío, ¿por qué no bebes un vaso grande de paciencia y aguardas mi muerte, para hacer de tu gobierno un consejo de viejas que te indiquen hacia dónde mover tus legiones o cómo dirigirte al Senado para decirles lo que ellos desean oír y no lo que tú quieres que oigan? No me importunes más, por todos los dioses, Bruto, no lo hagas. Roma está a mis pies porque desea besarlos, no porque yo la haya puesto en esa posición, y como su César no puedo impedir que los besen aunque prefiriese que no lo hicieran. Pero te voy a confesar algo, hijo: es hermoso sentirse besado. Si alguna vez te desean besar, no te niegues. Es hermoso… —y guardó silencio, llevando su mirada embelesada a un reino en donde la inteligencia no tenía cabida y la sensatez no había llegado nunca.
—Quousque tandem abutere patientia nostra, Caesar? —dije en un susurro repitiendo aquellas palabras de Cicerón, sin intención de que él las oyese. Pero debió oírlas y comprender a lo que me refería, porque salió de su ensoñación, me miró como sólo el odio puede construir sus miradas y puso su mano en la empuñadura de su daga, mientras me echaba de su lado.
—¡Aléjate de mí, Bruto! ¡Apártate de mi vista y ve con la carroña a seguir soñando con otra vida, porque ésta es mía y no me la vas a arrebatar! ¡Fuera, fuera!
Sí, Cino, la sentencia estaba dictada y nuestro sosiego alterado. Por eso aprecio ahora la quietud de la noche, la paz de ese firmamento inmóvil que nos invita a conversar y respirar sin perturbarnos el ánimo. Cuán diferente de aquellas otras noches que precedieron la muerte de César, en las que, aunque durante los días conservara mi entereza y disimulara mis propósitos, en la soledad de mi casa me desmoronaba, sufría por mí más que por él y ni las horas de sueño reparaban mi fatiga ni el deambular por las estancias, sumido en la inquietud, daban reposo a mi estado de ansiedad y conmoción, mezcla maligna de impaciencia, temor, trastorno y disgusto. Hasta tal punto debió ser visible mi desazón que Porcia, esposa tan discreta como conoces, dándose cuenta de ello no se atrevió a preguntar la naturaleza de mi desasosiego pero, no deseando tampoco permanecer al margen de mis secretos, hizo algo que me obligó a comunicárselo y a hacerla mi confidente: una de aquellas tardes se quedó sola en su sala tras despedir a todos los sirvientes y, después de cerrar la puerta, tomó un puñal y se produjo en el muslo una herida tan honda y larga que manchó de sangre el lecho y el suelo, sufriendo el más espantoso dolor que imaginarte puedas, sin que de su boca saliese un solo gemido. Después, cubriéndose la herida y adecentándolo todo, lo guardó en secreto, sin que yo pudiese explicarme la razón de la alta fiebre que le sobrevino ni el rostro de dolor que a duras penas disimulaba. Estaba pronto a llamar a médicos y curanderos pero no me lo permitió, y cuando por mi angustia le supliqué que me dijese la naturaleza de su mal, fíjate Cino, se explicó de esta manera:
—Yo, Porcia, soy hija de Catón y ahora tu esposa, y no abandoné la casa de mi padre para ser una de tus esclavas ni dejar de participar, como buena esposa, de tus alegrías y de tus tristezas. No soy una concubina. Bruto, soy tu esposa. Si no puedo saber de tus preocupaciones porque desconfías de que sea capaz de guardar cualquier secreto, es porque no me conoces. Por lo que a ti respecta, no tengo motivos para quejarme; pero por mi parte, ¿qué prueba te puedo dar para que dividas conmigo tus secretos? Ya sé que la naturaleza femenina es débil para guardarlos, pero alguna ventaja han de dar la buena educación, la formación que me ha dado mi padre y la que aprendo de ti cada día. Quería poner a prueba mi fortaleza antes de pedirte que me hicieras partícipe de tu agitación y ahora, que lo he hecho, sé que soporto el dolor por muy invencible que sea y puedo guardar un secreto. Mira.
Y me enseñó su herida. Como comprenderás, ante semejante demostración, no me quedó más remedio que asombrarme y admirarla, dar gracias a los dioses por la esposa que me habían concedido y contarle nuestra empresa, inmediatamente antes de avisar a los médicos para que procediesen a atender su curación. Así fueron para mí los días precedentes al 15 de marzo, duplicando mi vida en dos estados contrapuestos, natural durante el día y apesadumbrado durante las noches, sin ser capaz de conciliar el sueño ni dar a mi cuerpo el alimento que necesitaba.
Esos días fueron distintos para Julio César, pero tampoco muy diferentes. Arrogante y despectivo, creyéndose un dios y por tanto a salvo de las intenciones de los mortales, se negó a mostrar la inquietud que debía haberle apresado por las señales, augurios y premoniciones que le hicieron sus arúspides y otros sabios y adivinos. Unos aseguraron haber visto resplandores y fuegos extraños en el cielo, pero César les llamó necios por confundir relámpagos con presagios; otros vieron aves solitarias que iban a posarse en el Foro, y César se reía de ellos diciéndoles si acaso las aves no tenían libertad para volar adonde quisieran; algunos se llegaron hasta él, aterrados, porque habían visto imágenes espectrales y fantasmas que anunciaban males terribles para los idus de marzo, pero César les echaba de su lado y les aconsejaba que cenasen menos abundantemente, que del mucho comer los sueños se agitan. Pero estoy persuadido, Cino, de que la integridad de César era sólo aparente porque, conociéndole como le conocía, no puedo dar crédito a que permaneciese su arrojo sin resquebrajarse cuando el filósofo Estrabón le dijo que había visto en el cielo hombres de fuego, que también había visto un ave con una rama de laurel en el pico posarse en el Senado y a otras muchas que, saliendo de un bosque próximo, se habían echado sobre ella despedazándola, y que el esclavo de uno de sus soldados había arrojado por su mano llamas de fuego y, cuando se las apagaron, creyendo que tendría la mano abrasada, el esclavo no tenía quemadura alguna. Conocí a César lo bastante como para saber que alguna inquietud le tuvieron que producir las palabras de Estrabón, recto y serio en actitud y ciencia, y más aun cuando, ofreciendo el sacrificio de un animal a los dioses, los arúspides no pudieron encontrar el corazón de la víctima, un terrible agüero porque no es posible que animal alguno pueda vivir sin corazón. César aparentó entereza y disimuló su temor con frases irónicas, pero sé que aquellos días durmió peor que de costumbre. Estaba irritado, muy irritado, y más se enfureció cuando le vinieron a contar que los caballos consagrados por él a los dioses antes de pasar el Rubicón, y que había dejado vagar en libertad y sin dueño, se negaban a comer y gemían. Incluso expulsó de su sala a un viejo adivino, Parsis, que le pidió que se guardase de los idus de marzo, y celebró con ironía la advertencia ante sus amigos y huéspedes.
—Dice ese viejo que me guarde de los idus de marzo. Estoy pensando en hacer un decreto suprimiendo este año la fecha. ¿Qué pensáis vosotros? ¿Creéis que el Senado me criticará también por ello? ¡Ven aquí, viejo Parsis! ¡Repite eso de los idus de marzo para que puedan oírlo mis amigos!
—No rías, oh César —le advirtió el viejo—. No rías y guárdate de los idus.
—Me guardaré de los idus de marzo, pero tú guárdate del látigo de César. Sal de esta sala antes de que conozcas mi cólera.
A la hora tercia de la noche del 14 de marzo nos hallábamos puntuales en la sala posterior de la taberna de Crísero más de sesenta amigos que preparábamos los acontecimientos del día siguiente. Comoquiera que el propio Crísero me preguntó varias veces cuántos seríamos, temiendo que si seguían llegando ciudadanos no sólo no habría espacio para todos sino que pronto se haría sospechosa la reunión, en un aparte le dije a Casio que nos quedaríamos sólo diez, y que a los demás les convocara en su casa para la mañana siguiente, en donde les daría instrucciones. El éxito de nuestra convocatoria era desmesurado, en ningún caso necesitábamos tantas espadas porque la intención era la de matar a César y no la de invadir Britannia otra vez, y Casio se encargó de ir despidiendo a los hombres hasta que nos quedamos quienes cumpliríamos la sentencia: Tilio Cimbro, los hermanos Casca, Cayo Trebonio, Ligario, Parmensis Tito Casio el poeta, Labeón, Décimo Bruto el Albino, Casio y yo. Me encargué de esbozar el proyecto, designar los puestos y, sobre todo, tranquilizarles y darles ánimos, aunque no los necesitaba ninguno.
—Ha llegado la hora de la libertad, romanos. Mañana, cuando el espíritu de César busque cobijo en la morada de los dioses o entre las tinieblas del infierno, Roma estará libre y la República a salvo. Casio dirá a los hombres que acudan a su casa que se mezclen entre la gente, frente al Senado, y vitoreen la acción una vez se haya cumplido, y los demás, pase lo que pase, haremos saber a los senadores que ninguno de ellos corre peligro, que no teman, que con la muerte de César nos basta y ellos no tienen motivo para el recelo. Estaremos todos desde temprano ante el Senado, dispuestos para la llegada de César y atendiendo a los ciudadanos en las consultas que quieran hacernos acerca de sus negocios y asuntos, como si nada ocurriese ni nada fuese a ocurrir. Si somos capaces de estar tranquilos y confiados, nada se interpondrá en nuestro camino. Pero si dudamos y nos contenemos, sin acertar a comprender el momento oportuno, puede llegar a ocurrir que las hojas de nuestros puñales se vuelvan blandas como lenguas de perro y la empresa se desvanezca ante nuestros ojos absortos. ¡Ánimo! Cuando el cadáver de César esté a nuestros pies, yo me dirigiré al pueblo para dar noticia de la buena nueva y exhortarles a celebrar el fin de la tiranía. ¡Por los dioses que así será!
—¿Quién tomará la iniciativa, Bruto? —preguntó Labeón.
—El mayor de los Casca dará el primer golpe.
—¿Cuándo? —quiso saber el propio Casca.
—Tilio Cimbro pedirá a César algún favor y le tocará la toga. Ésa será la señal.
—¿Y si Marco Antonio defiende a César? —dijo Casio—. Ya conocemos el talante de ese presuntuoso…
—Es cierto —reflexioné—. Marco Antonio es peligroso. Lo mejor es que no se halle presente. ¿Quién podría retenerle en la entrada mientras cumplimos nuestro plan?
—Es mi amigo —dijo Cayo Trebonio—. Podría retenerlo con la excusa de consultarle algo sobre…, no sé, sobre una mujer. Le satisface que le hagan ese tipo de consultas. Es tan fatuo y pretencioso… Pero soy de la opinión de que tal vez lo más aconsejable sería darle muerte también.
—¿Darle muerte? —se sorprendió Casio—. Pero si no hace ni un mes pensábamos incorporarle a nuestro proyecto. Tú mismo hiciste la propuesta, Trebonio. ¿Qué ha sucedido para que cambies tan pronto de parecer?
—He cambiado porque he hablado con él, Casio —respondió Trebonio—. Le hablé de una empresa como la que nos proponemos, con mucho tiento y precaución, y aunque me escuchó con atención no me dio su confianza. También es cierto que tampoco ha prevenido a César, pero de sobra conoce que alguien, en algún lugar, prepara su muerte. Cuando se produzca, no habrá quien le persuada de que no estaba yo en la intriga.
—Basta, Trebonio —hablé para poner fin a aquella disputa—. Esta será una empresa en defensa de las leyes y de la República y por tanto hay que alejarla de toda injusticia. Antonio no es nuestro enemigo, ni tampoco enemigo de Roma. Limitémonos a inmovilizarle en las puertas, como tú has propuesto, y dejémosle vivir, que su muerte mancharía una acción que pretendemos pura y así ha de serlo. Además, ¿qué importa que conozca que estuviste en la intriga, si de todas formas ninguno de nosotros nos ocultaremos? Lo sabrá él como lo sabrá toda Roma, y para nosotros ha de ser motivo de orgullo, no de aflicción. ¿No estás de acuerdo conmigo?
—Por mí está bien —dijo Trebonio—. Así se hará y así será.
—Y yo celebro tu buen sentido. Cayo Trebonio —estrechó su brazo Casio.
—Acordado está —concluí—. Salud, pues, amigos. ¡Salud y libertad!
—¡Salud! —dijeron todos levantando sus vasos.
A esa misma hora, en casa de César, Marco Lépido era el invitado a cenar. Rió César contándole los presagios y augurios que se hacían sobre él, y Lépido, hombre poco dado a bromas y nada a supersticiones, sin embargo le dijo que no era sabio desoír las consejas de los arúspides, sobre todo si coincidían muchos. En todo caso, añadió, no hay muerte buena, así es que da igual cuándo se produzca. César, por el contrario, afirmó que había unas muertes mejores que otras, y como Lépido le preguntase que, a su juicio, cuál era la mejor, César contestó sin dudar: «La no esperada.» Calpurnia, la tercera mujer de César, pidió a su esposo que se cambiase la conversación, que no era de su agrado, y César rió otra vez mientras la disculpaba ante Marco Lépido.
—Es mujer muy sensible, oh Lépido. Recuerda el genio de Cornelia, que a causa de la boda de Julia con Pompeyo dio en disputar tanto conmigo que hube de ordenarle callar y ni aun así me obedeció. ¡Qué carácter! En cambio Calpurnia es todo lo contrario. Como hija de Pisón es tan hábil de cabeza como floja de cuerpo, y hasta lloró cuando tuvo que repudiar a aquel jovenzuelo, Servilio Cepión, con el que estaba prometida, para casar conmigo, de la pena que sentía por él. Ya te digo, una mujer encantadora pero muy sensible.
Muy sensible, cierto, y también muy influyente cerca de César, Cino, porque aquella noche, en la que todos dormimos mal, el mismo tirano se refugió en su lecho. Y a medianoche, mientras Roma dormía y unos pocos velábamos vísperas, las puertas de su dormitorio se abrieron con estruendo, luces extrañas iluminaron su estancia y César tuvo tanto temor que apenas si pudo descansar. Mientras tanto, Calpurnia soñó que habían matado a su marido y su cuerpo, degollado, yacía en sus brazos… ¡Qué terrible noche para todos!
El 15 de marzo fue un hermoso día. Había llovido al amanecer y la ciudad estaba limpia y fresca. Desde la hora tercera lucía el sol y resultaba agradable pasear por las calles. Los romanos, ajenos a cuanto habría de ocurrir, disfrutaban de la fiesta cada cual a su manera, caminando, comiendo salchichas o asistiendo a las carreras de carros. En aquellos momentos yo sabía que a la inmensa mayoría de ellos les daba igual la Monarquía que la República, que César fuese un tirano o no, que se reuniese el Senado o que se fuesen todos los senadores a hacer gárgaras a sus villas. Creo que la vida de César les importaba lo mismo que mi muerte, es decir nada, y que lo único que querían, en aquel día tan indiferente como ellos, era que les dejasen disfrutar en paz de la fiesta, que nada perturbase sus planes y que, si habíamos de matarnos, que lo hiciésemos lejos, mucho más lejos de donde ellos tenían puestos sus pensamientos.
Esa alegría festiva en las calles de Roma no se vivía en la casa de César. Calpurnia había soñado la muerte de su esposo y al despertar le suplicó que abandonase la idea de ir al Senado, que lo dejase para cualquier otro día porque estaba segura de que aquél no era bueno. César, que de sobra sabía que Calpurnia no era supersticiosa, al verla tan afligida sintió crecer en él el temor que le acechaba desde tantos días atrás, pero como no podía demostrarlo porque su carácter no se lo permitía, para dar satisfacción a su esposa, y al mismo tiempo asegurarse él, pidió a los arúspides que hiciesen sacrificios y leyesen los augurios escritos en las vísceras de los animales. Todos los adivinos coincidieron en que, en efecto, era un mal día para él, que no volaban vientos propicios sobre su persona, que la luz de su espíritu palidecía, que, en fin, su noche no se había aclarado del todo, por lo que, con el rostro grave y el temor latente, se puso a pasear por sus habitaciones, incapaz de resolver cómo habría de ser su actitud en día tan anunciado. Estuvo callado mucho tiempo, sin tomar una decisión definitiva. Las ropas se le antojaban estrechas e incómodas, las sandalias le dañaban los pies, tenía acidez de estómago y el cuerpo destemplado y sudoroso. ¿Por qué ya no se reía como días atrás? ¿Qué podía temer? De sobra lo sabía. Por eso, tras meditarlo y consultarlo con su esposa, resolvió mandar llamar a Antonio para ordenarle que se acercase al Senado y lo disolviese, convocándolo para otro día. Pero Décimo Bruto, el Albino, por fortuna estaba allí. Era hombre de gran confianza de César y también muy hábil, y dándose cuenta enseguida de que, si no se producía ese día, la conjura terminaría por ser descubierta, con grandes razonamientos empezó a desacreditar a los arúspides y adivinos, añadiendo que si no acudía al Senado los senadores se irritarían y que ya bastante molestos estaban con él como para ahora dispensarles un desplante tan crecido.
—Estando sentados como están, esperándote desde muy temprano —le dijo—, no se les puede decir que se retiren ahora para volver al Senado cuando Calpurnia tenga mejores sueños. ¿Qué van a decir los que te miran mal, César? ¿A quién de tus amigos escucharán con paciencia que esto no es esclavitud, que no es tiranía? Acude, César, y si te parece que es un día aciago para ti, si estás completamente convencido de ello, salúdales, diles que no te encuentras bien y pídeles que ellos mismos fijen otra fecha para la reunión. Ese gesto les gustará porque les hará sentirse otra vez importantes. Hazme caso, César. Confía en mí y sígueme, que ya se ha echado la hora.
Y tomando su mano le llevó al Senado, aunque César no iba muy convencido de que estuviera actuando tal y como deseaba, cual era su costumbre.
A esa hora yo ya había salido de casa con un puñal guardado en mi cinta, sin que nadie lo supiese, salvo Porcia. Los otros, reunidos en casa de Casio, salieron a la vez y juntos se dirigieron a la plaza, en donde un hijo suyo iba a tomar la toga viril pues ya había cumplido la edad. Después, concluida la breve ceremonia, pasaron todos al pórtico de Pompeyo y allí nos juntamos, esperando pacientemente la inminente llegada de César que se anunciaba.
Viendo nuestros semblantes, nadie hubiese podido sospechar de nuestras intenciones. Tan seguros estábamos, tan convencidos de la bondad de nuestra acción, que ni por un momento dimos muestras de intranquilidad ni impaciencia alguna. Algunos pretores tuvimos que celebrar audiencia mientras esperábamos, contestando a las demandas de los ciudadanos y motivándoselas como si ningún otro asunto nos preocupase, con serenidad, atención y buen juicio. Incluso cuando un ciudadano se negó a pagar una multa, dando grandes voces y propiciando un descomunal escándalo porque le parecía injusta, y apeló a César diciendo que acudiría ante él en demanda de mayor justicia, yo mismo, irritado, elevé la voz para decir que a mí César no me quitaba ni me quitaría que decidiera conforme a las leyes, un desafío que tal vez no era muy oportuno para ese momento precisamente, pero que demostraba la serenidad y libertad con que actuábamos aquel día, sin preocuparnos de la misión que luego habríamos de realizar. ¡Aquél era un buen puñado de hombres, Cino, un grupo admirable!
Los dioses estaban sin duda de nuestro lado porque aún ocurrieron otros muchos incidentes y sin embargo ninguno de ellos fue bastante para torcer los designios del Destino. Cuando salían César y Décimo Bruto de su casa, un esclavo al servicio de otra familia intentó esforzadamente llegar hasta él, pero no pudo hacerlo debido al gentío que como de costumbre le rodeaba. Agitado e inquieto, entró entonces en la casa y suplicó a Calpurnia que le permitiese quedarse allí hasta el regreso de César, pues traía noticias de sumo interés para él y su obligación era hacerse escuchar. Ninguno de nosotros llegamos a saber a quién representaba ni de qué clase de información era portador, aunque fácil es imaginarlo. Por otra parte, Artemidoro, un maestro de griego que había llegado a ser amigo de alguno de mis amigos y por tanto debía de estar al corriente de lo que íbamos a hacer, se presentó también ante César llevando escrito un memorial que explicaba y descubría lo que preparábamos, traicionando con ello la lealtad a nuestra amistad. Como tampoco consiguió acercarse hasta el mismo César porque la muchedumbre le rodeaba y pedía remedios a sus desgracias y favores que menguaran sus infortunios, se lo hubo de entregar a un ayudante suyo con el insistente encargo de que se lo hiciese llegar lo más rápidamente posible, pues dijo ser de mucha importancia, y luego, logrando al fin acercarse al tirano mientras subía a su litera, le rogó que lo leyese pronto y a solas, porque era un asunto que revelaba secretos de gran envergadura y que afectaban gravemente a su salud. Julio César, en efecto, lo tomó con intención de leerlo en ese mismo instante pero, como no pudo hacerlo porque su visión no era buena y el vaivén de la litera le producía mareos, lo unió a los demás papeles que llevaba en su mano con el fin de dejar su lectura para más tarde, cuando el momento fuese más oportuno. En realidad, entre los saludos al pueblo y los aplausos recibidos en el camino, que tanto le satisfacían, pronto se olvidó de aquel manuscrito. Y sin embargo, Cino, en el Senado entró con aquel papel delator estrechado en su mano, el papiro en donde figuraba escrita la declaración de su sentencia de muerte.
Mientras tanto, mis amigos y yo esperábamos con cierta impaciencia su llegada porque se estaba retrasando más de lo que habíamos previsto. Estábamos bajo la estatua de Pompeyo, lugar en donde actuaríamos y que para nosotros significaba también una oportunidad de venganza al poder acabar a los pies del gran Pompeyo con quien había acabado con él, y aquella feliz coincidencia nos sostenía y animaba. Pero a punto estuvo Casca de echarlo todo a rodar si no hubiese contenido su lengua con la discreción que por firme compromiso todos conservamos en aquella empresa, porque, de pronto, se le acercó un ciudadano que le tomó de la mano y muy sospechosamente le dijo:
—Tú bien te has guardado de mí, oh Casca, y no has querido decirme nada; pero Bruto me lo ha manifestado todo.
Casca se quedó asombrado, sin saber qué decir, y bien poco le faltó para de traicionar el secreto. Pero al verle el otro tan pasmado y ruborizado, le preguntó riendo:
—¿Cómo, amigo Casca, has enriquecido tan deprisa para aspirar a ser edil, para intentar presentar tu candidatura en las próximas elecciones? ¡Vaya con el bueno de Casca! ¡Qué callado se lo tenía!
Y ahí no acabó todo porque al propio Casca y a Casio, muy poco después, apenas recobrado el primero de su inquietud anterior, se les acercó un anciano llamado Popilio Lena y les dijo en un susurro, hablándoles al oído:
—Hago votos con vosotros para que tenga próspero fin lo que meditáis, y os aconsejo que no deis largas porque no deja de divulgarse vuestro intento.
¿Qué podía saber aquel anciano? ¿Quién podía haberle informado de nuestra intención en el caso de que a ella se refiriera? Nunca lo supimos, pero el caso es que después de decir aquello se marchó dejando en Casio y en Casca la sensación de que todos conocían los planes y que por lo tanto el proyecto ya no podía salir bien. Además, y por si nuestra inquietud era de por sí menguada, de repente se llegaron hasta mí esclavos de mi casa diciéndome que Porcia había muerto. Me contaron, atropelladamente, que desde la mañana se había agitado y no era capaz de permanecer quieta, mandándoles de continuo que acudiesen a la plaza a ver qué tal me encontraba, y aunque siempre regresaban diciendo que bien, de nuevo les enviaba por si me ocurría algo, y que finalmente, estando en el patio sentada con las criadas, se desmayó, entró en violentas convulsiones y perdió la voz y el color, pareciendo que había muerto. Por fortuna no fue así, Cino, sino que pronto se recobró de su mal de nervios, pero en todo caso yo no regresé a casa porque sabía que mi puesto estaba en el Senado y en ningún otro sitio, y de ninguna manera podía relegar mi deber a otros asuntos, y mucho menos a los personales cuando estaban en lid los comunes que afectaban a toda Roma.
Por fin llegó César recostado en su litera. El sol era fuerte, la mañana calmada y el cielo azul apenas se había manchado con unas nubes blancas y altas que no alteraban la quietud del reluciente día de marzo que habría de llamarse señalado en los restantes días de la Historia. Una leve brisa apaciguaba la calentura de la solana pero no era capaz de refrescar nuestro enardecimiento y ardor. Por las calles, apenas si las gentes volvían su cabeza para mirarle porque estaban más interesados en los puestos y tenderetes que exhibían sus productos traídos de las más lejanas tierras que en la visión familiar de su persona, y compraban sal, salchichas y pastel de guisantes a los vendedores ambulantes con tanta prisa como si se fuesen a acabar. Los más madrugadores atestaban las tiendas de comidas preparadas para llevar, que luego planeaban degustar fuera de las murallas, bajo los árboles, y algunas jóvenes visitaban con sus esclavas comercios de sedas preparando las bodas que, siguiendo la costumbre, celebrarían en la segunda mitad del mes de junio. El Circus Máximus, en el que hay espacio para cien mil personas, estaba casi lleno a esa hora. Algunos funcionarios de la cosa pública, escribanos, mensajeros, empleados y encargados de pesas y medidas, descansaban de su cotidiana labor paseando por el Foro con sus perros, el de Festo se llamaba Ferox, el de Prisco Celer, aludiendo a lo ágil y veloz que era. Los maestros de escuela, que por cierto tienen un salario mensual igual al salario diario de un carpintero o de un pintor, algo sin duda difícil de comprender, remiraban objetos sin atreverse a adquirirlos, no fuera a ser que sus dineros no llegasen para su sustento hasta el día de cobro de su siguiente sueldo. En el Odeón, el pequeño teatro de la Vicus Tuscus, se anunciaba el concierto que los músicos interpretarían en la hora duodécima con sus instrumentos, liras (cithăra), trompetas (buccina), trompas (cornu), tubas, flautas dobles (tibiae), platillos (cymbala), panderetas (typanum) y flautas (fistula). En algunas ínsulas, el humo que salía de sus ventanales indicaba que alguien cocinaba con braseros y alguien también cocía pan con el trigo traído de Egipto. En los puestos más vistosos y adornados podían verse cereales (trigo, cebada, centeno, avena y arroz), frutas (manzanas, higos, cerezas, albaricoques, peras, ciruelas y uvas), nueces, aceitunas, hortalizas, legumbres y verduras (zanahorias, lechugas, coles, chirivías, guisantes, rábanos, nabos…). El carnicero despiezaba, a la vista del público, vacas, corderos, cerdos, cabras, pollos, palomas y gansos para su venta y consumo, y en el mercado se exhibían los productos importados a través de los puertos situados a los pies del Aventino, Ostia, Portus y Emporium. En aquellos días recuerdo que eran muy apreciados el aceite, el cobre, el plomo y la plata de Hispania, los salazones de la Bética, los dátiles de los oasis del África, la madera, la lana y la carne de caza de la Galia, el trigo de Egipto del que se abastecía toda Roma, las tejas y ladrillos de Italia, los mármoles de Toscana, Grecia y Numidia, el marfil de Sirtes y Mauritania, el oro de Dalmacia y Dacia, el ámbar del Báltico, los papiros del valle del Nilo, los cristales de Fenicia y Siria, el incienso de Arabia, los corales y gemas de la India y las sedas del Lejano Oriente. De allí también se apreciaban los perfumes, las especias y las joyas, y de Britannia los perros de caza y los mantos de lana.
Empezaban a verse en las calles los primeros escritos en las fachadas que solicitaban el voto de los ciudadanos para este o aquel candidato en las inminentes elecciones a Edil Plebeyo, Tribuno de la Plebe y a Edil Curil, y tanto los patricios de las más antiguas familias como los laboriosos plebeyos y los equitas, los comerciantes más adinerados, holgaban la fiesta sin la menor preocupación. Un médico sanador de sabañones, de esos que aplican en su cura nabos calientes triturados, conversaba con un colega llamado Floro Marcial de la eficacia de la mostaza para los males del estómago, y se asombraban juntos de la pericia de Cayo Valerio, que practicaba con éxito el arte de abrir el cerebro y de fabricar miembros y dientes postizos con la ayuda de su esposa, una tal Lucila, que a su vez ejercía de comadrona. De todo ello, y aun de muchas cosas más, iba enterándome al escuchar las conversaciones de cuantos por delante de mí pasaban, Cino, pues mucha estaba siendo ya la espera y muchas también las perturbaciones con las inquisitorias y los malentendidos que hubimos de soportar.
Pero, con todo, el momento de mayor peligro se produjo en el momento en que César se apeó sonriente de su litera e inició la subida de los peldaños de las escaleras, camino de la sala de Pompeyo. Nosotros permanecíamos en lo más alto de la escalinata esperándole, con las armas escondidas bajo las togas y los rostros dominados, sin dar motivo para el recelo. El viejo Parmis, el adivino, se situó el primero entre las gentes y César, al verle, le tocó el hombro mientras le decía satisfecho:
—¿Lo ves, viejo Parmis? Ya han llegado los idus de marzo.
—Es cierto, oh César —le replicó Parmis—. Han llegado, pero aún no han pasado.
—Bah —le despreció César y siguió su camino—. Siempre serás el mismo.
Fue entonces cuando ocurrió algo que heló mi corazón y el de mis compañeros, y a punto estuvo de rasgar el buen tejido que entre todos habíamos confeccionado para vestir nuestro propósito. César subía los peldaños despacio, seguro, sonriendo. Le gustaba oír los murmullos de admiración del pueblo a su espalda y se complacía escuchándolos mientras avanzaba con lentitud para deleitarse con ellos y prolongar por más tiempo el coro de músicas laudatorias que le seguía. De repente César se detuvo. Popilio Lena, el anciano que había hecho votos poco antes a Casio y Casca para que lo que meditaban tuviese próspero fin, se le acercó y se puso a hablarle al oído, mientras César le atendía con gesto preocupado y afirmando con la cabeza. El ceño de César se arrugó. Popilio Lena continuaba su perorata acompañándose de ademanes y rostro adusto, demostrando la gravedad de lo que le narraba.
Arriba, al final de la escalinata, pude ver cómo mis compañeros mudaron su rostro, pensando que les estaban delatando y que había llegado su última hora. Unos y otros se miraron con ojos de súplica e incertidumbre acerca de lo que debían hacer. Yo mismo empecé a dudar y tomé la decisión de quitarme allí mismo la vida antes de ser prendido por los soldados de César. Pero también sabía que si mis compañeros me veían titubear se desmoronarían como ruinas de un templo arrasado por las llamas y compuse el más relajado de mis semblantes para que, al verme, confiasen en que nada grave estaba sucediendo. Ligario, Labeón y Casio ya habían deslizado su mano hasta la empuñadura de su espada oculta, dispuestos a desnudarla y atravesarse con ella. Casca, en el extremo, miraba a su hermano menor y afirmaba con la cabeza, significándole que era preferible arrancarse la vida que entregársela al enemigo. Tilio Cimbro me miraba y Cayo Trebonio se alejaba del grupo para salir al encuentro de Marco Antonio, que llegaba desde el interior del Senado para recibir a César. Décimo Bruto, que caminaba detrás del tirano, comprendió que algo grave estaba ocurriendo por la actitud de Casio y los demás, y se dispuso a procurar oír lo que Lena decía a César, pero no pudiendo aproximarse tanto como para percibir sus palabras, miró hacia mí con ojos asustados y me pidió consejo con un gesto, si acaso debía acuchillar allí mismo al anciano antes de que hablase más. Te juro, Cino, que yo tampoco supe de qué podía estar hablándole Popilio Lena a César, con tanto secreto, y al principio dudé si estaría delatándonos. Temeroso de ello, a punto estuve de indicar a Décimo Bruto que procediese sobre el anciano y mandar a Parmensis Tito Casio, que estaba a mi lado, abalanzarse sobre César en una acción suicida que tenía muy pocas posibilidades de prosperar, pero de repente sucedió algo que paralizó mi decisión.
Por un instante logré leer los labios del viejo Lena, sin descomponer tampoco el rostro, que como te digo era confiado para no desanimar a mis amigos, y no pude por menos que sonreír. Lena no estaba denunciando nada, sino rogando con insistencia, y un hombre no puede a la vez rogar y delatar. Mi sonrisa confiada, ahora más amplia, fue bálsamo para mis amigos, que pronto recompusieron su rostro y siguieron con sosiego el plan previsto. En efecto, instantes después el viejo dejó de hablar, besó la mano de César y haciéndole muchas reverencias se alejó de él, dándole las gracias a saber por qué asunto particular que a buen seguro César había hecho promesa de solucionarle.
Los conjurados no estábamos solos en las escaleras, sino rodeados de otros muchos ciudadanos y funcionarios públicos, así es que no podíamos comentar nada de lo sucedido sino limitarnos a continuar cada uno nuestra parte de la misión. Décimo el Albino me miró y respiró hondo, visiblemente aliviado. Marco Antonio ya estaba junto a César, saludándole y acompañándole a entrar en el Senado, y los demás entramos tras él dispuestos a asistir a la que iba a ser la última sesión del dictador.
Cayo Trebonio llamó a un aparte a Antonio y se puso a hablar con él, impidiéndole con su cháchara que se adentrara en la sala que presidía la estatua de Pompeyo. César se sentó en su silla de oro y los demás nos sentamos en torno a él, como un grupo de jóvenes animosos dispuestos a aprender de cuanto el amo de Roma dijese. Los senadores, que se habían puesto de pie a la entrada de César, ya estaban acomodados en sus bancos, se habían cubierto las rodillas púdicamente con sus togas y estaban dispuestos para el inicio de la intervención de César, que había comunicado su deseo de dirigirles la palabra para manifestarles su indisposición. Las luces del soleado día de marzo iluminaban la sala y la calentaban. Desde el trono de César podía verse el perfil de la majestuosa estatua de Pompeyo, con un gesto grave en su rostro que invitaba a encomendarse a él. El momento había llegado. Rodeando a César, los hermanos Casca, Labeón, Décimo Bruto, Parmensis Tito Casio, Quinto Ligario y Cayo Longino Casio me miraban. Tilio Cimbro, un poco más apartado, esperaba mi señal, inquieto. Miré hacia el exterior, asegurándome de que Marco Antonio seguía entretenido con Cayo Trebonio. Volví mis ojos a los senadores, que guardaban silencio o comentaban algo en voz baja. Normalidad. Paz. Quietud. La víspera era ya presente. Los dioses nos observaban. Toda Roma iba a cortar su respiración en cuanto yo cerrase los ojos afirmando con la cabeza, momento en que Cimbro entraría en acción. Tal vez una nube cortó los rayos del sol, tan sólo por unos momentos, porque noté que la sala se oscurecía unos instantes. O acaso eran mis ojos, nublados. Mi corazón corría desbocado, dolorosamente. Mis entrañas se rompían entre piedras de granito porque su aspereza me hería. No podía respirar con normalidad. Llevé mi mano al acero de mi espada y estaba frío, como un cadáver. Demasiado frío para mis manos sudorosas. Sentí miedo y ganas de correr, huir, alejarme de tan trágico momento. ¡Oh, César! ¿Por qué me has obligado a llegar hasta aquí? Te amaba tanto…
Cerré los ojos y afirmé con la cabeza. Tilio Cimbro cerró también los ojos, tomando fuerzas, y se acercó a César para suplicarle. No podía saber si las palabras llegarían a salir fluidas de su boca áspera y seca, como la de todos nosotros, pero aun así se detuvo ante él y guardó silencio hasta que César le miró, como interrogándole por su cercanía. Finalmente habló:
—¡Oh, César! ¡Mira por mi hermano Metelo, condenado en el destierro! ¡Tú puedes perdonarle! ¡Oh, César! Está arrepentido de su acción y te jura que…
—Basta, no es el momento, Cimbro —lo apartó César de muy malas maneras, removiéndose en su silla. Y repitió—: No es el momento. Después hablaremos.
—¡Escúchale, César! ¡Tú eres el remedio a sus congojas! ¡Todos intercedemos por él, oh César! —dijo Labeón.
—¡Basta, basta! —gritó César poniéndose en pie.
—¡Oh, César! —repitió Cimbro, acercándose, fingiendo que pretendía abrazarle, y en ese momento le retiró con ambas manos la toga de su cuello, dejándoselo al desnudo. Era la señal y el mayor de los Casca, que estaba justo detrás del tirano, desenvainando el puñal, le produjo la primera herida en el cuello.
César, desconcertado, volvió su cabeza para descubrirle, tomó a Casca por la muñeca y le miró con odio.
—¿Qué haces, maldito griego? ¿Qué haces?
Casca, sintiéndose apresado por la mano de César, gritó en su propia lengua a su hermano que le ayudase.
—¡Favor, hermano! ¡Auxíliame!
Y como si ese sonido extranjero hubiese sido una señal, una contraseña, todos se abalanzaron sobre el cuerpo de César sin que nadie en el Senado interviniese, asestando tantas estocadas y cortes que la sangre nos salpicó a todos e incluso manchó el pedestal de la estatua de Pompeyo.
Fue un gran tumulto, Cino. Yo estaba paralizado, vencido. Noté la mirada de Casio clavada en mí con la misma fiereza que su espada estaba clavada en el pecho de César y supe que debía hendir también mi espada en su cuerpo porque a ello me había comprometido con mis amigos. Hice el ademán, puse presta mi espada a descargar el golpe y entonces miré a César a los ojos. Me preguntó, con aquella mirada tan vencida como yo lo estaba, si yo también era de la partida, y los ojos de mis amigos también se volvieron hacia mí. No me quedó más remedio que simular un golpe brusco, descargar mi espada cuidando pasarla entre su muslo y su cuerpo, simulando más furia de la que sentía, y atravesar sus ropas sin rozar siquiera sus carnes. No escuches a quien dice que mi hierro quemó las ingles de César, no es cierto. Casio, pensándolo así también, sonrió porque yo había cumplido. César apenas si tuvo tiempo para esbozar una sonrisa porque comprendió que yo no iba a matarle sino a interpretar que le asesinaba y, al verme sobre él, renunció a toda defensa y se limitó, malherido como estaba, a cubrirse con su toga para morir de una manera púdica y digna. Las cuchilladas de Casio, Casca, Labeón y los demás eran repetidas, secas, feroces. De todas ellas, en número de veintitrés, sólo la segunda fue mortal, según dijera después Antiscio, el médico que le atendió, y ésa fue la sajadura de Parmensis Tito Casio, el poeta. César exhaló su último aliento y entonces sentí una nube negra, pesada y cruel que me oprimía la cabeza. El hombre que más había querido, el hombre que más había odiado, estaba muerto a mis pies, y yo estaba vivo y la República a salvo, respirando otra vez su esplendor en aquel día de marzo que había amanecido refrescado y que de repente se había vestido de luto.
¡Oh, Cino! ¡Que nadie ose culpar a Casio de inducirme para que yo fustigara la conspiración! ¡Fue mía la decisión y también la culpa! ¡De mi razón se parió el magnicidio y en mi corazón se forjó el odio que desenvainó los hierros que dieron la muerte a César! ¡Yo fui el único culpable de una muerte que no causé! ¡Oh, Cino amado! Los dioses saben que no tuve valor, en el último momento, para hundir mi espada desnuda en la sagrada carne de César. Mi espada no me habría obedecido aunque toda la fuerza de mi razón hubiese ordenado dirigir mi brazo contra él. Carne tan sagrada como humana (en realidad todo ser humano es sagrado), y si no hubiese sido porque tenía que demostrar a los dioses y a los hombres que César era sólo un mortal, como los demás, que no era un dios legitimado para acabar con la República ni para ser un tirano, nunca me hubiese atrevido a conspirar para acabar con su existencia. Muy al contrario, hubiese defendido su salud bañándola, si preciso hubiese sido, con toda mi sangre.
No me avergüenza confesarte ahora, Cino, que descubrí en aquellos momentos cuán fácil es, en medio de un tumulto, pasar por bueno o figurar como el peor de los asesinos, o ser ambas cosas a la vez, que fue mi única verdad en aquella acción. Yo alargué mi brazo hacia el cuerpo de César pero de sobra sabía que no apuntaba su corazón ni ningún otro órgano vital ni siquiera accesorio. Nunca mi acero hubiese podido herir el cuerpo de quien era mi padre. De hecho, y ante la mirada enfebrecida de todos, cambié la trayectoria de mi espada en el último momento y por eso un compañero me hirió la mano al no prevenir mi brusco giro final. Porque tantas fueron las cuchilladas, y tan violentas y crueles, que en el afán nos herimos los unos a los otros y todos acabamos salpicados por la sangre de César y por nuestras propias sangres. ¡Si mis amigos hubiesen conocido cuántas de aquellas heridas se las produje yo en mi desesperado intento de disimulo para esquivar el cuerpo desahuciado de César! ¡Oh, dioses inmortales! ¡Cómo hubiese deseado que en aquel momento, a mis pies, muerto y sin aliento, hubiese estado Sila en lugar de César! Envidio a quienes pueden matar y sentirse orgullosos. A la muerte de César, yo sólo podía sentirme sucio… ¡Cuéntalo así, Cino, sé testigo de esta confesión que no ha de quedar oculta en mi pecho ni ser pasto reservado para la muerte que me espera! ¡Diles a cuantos te presten oídos que Bruto no mató a César aunque fuera causa de su muerte, y que ahora que es hora final, sólo quiero dar a conocer que le asesiné sin matarlo y que de ambas cosas me arrepiento! ¡Vino, Cino, más vino! ¡Brindemos ahora!
Brindemos por Cayo Julio César, el gran dictador, a quien los dioses perdonen y acojan en su morada. Levanta el vaso conmigo, Cino, que no quede sin saberse que no le guardo rencor porque sin él mi vida no hubiese tenido sentido. En ocasiones la vida merece vivirse para acallar otra vida o contraponerse a ella, y tanto precio tiene la causante como la causada. De no haber existido César, tampoco hubiese existido Bruto. ¿Cómo no brindar por el autor de mi existencia y de mi muerte? César fue grande pero no supo dominar su grandeza; fue sabio pero incapaz de domeñar sus saberes; fue un gran soldado pero ignoraba que las espadas se desenfundan contra los enemigos, no contra los amigos; fue tan libre que no supo siquiera darle una oportunidad a la libertad. ¡Levanta la copa, Cino, y bebe por César, por su vida y sobre todo por su muerte! ¡Brindemos por aquel que nos dio motivos para ser héroes! ¡Salud, César! ¡Ahora que has muerto, yo te saludo!
No dejes tan pronto el vaso y rellénalos de nuevo, Cino, que ahora deseo beber a la salud de mis compañeros, por su ejemplar comportamiento, su valentía y su resolución. Todos cumplieron su deber tal y como esperaba de ellos, arriesgaron la vida por una causa noble y con ese riesgo ganaron en dignidad lo que perdieron en fama y para siempre la habrán perdido. La Historia no se apiadará de ellos, de ninguno de nosotros, pero yo sé que merecen este homenaje porque sin esperar riquezas ni dotes, sin otro afán que la ley, la libertad y la República se expusieron y alcanzaron el fin que nos proponíamos. ¡Salud, Casio! ¡Salud, hermanos Casca, Labeón, Ligario, Trebonio, Tito, Tilio y Décimo! ¡Salud a todos en esta vida y en la otra, en la que muchos ya estáis! Nunca nadie os podrá olvidar, ¿verdad Cino? ¿Consentirás acaso que sean olvidados? ¿Lo consentirás?
Y deseo levantar también mi copa por esos hipócritas que conociendo el fin de César, estando al corriente de nuestra empresa, disfrazados de adivinos, arúspides, sabios y filósofos, no tuvieron valor para delatarnos y se contentaron con realizar presagios y augurios desfavorables para él, con la lejana e indiferente intención de ver si así le acobardaban y le retenían en casa. ¿Crees, de verdad, que deseaban retenerlo y en el fondo de sus corazones no deseaban su pronta muerte y el fin de su arrogancia? ¿Crees, oh Cino, que en una ciudad como Roma, cuna de chismosas, nido de viejas cotorras y madriguera de deslenguados incapaces de detener su incontinencia verbal ante una prostituta o un barril de buen vino, estando en nuestro secreto más de sesenta ciudadanos, quedaba alguien que no conociese la fecha y la hora? Brindo por esos hipócritas, como también por aquellos otros ingenuos que, como el maestro de griego Artemidoro, creyeron su deber delatarnos en beneficio de César sin reparar en el perjuicio que causaban a Roma, creyendo que uno y otra eran la misma cosa. En fin, brindemos por todos ellos, valientes, hipócritas o ingenuos, porque entre todos hicimos que el 15 de marzo fuese el día más hermoso de Roma y el más triste de mi vida. Así es que, Cino amado, levanta también tu copa por mí, levantemos nuestros vasos a la vez si no por mi heroicidad al menos por mi sufrimiento, si no por mi arrojo al menos por mi cobardía, si no por mi decisión final al menos por haber sido herramienta de una muerte tan necesaria como justa, producida sobre el hombre más solitario del mundo.
¡Oh, César, qué solo estabas en tu poder! ¡Cuán engañosas son las muchedumbres que dicen acompañar mientras aíslan, que aseguran guardar cuando en realidad apresan, que simulan acercar los afectos cuando con su intransitable barrera lo que hacen es evitar que el poderoso escape! Los gentíos escoltan, siguen y corean, se arremolinan para estar cerca de su dios, pero aun sin saberlo más pretenden retenerlo que ayudarlo, buscan más cuidar su presidio y que no ande libre porque no se fían, a que se mueva a su antojo y así invente nuevas cargas, descubra desagradables imperfecciones e ingenie modos de turbar la paz de los ciudadanos que por sí mismos se bastan para el normal funcionamiento del orden público y los afectos privados. La soledad de César era patética, tan patética como llegó a serlo él mismo. De nadie confiado y sin que nadie confiara en él, perdió su vida por querer convertir las miradas cansadas de los romanos en amor, su paciencia en afecto y su cotidianidad en sentimientos amistosos, sin comprender que el inoportuno trueno, no por repetido, termina por resultar agradable al oído como las músicas del Odeón. ¡Oh, César! ¡Agradéceme tu muerte porque ni en el reino de las tinieblas hallarás mayor soledad de la que te rodeaba en Roma! Y, en breve, en ese reino de la oscuridad donde la Dama nos espera, al menos sabrás que puedes contar con mi compañía, que juntos transitaremos la eternidad y en ella, por largo que sea el viaje, otra vez a tu lado seré tu servidor y amigo, y podrás esperar confiado que te entregue lo que nunca supiste aceptarme, amor, sobre todo amor.