V

A Catilina, alma de proscrito, le gustaba acompañarse de delincuentes, forajidos y facinerosos. Extraía sus amigos de entre los homicidas, los traidores y las gentes de la más torva condición: dilapidadores de fortunas paternas, sacrílegos, condenados en juicio, deshonrados y víctimas de las pasiones lujuriosas, y también prefería rodearse de adolescentes a los que convencía de su magisterio y liberalismo y les agasajaba corrompiéndoles con mujeres, caballos o perros que adquiría para ellos, tras lo cual les exigía fidelidad a su causa. En aquellos tiempos, cuando yo no tenía más de veinte años, quiso que me incorporase a su partido, utilizando como intermediario a un compañero de estudios, Annio, que me tentó ofreciéndome mujeres y riquezas, pero por fortuna estaba en esos días enamorado de Prenestina y mis oídos se cerraron a tan indigna proposición. No puedo asegurarte, Cino, que de no haber coincidido circunstancia tan dulce y amarga al mismo tiempo no hubiese prestado atención a aquella oferta, pues se me propuso de un modo tan hábil y sibilino que comprendo que muchos otros jóvenes cediesen por la natural predisposición de la juventud a la rebeldía, al inconformismo y a las llamadas a la insurrección que Catilina prometía. Pero por fortuna no fue así, al menos en mi caso, y las detestables consecuencias de aquella conjuración las conocí sólo por cuanto en el Foro se hablaba y en Roma se temía.

Ni la ambición desmedida por emular a Sila, ni el ánimo cruel, ni la avaricia de convertirse en Dictador explican con suficiencia su repudiable acción y su perseverancia para poner en peligro la República. Se dijo que al enamorarse de Aurelia Orestila, mujer que tenía un hijo de edad crecida, mandó matar al muchacho para que ella se casase con él, pues se oponía a la boda de su madre, y que de aquel acto indigno nacieron los males de conciencia y los insomnios invencibles que le instaron a poner en marcha la Conjuración, como una especie de distracción que curase su enfermedad y le apartase de unos remordimientos atroces. Pero dada la crueldad de su corazón y la indignidad de su carácter, dudo mucho que asunto tan nimio en su vida volcase una decisión que más bien se sustentaba en la irrefrenable pasión por el poder y en la obtención de la veneración ajena. Sea como fuere, yo recuerdo haberle visto paseando por la plaza y aún puedo referir su mirada hosca, su color pálido y su indecisión al andar, pues tan pronto aceleraba sus pasos como los hacía lentos y afectados, agresivos, y en su rostro sigo viendo ahora la fiereza y la maldad como también la veía en aquellos días.

Yo tenía veinte años cuando, siendo cónsules Lucio Tulio y Marco Lépido, Catilina osó solicitar el Consulado para sí mismo. Ya habían sido elegidos para el año siguiente Publio Antonio y Publio Sila, pero él no se arredró y les acusó de corrupción electoral, consiguiendo mediante muchas intrigas que finalmente se les condenase. Catilina creyó que su momento había llegado, pero a su vez fue acusado de cohecho y vio cómo se le prohibía solicitar el consulado porque no había cumplido los trámites de presentación de su candidatura dentro del plazo legal. Se eligió, pues, a Lucio Cota y Lucio Torcuato como cónsules, poniéndose fin a la disputa, pero, puestos de acuerdo Catilina y Antonio, se conjuraron para entrar en el Capitolio por las calendas de enero, asesinar a los cónsules y a muchos de los senadores e imponer su poder personal en Roma. La libertad estaba en peligro, la amenaza era cierta y el asalto a la casa de los representantes del pueblo era una suma traición a la República que nunca podría ser perdonada, porque el perdón equivaldría a la complicidad con los malhechores o, aún peor, reconocer que los romanos habían merecido el castigo por equivocarse al elegir a sus senadores. En todo caso, hasta los mismos dioses debieron desconfiar de la integridad humana porque, por una indiscreción sobrevenida, el plan fue considerado por sus mentores demasiado expuesto, y los dieciséis conjurados decidieron retrasarlo a las nonas de febrero. Llegado el momento, la ausencia del número necesario de hombres armados desbarató definitivamente el plan.

Pero Catilina no cejó en sus empeños: dos años de conspiraciones, esfuerzos e indignidades cimentaron la conjuración que tanto hizo temblar a Roma. Pompeyo estaba lejos, el Senado estaba dividido en torno a los méritos de Catilina, él mismo compraba esbirros y políticos que avalaban su candidatura al consulado y, mientras sus secuaces se levantaban en armas en las provincias y causaban alborotos y desórdenes, él se paseaba por las calles de Roma haciendo ver que era ajeno a los sucesos que ocurrían fuera y que su consulado era la única solución a tanta confusión. De nuevo su momento parecía haber llegado.

En las calendas de julio, siendo cónsules Lucio César y Cayo Figulo, Catilina se reunió con su gente y les explicó los planes para ganar la guerra a Roma. Allí estaban Léntulo Sura, Publio Cornelio Sila, el sobrino de Sila que luego fue Cónsul y se salvó gracias a la elocuencia de Cicerón y de Hortensio, Fulvio Nobilior, Antonio, Servio Sila, Lucio Statilio, Lucio Casio Longino, Lucio Vargunteyo, Gabinio Capitón, Cétego, Quinto Annio, Cornelio, Porcio Leca, Lucio Bestia, Curio y otros de los que no me acuerdo ahora, incluso es posible que hasta el mismo Marco Licinio Craso, el triunviro, aunque jamás nadie pudiera demostrarlo ni prueba alguna hubo que le acusara. Catilina se aseguró de que todos le serían fieles, Cino, les hizo jurar su compromiso bebiendo de una copa en la que se había mezclado vino con sangre humana y les habló así:

—Si yo desconociera vuestro arrojo y vuestra lealtad, en vano os hubiese señalado esta ocasión propicia, porque en vano también hubiéramos tenido en las manos una esperanza tan grande de dominación, ni yo escogería lo incierto por lo seguro con hombres cobardes o de carácter débil. Y así que en muchas y graves ocasiones os he visto fuertes y adictos a mí, por ello mi ánimo se atreve a comenzar una empresa importantísima y gloriosísima; y a la vez porque sé que compartimos todos los bienes y los males, ya que querer una misma cosa y repudiar otra es, en definitiva, coincidir y forjar así una sólida amistad.

—¡Bien cierto dices, Catilina! —gritaron unos cuantos, exaltados.

—¡Amistad y gloria! —brindaron otros, no menos enfervorizados.

—Mas ya todos, por separado —siguió Catilina—, habéis oído los planes que he preparado. Por lo demás mi espíritu se me inflama cada día más cuando me detengo a considerar cuáles serán las condiciones de vida que nos estarán reservadas si nosotros no nos emancipamos. Pues cuando la República cayó en manos de unos pocos poderosos, los reyes, los tetrarcas les eran tributarios y los pueblos y naciones les pagaban sus impuestos; todos los demás, valerosos, honrados, nobles y plebeyos, hemos sido gentes vulgares sin favor, sin autoridad, sometidos a ellos, los cuales tendrían que respetarnos si la República conservase su poder.

—¡Cierto! —afirmaba uno.

—¡Verdad! ¡Verdad! —se desgañitaba otro.

—¡Acabemos con ellos! —arengaba un tercero.

—Así, toda gracia, honores y riquezas están en poder de ellos o donde ellos quieren —Catilina se esforzaba en su voz y energía—; a nosotros nos han dejado los peligros, los desaires, el peso de la ley y la pobreza. ¿Hasta cuándo, pues, sufriréis todo ello, esforzados varones?

—¡Ni un minuto más! —gritó Cétego.

—¡Nuestra vida es tuya, Catilina! —chillaba fuera de sí Porcio Leca.

—¿No es preferible morir valerosamente a perder con oprobio una vida miserable y sin honor después de haber servido de burla a la soberbia de los poderosos? —preguntó Catilina.

—¡Sí, es preferible! ¡Nunca seremos sus esclavos!

—No, por cierto —concluyó Catilina—; os lo juro por los dioses y por los hombres. Tenemos la victoria en nuestras manos; nuestra edad es vigorosa, nuestro ánimo fuerte; a ellos, por el contrario, todo se les ha envejecido por efecto de los años y de las riquezas. Basta con empezar, que la empresa misma allanará el resto del camino. Porque ¿qué hombre dotado de viril ingenio puede tolerar que a ellos les sobren las riquezas para derrocharlas en barcos o para talar montes mientras a nosotros nos falta el patrimonio incluso para lo más necesario?

—¿Nos falta? —Quinto Curio preguntó en voz baja a Annio.

—Es una metáfora —le respondió.

—Ah —se conformó Curio.

—¿Quién soportará que ellos se construyan juntas dos o más casas y a nosotros nos falte un humilde hogar para nuestras familias? Mientras ellos se compran mosaicos, estatuas, vasos cincelados, derriban edificios nuevos y construyen otros, en resumen, derrochan el dinero y lo maltratan, aun así con su desenfrenado capricho no pueden agotar su enorme patrimonio. Mirad el reverso: para nosotros, pobreza en casa y fuera de ella, deudas, males para el presente y el porvenir aún más arduo.

—¡Eso es muy cierto, Catilina! —dijo una voz.

—¡No deseamos más pobreza! —añadió otra.

—En suma: ¿qué otra cosa nos queda sino la tristeza de la vida? ¿Por qué, pues, no despertáis? —incitó Catilina—. Ahí, ahí mismo tenéis aquella libertad que tanto deseabais; y, además, ante los ojos tenéis riquezas, honores y gloria; todo esto lo ha puesto la fortuna como galardón para los vencedores. Pero más que mis palabras os convencerán la empresa, la ocasión, los riesgos, las necesidades y el enorme botín de guerra.

—¿Habrá mucho? —volvió a preguntar Curio a Annio bajando de nuevo la voz.

—Lo suficiente —le mandó callar—. Escucha.

—Disponed de mí como caudillo o como soldado raso: ni en cuerpo ni en espíritu estaré lejos de vosotros —siguió Catilina.

—¿Soldado raso? No creo que desee ese puesto —dudó Curio encogiéndose de hombros.

—¿Cerrarás alguna vez esa maldita boca? —se enfureció Annio y se alejó de él.

—Espero que algún día —terminó Catilina— compartiré estas cosas con vosotros, cuando sea Cónsul, a menos que me engañe el ánimo y estéis más dispuestos a servir que a mandar.

—¡No, no! —gritaron todos enfervorecidos—. ¡Salud, salud, Catilina!

Sí, muy cierto, Cino, ya sé lo que estás pensando. Si alguna vez hubieses de conspirar, nunca incluirías en tu partido a alguien como Quinto Curio, y no te equivocas porque precisamente fue él la causa de la perdición de Catilina. Hablador, dicharachero, incapaz de guardar un secreto ni mucho menos de mostrar la menor prudencia que exige acción como la que se proponía su jefe, Quinto Curio estaba allí, y con su calidad vana y audaz no supo callar cuanto oyó. Había sido expulsado del Senado por su vida escandalosa y ahora compartía el lecho de su amante Fulvia, quien cada vez le pedía más regalos y él no se bastaba, con la merma de su fortuna, a complacerla. Ella le dijo que, en tal caso, sus favores tampoco le serían ofrecidos y él, para conseguirlos, le aseguró que muy pronto cambiaría su suerte, explicándole lo que se proponía y con quiénes. A Curio nunca le importó nada, ni vocear sus propios delitos ni la opinión que los demás se formasen de él, como en realidad tampoco le importaba la conjuración salvo por cuanto le pudiese reportar personalmente en beneficios. Pero Fulvia sí se escandalizó de lo oído, temiendo por la República, y aun ocultando el nombre del que le había hecho conocer la noticia, tal vez por amor, cuanto sabía lo contó pronto y con los detalles precisos por todos los foros de Roma.

Temeroso el Senado al conocer los hechos, y desconociendo su alcance y consecuencias, se decidió por Marco Tulio Cicerón y Cayo Antonio para el consulado, confiándoles el orden público, y este nombramiento despertó en Catilina tanta ira que aún se esforzó más en atraer hombres y armas a su causa, proponiéndose incendiar Roma como modo último de venganza y alarma social. Mientras completaba sus planes, se esmeraba en oponerse a Cicerón entorpeciendo su labor, atentando contra él y difamándole cuanto podía, pero Cicerón era hábil y con sus estrategias y avisos iba rechazando cuantas trampas colocaba Catilina en su camino. Incluso mandó a Cayo Cornelio y Lucio Vargunteyo que se introdujesen de noche en la casa de Cicerón y le asesinasen, pero avisado éste por Fulvia, también conocedora del plan por el locuaz Quinto Curio, los criminales fueron rechazados y mi amigo pudo repeler, por fortuna, la agresión.

A Cicerón, pues, no le quedó más remedio que dar cuenta al Senado de los planes de la conjuración y solicitar poderes extraordinarios para defender la República. En las provincias se habían producido ya los primeros levantamientos y se desconocía la verdadera importancia de la conspiración, pero cada vez había menos dudas de que a Catilina no se le detendría sólo con buenas palabras en el Senado. El miedo se apoderó de Roma y la tristeza anidó en los romanos con la misma intensidad que reina el regocijo en unas bodas. Recuerdo, Cino amigo, que aquellas incertidumbres pusieron fin a un largo periodo de paz porque, aun sin haber guerra, tampoco se respiraba el sosiego necesario para la vida normal de la ciudad, y las mujeres extendían sus temores por ellas, por sus hijos y por la República, en plena calle sollozaban a gritos y con su actitud inquietaban a los más recios varones. En mi casa, Cino, mi madre suspendió fiestas y a mí se me encareció para que caminase con cuidado por las calles. No recuerdo días más abatidos ni gentes más atemorizadas. Ni siquiera fue lo mismo tras la muerte de César.

Catilina, impresionado él mismo por el efecto que estaba causando su ambición, quiso seguir disimulando su participación en la contienda, pero no le fue posible. Arrogante, hipócrita y malcarado, se presentó en el Senado con la pretensión de dar explicaciones, pero los senadores se lo impidieron al grito de ¡Enemigo!, ¡Parricida! y ¡Traidor! Fue entonces, un ocho de noviembre, cuando Cicerón tomó la palabra y pronunció ese discurso que tan bien conoces porque escrito y publicado hemos podido leer: Quousque tandem abutere patientia nostra, Catilina? ¿Lo recuerdas? Y era cierto, Cino: ¿hasta cuándo iba a seguir abusando Catilina de la paciencia de Roma? De nada sirvió aquel útil discurso para la República porque en nada conmovió a Catilina, quien fingiendo humildad, suplicando al Senado que no se le interpretase mal y alardeando de su linaje a la vez que acusaba a Cicerón de forastero a Roma, pidió ser nombrado Cónsul. La respuesta de los senadores fue de insultos e indignación, y Catilina, furioso y amenazador, gritó mientras abandonaba el edificio:

—¡Pues ya que, sitiado de enemigos, me precipitáis a la ruina, la destrucción apagará mi incendio!

Corrió a su casa y de ahí salió para formar un ejército de veinte mil hombres para marchar sobre Roma. El Senado le declaró enemigo de la República y la ciudad preparó su defensa, precediéndose de inmediato a la detención y juicio contra los conspiradores, entre los que se hallaron muchos que, como Léntulo, Cétego, Statilio, Gabinio y Cepario, fueron finalmente ejecutados. Y es que en el Senado, Cino, se discutió el modo de castigar a los conjurados, y allí fue donde César y mi tío Catón rivalizaron en espléndidos discursos para que se dictara el decreto conforme al parecer que cada uno exponía. En esas sesiones también fue cuando César recibió la carta de mi madre y Catón exigió su lectura pública, y si bien de sobra sabía que César no estaba en la conjuración, si así se lo exigió mediante el ardid de sembrar la duda fue porque antes otros, Cátulo y Pisón, se habían esforzado en acusarle, por venganza personal, e incluso algunos romanos llegaron a creerlo y en su desmedido afán por defender la República habían desenvainado sus espadas y amenazado a César cuando salía del Senado. César y Catón rivalizaban en linaje, edad, elocuencia, arrojo y gloria, y por eso hallaron en aquel debate ocasión muy propicia para esforzarse en sus discursos y obtener sobre el otro una brillante victoria retórica. Primero fue César quien habló, y mira Cino cómo lo hizo. Te lo leeré.

—«Conviene, senadores, que los hombres dispuestos a deliberar sobre asuntos difíciles estén libres de odio, de amistades, de ira e incluso de compasión. No es fácil que el ánimo discierna la verdad cuando esas pasiones se nos presentan ante los ojos y nadie ha obedecido a su capricho y a su utilidad al mismo tiempo. Cuando se ha tensado el arco del entendimiento, éste impera; si nos apresa la pasión, si nos domina, la razón ya no cuenta. Podría recordar, senadores, gran número de reyes y pueblos que, llevados por el buen ánimo o la compasión, se equivocaron en sus decisiones; pero prefiero referirme a lo que nuestros mayores hicieron conforme a razón y a justicia que a los impulsos de su espíritu.

»En la guerra contra Perseo, rey de Macedonia, la grande y espléndida ciudad de Rodas, crecida gracias a la ayuda del pueblo romano, resultó desleal y enemiga de Roma. Pero cuando, al terminar la guerra, se decidió el destino de los rodios, nuestros antepasados no les castigaron para que no se dijera que se había emprendido la guerra más por ansia de sus riquezas que por la ofensa recibida. Del mismo modo sucedió en las tres guerras púnicas, a pesar de que los cartagineses habían cometido muchos actos indignos durante la paz y también mientras duraban las treguas, pero nuestros mayores ni siquiera se comportaron así aun presentándoseles la ocasión. Se preguntaban acerca de lo que sería más digno, en vez de qué clase de castigo merecían por su acción. Del mismo modo vosotros habéis de procurar, senadores, no vaya a ser que la maldad de Publio Léntulo y de sus amigos sea más fuerte en vuestro ánimo que vuestra misma dignidad, y así os dejéis llevar antes de vuestro desdén que de vuestra reputación. Porque si, en realidad, hallaseis castigo apropiado a sus delitos, yo lo apoyo; pero si su delito sobrepasa lo imaginable, opino que es más considerado escuchar la voz de nuestras leyes a atender a sus disposiciones.

»Muchos de los que me han precedido en el uso de la palabra han lamentado la debilidad de la República, han descrito la crueldad de la guerra y la suerte que espera a los vencidos: rapto de doncellas y niños, matronas sufriendo la concupiscencia de los vencedores, despojos de casas y templos, matanzas, incendios y toda Roma llena de armas, cadáveres, sangre y lamentos. Pero ¡por todos los dioses inmortales! ¿Adónde voy con este discurso? ¿A irritaros contra la conjuración? Tenedlo por seguro. ¿Es que con estas palabras no va a conmoverse el que ya no lo esté con un hecho tan grave y atroz? No, no es así; a hombre alguno parecen nimias las ofensas que se le hagan; muchos, por el contrario, las estiman más graves de lo que es justo considerarlas. Pero no a todos puede concederse, senadores, obrar del mismo modo. Si aquellos que son de humilde condición y viven en la oscuridad cometen algún delito, movidos por la ira, pocos llegan a saberlo; su fama y su fortuna son iguales. Pero los hechos de aquellos que están dotados de un gran poder por todos son conocidos. Así, donde es más alta la condición social, más estrecha es la libertad; no es, pues, justo favorecer o repugnar, y mucho menos encolerizarse: lo que llamamos cólera en otros, para los que están en el poder toma el nombre de soberbia y crueldad. Yo estoy firmemente persuadido, senadores, de que no hay castigo que pueda igualar a sus maldades. Pero la mayoría de los mortales recuerdan sólo las últimas circunstancias y en cuanto a los rebeldes, olvidados de sus delitos, discuten sobre el castigo para discernir si fue o no severo.

»Yo sé bien que lo que ha dicho Decio Silano, hombre fuerte y valeroso, lo dijo por amor a la República, y que en un asunto de tanta importancia no se ha dejado inspirar por el favor ni por la enemistad, pues conozco de este hombre su carácter y moderación. Su opinión no me parece cruel (¿hay algo cruel contra tales conjurados?), sino contraria a las leyes de nuestra República. La verdad, o el temor, o la enormidad te impulsó, Silano, a proponer una pena nueva y grave. Acerca de la pena, puedo decir en verdad lo que hay en la realidad, que la muerte no es tormento sino descanso cuando por medio hay dolor y desgracias. Libra a los hombres de todos los males porque más allá no hay lugar para las ambiciones ni para las alegrías. Pero ¡por los dioses inmortales!, ¿por qué a tu propuesta no añadiste que fuesen azotados con varas antes de la ejecución? ¿Acaso porque lo prohíbe la ley Porcia? Pues hay otras leyes que dictan que a los ciudadanos no se les debe privar de la vida, sino enviarles al destierro. ¿Acaso porque es más cruel ser azotado que ser muerto? ¿Y qué pena es rigurosa o dura en demasía contra hombres convictos de un crimen tan grave? Pero, si porque es más leve el tormento del azote, ¿cómo se compagina temer las leyes en asuntos menos graves y en cambio violarlas en casos de mayor envergadura?

»Se puede decir: “¿Quién osará reprender lo que hay decretado contra los traidores de Roma?” Las circunstancias, el tiempo, la fortuna que rige las gentes a su capricho. Cualquier cosa que les suceda se lo tendrán bien merecido; por lo demás, vosotros, senadores, reflexionad sobre las sentencias que decidáis contra otros. Todos los ejemplos desdichados son consecuencia de buenos precedentes. Mas cuando el poder cae en manos de inexpertos o deshonestos, aquel nuevo ejemplo pasa de los dignos y rectos a los indignos e ineptos. Los espartanos impusieron treinta hombres que rigiesen su República a los atenienses vencidos. Estos tiranos comenzaron condenando a muerte sin juicio a los más detestados por todos, alegrándose el pueblo porque opinaba que era justo. Pero luego, a medida que fue creciendo la arbitrariedad, mataban por igual a los buenos y a los malos, a su antojo. A todos les llenaron de terror y así, la ciudad esclava y oprimida, pagó con graves penas su necio contento.

»Ya en nuestros días, cuando Sila mandó degollar a Damasipo y a otros de su ralea que habían medrado a costa de la República, ¿quién no alabó esta acción? Se decía que era merecido el sacrificio de hombres criminales que con sus revueltas alteraron la paz republicana. Pero éste fue el inicio de otra gran matanza pues todo el que ambicionaba la casa de otro, o sus vestidos, o sus vasos, procuraba su muerte incluyéndolo en la lista de los proscritos. Y así, aquellos que se alegraron con la muerte de Damasipo, ellos mismos se vieron arrastrados a la muerte. Hasta que todos los suyos se colmaron de riquezas, Sila no puso fin a las matanzas.

»Ahora bien, yo no temo estas cosas en Marco Tulio Cicerón ni en estos tiempos, pero en una ciudad grande son muchos y muy distintos los caracteres de unos y otros. En otra época, con otro cónsul que tuviese un gran ejército, cualquier falsedad hubiera podido tomarse por cosa verdadera; cuando, siguiendo el ejemplo, sacase la espada frente al Senado, ¿quién le pondrá término o intentará frenarle? Nuestros antepasados, senadores, no carecieron de entendimiento ni de prudencia, ni el orgullo les impidió imitar para sus instituciones las normas de otros pueblos si eran realmente buenas. Tomaron de los samnitas las armas ofensivas y defensivas de los soldados, y de los etruscos se imitaron muchas insignias de magistrado. Trasladaban a Roma con el mayor esmero cuanto encontraban útil en cualquier parte, de los aliados o de los enemigos, deseando más imitar lo bueno que envidiarlo. Y por aquellos mismos tiempos, imitando costumbres griegas, castigaban con azotes a los ciudadanos y si eran condenados los entregaban a la muerte. Después de crecer la República y aumentar el número de bandas, partidos y facciones, entre todos se tendieron emboscadas y, fueran o no inocentes, se castigó y condenó sin justicia ni razón. Por eso se preparó la ley Porcia y otras leyes que permitían a los condenados a muerte que se acogieran al exilio.

»Yo juzgo decisiva esa razón, senadores, para que no acojamos la propuesta de la condena a muerte. Sin duda alguna, la virtud y la sabiduría de aquellos que con pocos medios fundaron un imperio tan grande fueron mayores que las nuestras, que apenas sabemos conservar lo que nos legaron. ¿Pensáis que yo prefiero dejarles marchar para que agranden el ejército de Catilina? De ninguna manera. En cambio, yo creo que deben ser confiscados sus bienes y ellos encerrados en cárceles de municipios poderosos y bien defendidos: que nadie presente al Senado o al pueblo propuesta sobre ellos; y aquel que obre de modo distinto sea juzgado por vosotros como enemigo del Estado y del bien común.»

Mientras César pronunciaba este discurso contra la pena de muerte, Cino, Catilina reunía a sus hombres en Pistoya, en la provincia toscana de Italia, montaba sus tiendas, preparaba el campo y arengaba a sus hombres como un jefe enérgico asegurándoles la pronta victoria y el amplio botín que habrían de repartirse. No era hombre de amplios conocimientos militares. Sus tácticas eran de crueldad y arrasamiento, y su estrategia sólo una, llegar a Roma y tomar la ciudad, imponiéndose a sí mismo de inmediato la corona de Dictador. Sus hombres, movidos por el brillo del oro y tan carentes de dignidad como de ideales, todo lo consentían con tal de oír hablar de grandes riquezas y vastas posesiones, de un poder imposible y de la vida fácil que les prometían, cuando tú y yo sabemos, oh Cino, que no hay vida reposada cuando se fundamenta en la traición o se sustenta en actos que retuercen la conciencia, pues de hacerlo así mientras en compañía se olvidan penas, en la soledad de las noches es imposible ahuyentar los fantasmas del pasado que vuelven para recordarnos nuestra mala acción y pedirnos cuentas por ella. En verdad, Cino, Catilina no tenía un ejército sino una cuadrilla de delincuentes bien armados y sin conciencia, más acostumbrados a las intrigas de los foros que a las incomodidades de la intemperie, y así era imposible que nadie, siquiera él mismo, confiara ni por un instante en que su causa podía triunfar. Sus ciertas posibilidades de ser derrotado, pues, sólo parecían ocultársele a él por la ceguera que a menudo acompaña al abuso de la ambición. Ay, Cino, desdichado el que dice lo que cree, no lo que sabe, y el que actúa como desea, no como la realidad impone. Confundir los deseos con la realidad es el más seguro camino para hallar la perdición y errar en la interpretación del rumbo.

Cuando César concluyó su discurso, el Senado pidió que tomase parte en el debate Catón, para conocer su opinión y votar después la sentencia conforme a su gravedad y no sólo amparada en la ley Porcia, tal y como defendía César, según la cual un ciudadano romano condenado a muerte tenía el privilegio de poder eludir la pena aceptando voluntariamente el destierro. Y entonces se vio que ambos mantenían criterios distintos, como casi siempre sucedió, pues mientras aquél pedía sangre, éste pedía que se cumpliese la ley, y en esa disputa el Senado se regocijaba porque siempre que entablaban controversia era segura la elocuencia y la habilidad, por la brillantez con que defendían sus posiciones y el magisterio que exhibían en sus argumentaciones y razonamientos. Éstas que te voy a leer, Cino, fueron entonces sus palabras:

—«Muy distinta es mi opinión, senadores, cuando considero nuestra condición peligrosa y reflexiono conmigo mismo acerca del criterio de algunos. Éstos, a mi modo de ver, han razonado sobre la manera de castigar a aquellos que preparaban la guerra contra la Patria, contra sus padres, contra los altares, contra sus casas. El hecho, pues, nos aconseja guardarnos de ellos más que disputar en el modo de castigarlos. Persigamos los delitos cuando se han perpetrado; pero si no se previene para que no ocurran, cuando sucedan inútilmente se invocarán juicios. Si se pierde la ciudad nada les queda a los vencidos. Pero ¡por todos los dioses inmortales!, me dirijo a vosotros que habéis tenido siempre vuestras casas, estatuas, villas y pinturas en más estima que a la República; si queréis conservar todas las cosas que poseéis, sean de la especie que sean, si queréis dedicar a vuestros placeres una vida sosegada, despertad de una vez y apoyad al Estado. No se trata de impuestos ni de ofender a los aliados. Están en peligro nuestra libertad y nuestra existencia. Muchas veces, senadores, he hablado durante largas horas en este lugar; con frecuencia he lamentado la disipación y la avaricia de nuestros conciudadanos y por esto son muchos mis adversarios: pues yo, que ni a mí mismo ni a mi capricho he concedido la menor condescendencia para cualquier falta, no puedo fácilmente disculpar las malas acciones ni los caprichos de otros. Pero, aunque vosotros estimabais en poco tales cosas, la República, acaso gracias a ello, permanecía firme: con su opulencia toleraba este descuido. Pero ahora no se trata de si hemos de vivir con mejores o peores costumbres, ni de lo grande o magnífico que debe ser el imperio del pueblo romano, sino de si este poder, sea cual fuere en vuestro aprecio, debiera pertenecer a nosotros o quedar para nosotros y para el enemigo al mismo tiempo.

»Aquí alguno de vosotros me nombrará la delicadeza y la misericordia. En verdad que ya hace tiempo que se perdieron en Roma el verdadero nombre de las cosas: porque se llama liberalidad a prodigarse con los bienes ajenos y fortaleza a la audacia en el mal; a tales extremos ha llegado la República.

»Sean en buena hora, pues así son nuestras costumbres, liberales con los bienes de los aliados, no con nuestra sangre; sean misericordiosos con los ladrones del erario público; y mientras perdonamos a unos pocos malvados, no vayamos a perder a todos los buenos. Muy bien y con buen arte ha razonado César en esta asamblea acerca de la vida y de la muerte, considerando como fábulas, según creo, las cosas que cuentan del infierno: que los malvados, siguiendo caminos distintos de los que llevan a los buenos, van a habitar lugares tétricos, incultos, odiosos y terribles. Por ello opinó que los bienes de éstos deben ser confiscados y mantenidos en custodia por los municipios, temiendo que, si permanecen en Roma, serían liberados o por los complicados en la conjuración o a viva fuerza por el populacho comprado con dinero. Como si sólo hubiese malvados en Roma y no por toda Italia, o no pudiese más la audacia en donde las fuerzas son menores para la defensa. Por esto, según mi parecer, es vana esta medida si César recela algo departe de los conjurados; pero cuando todos están poseídos por el terror, él sólo es el único que no teme, tanto más me importa temer por mí y por vosotros. Así cuando resolváis sobre la suerte de Léntulo y de los otros, tened por cierto que estáis deliberando al mismo tiempo sobre el ejército de Catilina y sobre la totalidad de los conjurados. Cuanto más enérgicamente tratéis este asunto, tanto más decaerá el ánimo de aquéllos: pero si viesen que sois vosotros los que vaciláis, todos ellos se nos presentarán llenos de orgullo.

»No penséis que nuestros antepasados hicieron grande su pequeña República por medio de las armas. Si así fuese, mucho más florecida la tendríamos hoy nosotros en aliados y ciudadanos, así como en armas y en caballos tenemos más cantidad que ellos. Pero lo que les hicieron grandes fueron otras cualidades de las cuales no nos queda hoy ninguna: diligencia en el interior del país, gobierno justo en el exterior, y en las deliberaciones espíritu independiente libre de culpas y pasiones. En lugar de esto, tenemos molicie y avaricia. Estado pobre y particulares opulentos. Elogiamos las riquezas, nos arrastra la indolencia. Pareciera que no hay diferencia entre los buenos y los malvados; la intriga tiene en sus manos todos los premios de la virtuosidad. Y no es extraño: cuando cada uno de vosotros mira por sí por separado, cuando en casa sois esclavos de los placeres y aquí, en el Senado, servís al dinero y a los favores, ellos que se dan al asalto del Estado indefenso. Pero ya dije esto.

»Se han conjurado ciudadanos de alto linaje con intención de prender fuego a la patria; llamaron a la guerra al pueblo de los galos, muy hostil al nombre romano. El caudillo de los enemigos, con su ejército, amenaza nuestras cabezas. ¿Os detenéis aún y dudáis sobre qué debéis hacer con los enemigos apresados dentro de vuestras murallas? Compadeceos de ellos, os lo aconsejo (pues se trata de mozalbetes que delinquieron por ambición), y dejadles marchar incluso con sus armas. Ciertamente, la cosa es grave, pero vosotros no la teméis, ¿verdad?

»Sí, sí que tenéis miedo, y grande; mas por inercia y molicie de espíritu, esperando el uno al otro, vaciláis confiados, a lo que parece, en los dioses inmortales que a menudo han protegido esta República en ocasiones de gravísimos peligros. Pero ni con votos ni con sollozos mujeriles se logra el favor de los dioses: con vigilancia, actuando, deliberando bien, todo sale favorablemente; pero si nos abandonamos a la inactividad y a la desidia, en vano imploraremos a los dioses: estarán coléricos y nos serán hostiles.

»En tiempo de nuestros mayores, durante la guerra con los galos, Aulo Manlio Torcuato mandó matar a un hijo suyo por haber combatido con el enemigo contra sus órdenes: y aquel valiente muchacho pagó con la muerte el castigo de su excesivo arrojo. ¿Y vosotros os detenéis para decidir sobre unos cruelísimos parricidas? Sí, ciertamente, su vida pasada contrasta con este delito. Pero tened miramiento a la dignidad de Léntulo si él mismo lo hubiese tenido por su fama, por los dioses y por los hombres. Perdonad la juventud de Cétego si fuera la primera vez que hace la guerra a su patria. ¿Y qué diré de Gabinio, de Statilio, de Capario? Si alguna vez hubieran tenido respeto por algo, os aseguro que no hubieran concebido semejantes traiciones contra la República.

»Por último, senadores, si, ¡por Hércules!, de verdad se consintiera cometer un error, fácilmente consentiría yo que os corrigiese la experiencia, ya que de las palabras no hacéis el menor caso. Pero estamos rodeados por todas partes. Catilina nos tiene agarrados del cuello con su ejército; otros enemigos están dentro de nuestras murallas y en el mismo corazón de la ciudad; nada se puede preparar ni deliberar sin que se sepa: por ello hay que apresurarse. Teniendo en cuenta estas razones, soy del parecer que, habiendo estado la República expuesta a gravísimos peligros por un sacrílego designio de unos criminales, convictos por la denuncia de Tito Volturcio y por la de los delegados Alóbroges, y confesos de haber maquinado matanzas, incendios y otras enormes crueldades contra los ciudadanos y contra la patria, a los confesos, cogidos como lo han sido en flagrante delito capital, se les debe condenar a muerte según las costumbres de nuestros mayores.»

Al final de estas palabras el Senado dictó su decreto de acuerdo a los criterios expuestos por Catón, si bien Cicerón no lo firmó después en su integridad porque a la sentencia se añadía la confiscación de todos los bienes de los conjurados y el Cónsul prefirió, por prudencia, eliminar esa referencia en la resolución definitiva. La conjuración de Lucio Sergio Catilina, en definitiva, acabó poco después con su derrota y muerte en Etruria, a manos de Antonio y Metelo, que fueron enviados por Cicerón a su encuentro. No tuvo un gran fin, Cino, porque tampoco lo mereció, y con su desaparición Roma volvió a estar en condiciones de respirar la paz por la que tanto se había esforzado.

Así ocurrió y así lo recuerdo, buen amigo, confío que mi memoria no traicione los hechos ni mis palabras, fiadas en ella, te traicionen a ti. Y déjame que ahora alabe tu discreción, oh Cino, tu gran cautela y serenidad. En ocasiones la prudencia es hija de la virtud y en otras del conocimiento, y si es éste tu caso no puedo sino mostrar hacia ti nobles sentimientos de agradecimiento. Mientras te leía estos rollos de papiro, me estaba acordando de aquella carta escrita por el conjurado Manlio a Marcio Rex en la que aseguraba que no habían empuñado las armas ni para ir contra la patria ni para poner en peligro a persona alguna, sino para asegurar sus intereses contra las injustas violencias de los usureros. Recordaba esta carta porque, en lo que hemos hablado hasta ahora, y aun habiéndote hecho referencia en varias ocasiones a mis negocios y ocupaciones, hasta el punto no has pretendido conocer la naturaleza de los mismos ni saber en qué consistían en concreto mis empresas durante la juventud. No te lo diré yo tampoco, no, pues Roma conoce sobradamente mi vida y a ella nadie podrá ponerle mácula. Baste con que sepas que hubo en otros tiempos un Marco Bruto entre los Marco Craso y los Atica, entre los más principales usureros de la ciudad, detentadores de gran poder porque pertenecían a la más elevada clase social romana y prestaban a un interés legal del uno por ciento cada mes y del doce por ciento al año, si bien su actividad era tan libre y arbitraria que aquel Marco Bruto intentó obtener de los de Salamina hasta un cuarenta y ocho por ciento. Hubo un Marco Bruto en aquellos días, Cino, pero yo le desconozco y no le quisiera recordar. Cada tiempo crea sus monstruos, buen amigo, pero por fortuna el tiempo también se entretiene en crear las armas apropiadas para devorarlos. Dejémoslo así.

Estaba diciéndote, si no recuerdo mal, que tenía yo veintisiete años cuando se iniciaron las causas que propiciaron el gobierno compartido de César, Pompeyo y Craso, lo que fue dado en llamarse el Primer Triunvirato. ¿Qué fue de Cicerón entonces, me preguntarás? ¿Adónde fue quien abortó con sus méritos el grave peligro que se cernía sobre Roma? Muy cierto, Cino. También yo me lo he preguntado muchas veces. Podría decirse que todos nacemos en disposición de escribir las páginas más bellas, pero la mayoría de nosotros morimos después de haber emborronado miles de pergaminos que al final no sirven sino para prender la hoguera del olvido. Cicerón fue un gran Cónsul, puso fin a la Conjuración y facilitó los planes de Roma, pero no obtuvo de nuevo la confianza de los ciudadanos. ¿Acaso no sabes que lo más frecuente en Roma es que baste hacer el bien para dejar de ser apreciado por los romanos? Agradecen la vanidad, perdonan la torpeza, alaban la frivolidad y muestran generosidad con los ignorantes y los pícaros, pero rara vez ensalzan los méritos de quien en verdad los alcanza. Si a un ciudadano le marchan bien las cosas, no se le dice, sino que se le envidia y se expanden dudas acerca de su honorabilidad; si cae en desgracia, se comenta que era de esperar y se le compadece sin escatimar altanería y soberbia. En Roma, para hacerse perdonar, hay que hacer mal las cosas o morirse sin hacer mucho ruido, porque después hasta los más furibundos detractores se suben al carro fúnebre para lamentar la pérdida entre reconocimientos y sollozos. Cuando las muchedumbres hacen ensordecer con sus gritos de fiesta los triunfos de sus gobernantes mientras desfilan por la Via Sacra, asomando sus cabezas risueñas al empinar sus sandalias, si pudiese oírse el murmullo que se extiende bajo sus cuellos se escucharía el correr de una marea de susurros criticando al vencedor que retorna, denigrando la pomposidad del acto preparado, reprochando los dineros gastados en el desfile, desaprobando la sonriente faz del agasajado, censurando la apariencia arrogante del vitoreado y hasta burlándose de las vestimentas que porta, sean cuales fueren. En Roma jamás se perdona el éxito en una empresa si no lleva aparejada una desgracia para el triunfador. Por muchos que veas en los desfiles, muchos más son quienes se quedan en sus casas o en las tabernas disconformes con el resultado de la expedición, opuestos a los homenajes tributados y recelosos de la veracidad de la noticia. Sí, ha triunfado, eso dicen…, pero ¿cuántos impuestos nos aumentarán por la ambición de éste o el de más allá? En Roma no hay haz sin envés, ni cara sin cruz, y cuando de agasajar se trata todos parecen predispuestos al festejo, pero de él nunca salen satisfechos pues son muchos más los inconvenientes encontrados que alimentan el inconformismo que los motivos hallados para engordar el entusiasmo.

Marco Tulio Cicerón ha sido uno de nuestros más dilectos vecinos y, sin embargo, pocos han apreciado después sus muchas cualidades como político, pensador y hombre de letras, ni dicen que fue el más sobresaliente orador de los que han conocido, un escritor genial del que pudimos aprender cuanto de la vejez, la República, la naturaleza de los dioses, la amistad y otras muchas materias nos ha dejado escritos para nuestro buen provecho y sabiduría. Pero ya conoces, oh Cino, que si en su vida tuvo tantos detractores que precisó pagar con la muerte su integridad, sólo habrá que esperar unos años para que la gloria se le reconozca y sus virtudes se pongan en la patria como ejemplo. Y es que son tres los sentimientos que hacen al hombre fuerte y esos mismos tres los que le debilitan, destruyéndolo: el amor, el dolor y la generosidad, paradojas de la naturaleza humana que no entiende de medidas ni de ponderaciones. Cuanto más se ama, más fuerte se hace el ánimo pero más débil se muestra el cuerpo; cuanto más se sufre por los demás, más se prepara el espíritu para sobrellevar males mayores pero más envejece, hasta doblegarse; cuanto más grande es la generosidad, parejos se tornan la estima propia y el desprecio ajeno. Nadie entiende que un hombre pueda amar, sufrir y ser generoso y aun así continuar siendo un ser humano. Quien con esas virtudes se adorna, o por azar es comprendido y en ese caso se le conceden cualidades de dios inmortal, exagerando el mérito, o bien es tachado de pobre loco, derribándosele como se empujan con cuerdas las estatuas que otros erigieron antes con veneración. Un hombre, Cino, como una estatua, no dura más que el tiempo necesario para recordar sus maldades, sean verdaderas o figuradas. Cicerón tuvo la dignidad de atacar al ambicioso y presuntuoso Marco Antonio después de la muerte de César, escribiendo unas filípicas que denunciaban sus aspiraciones y torpezas, y por ello sus sicarios le asesinaron hace un año en Formio, por la noche y a traición. Desde que hace sesenta y cuatro años nació en Arpinos, no tuvo otras miras que el aprendizaje y el servicio a Roma, pero en esa ciudad de nada vale el esfuerzo ni la bondad si de continuo no se la alaba, a ella y a sus dirigentes. La ingratitud es la única voz que sobresale en la noche entre los silencios del honor y del miedo. Con gusto hubiese seguido yo sus pasos si mi talento hubiese podido competir con el suyo, Cino, porque Cicerón se inició en los estudios de la poesía y la oratoria con el maestro Aulio Licinio Arquías, el gran poeta griego que obtuvo la ciudadanía romana y fue injustamente acusado de usurpar este derecho, hasta que, defendido por el propio Cicerón, logró ser absuelto en la causa. También estudió jurisprudencia con los Scevolas, y con tal aprovechamiento que a los dieciséis años de edad escribió un tratado de Derecho Civil que todavía puede consultarse con provecho. Tuvo la fortuna de poder frecuentar las aulas de muchos académicos, entre ellos Filón, y tanta fue su honestidad y buen sentido que en la Guerra Civil tomó partido por Pompeyo, como yo hice. De sus muchas hazañas, recuerdo ahora la causa que inició contra Cayo Licinio Verres, el pretor romano en Sicilia del que tanto se alabó por su habilidad para el arte de las conclusiones, al que acusó porque, a pesar de ser sosegado de ánimo y plácido de conducta, sin embargo agobiaba a sus súbditos con impuestos y se apoderaba de todas las obras de arte que desfilaran ante sus ojos, ya perteneciesen a particulares o a los mismos templos de los dioses. Sus latrocinios fueron puestos de manifiesto por Cicerón, quien le atacó en juicio, y el avaro Verres prefirió huir de Roma antes de ser condenado. El triunfo en aquella causa fue uno de los logros que forjaron muy pronto su celebridad, y su fama se extendió por Roma como sólo se expanden las noticias de crímenes o de amores. Ahora recuerdo también, no sé la causa, que su yerno Dolabella, Tribuno, Cónsul y Gobernador de Siria, hace un año fue sitiado por nuestro amigo Casio y se suicidó en la costera ciudad siria de Laodicea. Mal año para los Cicerón, Cino, mal año: los dioses debieron cerrar sus ojos y abandonar a la familia, pues su hermano Quinto, que acompañó a César en la guerra de las Galias y es autor de cuatro tragedias y muchos poemas, también fue asesinado en los mismos meses. Tal vez estén en lo cierto quienes dicen que las desgracias se venden por racimos, como las uvas.

Volvamos a brindar, Cino, que no imagino ocasión más propicia que ésta para levantar mi vaso por el noble y digno Cicerón, y también por cuantos de entre sus parientes y amigos siguieron su ejemplo. Brindemos y bebamos, calentemos el estómago y no escatimemos excusas para hacerlo mientras la noche crezca y nos permita avanzar en esta conversación que se abastece a saltos y sin medida, como corresponde a recuerdos tan reñidos que se amontonan y fluyen para ver la luz de éste mi último día. La muerte es la suma de todas las vidas, Cino, o al menos así se me parece en estas horas finales. Soy un hombre postrado en la suciedad de la tierra a la espera de ser arrollado por las ciegas pezuñas de la Historia desbocada. Si el fin de un hombre es llegar a la muerte sabiendo que su vida no ha sido inútil, me consuela pensar en esta víspera que de algo ha servido la mía, aunque ello sea tan sólo mi brindis final por cuantos virtuosos me han precedido. Ya no me quedan esperanzas, Cino, nada espero de la vida, sólo aspiro a cumplir dignamente con esa ley del destino que dicta que cuando un hombre pierde sus anhelos deja paso franco a la muerte. No fío en el aprecio de Roma, Cino amigo, aunque los romanos se hagan lenguas aireando sollozos por mí y afirmen que su hombre más amado no estará ausente jamás de la memoria de la humanidad. Quisiera creerlo, oh Cino, pues cuando despreciamos a nuestros amigos estamos encumbrando a nuestros enemigos, pero sé que es más cierto que los siglos me recordarán tan sólo como aquel que mató a César, el traidor que no supo ser leal ni a su amo ni a su autor, ni a su ciudad ni a su pueblo. Sí, es cierto: cuando se conspira contra quien se ama, el cielo abre sus puertas al suplicio de la indignidad. ¿Cómo explicarles que yo no conspiré contra un hombre, sino en favor de un pueblo? ¿Alguien entenderá mi acción, Cino? No, nadie… Si la vida pudiese darnos una segunda oportunidad, repitiéndola, cometeríamos los mismos errores y los aciertos aún serían menos… ¡Qué solo me encuentro, Cino! ¡Qué intenso es el frío de la soledad! Mil veces que viviera, mil veces atentaría contra el depredador de la República; mil y una si fuese preciso para convencerle de que no supo comprender que entre él y la República los romanos mirarían sólo por ellos mismos, como siempre han hecho, y que la naturaleza enseña que con respecto a su necesidad las soluciones siempre llegan tarde. César no tuvo tiempo para arrepentirse de su vida y yo no he tenido tiempo sino para arrepentirme de su muerte. Mi segunda vida, si se me diese, sería igual porque estoy moralmente convencido de que actué tal cual Roma esperaba de mí. La cuestión que ahora me asfixia no es si Roma esperaba de mí esa acción, sino si aquella acción era digna de mí. Déjame que te diga que cuanto más grande es el amor, mayor es también el sufrimiento, que un hombre puede tan sólo elegir entre amar y ser feliz, y si mi amor por César era la causa de mi infelicidad, mi desamor por él sólo me ha traído desdichas.

Pero ¿qué estoy diciendo? ¿Acaso este vino es tan brusco que no duda en rasgarme la razón para conducir mis palabras al vacío de la necedad y al torbellino de la locura? ¿Es el vino, o acaso la muerte que ya me ronda y confunde mis ideas arrancándolas de la lógica y la coherencia? ¡Detente, muerte! ¡Detén tu ansiedad y espera un poco más para llevar mi memoria a tu inesquivable lecho! No me retrasaré mucho más, dama apresurada. Sólo deja que Cino termine esta conversación para que pueda contar algún día que Bruto te pagó por adelantado con muchas otras muertes y en compensación tú le permitiste aplazar la suya hasta el amanecer.

Me daría miedo morir esta noche, Cino. Prefiero cerrar mis ojos sabiendo que el sol permanece brillando al otro lado y no queda lugar para las tinieblas en mis funerales. Tampoco las hubo en los de mi tío Catón, ¿sabes?, tampoco las hubo aunque entonces hubiese preferido que existieran para así no ver la vergüenza que sentí al saber que fue César quien propició su temprana muerte. Porque Catón, junto a Escipión, huyó tras la batalla de Farsalia en la que Pompeyo perdió su ejército, y aunque César logró dar muerte a Escipión, en vano pretendió cobrarse también la de mi tío.

—Nunca quise la muerte de tu tío, amado Bruto —me dijo mucho después, sentados en su despacho—. Yo quería aprehenderlo en vida. Su ciencia y sabiduría eran muy preciadas por mí.

—Sí, Cayo César —guardé silencio para no disputar.

—¿Cómo iba a desear su muerte —prosiguió César—, si ni siquiera había entrado en combate conmigo? Recuerda que quedó en Útica al cargo de la guarnición de su ciudad y no cruzó sus armas con mis legiones. Siempre permaneció guardado junto a los suyos sin que por ello menguara su valor.

—Sí, César —ya no quería escucharle.

—Supe entonces, camino de Útica, que tu tío se había quitado la vida y reconozco que su actitud me ofendió, que sentí una extraña rabia que encolerizó mi ánimo. —Julio César cerró los ojos al decir estas palabras, reviviendo su ira—. ¡Sí, Marco Bruto, me engañó! ¡Tu tío Catón me traicionó! Tenía para él grandes planes, había depositado en él la firme esperanza de que me ayudase a sellar la paz en Roma definitivamente, le quería a mi lado para demostrar a todos mis enemigos que un gran romano, conocedor de todos los filósofos, estudioso de Platón, superior en cualidades al mismo Antíoco Escalonita y amigo de su hermano Aristón, se sentaba a mi lado en el Capitolio para llenar de paz, prosperidad y grandeza mi mandato. ¡Su muerte fue para mí una traición muy superior a la que pretendió en vida aliándose con Pompeyo! —César enfureció y yo preferí guardar silencio para evitar soltar mi lengua y expresar cuán odioso se me hacía su cinismo.

—Preferiría no continuar esta conversación, César.

—¿No continuarla? ¡Bruto no desea continuar con César una conversación que César desea continuar con Bruto! ¿Qué destino guía tus pasos, oh impetuoso, para pretender cambiar los deseos de César? ¿Es algún dios que desconozco, o tal vez que ardes de ira porque digo verdad y la verdad no es grata?

—¡No es ningún dios inmortal, César! —grité entonces y me puse en pie—. ¡Es la ira! ¡Con mi indignación se basta mi razón para desaprobar tus palabras y desmentirlas! ¿O es que acaso a su muerte no insultaste su cuerpo descompuesto de tres días? ¿No te bastó su muerte sino que también tuviste que vomitar tu desprecio sobre su cadáver? A mí no puedes confundirme, César, ambos sois bien conocidos para mí: tú eres grande por tus victorias pero él lo fue por su integridad. A Catón le benefició su bondad y su rectitud, a ti te ensalza tu severidad y contumacia. Si tú obtuviste la fama con dádivas y perdones, él la tuvo sin necesidad de dar nada, y si él fue refugio de los menesterosos, tú fuiste justo verdugo de los canallas. Pero en algo más os habéis diferenciado, César, en algo más profundo que dudo que tú quieras admitir: mi tío Catón jamás rivalizó en riquezas con el rico, sino en valor con el valeroso; nunca aspiró a competir en intrigas con el intrigante, sino en modestia con el modesto y en desinterés con el desinteresado. Tú deseabas la gloria militar y el favor de Roma, y para ello no dudaste en provocar guerras o en desvelarte por favorecer a tus amigos, aunque hubieses de desatender tus propios asuntos, para añadir más fama a la que ya tenías. Y siempre te irritó que él obtuviese con la cortesía y la templanza tanto como tú con el desvelo y la severidad. Mi tío Catón quería ser bueno, no sólo parecerlo, y cuanto menos buscaba la gloria, tanta más gloria encontraba. ¿Puedes decir tú lo mismo, César? ¿Acaso puedes afirmar que no es cierto cuanto digo? Pues lo he dicho sin desearlo, has sido tú quien ha envenenado mi cólera y ella ha hablado por mí. Lamentaría saber que te he herido.

—Me hieres, Bruto, me hieres —suspiró César—. Es nuestra sangre la que nos lastima, no las ajenas. —Calló unos momentos antes de continuar—. Me hieres cuando veo que no has sabido informarte ni tampoco has deseado conocer la verdad de aquellos hechos. Es cierto, yo dije que no quería que Catón tuviese la gloria de su muerte, al igual que él no había querido que yo tuviera la gloria de salvarle la vida, y también es verdad que escribí un discurso contra él, pero si ignoras las razones es porque ignoras todo acerca de la política, y quien no comprende los juegos y falsedades de la política no debería opinar jamás ni entrometerse en ella.

—¿Política? —me asombré al oírle—. ¿Qué tiene que ver la política con tu odioso comportamiento? ¿Acaso sobre los muertos también hay que hacer política?

—Sobre los muertos y hasta sobre los mismos dioses, si de ello has de obtener una situación ventajosa para tus fines. Escucha, Bruto: Cicerón escribió un Elogio de tu tío que no era sino una forma mezquina de atacarme a mí bajo la excusa de honrar su memoria y sabiduría, y en aquella contienda hube de participar escribiendo el Anticatón que tanto parece haberte irritado. No inspiró el odio aquellos pergaminos, ni menos aún la enemistad ni la cólera. Era Cicerón quien hurgaba en una herida aún fresca y no pude hacer otra cosa que replicarle, si es que quería conservar el mando que el Senado me había concedido. La ingenuidad ha jugado contigo si piensas que fui yo quien se opuso a Catón por el mismo Catón. Fue Cicerón quien sirvió su cadáver a mi mesa para su fama y mi ira. Veo que desconoces a Cicerón, Bruto. Pero la ceguera no impide la visión del astuto, Marco amado, y no deberías permanecer en la confusión después de cuanto has oído.

César habló bien y pronto comprendí sus palabras. Mucho me había dolido la muerte de Catón, mi maestro, amigo y suegro, pero también fue cierto que César sentía por él una respetuosa admiración y no hubiese sido justo guardarle rencor por una muerte que no le correspondía a él sino que, en todo caso, había que sumarla al débito cruel de la contienda. Además, en aquellos momentos, yo estaba en el bando de César, y ambos habríamos de compartir los saldos de la guerra, pues tras la huida de Pompeyo y mi incorporación al partido del vencedor, atraído por él como sabes, nuestra amistad empezó a acrecentarse, me designó su más estrecho colaborador e incluso fui yo quien le señaló el camino para encontrar a su enemigo.

Paseábamos solos entre vegetaciones y montículos cuando, tras preguntar por mi madre y recordar los tiempos de mi infancia que no había olvidado, se sinceró conmigo y mostró sus dudas para concluir aquella guerra.

—No creas que un vencedor carece de incertidumbres, Bruto —dijo mientras se agachaba a coger un guijarro del suelo—. Me preocupa la suerte de Pompeyo, pues mientras conserve la vida la paz no será posible en Roma.

—No sé a qué te refieres, César —le dije.

—Pensaba que acaso tú sabrías su destino —César no me miró. Levantó su brazo y lanzó el guijarro tan lejos como pudo—. ¿Lo conoces?

—Sería igual si lo conociese o no, César. No te lo diría ni por su seguridad ni por mi honor.

—Pues lamento oír eso, Bruto. Yo, en cambio, sí conozco el paradero de tu amigo Casio, y he mandado prenderle. ¿No aceptarías un acuerdo con tu viejo amigo Julio César?

—Casio por Pompeyo, ¿no es así? —le miré a los ojos.

—No —corrigió César—. La libertad y el favor para Casio a cambio de que me digas, si lo estimas conveniente, adonde irías tú si fueses Cneo Pompeyo.

—Si fuese Cneo Pompeyo —dije mientras pensaba tan rápido como me era posible— no hubiese perdido esta guerra, y si la hubiese perdido nunca me hubiese dado a la fuga. Pero en fin, cada hombre es como es y Pompeyo ha preferido salvarse. Sus motivos tendrá.

—No has contestado, Bruto —César sonrió.

—Egipto —dije entonces—. Hubiese ido a Egipto. ¿Dejarás libre a Casio?

—Ya es libre —replicó sonriendo maliciosamente—. Desde hace horas goza en su tienda del honor de ser mi invitado y tiene mi perdón por ser amigo tuyo y un romano ejemplar. Sólo pretendía saber tu opinión y no veía forma mejor de arrancártela. ¿Perdonarás este juego?

Sí, Cino, le perdoné, como tantas otras cosas desde aquel día. A los pocos meses me nombró gobernador de la Galia Cisalpina y juro por Marte y por Diana que aun sin esforzarme mi gobierno debió ser del agrado de mis súbditos, pues de continuo me hablaron de los sufrimientos padecidos con los encargados anteriores y comparaban favorablemente mi mandato, agasajándome de tal manera que a mí me pareció sincera y a ellos escasa. Mi comportamiento fue conforme a mi manera de ser, en todo me esmeré para que resultara provechoso para la fama de César, porque pensaba que si mi misión se la debía a él, que era el representante de Roma, por él y por Roma debía trabajar. Nada para mí quise, ningún mérito me apunté, fueron tan sólo la prudencia y la honradez las guías de mi conducta. Un año viví en esa parte de la Galia y a mi regreso supe que mi gloria y reconocimiento habían aumentado a los ojos del pueblo y también a los del mismo César, que cada vez me dispensaba un trato más íntimo, conciliador, familiar y amistoso.

Creo, por el contrario, que fue aquél el único momento en nuestra vida que disputamos Casio y yo. Nuestro desarreglo no fue enemistad, por fortuna siempre ha sido más fuerte nuestro afecto que nuestras discrepancias, pero muy bien compuso César las cosas para intentar dividirnos y a poco estuvo de lograrlo. De sus intrigas nos informamos en una conversación privada, y gracias a ella y a nuestra buena voluntad no se hizo firme el propósito que con tanta habilidad había urdido contra nosotros.

—Me complace verte hoy de tan espléndido humor —le dije a Casio en la plaza, mientras reía como un bufón la caída de un centurión de su carro al intentar reprender a uno de sus soldados—. En otra ocasión hubieses corrido a exigir buenas formas a ese militar y le hubieses reprochado su torpeza.

—Sí estoy contento, Bruto, no voy a negarlo —me dijo—. Y tú, ¿cómo estás?

—Preocupado con el destino que se me anuncia. A veces me siento débil para según qué cometidos.

—No penes. Mira que a mí me habla César de nombrarme Pretor de Roma y esa carga no doblega mi espalda. Tu destino no puede ser más engorroso.

—¿Pretor de la ciudad? —quedé sorprendido—. Debe haber jugado con tu ingenuidad, Casio. Es a mí a quien ha ofrecido ese destino y a él refería mi preocupación.

—Entre tu ingenuidad y la mía —Casio se detuvo en seco y me miró con gravedad— no sabría yo escoger. Te ha mentido, Bruto, te ha mentido. La primera pretura me corresponde a mí.

—¿Te corresponde? ¿Es a ti a quien corresponde la pretura urbana? Ignoro en qué fundamentas ese derecho.

—En mi mayor edad, en mi más probada experiencia, en mis servicios a la patria luchando victoriosamente contra los partos y en mi valor para encargarme de Roma, algo que parece amedrentar tu espíritu.

—¡No he dicho que me amedrente, Casio, sólo que me preocupa la responsabilidad! —Por un momento enfurecí—. ¡No es más valeroso quien menos teme sino quien más responsable se muestra en la adversidad! ¡Y de valor no admito lecciones ni de Casio ni de nadie, escúchalo bien! César alaba tus hazañas, pero también opina favorablemente de mí. No entiendo por qué te ha dicho… ¡Espera! —Callé un instante y de repente comprendí lo que estaba sucediendo—. ¡Espera, Casio, no disputemos! ¡Escucha y no abras tus ventanas a la ira! César está jugando con los dos, está pretendiendo dividirnos porque nos teme unidos y nos prefiere enfrentados. Recuerda que cuando le dijeron que Antonio y Dolabela estaban hablando contra él, respondió que no le preocupaban esos gordos bien alimentados sino que recelaba más de otros más pálidos y flacos, refiriéndose sin duda a nosotros. Puede que no esté seguro de nuestra lealtad y esté buscando que disputemos.

—Es posible —concedió Casio—, pero en nada se altera por ello el hecho de que a mí corresponda la primera pretura.

—Corresponde, en todo caso, a quien decida la Asamblea Centuriada, Casio —quise conciliarme con él—. Por mí, cualquiera que sea su decisión, me conformare.

—De acuerdo. Así será —dijo Casio tomándome el brazo—. Sea cual fuere la decisión, no disputaremos. ¿Bebemos un vaso por ello?

—Bebamos.

César dijo después a la Asamblea que las pretensiones de Casio eran más justas pero que a mí había de dárseme la primera pretura urbana. A él se le dio la segunda y, aunque no lo decía, yo supe que estaba enojado contra César y tal vez contra mí, porque en aquellos días nos dejamos de ver con la excusa del mucho trabajo que nos ataba a nuestros despachos. Mis amigos, hablando tal vez por boca de Casio, me hacían llegar consejos de que no me dejase seducir por César, que no permitiese que sus halagos ablandasen mi ánimo, porque todos los agasajos que me procuraba no eran para honrar mi valía sino para debilitar mi firmeza. César sabía que no aprobaba su dictadura, en muchas ocasiones también se lo dije a él, pero respondía a mis opiniones con obsequios y afecto, no sé si con la intención de alejar de mí cualquier tentación insana para él o porque su afecto por mí era verdadero. Incluso, cuando algunos le previnieron de que se guardara de mí, no hizo sino palparse el cuerpo y decir sonriendo:

—¿Por qué? ¿Acaso os parece que Bruto no ha de saber esperar el fin de esta flaca carne?

Sí, Cino. Si lo hubiese deseado yo hubiese sido el más cercano a Julio César, el más influyente de sus amigos y el mejor situado para gobernar a su lado todas las posesiones de Roma. En muchas ocasiones no sólo pidió mi consejo sino que siguió mis indicaciones, siempre que ellas no contravinieran su intención de perpetuarse en el poder ni le obligasen a cesar de gozar de los placeres a que su lujuria insaciable le había conducido. Muchas fueron las horas que pasé a su lado, conversando e intimando, y cuando me acariciaba y besaba yo veía en sus acciones mucha más ternura de padre que voluptuosidad de hombre, sin duda al contrario de como él vivía esos momentos. Cuando habló a sus consejeros de que no había motivo para que yo no esperase el fin de sus carnes flacas, en realidad estaba diciéndoles que, si mi paciencia era dominada, tras su poder Roma sería mía. Así lo dijo César, así lo entendieron todos y así me negué a aceptarlo yo. Porque mi única aspiración era convencerle de que devolviese al Senado sus poderes, que aceptase la designación de un nuevo Cónsul y renunciase a identificar su vida con la vida de Roma. Odiaba su dictadura tanto como le amaba a él, me debatía conmigo mismo entre disputar con él, abandonándole, o permanecer a su lado, corrigiendo en lo que pudiese su voluntad. Y en ese debate interior, en el que sufría y me extinguía, optando entre el amor de hijo y el deber de republicano, pasé casi un año sin obtener de él mengua en sus ambiciones sino cada vez observando una mayor avaricia en la ostentación de su poder. Cuando se hizo otorgar la Prefectura de las Costumbres, que le permitía ejercer de censor universal contra todo lo que desagradase su manera de entender los comportamientos humanos, supe que había iniciado un camino sin retorno, y entonces vi con claridad que la opción no era ya cuestión de afectos sino asuntos de cirugía. Sería su muerte o la de la República, así de cruel pero así de sencillo.

Julio César fue el dictador más endiosado que jamás ha existido hasta hoy. Ni siquiera Octavio parece atreverse a tanto. No se retrajo en mostrar su ira contra Egipto por el vil asesinato de Pompeyo, que produjo en él un efecto contrario al que sus asesinos pensaban, y no sólo se presentó personalmente ante Cleopatra para pedir explicaciones por aquel crimen contra un romano sino que, conociendo la verdad, les mandó ejecutar sin mayor dilación. Después, acabó en pocos días con Ptolomeo, nombró reina a Cleopatra y, tras confesarle su amor, de lo cual permíteme Cino que dude, tuvo con ella un hijo al que puso por nombre Cesarión. Puede que amase a Cleopatra como amó a cuantas mujeres y hombres le resultaron atractivos, pero ese amor en nada puede igualarse al que sintió por mi madre, su amante más constante, ni el sentido por Cornelia, su primera esposa, quien más supo soportar su irrefrenable lascivia.

Casio odiaba a César y a mí me repugnaba su tiranía. En ello coincidíamos y nuestra voluntad era firme. Los condimentos, pues, estaban sobre la mesa y sólo había que esperar el momento oportuno para cocinar el guiso de su muerte, tan deseada como aborrecida por nosotros y sin duda también por un pueblo que tenía sed de libertad y sólo la sangre de César podía calmarla.