Me agrada la vida, Cino. Me complace su magia, su bonanza para con nuestro espíritu. Mira esos días oscurecidos y nublados: cuanto más negros y apagados son, más nos llevan a rememorar, con añoranza, los días soleados; y así ocurre también con otros muchos aspectos de la vida: en los malos momentos, cuando la desolación y la tragedia se adueñan de nosotros inundándonos de pensamientos pesimistas y malos presagios, siempre se nos vienen a la memoria recuerdos de los buenos tiempos para aliviarnos y regocijarnos, menguando nuestra tristeza; y en cambio, mientras disfrutamos de la felicidad y permanecemos gozando de las horas dichosas, nunca se nos presentan pretenciosos los malos momentos para interrumpir nuestra fortuna. Qué gran sabiduría atesora la naturaleza y cuán generosa se muestra al prestárnosla a los mortales. La vida es igual de sapiente en los agradables como en los más desgraciados tragos que hemos de saborear. Unas veces suena la hora de vencer y otras la hora de morir, y su voz es análoga en hermosura en uno y otro momento por muy distinto que sea el mensaje que dicte, porque si es hermosa para la risa no puede dejar de serlo también para el sollozo. Sus propiedades son las mismas, su timbre idéntico, su inflexión igual, su tono uno. Reconozco esa voz porque ya se dirigió a mí para llamarme a vivir, para llamarme a amar y para llamarme a vencer. Ahora me llama a morir y su tenaz sonido se me aparece igualmente firme y melodioso. Sí, Cino amigo, ha llegado la hora y sé que estoy haciendo esperar a la muerte, pero también sé que la Dama no se impacienta porque conoce que antes quisiera acabar esta conversación contigo. Delicada dama es la Muerte: nos permite que retrasemos por unos momentos la deuda que con ella contrajimos al nacer si en esa dilación no hacemos cabalas para pretender esquivarla. Si se juega noble con ella, si la espera no es excusa, la Dama sabe aguardar sin impacientarse. Delicada y generosa diosa de negro que no es amada porque no se deja conocer, que como los reptiles huidizos y las otras alimañas que habitan el subsuelo prefieren seguir conservando el misterio de su secreto para así imponer su ley, y ser por siempre respetados en la ignorancia o en la indiferencia. Así nos prefiere la Dama, cortos de curiosidad y escasos de reflexión. ¡Dichosos los ignorantes y los indiferentes, Cino, porque pueden airear a cuantos les quieran escuchar que los misteriosos caprichos del mundo ni los conocen ni les importan! Me agrada la vida, Cino, me place tanto como la voz que nos llama a la victoria o la voz que nos cita con la muerte, y también como la Muerte en sí, esa gran dama de la que sin duda todos nos enamoramos al conocerla porque de lo contrario no permaneceríamos cobijados a su lado por toda la eternidad.
Pidamos ahora más vino italiano y dátiles de los oasis del África, Cino, que la noche va siendo larga y la garganta precisa de ayuda para que la saliva nos permita avanzar por los meandros cada vez más diversos de nuestra conversación. Ya te he contado cómo murió Prenestina, la niña de hielo y fuego, pero aún no te he dicho que para mí aquella muchacha fue durante muchos años algo más que un recuerdo; fue una presencia tangible que se alargó en el tiempo y me dio a conocer el sabor de la tristeza, el olor de la nostalgia y el dolor de la ausencia. Cuando recién cumplidos los veintisiete casé con Porcia, poco después de que Pompeyo llamase a César y a Craso para el gobierno de los tres, en las vísperas de la boda aún conciliaba el sueño rememorando su aliento sobre mi pecho y dudando si alguna vez habría otra mujer que pudiese sustituir su aroma en mi corazón. Prenestina se había enamorado de la Muerte sin antes darme aviso de la hondura de su trágico amor, y aquel engaño rompió en mí cuanto de inocencia guardaba aún en un alma que se conservaba pura para ella. No alcancé a ver sus restos al arder, ni pude distinguir su espíritu en la gran humareda de la hoguera común, pero en la soledad de mi lecho muchas noches asistí a sus funerales, recreándolos como los más lujosos de cuantos puedan imaginarse. Ahora sé que dada la escasez de su fortuna habría sido conducida al enterramiento por la noche, amortajada en una desgastada sandapita alquilada por un denario de plata en la que cien cadáveres más habrían sido ya conducidos, pero yo prefería imaginar sus funerales a la plena luz de una mañana asoleada, como en su alta dignidad se había hecho acreedora, transportada en parihuelas por vespillones en un lujoso capulum ornamentado de terciopelos y rosas. Precedía el paso ceremonioso de su ataúd el incesante sonar de flautas y trompas, y le seguía a continuación un cortejo formado por una interminable cohorte de parientes, amigos y praeficae, plañideras escandalosas pero sin aflicción entre las que mi llanto era el más sentido y hondo, el más silencioso pero también el más desgarrado. Un funeral digno tan sólo de una reina.
Tardé muchas estaciones en curar de estos sueños y visiones, Cino; a veces me pregunto si aún hoy me siento curado por completo pues, como ves, mis ojos húmedos delatan impúdicos el pesar y la tristeza que el recuerdo de Prenestina quiebra mis palabras, ahogándome. Soy un hombre en el fondo de un callejón sin salida que trata inútilmente de huir de su memoria. Tardé en curar aunque Porcia fuera esposa ejemplar en quien jamás encontrara motivo para el disgusto, pero si cierto es que el primer amor no puede olvidarse nunca, acaso lo es también que de aquel primero no es posible desenamorarse en todos los días de la vida.
Poco a poco, por fortuna, empezaron a diluirse en el tiempo sus imágenes y presencias mientras permanecía despierto, y también los dioses quisieron que se espaciaran las pesadillas que de cuando en cuando venían a desasosegar mis sueños. Pero acaso por miedo a no soñarla, o más bien por temor a soñarla muerta, lo cierto es que desde entonces me acostumbré a dormir poco y sólo me echaba cuando el sueño era tan poderoso que no podía mantenerlo a raya ni con lecturas ni con manuscritos. Fueron sólo el imperio del rencor y la guerra, los preparativos y conclusión de la muerte de César y las posteriores batallas en las que me hallé envuelto los que alejaron de mí el perpetuo recuerdo de Prenestina. ¡Cuánta verdad es que el odio es más fuerte que el amor y que adonde aquél llega éste no florece! Hubo de ser la maldad quien superara la belleza y la crueldad vencedora de la inocencia para que por un tiempo me sintiese libre de aquel obstinado mal de amores y desgracias.
Después de la muerte de Prenestina no sentí vivo interés por mujer ni hombre alguno de Roma. No creas, oh Cino, que hice de la abstinencia virtud, ni que dejé de gozar con matronas ni esclavas, nuestra naturaleza impone reglas que la razón no puede desoír, mas ninguna de ellas atrajo mi atención más allá de los momentos en que daba rienda suelta a las necesidades más urgentes. Distraje más de un lustro en los negocios y en los estudios, fui propuesto para Edil curil y a punto estuve de serlo de haber dado mi conformidad, pero por aquellos años mi única ambición era sosegar mi espíritu con los poetas latinos, acrecentar mi ciencia con los filósofos griegos y reunir caudal bastante para no resultar gravoso a mi familia y poder dirigir mis propias legiones si la ocasión se presentaba favorable. Como pronto así sería.
Aún pienso en aquellos días y no consigo poner en claro mis ideas en lo relacionado con el vendaval de acontecimientos que vivió Roma y yo tuve ocasión de presenciar. Fueron tantos y tan desiguales que todavía no he logrado comprender las causas que originaron tan desproporcionada confusión, aquel caos que propició la tormenta incesante que hizo llover sobre Roma tantas disputas y tragedias, tanta rebelión, tamaño inconformismo y tan grande alboroto. Es contradictorio, amado Cino, pero lo cierto es que los hombres han nacido para vivir reunidos y, sin embargo, en cuanto se unen surge la disputa, la confusión y la guerra. Los hombres se agrupan por casualidad y de pronto descubren que se encuentran defendiendo los mismos intereses, exactamente los contrarios que protegen otros hombres que se han unido también por casualidad. No saben, ni los unos ni los otros, por qué se han unido, qué azar les ha reunido ni por qué están amparando lo que defienden, pero se sienten cómodos en esa conspiración y, si además logran hacer creer que tienen poder y pueden decidir qué es bueno y qué no lo es, entonces se embriagan de arrogancia y se mudan peligrosos como serpientes del desierto. Esos clanes pasean por Roma, Cino, y en su estupidez deciden quiénes son los grandes y los malos poetas, los soldados bravos y los cobardes y los maestros sabios o indignos. Son tan necios que, aunque no son jamás buenos poetas, bravos soldados ni sabios maestros, pues si lo fueran no pasearían su ociosidad y pereza sino que estarían ocupados en su actividad de poetas, soldados o maestros, su mediocridad les lleva a pensar que por darse la razón los unos a los otros en realidad están libres de necedad y juzgan acertadamente. Aléjate de ellos, Cino amigo, no los tomes en consideración ni tan siquiera les escuches, pues aún no he conocido cretino que coincida con los gustos del pueblo ni pueblos que progresen si dan oído a los cretinos. Deja que entre ellos disputen y entre ellos se envenenen, que nunca hicieron por mí sino confundirme hasta que descubrí su ignorancia y estupidez y decidí desconfiar de todos ellos, desconociéndolos.
Creo que lo primero que recuerdo de la confusión de aquellos días de deslealtad y caos es la rebelión de los esclavos acaudillados por Espartaco, aunque aquello debió suceder algo después de que Pompeyo y Craso alcanzasen la recompensa del consulado, cuando yo cumplía veinticuatro años de edad. Marco Licinio Craso tuvo el encargo de vencer a Espartaco en Apulia, dejando que Pompeyo liquidase los ejércitos rebeldes e hiciese prisioneros entre los supervivientes. Ahora, Cino, aunque conozco que la revuelta no fue del agrado de Roma porque todo alzamiento inquieta al poder, poniendo en peligro su comodidad, lo cierto es que desde aquellos sucesos los esclavos empezaron a ser tratados como seres dotados de alma, algo que aun siendo simbólico no dejaba de tener importancia para el imperio de la libertad que representaba la República. Salvo por los ciudadanos más antiguos y malhumorados, que enraizados en los viejos principios se mostraron incapaces de aceptar las mudanzas de los tiempos modernos, los esclavos fueron considerados y admitidos entre los ciudadanos libres en las ceremonias de culto a los dioses, y su esfuerzo, su sangre y su rebeldía sirvieron al menos para que algunas ceremonias religiosas, como las Minturnas que se celebraban en el Templo de Spes, la diosa de la esperanza, se oficiaran conjuntamente por magistri esclavos, por magistri libres y por ingenui. Un pequeño logro inicial, un principio, tan sólo un caso aislado entre tantos otros posibles, pero sabido es que una vez corrido el pestillo la puerta puede abrirse de par en par en cuanto el viento sople con más fuerza que las torpes intenciones que se le opongan. Y cuando, más tarde, los hijos de aquellos esclavos fueron encontrando acomodo en los Templos, después en las calles y por fin en el interior de las casas por influencia de ciertos filósofos y otros ciudadanos que creíamos en la dignidad de todos los seres humanos aun siendo distinta su condición, puede afirmarse que la muerte de Espartaco y los suyos no fue un acto inútil. Brindemos por él, Cino, que esta noche deseo levantar mi copa por quienes han apostado su vida si creían justa la causa. Porque aunque algunos nazcan en el arroyo, nunca hemos de olvidar que es en el agua donde se miran las estrellas. ¡Yo te saludo, Espartaco, que teniendo a Roma a tu merced la respetaste, acaso porque no te atrevieras a entrar en ella o porque no supieras qué hacer una vez estuvieras dentro, pero aunque así retrasaras más la libertad de los tuyos supiste respetar unos muros que se te abrían! ¡Salud a ti, digno adversario, y también a ti, oh Craso, Cónsul con tu colega Pompeyo, vencedor de Espartaco, que te llevó la muerte nueve años después en Carre en guerra contra los Partos, vencido en la batalla y asesinado luego durante tu entrevista con el general enemigo! Sí, Cino, levantemos la copa por Espartaco y por él, pues también era un gran hombre. Fue llamado al Primer Triunvirato por decisión de Pompeyo, al igual que César, y aunque la invitación se debiese a quien convenía aquel acuerdo, después de que el Senado no aceptase de buen grado las decisiones de su más sobresaliente Cónsul, merecimientos sobrados aunó para la distinción a que fue requerido, y con la misma dignidad actuó en su menester. Craso merece esta noche nuestro homenaje, oh Cino, como Junio Bruto, Scevola y Espartaco, y hasta el mismo Pompeyo, de quien nunca el exceso de alabanzas hallará en mí límites.
Sí, es cierto. El gran Cneo Pompeyo fue un hombre tan principal, aventajado y ponderado, y al mismo tiempo enérgico y firme de criterio, como pocos se han dado de entre los hijos de Roma. Oí hablar de él desde mis primeras enseñanzas, cuando mis maestros me explicaron que, el mismo año de mi nacimiento, el dictador Sila había vencido al rey de los Pontos, Mitrídates VI, el Grande, y al volver eufórico a Roma se encontró con que su puesto había sido ocupado por los partidarios del tirano Mario, jefe único del partido popular, investido Cónsul y gobernando como dictador.
Este Cayo Mario era hijo de familia modesta y sin posición en Roma, pero también bravo, astuto, tenaz y avisado como pocos. Me dijeron que de muy joven se alistó en los ejércitos con intención de medrar y ganar fama y prestigio, y por Júpiter que supo hacerlo muy bien, Cino, maldita sea la suerte cuando la suerte es lucernario de la maldad, pues, en una de sus primeras misiones, acompañando a Escipión en el sitio de Numancia, no sólo demostró su arrojo e inteligencia en los asuntos de la guerra sino que arteramente se ganó justa fama de hábil político y sabio estratega permitiendo que los numantinos incendiasen su ciudad antes de rendirla y convenciendo al Senado, no obstante, que él había aniquilado al enemigo por completo hasta arrasar e incendiar su territorio, para escarmiento de los otros pueblos hostiles. Con la falsificación de los hechos de aquella gesta obtuvo primero el nombramiento de Tribuno de la Plebe y después el de Pretor, siendo destinado a Hispania con el grado de general, en donde puso fin a las banderías de piratas, ladrones y guerrilleros que por entonces ocupaban todas las tierras de la península hispánica. La fama le siguió terca como persigue la sombra al perro en agosto, y pronto vio con buenos ojos casarse con Julia, una tía de César que ya había enviudado de su primer marido, Acia, para obtener una mejor posición. Después acabó la guerra contra Yugurta, el rey de Numidia, hijo bastardo de Mastenábal y hermanastro de Bomílcar, y fue nombrado Cónsul por otros cinco años seguidos, venciendo en la guerra a los cimbros y a los teutones. Su sobrino y sucesor, Cayo Mario el Joven, que también obtuvo la recompensa del consulado, continuó la guerra contra Sila pero, al ser vencido en Preneste, no quiso entregar sus armas al enemigo y se dio muerte a sí mismo a la edad de veintisiete años. ¡Otro brindis por un nuevo héroe! ¡Cuánta sangre en Roma se ha derramado en el nombre del honor, Cino! El tirano Cayo Mario llegó a ser jefe del partido popular y murió a los diecisiete días de su séptimo consulado, y Sila, engreído como sólo la vanidad forja complacencias, creyó que Roma sería suya, pero Pompeyo no tardó en poner fin a la tiranía que se avecinaba y al viejo tirano no le quedó más remedio que darse el resto de sus días a toda clase de excesos hasta que murió ocho años después. Así conocí yo a Pompeyo, con estos hechos se me habló de él y por ellos supe, desde mi infancia, que se podía confiar en hombre tan mirado con la República como opuesto a la dictadura.
El Cónsul Pompeyo creyó de buena fe que gobernar consiste en ser honesto y cumplir con la ley, bastando ser digno para que todos reconozcan la dignidad y prohibir el abuso para que los otros se retraigan de abusar. Creía que la política era como el amor, un juego de entrega y comprensión, pero ignoraba que las ambiciones del poder son más fuertes que la integridad y la razón. Fue honesto, Cino, no hubo otro más honesto que él, pero no supo guardarse de la ingenuidad y en la bonhomía halló su perdición. Su gobierno era bueno, mandó sus ejércitos a Hispania, se erigió en jefe del partido senatorial, limpió con sus legiones el Mar Mediterráneo de los piratas que lo infestaban y volvió a vencer a Mitrídates, esta vez de manera definitiva, anexionando a Roma todas las tierras del Asia, por el Este. Pero tampoco supo que no bastan los triunfos en política para hallar el reconocimiento en los adversarios, y menos aún un triunfo ante un anciano como era el rey ponto.
Porque el caso del rey Mitrídates es tan curioso como notable, Cino, un ejemplo de terquedad, perseverancia, inconformismo y arrogancia admirables. Te lo relataré tal y como me lo contaron a mí, buen amigo, porque de estirpes tan recias hasta el menos dispuesto ha de obtener sabias lecciones para su vida, y te juro que su leyenda dejó en mí una huella que el tiempo transcurrido no ha sido capaz de borrar.
Ponto era un reino que existía al noreste del Asia Menor, a orillas del Ponto Euxino o Mar Hospitalario, también llamado por algunos Mar Negro. Fundado hace trescientos años por Ariobárzanes, en tiempos de Mitrídates llegó a ser rico, poderoso y próspero. Ahora lo conocerás porque hace unos veinte años Pompeyo lo dividió en tres regiones romanas, el Ponto Galático, el Ponto Polemoníaco y el Ponto Capedocio, y es que a Mitrídates, viejo y tozudo, que en su juventud había conquistado la Crimea, se había hecho con una buena porción de Armenia y con casi toda la provincia romana de Asia y al ser vencido por Sila se vio obligado a firmar un tratado de paz tan oneroso como humillante, su orgullo no le permitía el descanso, y aunque conocía la inferioridad de sus armas, la fragilidad de sus ejércitos y la imposibilidad de la victoria, no supo morir en la ignominia de la deshonra y al poco volvió a levantarse contra Roma. Pompeyo, que había sido investido por el Senado con poderes excepcionales, hubo de marchar sobre él y aplastar sin compasión sus ejércitos a orillas del Éufrates. Mitrídates tenía sesenta y cinco años, edad más que sobrada para la prudencia y el conformismo, pero aun así se negó a entregarse en vida y se hizo dar muerte por uno de sus más fieles soldados. Brindemos también por él, Cino, brindemos por el bravo e irreductible Mitrídates, y no adviertas en este homenaje asomo de traición ni deslealtad a Roma, sino de nuevo un acto de honor a la valentía de los hombres y a las causas por las que aventuran su vida.
Después de tan principal victoria, tan ventajosa para Roma como poco reconocida, Pompeyo tenía en sus manos la potestad de haberse autoproclamado dictador como sus antecesores, si en su talante hubiese encontrado cobijo la tiranía, pero su buen carácter y su pensamiento tolerante le hicieron conducirse con una gran prudencia. Tampoco entonces le supieron entender: en el Senado recelaron de él y sus enemigos políticos le impidieron celebrar su esforzado triunfo sobre Mitrídates, no aceptando la reorganización que de Oriente había hecho ni aún menos la distribución de tierras entre los veteranos de aquella guerra, una vez licenciados. Y entonces, aunque podía haber desenvainado la espada contra el Senado y acallar a sus odiosos enemigos, prefirió respetarse a sí mismo respetando las instituciones y propuso una alianza con Craso y César, a fin de gobernar juntos Roma y sus posesiones, quedándose en la ciudad mientras César marchaba a la Galia y Craso iba a Siria a encontrarse con la muerte. Aquél era un compromiso novedoso, un experimento en la vida de la República, un acuerdo establecido sin amparo legal, un convenio particular entre los tres para combatir a los instigadores y a los políticos poderosos, los optimates, pero la realidad es que la iniciativa dio buenos resultados porque, por su decisión, pudieron hacer justicia repartiendo tierras entre los veteranos de guerra, reducir los impuestos provinciales y firmar, tres años después, el Convenio de Lucca, por el que se confirmó el Triunvirato, siendo cónsules Pompeyo y Craso mientras César fue nombrado por otros cinco años gobernador de las Galias Cisalpina y Narbonense y de la provincia de Iliria, la comarca ilerdense de Hispania.
Lejos de Roma, César multiplicaba sus guerras y victorias, muerto ya Craso, pero en la ciudad se sucedían las conspiraciones y los desórdenes y Pompeyo era presentado por sus enemigos como un dirigente incapaz de acabar con las luchas entre los mercenarios. Recuerdo perfectamente aquella situación porque, aunque por entonces yo me encontraba ocupado en mis negocios, lo que en realidad me preocupaba y asombraba era la gran confusión que reinaba, sin dar crédito a los crecientes alborotos ni a las nimias razones que los originaban. Me parecían superficiales y sin fundamento alguno, fabricados con intenciones perversas y sin que la realidad exigiese resoluciones tan severas ni protestas tan escandalosas. Pero como al egoísta César parecía importarle más acrecentar su prestigio personal acallando a la Galia, a la Britannia y a las tribus belgas que ocuparse de los amargos asuntos de Roma, el Senado se vio obligado a nombrar a Pompeyo «Cónsul sin colega», esto es Cónsul único, otorgándole plenos poderes para que procurase restablecer la paz y ordenando de inmediato a César que disolviese sus ejércitos y retornase a Roma, renunciando al gobierno galo con el que tanta arrogancia se daba a sí mismo. Ahora veo con claridad las razones del Senado, Cino, ahora por fin las comprendo: alguien tenía que defender la República y restablecer el orden perdido, y sólo Pompeyo podía ser llamado a hacerlo, por eso entiendo al fin que el Senado le diese aquel ultimátum para que sostuviese la ley frente a los alborotadores y contra el desobediente César que se empecinaba en negarse a volver. En aquellos días no podía razonar las urgencias de Roma ni el ultimátum, considerándolo injusto para Pompeyo y obra de sus enemigos, pero ahora veo claramente su necesidad, su perentoriedad. Eran tiempos nublados que amenazaban la ciudad con interminables jornadas de desconcierto y pandemónium. Los augurios presagiaban males sin fin, ríos de sangre, desgracias y luto en muchos hogares. Pompeyo ordenaba y César desobedecía mientras se reía de su incapacidad y amenazaba con que si volvía a Roma sería para poner su espada en su trasero y empujarle al mar. Las bromas se tornaron burlas primero y amenazas después, y en aquellas circunstancias tan extraordinariamente exacerbadas no quedó otra salida que la Guerra Civil entre ambos. Tan inevitable como el devenir de las horas, el frío en invierno y el beso en el amor.
César pasó el río Rubicón, que señalaba el límite de su jurisdicción, y sin apenas esfuerzo tomó Roma y con ella toda Italia se rindió a la vistosidad de sus legiones y a la fiereza de sus cohortes. Pompeyo, así, aunque la razón de la ley y la libertad de la República estuviesen de su parte, no pudo sino huir a Grecia con sus ejércitos mermados y los pocos senadores que aún le permanecieron fieles, en donde reorganizó sus legiones para preparar la reconquista de Roma y en donde me incorporé a sus ejércitos, para combatir a su lado la causa del impertinente César. Repara en la condición humana, Cino, en lo solos que se quedan los hombres buenos si las victorias no hacen justicia a la razón, acompañándola. Cuando estaba en Roma, victorioso, todos sus ciudadanos decían apoyarle y compartir su causa. Poco después, cuando más les necesitaba, le dejaron solo y le entregaron a la muerte sin que su conciencia les llamase a la vergüenza ni al decoro. A Pompeyo le dejaron tan solo como me han dejado a mí, porque los que mucho dicen amar pronto consumen su afecto, tan de inmediato como sus intereses dejen de armonizar con sus sentimientos. Somos amados mientras sus sestercios no tienen celos de otro amor. ¡Roma, qué pronto olvidas! ¡Brindemos por Roma!
Antes de marchar contra Pompeyo, el arrogante César aún tuvo tiempo de invadir y someter Hispania, librando sus espaldas de enemigos. Después se trasladó a Epiro, donde, tras una intrascendente derrota en Dyrrachium, el nueve de agosto venció en Farsalia al ejército de Pompeyo, quien huyó a Egipto para ser asesinado por unos cortesanos de Cleopatra que creían que así complacerían a Julio César, el nuevo amo del mundo. Cuando los seguidores de Pompeyo y sus propios hijos se refugiaron en Hispania, dicen que con la intención de reorganizarse pero yo creo que más bien con la de salvar sus vidas, César no cejó en su persecución y los derrotó en Iliria, y a los hijos de Pompeyo, poco después, les dio muerte en una pequeña población llamada Munda o Montilla, no sé con exactitud cómo se le ha dado en llamar, cerca de la ciudad de Corduba. ¡César era un gran político, Cino, un magnífico político! ¿O acaso crees que alguien puede ser un gran político si carece de instinto asesino? ¿Lo crees?
Durante aquellos tiempos, mientras giraba la noria de los despropósitos hasta marear a la misma República, otros sucesos vinieron a afectar mi vida que luego te contaré, tan pronto como terminemos estas uvas que nos llaman desde esa bandeja tan bien adornada. Porque aún no he tenido ocasión de mostrarte que no todos fueron malos momentos en los días pasados sino que muchas alegrías llegaron hasta mi casa para aliviar la conturbada marcha de acontecimientos tan poco gratos para todos. Luego te diré el regocijo que sentí el día de las bodas de mi hermana Junia con Casio, mi mejor y más apreciado amigo, y mis propios esponsales con Porcia, una mujer que a sus virtudes de belleza y moderación une la gracia de ser hija de Catón, mi tío y maestro, a la que sigo amando por agradecimiento y cariño y que en estos momentos debe estar desangrándose de dolor al conocer la suerte que el destino me ha deparado. Deseo, Cino amigo, que para ella sean mis últimas palabras esta noche, que le hables de mi angustia por su infelicidad y que conozca que ni en estos momentos pude dejar de pensar en ella, por muchos que fueran los otros recuerdos ajenos que se agolparan en mi cerebro y se desbordaran a borbotones como la lava de un volcán en erupción. Sé que Porcia es mujer fuerte y de temperamento, que comprenderá mi vida y mi muerte, que no saldrá por su boca ni un suspiro de recriminación por mi causa, pero, si ocasión hallares, no dejes de decirle que sólo a ella y a mi madre las guardé en mi corazón hasta que exhalé mi aliento final, y que no sienta deshonor por ser la viuda de Bruto, sino que lleve muy alta la cara, porque si hubiere un romano que amase tanto a su pueblo no hubo otro que pudiese amarlo más. Ni mis vencedores de hoy podrán decirlo esta noche, como tampoco nunca pudo hablar con tanta honestidad César. Yo admiré a Julio César, merecimientos para ello acaudaló sobrados, y sin embargo no reconoceré ni en esta hora ni nunca que él hiciese por la libertad tanto como hice yo, mutilándome incluso con su muerte, procurando el asesinato del hombre que más amaba aunque con ello labrase al mismo tiempo mi consumación. César y yo vivíamos en la misma ciudad, y sin embargo nunca logramos vivir en el mismo mundo.
Acaso te preguntes por qué, qué es lo que me mueve a pensar así del hombre que hizo de su vida el más resplandeciente ministerio que han conocido los siglos, Cino. No es envidia, no, ni siquiera ignoro o minusvaloro sus muchos y grandes méritos. Mira: catorce años antes de que yo naciera, sus ojos vieron por vez primera la luz un 12 de julio, y se cerraron para siempre cincuenta y seis años después, un 15 de marzo. Era Cuestor cuando yo cumplí los dieciocho años y tres años después era Edil, Pretor al año siguiente y Propretor pasado uno más. De natural arrojado y sin mostrar jamás el menor temor a sus enemigos, ayudó a Pompeyo cuando juntos gobernaron Roma, haciendo publicar las actas del Senado que se escondían para que el pueblo no las conociese y además puso en circulación un Diario Oficial que redactaban sus amigos y colaboradores con la intención de acabar con el secretismo e impunidad de los senadores, creándose así, a la vez, un sistema eficaz de atraer sobre sí méritos y agasajos públicos, como un servicio de ayuda a sus intereses políticos. Tanto temor llegó a inspirar a sus enemigos que, aunque en voz baja se burlasen de él asegurando que en Roma existía el consulado compartido de Julio y de César, sin embargo nadie se atrevió a oponérsele a la luz del día, y menos aún cuando tras derrotar a Pompeyo usó su poder para aterrorizar al Senado hasta conseguir que se le concediese la Dictadura durante once días, el Consulado, otra Dictadura durante dos años seguidos, otra vez el Consulado por cinco años más, luego por diez, una nueva Dictadura por otros diez y, por fin, el poder total frente a Roma: la Prefectura de las Costumbres, la Censura. Con ello pudo llegar al más alto peldaño del poder que nunca nadie pisó en Roma, y ello en tan sólo los cuatro años que transcurrieron desde la muerte de Pompeyo hasta que nosotros cerramos sus ojos ensangrentando su toga y nuestras manos. César no supo o no quiso detenerse nunca ante nada: de hecho, cuando nacieron las primeras disputas entre Pompeyo y él no dudó en casarle con su hija Julia aunque para ello la joven hubiese de repudiar a su esposo Craso el Joven, hijo de su colega de Triunvirato, y Cornelia no viese con agrado esa boda y en el hogar de los César se disputase seriamente por la conveniencia de aquellos esponsales. Pero César, como siempre, venció también en la disputa con su esposa y propició la boda, calmando las iras de Pompeyo y restableciendo la armonía y el buen gobierno de ambos hasta que la bella Julia murió y la guerra aplazada se hizo inevitable, como en realidad lo había sido desde el principio. El inmenso poder que reunió César y que emanaba del hecho sin precedentes de estar apoyado por todos los ejércitos, llegó al punto insostenible de añadir al laurel y a la púrpura de Triunfador, tal y como figura en las monedas que conoces, el título de Imperator, lo que mostraba con claridad su perversa intención de poner fin a la República y proclamarse Emperador. ¿Qué romano podía mirar sin ira cómo Marco Antonio ofrecía en la plaza a Julio César la diadema real? ¿Qué romano con sangre roja en sus venas podía compartir su amor a la libertad con la tiranía de César? Es cierto que rechazó la diadema que le ofreció Antonio pero ¿hacían falta más señales que indicaran que la República agonizaba en su lecho de muerte e iba a resucitar la odiada Monarquía que aquel Junio Bruto creyó romper para siempre? ¡Oh, César, por qué no amaste la libertad tanto como los republicanos te amamos a ti! Desde la muerte de Pompeyo hasta la de César pasaron sólo cuatro años de mi vida, Cino, pero no te miento si digo que fueron los más terribles y llenos de dudas, incertidumbre y zozobras que un hombre puede vivir.
Mas dejemos ya a César y sus pretensiones perversas, que tanto me fatigan, y conversemos de más amenas circunstancias, o si te place descansemos un poco mientras la noche sigue avanzando en estas horas tan calmadas. ¿No te gusta la noche, Cino? Es como la paz, bulliciosa en su silencio, un tiempo reposado en el que conviven los sueños con las pesadillas sin que ni unos ni otros sean reales ni alteren lo que al día siguiente haya de suceder. La noche encubre un mundo de agitación y zalagarda que no nos es dado descubrir y conocer. Los inquietos insectos celebran sus bullicios entre los vegetales, las plantas se sosiegan entre la algazara de los roedores y las aves noctívagas, los espíritus se deleitan en la batahola de los sueños y los fantasmas viajan con su bullanga entre los mortales contándoles sus cuitas mientras duermen, o despertándoles para amedrentarlos y divertirse, antes de que los rayos del nuevo sol limpien su inexistente sombra y les condenen hasta la noche siguiente. Si te fijas bien, oh Cino, durante la noche suceden más alegrías y desgracias que por el día, basta permanecer en vela para comprobarlo, y sin embargo no lo comprendemos porque, o nos ausentamos también, entregándonos al sueño, o nos convertimos en los actores de la baraúnda, y así no es posible reparar en ella. Por la noche las horas discurren más despacio, el tiempo carece de apresuramientos y los sentidos se alargan también, porque mientras la vivimos sabemos que ha de llegar su final y por nada deseamos adelantarlo, pues en la naturaleza hay un acuerdo tácito de no propiciar nunca un desenlace antes de que por su propia decisión haya de producirse. ¿No conoces la amargura de las noches de enfermedad y agonía, eternizándose sin que las horas avancen tal y como por el día nos tienen acostumbrados? ¿No has reparado en la longitud de la negritud cuando el insomnio impide el merecido descanso que con afán y en vano perseguimos? Se muere por la noche como también por la noche se nace, y el sabor de la muerte, como el dolor del parto, es más intenso entonces que durante el día.
A la noche le llaman soledad cuando habrían de llamarla paz. Es por la naturaleza de nuestros cuerpos por lo que vestimos nuestro espíritu con ropajes de miedo en su oscuridad, Cino, y así permitimos que disfruten de ella, en algarabía de victoria, los insectos, las alimañas, los fantasmas y los bandidos. Acaso si no fuese porque tenemos ojos y necesitamos de la luz para ver las cosas y sentirnos seguros, disfrutaríamos de las sombras con la misma intensidad con que ellos las disfrutan. Mira Roma: en los días sin fiestas, la noche cae sobre la ciudad como la espeluznante tiniebla de un peligro furtivo, encubierto y vago, pero temible. Todos los ciudadanos se meten en sus casas, guardan sus pertenencias y atrancan la puerta para que no puedan adentrarse las sombras ni la imaginación tenga la tentación de fugarse. Tan pronto como las últimas luces del día se apagan, las tiendas callan, los cerrojos se corren sobre sus batientes y los postigos de las ventanas cierran sus hojas con la brusca sequedad con que cae la tapa sobre el ataúd. Las macetas de flores que adornaban los miradores se retiran y encierran, no vaya a ser que la oscuridad contamine su belleza y las torne repulsivas. Sólo algunos ciudadanos acaudalados, si se ven obligados a salir, se acompañan de esclavos provistos de resplandecientes antorchas que iluminan y protegen su camino. Los demás, sumidos en un silencio sepulcral, se limitan a temer el sigilo de las cosas ocultas y sienten alivio cuando se rompe la mudez con el trasiego de carros, carretas, bueyes de carga y convoyes de provisiones que durante el día tienen prohibido circular por la ciudad y acuden a abastecer los comercios para que el mercado florezca a la mañana siguiente. Las rondas de los escasos vigilantes que tienen encomendado recorrer durante la noche las calles, al cuidado de barrios demasiado grandes, apenas si se las escucha, pero si por fortuna se oyen los pasos firmes de los sebaciara al otro lado de los balcones, el sueño acude como si de repente se hubiese iluminado la soledad.
¡Cuánto temor inspira la noche en los espíritus, Cino, desasosegándolos! Desearía conocer las razones del miedo humano y no alcanzo a comprenderlo. ¿Por qué venturas como la quietud, la noche o la muerte inspiran temor en las almas pacíficas? ¿No habría de ser al revés, cuando afines se muestran la paz interior y la que rodea el cuerpo, cuando una y otra están en comunión proporcionando el anhelo del reposo al que todos aspiramos? La naturaleza humana es de difícil comprensión, Cino, y carezco de vigor para desvelar sus intrincadas rarezas. Sólo sé que los romanos temen la noche porque en el fondo se temen a sí mismos, y durante la noche, como durante la muerte, es cuando un hombre se queda realmente a solas consigo mismo. Los romanos se temen porque se odian, sus conciencias no les permiten el sosiego porque conocen su talante cruel, injusto y egoísta. César les dio una ciudad ordenada, limpia y grande para vivir, bien abastecida y con leyes cómodas para su recreo, y salvo las nimias protestas y los alborotos efímeros que siguieron a su muerte, nunca le supieron agradecer lo que por ellos hizo. Son más de quinientos mil, Cino, una inmensa población hacinada en edificios de hasta doce pisos a la que facilitar la vida, y sin embargo puede decirse que sus gobiernos, a los que tanto han dicho odiar y nunca han dudado en criticar y celebrar su derrocamiento, han hecho de su ciudad la más hermosa y ordenada de todo el mundo.
Durante el día, esas calles de Roma que son todo alegría, bullicio y vocinglería, en las que las tiendas sacan sus puestos a la calle, los figoneros preparan sus salchichas humeantes a la vista de todos, los maestros y sus alumnos a duras penas se entienden con el vocerío, los barberos afeitan a los libertos en mitad de la calzada, los buhoneros cambian sus cajas de tiras de cañahejas por collares de vidrio, los curiosos, en círculo, observan a un tragafuegos del Asia mientras los mendigos recitan su monótona cantilena y resuenan por doquier los martilleos de los caldereros junto al encantador de serpientes que busca unas onzas con su prodigio, sumidas todas en un colapso de gentío que va de aquí para allá, esas calles, Cino, están reservadas para los paseantes, para los jinetes y para quienes posean literas y sillas; por las noches, en cambio, son los carros y los bueyes con provisiones quienes pueden circular sin incomodar al pueblo. Sólo se permite que entre el amanecer y el anochecer alteren el tráfico urbano los carros de las vestales en las fiestas, el del sumo oficiante, los carros militares, los de los constructores que levantan edificios y los de los atletas durante los juegos públicos. César les dio un calendario para medir sus días y sus años y les ha dejado escritas las hazañas de Roma en las guerras de las Galias, de Hispania, de Alejandría, de África y hasta un detallado manuscrito de la misma Guerra Civil, con un lenguaje elegante, pulcro y hermoso para que se deleiten en su lectura mientras obtienen el provecho de la sabiduría conociendo la historia de sus días. Pero no creas que nunca lo van a ensalzar, Cino. Los romanos somos fatuos y desagradecidos, orgullosos e inconformistas como hijos de dioses, y si la Via Apia permanece empedrada desde hace trescientos años y flanqueada por grandes pinos es porque aún no se le ha ocurrido a un senador proponer al populacho tomar sus piedras para dilapidar a cualquiera de los Cónsules gobernantes o talar sus árboles para incendiar el Capitolio.
Es cierto que las calles son lodazales llenos de desperdicios que no están provistas de pavimentos de piedra, y en verano su olor es repulsivo, pero si se limpian es porque César así lo ordenó a cada propietario de las ínsulas y de las tiendas, a cada cual el tramo que ocupa su propiedad, y si aun así permanecen llenas de inmundicias habría que preguntar a los mismos romanos por qué arrojan a la calle sus restos sin cuidado alguno, y si lo hacen por qué se quejan después de la suciedad. Ocurre igual en todas ellas, tantas como hay en Roma, Cino, en las itinera, en las actus y en las viae, las reservadas a los caminantes, las destinadas para los carros y las mayores, en las que pueden circular hasta dos carros a la vez en la misma o en distinta dirección, cruzándose. Sólo hay dos vías en el interior de la muralla republicana, Cino, la Via Sacra y la Via Nova, pero los romanos parecen creer que todas habrían de ser así sin que para ello hayan de ceder ni un solo palmo de sus propiedades, como si de tripas de cerdo se tratase y pudiesen estirarse a su gusto sin que por hacerlo nada se quebrase en el esfuerzo. El inconformismo es moneda común a todos los romanos, tanto da que sean vendedores de altramuces que talladores de marfil, pues con nada se conforman, siempre tienen la lengua dispuesta para la difamación y el puñal presto para la disputa. Sólo se divierten con músicas de sus esclavos concertistas y symphoniaci, con las gracias de sus enanos o nanni, con los trenzados de sus bailarinas saltatrices, con sus fatui charlatanes y con sus bufones moriones, o asistiendo a los juegos públicos, al Teatro, al Circo, a las Carreras y a las Termas. Todo lo que no es diversión son malhumores, todo cuanto no es fornicio son enfados y desacuerdos. Conozco a los romanos pero no quisiera conocerlos, Cino. Mucho empeño han debido poner los dioses en nuestro favor para que aun así se nos permita gozar de tan larga y próspera vida.
Pero no… No me escuches, Cino amado. Acaso no debería hablar así. Es el pesimismo el que se adueña de mí esta noche como la peste se apropia de un barco en medio de los mares. Viajo de la dicha a la nostalgia como los gorriones saltan entre las ramas de los olivos, sin razón y a ciegos impulsos, y mi espíritu tan pronto se regocija con un recuerdo amable como solloza sin consuelo, con la misma lógica que dicta a un orate reír o llorar. Estoy cansado, Cino, muy cansado. Si al menos tuviese sueño… Dormir, ojalá pudiese dormir un poco. Dormir sin temor a los recuerdos ni a los espectros, a esos recuerdos que me llenan de lepra el alma y a ese espectro de César que se me aparece para disputar conmigo. ¿Sabes que el fantasma de Julio César viene a visitarme y me previene de mis males futuros? Luego te lo contaré. Porque ahora, mientras relleno nuestras copas, déjame que alivie mi angustia con un suceso alegre, el recuerdo de la boda de mi hermana con Casio, una hermosa fiesta que me complació tanto por la felicidad que iba a proporcionar a Junia como por la satisfacción de contemplar la entrada de Casio en mi familia.
¿Te había dicho que Junia siempre había mirado a Casio con complacencia? Un día descubrí que esa predilección se había mudado en amor cuando, no recuerdo con qué disculpa, me pidió que paseara con ella por el patio y me preguntó, con los ojos húmedos, si conocía el destino que le esperaba, pues ya había cumplido los dieciséis y nuestra madre aún no había concertado su matrimonio.
—Porque no deseo a un hombre cualquiera, hermano —me dijo llena de melancolía. Y añadió—: Yo amo a un hombre. Marco, sólo a uno. En tu mano está mi felicidad y a ti deseo confiártela.
—¿Quién es él? —pregunté desconociendo por completo a quién podía referirse y por qué en mi mano se hallaba esa felicidad que ansiaba.
—Mira cerca de ti, entre tus más caros amigos, y le hallarás —replicó con laconismo.
Con esas palabras no me costó ningún esfuerzo descubrir que se trataba de Casio. En realidad, él mismo me había alabado con frecuencia la prudencia de Junia, había celebrado su belleza y, sin atreverse a más, acaso temiendo ofenderme, había intentado sonsacarme si en el corazón de mi hermana había hallado cobijo algún ciudadano romano. Sus palabras me habían parecido siempre fruto de la cortesía familiar y del respeto a nuestra amistad, pero cuando Junia me dijo que mirase entre mis amigos no tuve duda de que ambos habían cruzado sus miradas más de una vez y que se habían leído en ellas el fuego de la atracción que sólo pueden ver los enamorados. Con Casio hablé de mi hermana, con Junia hablé de él y, sin duda posible, hablé con mi madre y le comuniqué mi opinión.
—Se aman, madre, se aman. Sólo al nombrarle, Junia viste sus mejillas de rosa, y cuando le pregunto a Casio tiembla como un polluelo al salir de su cascarón. ¿Acaso has pensado en otro marido para Junia?
—No sé qué decir, Marco —mi madre solía arrugar el entrecejo cuando algo le preocupaba—. No parece que el joven Casio disponga de gran fortuna ni posea un carácter reposado. ¿Ha hablado con sus padres de ello? Porque a mí no se han dirigido en ningún sentido…
—¿Cómo va a haber hablado con sus padres si tiembla como una hoja cuando mira a los ojos a Junia? Ningún hombre puede casarse con una mujer que le amedrente. En cambio yo sé que será buen marido, pues si gran amigo es, noble y honrado, no hay razón para pensar que lo que entrega en amistad no pueda entregarlo, multiplicado, en ternura. Sólo hay que curarle de timidez, madre; curarle a él de timidez y de atrevimiento a Junia, pues si sigue sosteniéndole así las miradas y le sonríe como lo hace, Casio no será nunca capaz de hablar con sus padres, contigo ni tan siquiera conmigo.
—Está bien —suspiró mi madre y en aquel suspiro pude ver que el consentimiento estaba dado—. Habla con Casio que yo hablaré con Junia, e invítale a acompañarnos mañana a cenar, que si de esa cena no sale Junia prometida, Casio termina destinado en Lutecia; por los dioses inmortales que así será.
El carácter de Servilia, delicado y femenino hasta límites que causaban asombro entre sus propias amigas, sin embargo era afilado como una hoz cuando resolvía algo, y lo mismo que negó la palabra a Pompeyo tras el asesinato de su marido, con idéntica tenacidad decidió aquel matrimonio la misma noche que Casio cenó en nuestra mesa. Si César se asombró siempre de mi vehemencia, acaso fuese porque nunca terminó de conocer la de mi madre.
A los pocos días Junia me tomó del brazo, dando saltos de alegría, y me instó a acompañarla.
—¡Ven, corre, corre! ¡Quiero enseñarte algo! ¡Vamos ya!
—¿Vamos? —pregunté mientras me dejaba arrastrar hacia la calle—. ¿Adónde vamos?
—Sígueme —dijo con firmeza—. Verás algo hermoso.
Tenía razón. En la Vicus Patricii, justo enfrente de la ínsula de Aurelia, un poco más abajo de la nuestra, una villa se levantaba ante nosotros con todo su esplendor. Nos detuvimos frente a ella y Junia me miró expectante, con los ojos muy abiertos, esperando sin duda que yo dijese algo, que revelase mi parecer.
—¿Y bien? —pregunté sin saber muy bien lo que esperaba de mí—. ¿Qué prodigio encierra esta casa que deba descubrir?
—Que es mi casa, Bruto. ¡Mi nueva casa! Casio la ha comprado para nosotros. Entra y mira. ¿No te parece preciosa?
En efecto era una casa destacada. Entramos y, mientras recorríamos sus habitaciones, Junia no podía dejar de hablar. Me resaltaba los detalles, se recreaba explicándome los rincones y describiéndome el mobiliario que añadiría al ya existente, alabando la solidez y la calidad de los materiales, haciéndome observar sus paredes y techados. El aspecto de la casa era lujoso, parecido en su estilo a las construcciones africanas más cuidadas, con los suelos revestidos con baldosas y mosaicos, los techos labrados, unos de madera, otros de estuco dorado y algunos de marfil labrado, y las paredes cubiertas de murales de muchos colores, algunos obtenidos tras largos y costosos procedimientos. Directamente de un acueducto llegaba el agua hasta la casa, que tenía varias estancias acondicionadas con letrinas y lavaderos. Las salas estaban profusamente dotadas de divanes y lechos, de puertas y ventanales colgaban grandes cortinajes de tejidos de muchos colores, y en rincones y pasillos el suelo se adornaba con obras de arte y piezas decorativas de fina orfebrería y cobre damasquinado. La vajilla era de oro y piedras preciosas, y en las cocinas, para los sirvientes y esclavos, había otras muchas fuentes y platos de arcilla. Amueblaban toda la casa lechos individuales y de dos plazas, para comer, leer, escribir y dormir por la noche y a la hora de la siesta. En una estancia, incluso, había un lecho de cuatro plazas, seguramente para impresionar a las visitas con su amplitud.
—Y éste será nuestro dormitorio conyugal, Marco. ¿Qué te parece? —Con aquella visita parecía que por fin terminábamos de ver toda la casa y Junia podía dejar de hablar—. Una habitación para los dos, para Casio y para mí.
—Espléndido, todo me parece ciertamente espléndido —dije sincero—. En todo caso, ¿has pensado bien compartir tu habitación con tu marido? Ya sabes que es costumbre que los matrimonios tengan habitaciones independientes, es símbolo de riqueza y fortuna.
—No me importan nada esas opiniones —replicó Junia con un gesto de desagrado—. Deseo dormir todas las noches con Casio y así lo haré. Él opina igual que yo.
—En ese caso, no se hable más. Permíteme sólo, Junia querida, que te felicite por tu elección. Vivirás en una de las más hermosas villas de la ciudad. Toda la sociedad romana deseará ser invitada a tu casa al atardecer. Enhorabuena.
—¿De verdad? ¿De verdad te agrada? —Junia me abrazó y me besó—. ¡Oh, Bruto, no imaginas lo importante que era tu aprobación para mí!
En esos días, como recordarás, la mujer estaba sometida a la autoridad de su marido, Cino, y por eso me sorprendió y agradó que Junia pidiese mi aprobación, lo que me venía a demostrar el afecto que sentía por mí, que sólo era su hermano. También era ley el reconocimiento del derecho legal sobre sus hijos, como antes lo tenía el padre, y esa merma del poder paterno propició que fuera a ella, como lo hizo Servilia, a quien cupiera el deber de dar el consentimiento para la boda de sus hijos. Mi padre, no obstante, no objetó reparo alguno a la boda y se mostró conforme, limitándose a dotar muy bien a mi hermana y a recordarle que las esposas habían de ser fieles o al menos aparentarlo ante todos los demás, incluso ante los lenguaraces sirvientes, y que de hacerlo así seguirían siendo escasos los divorcios en Roma.
—Y sobre todo —añadió mi padre, para terminar—, no olvides que una mujer debe enorgullecerse de su fecundidad. Que los dioses viertan sobre ti las semillas de la procreación con el mismo entusiasmo con el que yo bendigo ahora tus esponsales. Que Eros te colme de felicidad, amada Junia.
Los esponsales, magníficos, se celebraron siguiendo paso a paso todas las exigencias de la tradición. La ceremonia cumplió los requisitos exigidos cuando Casio y Junia manifestaron su compromiso recíproco advirtiendo del consentimiento previo de sus respectivos padres, en el atrio de nuestra casa y ante docenas de parientes y amigos que los novios invitaron para que asistieran como testigos o como meros invitados al banquete con el que terminó la celebración. Casio, cumpliendo su obligación, hizo entrega a Junia de varios regalos, una diadema de diamantes y un brazalete de plata, y después el simbólico anillo de oro que Junia se puso de inmediato, como era preciso, en su dedo más cercano al meñique de la mano derecha, es decir el anular, en el que, según dicen los griegos, al abrir el cuerpo de una persona se descubre que nace de él un nervio muy fino que llega hasta el corazón, y por eso el anillo debe ponerse en el dedo que conecta de modo tan estrecho con el centro de los sentimientos humanos.
La noche anterior a aquella boda, todo fueron prisas y alteraciones en la casa de mi madre. Durante la cena Junia no pudo probar bocado, no hizo sino hablar y atormentarse, y por la noche apenas durmió pensando en que la fiesta terminaría saliendo mal por cualquier detalle olvidado a última hora. El alba, con sus primeras luces, le trajo al fin un sueño reparador que huyó de su lecho poco después, en la hora segunda. Aún no puedo explicarme cómo podía estar Junia tan bella aquel día considerando el escasísimo tiempo que había reposado.
La tarde que precedió a su día mágico, rodeada de amigas, se probó una y mil veces sus vestidos nupciales mientras todas ellas chillaban como ratas lapidadas, no sé si por excitación o por costumbre, de modo tal que por toda la casa resonaban gritos, voces y chillidos más propios de aves carroñeras que de damas educadas de la alta sociedad romana. Luna, la sirvienta de Junia, trajinaba de aquí para allá como si hubiesen prisas, y se demoró en su peinado tantas horas que quedé asombrado de la infinita paciencia que una mujer es capaz de atesorar cuando de los amejoramientos de su aspecto se trata. Mi madre, también agitada y nerviosa, se preocupaba personalmente de todos los detalles del banquete de bodas y de cuidar del aspecto de la casa, para que los invitados pudiesen sentirse cómodos y no encontrasen reparos ni a la higiene, ni a la decoración ni a las abundantes viandas. Con sus más despabilados sirvientes debatió durante toda la mañana si sería más conveniente sacrificar un cordero, un buey o un cerdo en honor de los dioses, que después serviría de plato principal del banquete, y a primeras horas de la tarde se decidió por el cordero mediante el más sencillo procedimiento, el de la exclusión. El cerdo era propio de familias más humildes y el buey podía resultar demasiado grasiento y, por su tamaño, tardaría más tiempo en cocinarse. Decidida al fin, mandó reservar un cordero para el sacrificio y apartar otros seis, de entre los más jóvenes, para la comida.
El mediodía, la hora séptima, fue la fijada para la boda. Desde muchas antes el arúspice deambulaba por la casa observándolo todo y dejándose ver, para justificar los honorarios que luego habría de cobrar o como si albergase dudas de que se le fueran a abonar puntualmente. Como es costumbre, el auxpex Saturio no era sacerdote ni representante de ninguna oficialidad, sino el augur familiar que se contrataba para leer las entrañas del animal sacrificado y transmitir a la pareja los buenos auspicios. Tras su labor, ritualmente destacada pero en realidad superflua, se dio paso a las fórmulas establecidas de consentimiento entre los cónyuges, y por su mera presencia se le abonó una cantidad nada despreciable, creo recordar que en aquella ocasión cinco denarios de plata, nada menos que cincuenta sestercios.
A la hora en punto, toda la familia esperábamos ante el atrio de la casa la llegada de Casio, de sus padres y de sus invitados, amigos y parientes. Los nuestros llegaron al mismo tiempo, confundiéndose a la entrada y adentrándose con la gravedad que las circunstancias parecían aconsejar. Junia se mostraba tan excitada que hubo un momento en el que tuvo que sujetarse a mi brazo para no desfallecer y a Casio se le había demudado la cara como si se le hubiese aparecido el espectro del mismo Sila y además no hubiese probado bocado desde las calendas de enero. Por un momento temí que ambos enfermasen y hubiese que aplazar la ceremonia para otro día pero, por fortuna, Junia se recuperó al poco, Casio recobró sus colores al verla tan agraciada y a partir de entonces todo fueron sonrisas y parabienes en aquellos momentos previos a la solemnidad.
Y es que Junia estaba realmente muy hermosa, por Diana. La noche anterior se había recogido su cabello con una redecilla de color rojo, y ahora llevaba sobre él un tocado formado por seis tirabuzones postizos separados por lazos blancos. Cubría su cabeza un velo naranja que tapaba también su frente y sus ojos, Cino, para demostrar el obligado pudor, y sobre él una corona trenzada solamente con verbena y mejorana, aunque ella se había empeñado en añadir una flor de naranjo que finalmente mi madre no consintió. Su cuello se embellecía con un collar muy antiguo de oro que nuestra madre había llevado también en sus esponsales, como la suya y la madre de la suya. Tendrías que haber estado allí y haber contemplado aquella incomparable beldad. Junia portaba con majestuosa elegancia la tradicional túnica blanca lisa de corte recto, ceñida por un cinturón de lana anudado dos veces, y sobre ella un manto del color del azafrán, el mismo que el de las sandalias. Diríase que sus mejillas habían sido levemente tocadas con polvos de rosas, o acaso sonrosadas por el azoramiento debido, porque eran el único matiz destacado de su palidez y fragilidad, y la fina piel transparente de su rostro temblaba tan inapreciablemente como sus hermosos labios sin apenas color. Nadie podía extrañarse que Casio se demudase al verla porque confieso que hasta a mí mismo me pareció tan atractiva como excitante.
En cuanto llegaron el novio y los invitados, pasamos todos al atrio para cumplir con el acostumbrado sacrificio a los dioses. Junia y Casio no dejaron de mirarse ni un solo instante mientras el arúspide confirmaba con oficio y sabiduría los buenos augurios que escribían las entrañas del cordero sacrificado, y los novios, cada vez menos alterados, manifestaron su consentimiento de unir sus vidas y sus deseos ante él y en presencia de los diez testigos elegidos de entre los invitados de una y otra familias y que pusieron sus sellos sobre el contrato matrimonial que yo mismo había preparado, como padrino de honor.
—Donde quiera que tú estés, Casio, allí estaré yo —dijo Junia estremecida.
—Donde quiera que tú estés. Junia, allí estaré yo —dijo Casio sin que apenas se oyese su apocada voz.
—¡Que la felicidad sea con vosotros! ¡Feliciter! —dijimos todos con suma alegría para manifestar nuestros buenos deseos.
La fiesta posterior se prolongó hasta el anochecer, más allá de la hora duodécima, cuando a Casio le llegó el momento de arrancar a Junia de su casa para llevarla a su nuevo hogar. El cortejo nupcial se puso en marcha, precedido por una docena de flautistas y cinco amigos elegidos por Casio que llevaban grandes antorchas para iluminar el camino, mientras todos los demás seguíamos a la pareja cantando canciones de dudoso gusto que combinaban cualidades de alegría por el suceso y picardía por cuanto se avecinaba en el lecho. Antes de llegar a la puerta de la casa de Casio, llamando a los niños, les tiramos nueces en abundancia, cuya resonancia al estrellarse en el empedrado quería dar a entender nuestros deseos de fecundidad para la recién desposada. Y a continuación, siguiendo el ritual, nos adelantamos tres amigos de Casio, Décimo, Lucio y yo mismo, que en mi condición de padrino de honor llevaba la antorcha principal, entretejida de cordeles de cáñamo y espinos blancos. Décimo y Lucio tomaron en brazos a Junia y, cuidando que sus pies no rozasen el suelo, la hicieron cruzar el umbral del que desde ese momento iba a ser su nuevo hogar, que previamente habíamos engalanado con ramas verdes, cintas blancas y colgaduras hechas con mirto y jazmines. Las tres damas de honor entraron tras Junia, llevando una su bastidor, símbolo de su virtud y otra su huso, signo de su aptitud para las labores domésticas, y la tercera, que era Livia, la mejor amiga de Junia y su primera dama de honor, la condujo hasta su lecho, en donde Casio la invitó a tomar posesión de su lugar mientras le ofrecía el agua y el fuego, para que conociera que desde aquel instante ella iba a ser la señora y dueña de aquella casa. Los demás nos retiramos discretamente, no sin antes, como era la costumbre, palmear con malicia la espalda del cada vez más atribulado Casio, que por su semblante diríase que en vez de al tálamo nupcial iba sin remisión al encuentro con la cicuta. ¡Oh, Cino! ¡Cuánta fortaleza encierra el arrojo de la mujer y qué débiles nos sentimos los hombres ante ellas! Tendemos a despreciarlas cuando las referimos, procurando siempre que no nos oigan, amparados en la cortesía aunque temerosos en realidad de su disgusto si nos oyeran, y por mucho que entre nosotros afilemos las lenguas, en cuanto nos enfrentamos a sus miradas, a una sola de sus miradas, nos acobardamos y sucumbimos sin oponer resistencia porque conocemos de su poder y temblamos ante sus lágrimas. Casio moría aquella noche, mucho más temeroso que lo que pudiese estarlo Junia. Por cien batallas, Cino amigo, por mil, hubiese cambiado uno solo de aquellos minutos que precedieron al goce que se le ofrecía.
Mas dejemos a Casio en su guerra de intimidades y escucha bien lo que pienso de aquella ceremonia. Tan brillante fue, tan sabia la tradición que la inspiraba, que dudo que en algo se mude por muchos que sean los siglos que pasen en Roma y en todas sus posesiones. Siempre serán así los ritos de los esponsales, nunca cambiarán en su ceremonial porque no imagino ocasión más propicia para reunir parientes y amigos, proclamando en público el amor y rubricándolo con la entrega del oro y el brindis del vino. Una fiesta tan íntima que precisa ser oficiada ante los demás para su mayor gloria, como ocurre con las hazañas de guerra y seducción, que si no son luego contadas y publicadas parecen menguar en su valor y alcance.
En todo caso, qué diferente aquella boda de esa otra que celebré para manifestar mi unión con Porcia y solemnizar mis esponsales con ella. Mientras en la de Junia todo fue esplendor y festejo, en la mía sólo la intimidad de unos pocos dio fe de su celebración. Tal vez si mi ánimo hubiese estado decidido, y el de Porcia menos conformado, también hubiésemos conmemorado el rito con algarabía, pero ni en mi intención había sed de matrimonio ni en cambiar de estado había pensado hasta entonces, y eso que ya había cumplido la edad conveniente y en ocasiones mi madre refería en la hora de la cena que acaso fuese bueno para mí disponer de un hogar propio y de una mujer prudente. Ahora tiendo a pensar que no fui yo quien libre decidió el matrimonio, aunque siempre lo creí y nada he de objetar ni a mi esposa ni a su intachable conducta y seguro amor por mí. Pero creo que fueron Servilia y Catón quienes, a la viudez de mi prima, establecieron que Porcia sería buena esposa y en ella había de poner mis ojos para cimentar ese hogar que perseguía con tanta perseverancia mi madre. Porque Porcia enviudó muy joven, aún sin cumplir los veinte años, y de su primer matrimonio criaba a Bíbulo, un simpático gordezuelo que aún gateaba por la casa y no lloraba sino cuando tenía hambre o sueño, sonriendo mucho y a todos. Cierto que tomé cariño a esa criatura, pero no pude sentir el mismo amor hacia Porcia por mucho que nos frecuentara y Catón alabase por su discreción, amor a la filosofía y sensatez. Siendo hija suya, sin duda habría heredado sus dotes y nunca puse en cuestión las alabanzas que en ella depositaba, como tampoco dudé jamás de cuanto dijese referido a cualesquiera otros pensamientos. Y cuando aquella tarde me habló en secreto, supe que la decisión estaba tomada y que a mí no me quedaba sino cumplir sus deseos.
—Escucha, Bruto —dijo mientras paseábamos por la plaza con las manos entrelazadas a la espalda, como solíamos—. Bien está que censuremos a Craso, Pompeyo y César, que exijamos sus cuentas y opongamos nuestra ciencia a sus ambiciones, pero tampoco es malo concluir que una vida no puede darse sólo a la política pues de hacerlo así podemos sentir el peso excesivo de las noches y acabar sin fuerzas para los días, cuando más necesario es estar despierto y sin fatigas. No sé qué planes habrás hecho para tu vida, ni si tal y como la vives es de tu complacencia, pero si no comprendes que a las guerras y a los estudios ha de sumarse el amor para alcanzar la virtud, es porque aún no has reparado en que sólo las mesas de tres patas son las más seguras para apoyarse. Tú tienes salud y una buena posición, nada te falta ni añoras en una y otra ventaja, pero en el amor estás ciego y tu corazón vive inválido. ¿No has pensado que tu desdén por el matrimonio es perverso para ti? ¿No crees, como yo, que esa ausencia te mantiene ajeno a un universo de sentimientos que te serían muy favorables?
—Sé lo que quieres decir, Catón —dije sin abandonar mis ojos del gentío que se nos cruzaba—, pero ya estuve enamorado una vez y te juro por todos los dioses que tanto fue el sufrimiento que no puedo estar seguro de si mi corazón se hizo piedra y por tanto incapaz de amar.
—Bah, bah… —Mi tío Catón agitó su mano removiendo el aire, para que se deshiciera el pesimismo de aquellas palabras—. Todos nos hemos enamorado alguna vez y todos nos hemos arrepentido igualmente por ello, pero por fortuna la naturaleza es testaruda e ignora nuestros deseos para facilitarnos lo que nos conviene. Sabe que precisamos del amor para sobrevivir y nos lo sirve aunque no lo deseemos, presentándonoslo de improviso o resaltándonoslo si se agazapa para que nos sea más difícil descubrirlo. El amor es un duende que tiende a esconderse, que permanece oculto en cualquier rincón y al que le gusta jugar a hacerse visible cuando menos lo esperamos. Si lo buscamos huye, mas si lo ignoramos se muestra. Y como sabe que ha de vencer, no prescinde del juego para así divertirse mejor con los pobres mortales. Tú has estado enamorado y sufriste, eso me dices… ¡Muéstrame un solo hombre que haya amado sin sufrir o no haya sufrido mientras amaba! Además, ¡yo no te estoy hablando de amor sino de matrimonio, por Hércules!
—No puedo casarme sin amor, Catón —dije sin creer en las palabras que decía—. No, no imagino esa boda… Y menos con…
—¿Con quién? —Catón quería oírme pronunciar su nombre.
—Con Porcia, tu hija. De sobra sabes a quién nos estamos refiriendo los dos en esta conversación. Tú la amas y yo también, pero tú como padre y yo como primo. No puedo amarla como esposo y por eso no sería justo para ella nuestro matrimonio.
—¿Y si ella te amase? —Catón me miró con fijeza.
—¿Basta el amor de uno sólo para el amor entre dos? —mis palabras eran un juego de ingenio que para la profundidad de los conocimientos de Catón era un juego de niños.
—Para el amor entre dos no es necesario ni el amor de uno sólo; basta el placer, por Hércules, la atracción, el deseo de uno de ellos. Y además Porcia te ama, estoy seguro.
Sólo me restaba pedirle que, en ese caso, hablase con ella y con mi madre, y si ambas consentían, yo me casaría con Porcia. Tan sólo puse una condición: nuestras bodas se celebrarían sin invitados, en la intimidad, y ante la exclusiva presencia de él y de mi madre, añadiendo que no viese en ello intenciones torcidas porque tan sólo debíase al respeto a la reciente viudez de Porcia y a mi intención de no hacer de un acto al que llegaba sin gran decisión una manifestación pública de cinismo y falsedad.
—Si me caso con Porcia, amado Catón, te juro que ni ella ni tú habréis de reprocharme jamás mi comportamiento. La respetaré, protegeré y cuidaré como el mejor de los esposos, y a Bíbulo le educaré como el más esmerado de los padres, y rezaré a los dioses para que, con el trato y la convivencia, mi amor sea digno de competir con el que dice sentir Porcia por mí.
—Gracias, Bruto —dijo Catón abrazándome y poniendo después su mano en mi hombro—. Estoy seguro de que será como dices. Gracias.
Así se hizo y así ha sido. De Porcia nunca tuve queja, de Bíbulo sólo tengo palabras de cariño y de Catón me queda su sabio ejemplo, su magisterio, su hija y su nieto. No creo que pueda desearse más. Perdóname, Cino, y permite que me ausente un instante. Tal vez el exceso de líquidos, o la inmovilidad en esta silla, me obligan a deshacer el cuerpo de orines que llaman con insistencia a la puerta de salida. Vayamos preparando un poco más de pollo y reguemos esta noche con más vino, que no veo razón para privar al ánimo de buen humor aunque detrás de esta tienda el mundo se esté perdiendo para siempre. ¿Sabes lo que creo? Que Roma sólo será un ejemplo para los siglos venideros cuando sus gobernantes, senadores, cónsules o incluso dictadores, abandonen su ansia de decir a todos lo que deben hacer y se limiten a recoger, para el provecho del buen gobierno, lo que los romanos les digan que han de hacer y lo que deben dejar en manos de los ciudadanos. Que no sea Roma esclava de un tirano sino los gobernantes esclavos de los romanos. Si se permite trabajar en libertad al artista, el médico y el constructor, al poeta, el orador y el albañil, al maestro, el comerciante y el pescador, a su modo y con esmero, resplandecerán las artes, las ciencias y las industrias en Roma y la ciudad será espejo en el que todos querrán mirarse por muchos que sean los siglos que pasen. No lo supo entender así César y su ignorancia le costó la vida. Como tampoco fue capaz de entenderlo Catilina, que conspiró contra la República olvidando que sólo es posible la libertad bajo el manto de las instituciones republicanas y en el respeto a ellas.
No, gracias, amigo, nunca me gustaron esas bacinillas. Salpican. Me ausento a las letrinas un instante, Cino, detrás de esa púdica cortina, mientras proseguimos nuestra conversación. Elevaré la voz para que escuches bien desde donde te hablo. Te diré que prefiero las letrinas a las vasijas, porque fueron gran invento y mucha su utilidad. En algunas casas, hasta donde llegaba el agua de los acueductos, había incluso más letrinas que dormitorios, hay romanos huecos de cabeza que en su necedad pecan de ostentación, y aunque no es mi caso, en mi propio hogar hice instalar una de ellas junto a los comedores, porque siempre pensé que orinar tras la cena prepara al cuerpo para asimilar bien los alimentos ingeridos. Y las letrinas públicas también fueron un gran acierto del gobierno de César, Cino, aunque muchos miserables no acudan a ellas porque no entienden por qué hay que pagar un as a los encargados de las foricae. Prefieren ahorrar su dinero y desahogarse en las tinajas desportilladas y sucias de los talleres de desengrase y enfurte de tejidos, en los que los bataneros usan la orina para su industria. Precisan de ella y aceptan de buen grado que los romanos se vacíen en sus batanes si no lo han hecho en casa o lo precisan de urgencia, porque aunque en las ínsulas no suele haber letrinas, sus inquilinos disponen de una gran tina situada debajo de la escalera y a ella bajan sus bacinillas o sus selle-pertusae, esas incómodas sillas-retrete que habrás conocido o incluso te habrás visto obligado a usar en alguna ocasión. No sé por qué te contaba esto… Ah, sí, me refería al gran acierto de las letrinas públicas que impuso César, a propósito de mi ausencia detrás de esa cortina. Pero aquí de regreso, llenemos un poco más nuestras copas y déjame que te hable de los días de Catilina, que en eso estábamos antes de que sintiese la necesidad.
¿Desearías probar los dulces de aquel plato? Te recomiendo que los degustes, Cino, así los hacía mi madre en mi niñez y yo mismo le informé al cocinero de la receta para que nunca faltasen en esta expedición. Son dátiles rellenos, fritos en miel bien caliente y su sabor trae a mi memoria viejos recuerdos de tiempos más plácidos. Mira, se toman los dátiles, se los deshuesa y se rellenan con nueces, piñones o pimienta molida. Después se rebozan en sal y se fríen en miel caliente. Prueba uno de cada gusto y dime cuál de ellos te satisface más. Para mí, los de piñones son un bocado exquisito, incomparable. Son dulces bien condimentados, como tanto nos gusta a los romanos, y aunque su elaboración no precise de salvia, cardamomo, cilantro, menta, hinojo, tomillo, nuez moscada, jengibre, cominos, orégano ni otras hierbas o especias, su sabor es tan magnífico como el mejor de los guisos con salsa de entrañas de pescado en salazón, esa excelente liquamen que bien poco hemos tenido ocasión de probar en estos últimos tiempos.
Mas no distraigamos la noche con los apetitos del cuerpo y déjame que te hable de las traiciones de Lucio Sergio Catilina, de la noble familia de los Sergios, un secuaz de Sila que no cesó hasta su muerte en la pretensión de hacerse el amo de Roma y quebrar la paz republicana. Como persona, puedo asegurarte que era un hombre dotado de unas condiciones excepcionales, insensible al frío, indiferente al hambre y ajeno al sueño, de gran inteligencia y probada tenacidad, pero en cambio de carácter era un ser abominable, insidioso, cínico, osado, versátil y ambicioso, un maestro en fingimientos y disimulos y tan lleno de bajas pasiones como proclive a cometer toda suerte de desmanes y bajezas. Su crueldad era tanta y su saña tan poco humana que para asesinar a Mario Gratidiano, el que fuera tío de Cicerón, le sacó del establo en donde se había refugiado y le paseó por las calles de Roma apaleándole hasta que lo llevó junto al Tíber, y allí, una vez muerto, ordenó a sus secuaces que le rompieran las piernas, le sacasen los ojos y le arrancasen la lengua, las manos y las orejas. Si hasta tal extremo llegó con un cadáver, figúrate Cino hasta dónde no se hubiese atrevido con la vitalidad de la República. Y eso que siempre había contado con los parabienes de Roma, que había sido elegido Pretor por el pueblo y como Gobernador había sido destinado a África para imponer la paz romana. Pero Catilina no era bueno, no, y por fuerza había de terminar siendo una tormentosa peste para la tranquilidad de nuestra ciudad.