III

Ya es noche cerrada, Cino, ya se han consumido las últimas luces que recortaban las copas de los árboles y los perfiles de las cumbres montañosas allá por el oeste, y a pesar de mi voluntad de no reflexionar sobre mi pasado sino tan sólo evocarlo y justificarlo, no puedo apartar de mí un pensamiento que me ha perseguido durante toda la vida: no importa que un hombre ambicione llegar al poder, lo que importa es que luego demuestre que lo merecía.

Llevamos aquí conversando un largo trecho y ni por un momento he podido alejar de mí la imagen de César retorciéndose de dolor a los pies de la estatua del gran Pompeyo, en el Senado, entre los otros muchos recuerdos de mi infancia y de mi juventud. Ni la noche, en su opacidad, es capaz de oscurecer el reflejo del hombre que me ha acosado desde que le conocí, como el zorro no ceja en su rastreo hasta descubrir, alcanzar y devorar a la liebre indefensa que se ha propuesto cazar. Sufrió César al morir, Cino, debió sufrir mucho por mi causa, pero te aseguro que no fue nada en comparación con lo que yo vengo sufriendo por él desde mis primeros días, desde que mi memoria tiene recuerdo de su insistente presencia en la casa de mi madre. De día, si hace sol, rememoro los idus de marzo; si no lo hace, el cielo gris enluta mis pensamientos y se vuelcan a recordarle. Y de noche, brille la Luna o llueva sobre Italia, cuando no es su imagen la que abrasa mi cabeza es su espectro el que se me aparece fatuo para conversar conmigo e importunarme. Oh, Cino, si en algo veo grata la muerte es porque acaso hasta ella no se atreva a penetrar el odioso rostro de César para seguir hostigándome. En esa esperanza voy a morir.

¿Es la vida lo contrario de la muerte o pueden ser ambas lo mismo y lo opuesto, simultáneamente? Muchas veces lo he pensado y no estoy seguro de conocer la respuesta. Tan sólo creo que las mujeres están más ciertas en comprender, porque los hombres, con ese permanente afán de no contemplar la vida como un fin en sí mismo sino como un medio para hacer otras cosas distintas a la de vivir, que aun así llamamos vivir, creemos que estamos muertos cuando no hacemos algo que nos parece útil, sea ello la guerra, formarnos por el estudio o divertirnos, mientras ellas saben que vivir es sólo eso, disfrutar del mero discurrir de sus muchos días pudiendo quedarse en casa sin más, complaciéndose en pequeñas distracciones como comprar telas, hacer las nóminas de productos para adquirir en el mercado o engalanarse para encontrarse bellas y seguras con su aspecto. Los hombres, insaciables, sentimos el hastío en la inactividad y sufrimos de inutilidad si nos vemos limitados a pasear, a contemplar el trajín ajeno o a reposar en la plaza mientras otros ejercen sus magistraturas y oficios. Gran error del que no sabemos librarnos y que también cometen las sacerdotisas que desean trabajar para otros y las mujeres honestas que buscan permanecer activas en la agricultura o ayudando a sus esposos en las tabernas y comercios. Si ellas no permanecen viviendo la vida como un fin y renuncian a convencernos a los hombres de que la vida no es tan sólo un medio, de nadie podremos aprender nunca el placer de la holganza, la belleza de la pereza y la utilidad de la indolencia. ¡Qué gran ironía, Cino! ¡Mira quién dice esto y a qué malas horas lo dice! Bruto, el que jamás supo quedar inmóvil con la paciencia necesaria para contemplar un amanecer completo o la terquedad de un pajarillo persiguiendo en sus amores a una hembra de su misma especie, en el momento de su muerte dice añorar lo que nunca buscó y afirma encontrar virtud en donde siempre halló vicio y como tal lo combatió. ¡No me hagas caso, amigo Cino, desoye mis palabras pues debo estar trastornado! Y no porque crea que son ilógicos los pensamientos que ahora apadrino, sino porque no es natural que hoy me exprese así cuando siempre opiné lo contrario. ¡Qué noche más cerrada, Cino! ¡Cuánta soledad y silencio! ¿No notas el húmedo frío embaucar nuestro ánimo, desarmándolo? No sé lo que me ocurre, pero siento un extraño temor. Bebamos un poco más de este vino viejo que con tanta generosidad nos acompaña esta noche.

¿Sabes? César nunca sintió temor. Su juventud y la mía en nada se parecieron. ¡Cuánta distancia separó nuestras vidas y qué escaso es el trecho que va a separar nuestras muertes! A él le gustaba la acción, practicaba toda suerte de ejercicios, andaba de aquí para allá cabalgando sin rumbo ni dirección, sólo por adiestrarse, y a la hora de instruirse prefería formarse como un gran guerrero a estudiar, aunque en el aprendizaje demostrara luego su mucho ingenio y facilidad para la comprensión de todas las materias, por difíciles que pudiesen parecer. Mientras yo sufría como una vestal enferma de fiebres si había de enfrentarme a un ratón en las cuadras, a esa misma edad él trataba con desdén a los más despiadados piratas de la isla de Farmacusa, aquella que se muestra con altivez en las costas de Jonia. Y es que si mi juventud fue puesta al servicio del estudio y de las letras, hasta que Catón me llevó con él de viaje a Chipre y me inició en los negocios de la guerra, la de Julio César fue tan arriesgada que al rememorarla sólo puedo sentir aumentar la admiración que por él siempre tuve.

A los diecisiete años fue nombrado sacerdote de Júpiter y se atrevió a repudiar a Cossutia, la hija de unos ricos y notables ciudadanos con la que estaba desposado desde la niñez, para casarse con Cornelia, la hija de aquel Cina que había sido cónsul cuatro veces. De ambos nació pronto su hija Julia, quien después se casaría con Pompeyo, pero lo más admirable de todo fue que a tan corta edad se atrevió a desafiar al mismísimo tirano Sila que competía con él para hacer de Cornelia su esposa, y no sólo se negó a repudiarla con insolente desdén sino que, al exigir Sila que se divorciase bajo amenazas de confiscarle la dote y a César arrebatarle el sacerdocio, ella permitió de buen grado que así lo hiciese en lo concerniente a su fortuna mientras Julio César, desafiante, se presentó ante el pueblo denunciando al tirano y reclamando para sí el apoyo de los ciudadanos para su magisterio. El detestable Sila, furioso por su desobediencia, no sólo le despojó de su líctor, de su silla curial y de su toga pretexta, retirándole del cargo, sino que deseoso de poner fin a su vida le incluyó en la fatídica lista de los destinados a morir que cada día redactaba por pura maldad, argumentando que veía en César un gran enemigo cuando sus más allegados asesores le preguntaban escandalizados y temerosos cómo podía pretender la muerte de un niño, incrédulos de que a su corta edad pudiese procurar mal alguno a tan poderoso señor.

—¡Mucho me ha costado derrotar al ambicioso Mario, jefe del partido popular, el esposo de Julia, de quien Cayo Julio es sobrino! ¿No veis en él, acaso, a muchos Marios? —gritaba Sila fuera de sí—. ¡Estáis ciegos si no comprendéis la necesidad de su muerte! Si vosotros queréis estar ciegos, no seré yo quien os lo impida, pero yo aún no lo estoy.

A César no le quedó otro remedio que huir de Roma al ser informado de su condena. Primero se escondió amparándose en los sabinos, entre los bosques umbrosos, las lóbregas covachuelas y la inhóspita intemperie, y más tarde, cuando su situación fue aún más peligrosa, cruzó el mar y se acogió a la protección del rey Nicomedes, en Bitinia, allá en los principios del Asia. Con él pasó mucho tiempo y de aquellos días toda Roma recuerda cuanto se supo de su intimidad y él nunca negó, porque nada le importaron los comentarios audaces ni los chismes susurrados más propios de viejas sacerdotisas ociosas que de dignos ciudadanos ocupados.

Nicomedes amó a César tanto como César amó a Nicomedes. Necesitó la protección del soberano y con tal de obtener su favor no dudó en entregarse a los contumaces apetitos del bitinio, que eran pederastas e insaciables. En Roma se conocieron los hechos y, aun pudiendo mancillar la imagen de César, lo cierto es que sus otras muchas virtudes relegaron la infamia de no haber sido viril, sino poseído, a un lugar muy poco trascendente para su porvenir. No obstante, Cicerón, en carta, escribía así a Licinio Calvo: «Hemos sabido que en Bitinia, llevado por los cortesanos a la alcoba del rey vestido de púrpura, echóse en el lecho de oro y mancilló lascivamente la flor de su juventud.» Pero bueno, Cino, tampoco es cosa que haya de sorprendernos ni nos pueda causar espanto, pues nunca Roma hizo del amor escándalo se produjera como se produjera. Mas, por alguna razón, aquellos hechos tuvieron más relevancia de lo común y a César le persiguieron con la monserga durante el resto de su vida. Dolabella le llamó «estercolero de Nicomedes» y «colchón de la cama real», y el viejo Curión «burdel de Bitinia» y «marido de todas las mujeres y mujer de todos los maridos». Por no mencionar que el senador Octavio, en el Foro, dio a Pompeyo el título de «rey» y a César el de «reina». Cicerón, tan sarcástico como fastidioso y cargante, no cesó en zaherirle cuanto pudo por tal motivo, e incluso en una ocasión, mientras César defendía en público a Nisa, la hija de Nicomedes, recordando lo bien que se había portado su padre con él cuando necesitó la protección del monarca, Cicerón le interrumpió riendo y gesticulando con grandes aspavientos:

—No insistas más en ello, oh César, que de buena fuente sabemos todos lo que Nicomedes te dio a ti y lo que tú diste a Nicomedes.

Peor, en todo caso, fue el famosísimo epigrama que Catulo hizo público contra su favorito Mamurra y contra César, tan cruel como innecesario, que corrió de boca en boca por toda Roma y mucho dañó a César en su amor propio, aunque después le perdonara y en un gesto que habla por sí sólo de su magnanimidad y virtudes le invitara a su mesa para dar a entender que no le guardaba rencor. El epigrama, si mal no recuerdo, se recitaba así: «Gran afinidad liga a los perversos pederastas: al libertino paciente Mamurra y a César… Entrambos se prostituyeron, el uno en la ciudad, el otro en la campiña, y tales manchas no pueden borrarse. Los dos son enfermizos y los dos semejantes; los dos bien duchos en la cama: lo mismo éste que aquél, hambrientos de adulterios; rivales sólo de las tiernas doncellicas. Gran afinidad liga a los perversos pederastas.» Y aún hubo más: los soldados de César, rudos y valerosos, se tomaron a buena broma las aficiones y apetitos de su jefe durante su estancia en Bitinia pues, mientras seguían su carro triunfal después de vencer a los galos, iban cantando unas letras que al propio César hacían reír: «Tiene César debajo a las Galias; Nicomedes tuvo debajo a César. He aquí que hoy triunfa César, el que tiene debajo a las Galias: no triunfa Nicomedes, el que a César tuvo debajo.»

Mas no refiero estos hechos, oh Cino, con intención perversa hacia él, pues muy al contrario sé, como toda Roma lo supo, que el gran Julio César fue uno de los hombres más valiosos y notables que los dioses han procurado a Roma y en quien muchos de ellos, sin duda, decidieron volcar sus más apreciados dones. Como general fue magnífico y durante toda su vida lo demostró; como guerrero era admirable, de lo que sus soldados dieron siempre testimonio; como escritor fue brillantísimo, ahí tienes sus textos para coincidir conmigo, y como político fue hábil y benéfico, al menos mientras supo serlo. Adornado por su apabullante elocuencia, por su vistosa apariencia, por su espléndida cultura y por ese pensamiento liberal, tolerante y respetuoso hasta que los demonios de la ambición torcieron sus ideas y le tentaron con el poder absoluto, César fue deseado por casi todos los romanos, las matronas se lo disputaron y agasajaron como a ningún otro hombre y como él jamás ocultó su gusto por todos los placeres y en su consecución empleó tiempo, dinero y voluntad, no puede extrañar que hiciese propios a cuantos hombres y mujeres deseó, desde la reina Eunoe de Mauritania hasta la mismísima Cleopatra, incluyendo a mi madre que le amó todos los días de su vida hasta el punto de entregarle a mi hermanastra Tercia para que de él obtuviese sus primeras lecciones de voluptuosidad, si he de dar crédito a cuanto me contaron en mi propia casa. Cuando murió Cornelia, casó con Pompeya, que era sobrina de Sila, y muy pronto la repudió acusándola de adulterio cometido con Clodio, que disfrazándose de mujer se había introducido en su casa aprovechando la fiesta de la Bona Dea, reservada sólo a las mujeres. ¡Admirable! ¡Hay que ser hipócrita, maestro en cinismo y sabio en las formas de deshacerse de mujer no deseada! Repara en cuánto debió valer aquel hombre sobre el que alcé mi mano y compáralo con quien ahora te habla, Cino, que ni aun siendo su hijo supo negarse a sus caprichos más íntimos. Cayo Julio César fue grande desde muy joven, porque a la edad en que yo estudiaba y me asustaba de los más inocentes peligros, él desafiaba a los piratas y les hacía sus siervos, como empezaba a contarte. Dame un poco más de vino y te narraré lo sucedido a su regreso de Bitinia, en el transcurso de un viaje a Rodas en el que se embarcó para alejarse de Roma, descansar unos días y aprovechar ese tiempo para aprender del sabio maestro Apolonio Molón.

En aquellos tiempos, los mares que rodean Italia estaban infestados de despiadados y hambrientos piratas que se habían adueñado de todos los pasos estratégicos. La piratería era reina de las aguas calmadas y sólo las naves romanas repletas de legionarios escapaban a su avaricia y sanguinaria ambición. Pero como Julio César viajaba en una embarcación comercial, sin tropas que la resguardasen, fue atacado por unos bandidos de Cilicia junto a las costas de Jonia, cerca de Mileto, y hecho prisionero en una acción rápida y eficaz sin derramamiento de sangre que le convirtió con toda su comitiva en rehén de los bucaneros.

Los piratas no conocían ni la importancia de su cautivo ni su identidad, y por ello solicitaron tan sólo veinte talentos por su rescate. César, indignado y humillado por la nimiedad en que valoraban su persona, exigió enfurecido un rescate de al menos cincuenta, so pena de quitarse a sí mismo la vida si no aceptaban esa ya de por sí irrisoria cantidad. Así acordado al fin, a pesar del estupor de los ignorantes raptores, César mandó a los miembros de su escolta en varias direcciones en busca de los dineros para el rescate, permaneciendo en la isla con tan sólo su amigo Menandro y dos criados. Me regocija pensar que aquel encrestado prisionero no debió parecerles el más grato de soportar de los que los cilicios hiciesen por aquellos días porque, insolente y mordaz, como luego le conocimos, les imponía silencio cuando por la noche se iba a recoger y en los treinta y ocho días que permaneció preso, hasta que llegaron de Mileto los sestercios acordados, con ellos se divirtió, con ellos se ejercitó en la lucha de espada y en el cuerpo a cuerpo y, cuando componía algún poema, les obligaba a que se sentasen a su alrededor y escucharan atentamente su lectura, acusándoles de ignorantes y amenazándoles con ahorcarles si no le aplaudían al terminar. Y no fueron vanas aquellas amenazas pues, una vez liberado, armó varias naves de guerra y fue contra sus secuestradores, apresándoles en la misma isla en que le habían tenido cautivo y encerrándoles en el presidio de Pérgamo. Y, como al entregárselos a Junco, el gobernador de Asia, para que los ejecutase, así no lo hiciera, dilatando la sentencia sin necesidad ni explicación que lo justificase, él mismo regresó a Pérgamo y los ahorcó, tal y como entre bromas y veras les había anunciado. ¿Reparas, Cino, en el valor y determinación de Julio César? ¿Comprendes mi temprana admiración por él? ¡Qué distinto de mí, que a esa edad aún me incomodaba que me apartasen de la placidez ociosa de mis estudios!

Por eso te decía que la sombra de César, en vida y aun después de muerto, me ha venido persiguiendo impidiéndome el reposo y la serenidad que toda vida digna merece. Desde los días de mi juventud, conociendo sus hazañas, quise igualarme a él, vano empeño; después, una vez muerto, añoré su ausencia porque no hay soledad mayor que la de aquel que se queda sin enemigos a los que combatir ni con los que porfiar, sobre todo si el enemigo ha sido tan grande y duradero que al final su existencia se antoja necesaria para dar sentido a una vida. ¿Cumplí con mi obligación procurando su muerte? ¿Importaba que César desease el poder, o lo verdaderamente importante fue que al fin demostrara que no lo merecía? ¿Murió por su ambición o por su ineptitud para los asuntos del gobierno? Preguntas y más preguntas que me han acosado desde el mismo día de su muerte y han guiado mis más amargos pensamientos. ¡Qué tortura mayor que la implacable persistencia de la duda! Algunas veces su espectro ha venido a entretener mis noches, pero nunca para conversar en amistosa charla ni volcar reproches sobre mí, sino para augurarme presagios envenenados, obligándome a ahuyentarlo entre improperios y desdenes. Mis posteriores guerras y escaramuzas nunca han alcanzado la intensidad ni procurado la excitación de mis enfrentamientos con el gran César. Su ausencia, cual vértigo o vacío, dejó un hueco en mi espíritu imposible de completar, por muchos que hayan sido los enemigos que después han venido a incomodarme. Opino, Cino amigo, que cada hombre tiene un objetivo en la vida, sólo uno, y cuando lo alcanza ya no teme a la muerte ni le abruman preocupaciones ni impaciencias, pues ha cumplido el designio para el que fue convocado a habitar entre los mortales. Y por eso tampoco considero aconsejable ambicionar conseguir las grandes metas a edad demasiado temprana, porque al alcanzar la cima se ingresa en la vejez, esto es, en la víspera de la muerte, y ya no quedan excusas para justificar la prolongación de la vida. Acontece con los políticos que muy pronto alcanzan la gloria y la fama; les ocurre a los generales que en la juventud ganan sus más difíciles batallas; sucede lo mismo con los sabios que de primeras conquistan las nuevas fronteras que buscaban con sus descubrimientos y saberes. Y después, ¿qué ha de ser de ellos? Si han cumplido su objetivo en la vida, si han alcanzado el trono que perseguían tan afanosamente o han cumplido el sueño por el que tanto se habían esforzado, una vez vislumbrado el mundo desde su propia cima ya no les queda sino el descenso, y toda caída es brutal aunque se realice en brazos de los dioses o en la comodidad de la riqueza y el reconocimiento popular, por otra parte tan frágil. Así siento que ocurrió conmigo el 15 de marzo, cuando muriendo César también hallé en ese día mi propia muerte. No es bueno, oh Cino, impacientarse por adquirir honores ni obtener grandes fines, pues cuanto antes se llega a la cumbre más pronto se alcanza el fin y con mayor precipitación cubre la opacidad de la nada las luces resplandecientes de la vida. Observa a los jóvenes que ambicionan el poder y con prontitud lo consiguen, guiados por su ansia y codicia. Lo anhelan sobre todas las cosas y no reparan en conspiraciones y traiciones para satisfacer su insaciable apetito pero ¿qué es después de ellos, cuando lo pierden por la alternancia normal de las instituciones o porque otros jóvenes, tan avaros como ellos, logran sustituirles? Se sienten vacíos e inútiles, enferman de nostalgia y, como viejos prematuros, han de limitarse a recorrer las plazas contando a quien quiera escucharles sus méritos pasados porque no tienen presente en el que ocuparse ni preparación para usar su futuro en otros negocios. Me apena haber conocido tantos hombres que prometían ser aventajados en su madurez y que, por su urgencia, quedaron en plena juventud como cadáveres ambulantes por las calles de Roma, ahogando sus ausencias en vino o derrochando su cuerpo vencido en lupanares infectos. Mi muerte se produjo acaso demasiado pronto, también lo sé, pero fui impelido por la necesidad de los tiempos; se produjo dos años ha, el mismo día que la de César, aunque él no pudo saberlo y en cambio yo sabía que era así. Sí, Cino. Desde la noche de aquel decimoquinto día de marzo Bruto sabe que ya está muerto.

Mas dejemos aquí estos pensamientos agobiados y cesemos por un instante de hablar de César, que ya canso de dedicarme a él con tan obstinada contumacia, con obsesión tan tenaz y hablemos de los días en que mi juventud, ocupada por los estudios y animada por breves escapadas a burdeles y baños públicos, acabó cuando viajé con mi tío Marco Porcio Catón a Chipre, la primera vez que abandonaba Roma y la primera, también, que embarcaba para hacerme a la mar.

En el día de nuestra partida, muy de amanecida, tuve preparado mi equipaje desde mucho antes de que las primeras luces del alba señalasen que la noche también tenía prisa por marchar, y si habíamos recibido instrucciones de estar en el puerto a la hora segunda, antes de la hora prima ya había tomado mi sitio junto a las mercancías apiladas a la vista del barco que habría de conducirnos, contemplando las estrellas y viendo en sus almas resplandecientes muchas de aquellas maravillas que inútilmente había intentado aprender en la Escuela cuando el maestro nos las mostraba. Aquella noche no había podido dormir ni dos horas seguidas, agitado por la inquietud de mi primer viaje e ilusionado con hacerme a la mar en busca de nuevas tierras que conocer, pasando la vela de la noche agradecido a mi tío Catón por su resolución de llevarme con él cuando, recibiendo la orden de partir contra Ptolomeo, rey de Egipto, y aun siendo arriesgada la aventura pues la guerra se antojaba larga y sangrienta, había considerado propicia la ocasión para mi inicio en los negocios de la milicia y adecuada a mi necesaria formación. Si Junio Bruto, mi padre, no alegó opinión en contrario, limitándose a aceptar el viaje sin palabras, no así se comportó mi madre, pues Servilia le rogó a su hermano que reparase en la insuficiencia de mis años y en los riesgos que corría empleándome en las armas en lugar de continuar en la fecundidad de mis estudios de Gramática. Catón se mostró firme, yo tomé partido por él y a Servilia no le quedó más remedio que sollozar y dar su aprobación, comportándose desde que tuvo noticias de mi partida hasta el mismo día de mi marcha como la sacerdotisa de un templo sagrado, satisfaciendo mi menor deseo y adelantándose a cumplir cualquier petición que creyera intuir en una mirada, un gesto o una palabra, por lo que además de tenerla día tras día a mi lado, como una sombra inesquivable, midiéndome y complaciéndome, hube de sobrellevar sus desgarradas miradas de despedida cargadas de honda nostalgia y pesadumbre, que daban a entender que a buen seguro mi partida sería para siempre y su amado hijo, su dios, no volvería jamás con vida a su lado.

La noche anterior a aquella partida, la cena familiar semejó más unos dolorosos funerales que una fiesta de despedida. Mi madre sollozaba, mis hermanas Junia y Tercia guardaban silencio mientras apenas se llevaban a la boca alimento alguno y el marido de mi madre, con el semblante preocupado que tantas veces había contemplado en él, levantó su copa de vino sólo una vez y ni siquiera terminó de un trago su contenido. Varias veces, durante aquel simulacro de velatorio, estuve tentado de abandonar los alimentos que se me ofrecían y marchar a la soledad de mi dormitorio aduciendo cualquier excusa, pero creí mi deber permanecer con ellos hablando de los comentarios del foro por ver si así distraía las pesadumbres y mudaba el ambiente, pero ni mi viva conversación ni la llegada a última hora de un rapsoda que cantó y tocó músicas y poemas ayudó a la sana alegría que debía de haber reinado aquella noche en mi atribulada familia.

Mi marcha, en cambio, fue más sencilla porque, mientras todos dormían, abandoné la casa sin hacer ruido, crucé con pasos inquietos la soledad amenazadora de la ciudad y me instalé en el puerto antes del amanecer, en donde aguardé ansioso el momento esperado para partir.

El mar estaba en calma, la mañana despejada y sobre la desordenada lámina de las aguas medio centenar de barcos de guerra en formación esperaba la señal para marchar por el mar Tirreno, bordeando Italia, hasta el Adriático y llegar después a Chipre. En la nave de mando, dirigida por Catón de Útica, mi tío, me dieron encargo de situarme junto a él, aprender el lenguaje de las órdenes y observar todos los movimientos tácticos, limitándome a ello sin necesidad de llevar a cabo ninguna otra misión. Cien velas desplegadas, tres mil remeros dispuestos, diez mil hombres armados y el estandarte azul y verde de la nave principal agitándose por la brisa, constituían un espectáculo embriagador para un muchacho que, como yo, aún no había presenciado ningún prodigio semejante. Un leve gesto de mi tío, apenas un ademán descuidado, fue bastante para que las cincuenta naves iniciasen la solemne marcha, primero lenta y esforzadamente, como elefantes cruzando los Alpes, después ágil y armoniosamente, como gacelas saltando los riscos de Helvecia. Milagro parecía aquella navegación, un desfile largamente ensayado en el que todos los remeros movíanse a la vez, todas las naves conservaban su impecable formación y todos los generales miraban impasibles, desde su puesto de mando, el horizonte, como si en aquel punto se produjese el portento en vez de a su alrededor, donde yo lo veía y en donde pronto pude asombrarme aún más pues, sin apenas vislumbrarse la maniobra, los barcos que en un principio avanzaban en columna de a dos, al momento se abrieron como las alas de una mariposa y formaron en el mar una punta de flecha perfecta que avanzaba imparable para aterrorizar a quien se encontrase con ella. Fascinado por aquel proporcionado despliegue, tardé en darme cuenta de que me estaba mareando, y si en un principio achaqué el vértigo al placer que aquella grata visión me producía, pronto comprobé que deseaba con todas mis fuerzas que el suelo, bajo mis pies, permaneciese quieto, y al no conseguir que obedeciese mi voluntad, el mecimiento me incomodaba hasta descomponerme. Muy pálida debió mostrarse la tez de mi rostro, mucho debieron entornarse mis párpados y muy poco estables debieron permanecer mis ojos porque Catón de Útica, abandonando por un instante su imperturbable figura con la mirada clavada en el infinito, volvió sus ojos a mí, sonrió apenas y me preguntó:

—¿Acaso mi sobrino Bruto no encuentra de su gusto este vaivén tan acogedor, por Hércules?

Y al no poder responderle, sino tan sólo aguantar la arcada que se me venía a la garganta, mi tío dio orden de que se me facilitase una bacinilla y se me acompañase a una estancia en el interior, en donde habría de permanecer acostado hasta que el médico me visitase y sanase.

Unas horas más tarde, completamente repuesto y hecho al cabrilleo del oleaje, subí de nuevo a cubierta y conocí por mi tío la misión que íbamos a realizar en nombre de Roma. Lucharíamos contra Ptolomeo XII, levantado contra el poder de nuestras legiones, y habríamos de someterle, apresarle, acabar con su vida y entregar el trono de Egipto a su hijo Ptolomeo XIII, aquel de quien después nacería Cleopatra. También me dijo que en tan larga travesía podría aprender de los misterios del mar y de los caprichos de sus cambios, prometiendo mostrarme ejemplos de marejadas, corrientes, oleajes y vientos, y para las noches me aconsejó leer los siete libros titulados Orígenes del Pueblo Romano, de los que fue autor su bisabuelo Catón, llamado El Antiguo, escritos cien años antes y con los que me obsequió en aquel momento. Catón de Útica, mi tío, sólo tenía diez años más que yo, pero era tan austero de costumbres como lo habían sido sus antepasados, y severo como ya no se conoce entre la ciudadanía romana. Severo e incorruptible, sus formas eran ejemplo del que todos deberían haber aprendido por el bienestar de la República. Fue también un gran político, un militar aventajado y un maestro esforzado, y cuando murió, hace tan sólo cuatro años, Cino, fue por causa del odio y de la venganza porque en el Senado fue un enérgico censor de Craso, Pompeyo y César, los triunviros, y así se labró su perdición. Como hombre no he conocido a nadie que le superase, tan sabio, recto y prudente. Hasta el propio Cicerón, con lo parco que ha sido siempre en alabanzas ajenas, tan tacaño con los demás como pródigo en las propias, en su Elogio de Catón señala sus muchas virtudes y manifiesta su sentida admiración por él y por lo que representó. Mi tío Catón hizo que leyera aquellos siete libros, que tanto me enseñaron de nuestra historia y raíces, y aún no había terminado de cerrar su último pliego cuando un inoportuno catarro, que llenó mi pecho de fiebres y toses, me obligó a permanecer postrado en la litera quitándome las pocas fuerzas que tan desacostumbrado viaje me había permitido conservar. Catón consideró grave mi estado, creyó conveniente no exponerme a la humedad de las noches marinas y me desembarcó en Panfilia, dejándome al cuidado de unos amigos y tres sirvientes a la espera de que mi mal remitiese y con órdenes precisas de que una vez restablecido me incorporase a sus ejércitos.

Por una carta suya, recibida unas semanas después, cuando ya me encontraba dispuesto a partir y entretenía la espera en la lectura y el estudio, me informé de que Ptolomeo se había quitado la vida y que por tanto la guerra ya no iba a tener lugar. En ella también me explicaba que, aprovechando la tregua, se había detenido en Rodas a reparar algunas de sus naves y que, en su lugar, había enviado a Canidio a hacerse cargo del botín del ejército de Ptolomeo en su retirada, y que, no fiándose de él, lo que me molestó pues había demostrado ser fiel amigo de ambos y persona de confianza, me rogaba que me desplazase para hacerme cargo de la misión encomendada, recobrando el botín y convirtiéndolo en oro, plata o sestercios. Reconozco que aquella misiva me enfureció, no tanto porque alteraba mis estudios como porque me parecía injusto recelar del prudente Canidio, pero obedecí y actué lo mejor que supe, marchando al destino indicado y procurando no despertar con mi presencia la susceptibilidad lógica del buen Canidio, recolectando una buena cosecha y embarcándome después de regreso a Roma en donde, a mi llegada, Catón no escatimó elogios por el buen fin de la misión que me había encomendado.

¿Qué hora es ya, Cino? Acaso convendría que comiésemos alguna cosa y detuviésemos nuestras lenguas para respirar el aire de esta excepcional noche, tan hermosa que no merecería ser la última. Mira aquellas estrellas robadas de la palidez de las otras: gritan su luz con mayor altanería, dijérase que quieren hablarnos, enviarnos algún mensaje. Tal vez sea que no son estrellas sino los espíritus de Catón, César y Junio Bruto animando mi partida para llevarme con ellos a la morada de los dioses. Pero, no. ¡Qué juegos juega la razón cuando la razón no sabe a qué jugar! Es la misma noche de todas las noches, el mismo cielo e idéntico firmamento. La única diferencia es que hoy me atrevo a mirarlo, como si tuviese más tiempo o el tiempo fuese para mí prescindible, desechable como nunca lo fue. No es diferente el firmamento, no, la diferencia está en mí. Mi vida ha sido un aborrecible monstruo devorador de horas y días que nunca me permitió estar satisfecho con cuanto sabía y me hacía creer que era demasiado escaso el tiempo de que disponía para cuanto deseaba aprender. Avaricioso de días, la ansiedad ha sido mi compañera y carcelera, he sido su cautivo hasta hoy mismo, cuando por fin me he liberado del presente porque ya no me queda futuro para entregar.

En mi juventud, Cino, me desasosegaba la necesidad de aprender, sin comprender que cuanto más aprendía más me desazonaba porque se me revelaba que más cosas se me ocultaban. Fue una lucha contra mí mismo que, como todas las batallas, también perdí. Después, en las guerras, las victorias se me convertían en derrotas aunque el enemigo quedase disperso o aniquilado, porque nadie en su sano juicio podría haber tomado como triunfos la muerte y la desgracia enseñoreada de los campos de batalla, entre mis hombres o entre mis enemigos, tanto daba, pues unos y otros lo eran sólo porque recibían el dinero de uno u otro jefe, y desde luego no de distinto metal. El lujo de los ricos siempre se asienta en la miseria de los pobres, amado Cino. Nuestros soldados, al igual que los soldados de César Octavio, como ayer los de Pompeyo, Sila, Mario o Escipión, luchan y mueren por dinero, no por ideales. ¿Qué ideales pueden arrastrar a los hombres de Casio contra los de Antonio sino el sueldo y la esperanza del botín? ¿O a las tropas de Pompeyo contra las de Sila? Todos son romanos, sus familias son romanas y en sus hogares sólo ansían sustento y calor, sea quien sea el que pague las cuentas. Y los extranjeros que se suman a nuestros ejércitos, valientes y esforzados, ¿es que acaso son movidos por algún ideal distinto del de la paga o el amor al pillaje, más perverso aún? No, Cino, ellos arriesgan su vida por nuestras ambiciones, y nosotros tenemos ambiciones porque podemos pagar a quienes nos las proporcionan. Nuestros lujos son aves carroñeras de sus entrañas, como nuestras victorias se asientan en sus derrotas, en las de nuestros enemigos y también en las de nuestros amigos, y tanto da que venzamos o seamos derrotados porque lo único que consiguen ellos en la victoria es aplazar un poco más su suerte y en nuestra derrota acortar un poco nuestra ambición. No es extraño, así, que mire ahora esas estrellas y me parezcan hermosas: hoy tengo tiempo para mirarlas, con ojos de hombre, no de soldado ni de político, ni tan siquiera con los mejores posibles, que son los melancólicos ojos del poeta. En mi juventud tanta era mi ansiedad, mi afán por saber, que se me olvidó aprender que los ideales son más importantes para quienes no sufrimos hambre ni penurias que para quienes han de apostar su vida sólo por la esperanza de un día en el que la mirada de un hijo no suplique pan en silencio. Nos escandalizamos, oh Cino, si uno de los nuestros cambia de bando antes de una batalla y por esa razón no sufre males de conciencia; creemos que nuestros ideales son los suyos porque les pagamos para que sea así; ¿en dónde está escrito que un hombre tenga razón por el simple hecho de que crea tenerla y con vehemencia lo proclame? La razón, en las guerras, la tiene quien mejor arma a sus hombres, quien más sestercios les abona por la victoria o quien, por un golpe de fortuna o una audaz jugada de estrategia, les lleva a la victoria adueñándose del botín de otros que, como ellos, aspiraban a idéntico final y con igual pretensión se habían entregado a la causa. No, Cino amigo; no entiendas que mis palabras encierren desprecio ni altivez, de sobra sé que todos los romanos prefieren la libertad de la República a la tiranía de la Dictadura, pero la justicia de las causas entre romanos, que sólo se explican en el Senado y aun así muchos senadores no están seguros de la opinión que se forman, no puede exigirse a los soldados, hombres humildes que han hecho de la espada su medio de vida porque nadie les ha permitido adquirir otra ciencia que la de sobrevivir. Son hombres que saben que no son felices pero siguen viviendo porque están seguros de que lo van a ser. Por eso corren ágiles, se enfrentan sin temor a hierros enemigos, se ilusionan y combaten. Intentan llegar lo antes posible a ese futuro de felicidad que les espera, o al menos así lo han de creer para no poner fin a sus vidas ellos mismos. Sacrifican el presente convencidos de que se trata de una situación pasajera de infelicidad; generación tras generación han creído en lo momentáneo y circunstancial de su situación, en lo provisional de su desgracia, y creen saber que su incomodidad y desventura es el prólogo de una nueva vida hermosa, feliz, opulenta y poderosa. Sueñan con las riquezas que atesorarán, con el poder que alcanzarán y con los bienes de que dispondrán, y a esa esperanza de felicidad la llaman futuro. Y si llegase ese momento, no lo dudes, Cino, la riqueza la utilizarían para la ambición, el poder para la venganza y la felicidad propia para la infelicidad ajena. Renunciarían sin dudarlo a las riquezas, al poder y a la felicidad si pudiesen vengarse de todos nosotros de alguna otra manera, Cino, y no sería yo quien se lo reprochase. Su última razón es triunfar, pero no el triunfo de la causa por la que se les paga sino el de su propia causa, el de su propia libertad. Por eso luchan nuestros soldados, y los de Octavio, y todos los soldados de Roma; luchan porque no son felices, porque están seguros de que alguna vez lo van a ser y porque sin esa esperanza no serían capaces de levantarse ni un sólo día más para ver de nuevo la luz del sol.

¡Cuántos de los males de la República han sido causados por el hecho absurdo de que haya unos pocos hombres demasiado ricos y una legión de hombres demasiado pobres! Y cuántos porque eran demasiados los que se creían con derecho a aumentar su poder y no se saciaban por mucho que fuera el que alcanzaran. La República hubiese podido ser la mejor época de Roma, cuando más libres habrían sido sus ciudadanos y mayor esplendor hubieran alcanzado sus letras, pero a veces pienso que su propia naturaleza ha propiciado exceso de ambiciones porque no tuvo resolución bastante para cercenar codicias a cambio de salvar libertades, al igual que hay médicos que no se atreven a mutilar un miembro gangrenado para salvar la vida de un hombre. Nuestros médicos públicos, los cónsules que nos han gobernado, sólo han tenido ojos para acabar con las normas de que se sirvieron para alcanzar el poder, ni a uno solo de ellos se les ha dejado de pasar por la cabeza la idea de suprimir las leyes para perpetuarse en su privilegio. El poder debe tener una magia que a los demás se nos oculta. Comprendo que sea atractivo el mando, gozoso el ver satisfechos los deseos con tan sólo insinuarlos, agradable poder poner en pie a las legiones y dirigirlas con toda su pompa y majestuosidad y simpático acceder a la cuasidivinidad sin que, por su índole, nieguen sus favores matronas, doncellas y vestales. Pero además de ello, tan cercano al egoísmo y a la vanidad como alejado del servicio público y de las obligaciones contraídas con el Senado y con el pueblo, estoy persuadido de que el poder debe irradiar una especie de embrujo que atrapa en sus redes a quienes en él se instalan, porque si las magistraturas hubiesen puesto su empeño en que la vida de Roma transcurriese en paz bajo los principios de la alternancia y la provisionalidad, evitándose así la acumulación de riquezas y el despojo de los humildes, no sería cierto que desde que puedo recordar no ha existido dirigente que no sucumbiese a las tentaciones de la tiranía, ni cónsul que no aspirase a los laureles de Dictador. César calló a Pompeyo y nosotros hicimos callar a César. ¿Es que acaso su hijo adoptivo, César Augusto, nuestro vencedor, no ha silenciado mis armas para investirse en imperio cuando acabe con las impertinencias de Marco Antonio? O, en todo caso, ¿no ocurrirá lo mismo si el desenlace es el contrario y es Antonio quien calla a Octavio? Desconozco la magia del poder, ignoro la naturaleza de su hechizo, pero no puede dudarse de la certeza de su existencia. Acciones nobles como la que encabezamos nosotros para restablecer la paz republicana sin desear el poder sino buscando poner fin a sus excesos comprendo que carezcan de explicación para los poderosos, no tanto porque acabáramos con la vida de César sino porque con ello no aspirásemos a su silla. ¡Qué cansado me siento de vivir en favor de los demás sin que los demás quieran que viva en su favor, Cino! Si los males de la República nacieron de la riqueza de los menos y de las carencias de los más, sin que se imaginase sistema para acabar con abismo tan injusto, los males de mi vida han sido entregarme más a lo que creí que mis prójimos deseaban que a lo que en realidad estaban deseando. Los pueblos entran en desesperación por una de ambas causas, por el reparto injusto de las riquezas o por la existencia de hombres que creen ser llamados por los dioses para enderezar el rumbo de las cosas. Por eso somos tan culpables César como yo mismo: él, por no poner fin al exceso de pocos a la vista de muchos; yo, por creer que bastaba la muerte de un hombre para que los días fuesen otros. No fui un buen político, Cino, como lo era Catón. Ahora sé que sólo fui un ingenuo, un torpe aprendiz de todo y un engreído maestro en nada. Triste conclusión para el final de una vida.

Dame de beber, deseo más vino. Mira este cuarteado pollo bien asado que pide ser degustado por nosotros. Come y bebe, amado Cino, demos una tregua al cuerpo antes de proseguir, que ni al Senado hay que burlar ni al estómago hay que negar. Y prueba las fresas. Las fresas son raras en esta época del año, y tampoco hay que disgustarlas con nuestro desprecio. Comamos y bebamos, amigo, a ver si así logramos expulsar del espíritu este doloroso frío que advierte ya de lo avanzado de la noche.

Mirando atrás, en verdad creo que yo era un joven de apariencia impecable y limpia, señalado por todos en formación y elocuencia y dotado de esas tan apreciadas virtudes de estabilidad y riqueza que tanto exigen las damas de Roma para sentirse cómodas en los apasionados brazos de sus amantes; pero asimismo me adornaba tal insolencia y desvergonzada desenvoltura que a ningún precio aceptaba ceder lugar más principal en Roma a ningún otro joven de mi edad. A los diecinueve años, airoso como un pavo real, la frente altiva, la túnica inmaculada y los andares firmes, disfrutaba paseando por el Campo de Marte en recreo de la vista, sonriendo a las pocas muchachas que en aquellos días frecuentaban las calles y, si alguna presencia me era grata, con impertinencia conservaba mi mirada sobre sus ojos y sonreía, hasta que desaparecía por el final del paseo o la matrona que la acompañaba bufaba como un toro en celo, definiéndome con calificativos que producían en mí más regocijo que cólera. Entraba en las sucias tabernas a beber, gozaba en los mercados discutiendo con los vendedores sobre la dudosa calidad de sus productos, visitaba los baños públicos más para ser visto que para ver y me adentraba por barrios en donde, intruso al fin, no siempre hallaba una sana cordialidad entre sus habitantes. En aquellas ínsulas que tenían tres, cuatro o cinco pisos, de grandes ventanas y escaleras de piedra, en las que vivían hasta diez familias, me detenía por ver si se ahuecaban las cortinillas con el aire y lograba descubrir en su interior a las jóvenes que se guardaban en sus domus. Otras veces salía de Roma, paseando a caballo, y me acercaba hasta Lavinium, Fidena o Tibur, si me apetecía cabalgar poco, o a Ostia, Fregene, Vaii, Ficulea, Boville o Gabii si disponía de más tiempo o pretendía ejercitarme un poco más en el arte de la equitación. A una y otra orillas del Tíber, decenas de parques abrían su verdor en el Pincio y en el Esquilino, y me placía adentrarme en ellos para respirar su frescor, sobre todo en la primavera y aún más en el otoño, cuando sus muchos colores se volvían broncíneos y rojizos, atezados. Pero mis callejeos preferidos eran a pie y por el centro de la ciudad, allá en donde la Roma más popular y viva se agitaba cada tarde con el deambular de extranjeros, militares, escribas, almacenistas, porteros, vigilantes, ordenanzas, comerciantes, esclavos públicos y miembros de las corporaciones. Subía por la calle Victoria hasta el Foro y volvía a descender por la Vicus Tuscus, una y otra vez, saludando a los conocidos, mirando los puestos del mercado o asombrándome de la belleza de algunas muchachas romanas que salían a realizar algún recado. Y así fue como, en uno de aquellos paseos ociosos, conocí a Prenestina, el primero y más ardiente de mis amores, una dulce doncella que, mirando sus dudas más que mis anhelos, se hizo la dueña de mis más agitadas noches y la diosa de mis más febriles oraciones.

Prenestina, la menor de tres hermanas huérfanas que se habían instalado en Roma sin más protección que la que habrían de proporcionales los sestercios heredados a la muerte de su madre en Antium, en donde su padre había sido edil curil, era una jovencita esbelta y de piel rubia con los ojos hechos de miel y reflejos de mar, de mirada retraída y turbada. Tenía doce años, acaso trece, pero en aquella forma de mirar creí descubrir todos cuantos misterios se encierran en el milagro de la vida. El día en que la conocí vestía túnica blanca y llevaba el pelo recogido en un moño alto, realzando aún más su espigada figura. Una sirvienta extranjera seguía sus pasos portando, cansina, varios cortes de telas y terciopelos. La miré, me miró, y de inmediato bajó sus ojos, aligerando el paso. Fue tan sólo un instante, un resplandor efímero, un relámpago, pero juro por Venus que sentí mi rubor competir con el suyo y por ello supe que la indiferencia no había encontrado refugio ni en su espíritu ni en el mío. Al momento comprendí, oh Cino, que aquella hermosa mujer no podía ser para nadie más que para Marco Bruto.

Los enamorados dudan y en ello se descubre que lo son. En mi arrebato no acertaba a moverme, mis ojos se clavaron en su nuca como se pegan los mejillones a las rocas y durante unos segundos permanecí absorto en su figura mientras ella se alejaba por la Vicus ad Capita hacia la Via Sacra. Sabía que algo tendría que hacer, que allí no podía quedarme anclado como un cárabo africano sin velas ni remeros, pero al mismo tiempo un extraño pudor, que desconocía en mí, paralizó mis piernas y vendó mi lengua. El amor tiene secretos que los humanos no podemos vencer con artimañas ni disimulos. Cuando Cupido intriga, hasta los otros dioses sucumben. Ella se alejaba sin reparar en mi invalidez, ignorante de que en una ciudad como Roma, que ya entonces la habitaban más de cuatrocientos mil avecindados, sería altamente improbable que pudiésemos volver a hacer coincidir nuestras miradas. Acaso mi vanidad me obligue, Cino, perdóname, pero entonces creí, sólo creí, que desde muy lejos se volvió para decir algo a la sirvienta que la seguía y que aquella excusa permitió que me mirase porque tal vez fuese ello y no su criada el motivo que impulsó su cabeza a girarse. No pude distinguir la dirección de sus pupilas, oh Cino, sólo las sentí, pero ¡con cuánta intensidad pude sentirlas, por Júpiter!

Iba a ser el final, sin duda; su inminente desaparición entre el gentío desasosegaría mis días, me impediría en las noches conciliar el sueño y alteraría mi descanso. Comprendí muy pronto que la Fortuna se había burlado del Amor y que los dioses me habían abandonado, pero durante toda mi vida, cuando el favor de la divinidad no ha estado de mi parte, siempre lo estuvo mi amigo y compañero Cayo Longino Casio, al que tanto he amado hasta hoy. Y en efecto, aún permanecía petrificado como una lápida del Campo de Marte cuando una mano se posó en mi hombro y una voz amiga me habló entre grandes risotadas.

—¡El gran Bruto habrá de recoger pronto sus ojos del pavimento como siga abriendo de tal manera sus párpados! ¿Es que acaso has visto el espectro de Artajerjes el Longimano, aquel que tenía la mano derecha más larga que la izquierda? ¿O tal vez un homenaje desmedido a Baco ha inmovilizado tus piernas y tu cuello?

—No te burles, Casio amigo —le contesté apesadumbrado, recobrando la serenidad—. Es sólo una herida que me sangra y carezco de medio para impedir la hemorragia.

—¿Una herida? ¡Una herida! —Casio me zarandeó buscando por todas mis ropas huellas rojas que denunciaran la cuchillada. Pero al descubrir mi integridad, sin daño ni magulladura, sonrió burlón, me golpeó la espalda y exclamó—: ¡Ah, viejo lascivo! ¡Ahora comprendo qué clases de sangres y hemorragias te hieren! ¡A ti te sangra el corazón! ¿Quién es ella? ¿Puedo verla aún?

—Allí va —repliqué hundido en una gran melancolía—. Delante de aquella sirvienta de pelo rojo. La distinguirás porque entre el cielo y la tierra sólo hay una como ella.

Casio miró a lo lejos un momento antes de que la muchacha se adentrara por el pasaje que da acceso a la Via Triumphalis. Escrutó estirando su cuello, alzándose incluso sobre las puntas de sus sandalias y gritó:

—¡Prenestina! ¡Es Prenestina, la pequeña Prenestina, la niña de hielo!

—¿Conoces su nombre? —le pregunté, sintiendo a la vez sorpresa y disgusto, lo primero por la casualidad y lo segundo porque acaso ya hubiese sido suya, lo que de ser cierto me hubiese roto el sueño antes de dormir en él.

—Conozco su nombre, su identidad y hasta la ínsula en donde vive. ¡No escoges mal tus amantes, amigo Bruto! ¡Nada mal! Esa ladrona de mil corazones no es flor que crezca silvestre. Para cortarla hay que sembrarla, regarla, mimarla y halagarla. Tiene sabias y buenas maestras.

—¿Y tú cómo…?

—Ven, corramos. —Me tomó Casio por el brazo y me arrastró en dirección contraria a la que había tomado la vestal—. Si nos damos prisa podremos llegar al frente de su ínsula antes que ella. Por el camino te explicaré.

Casio ha sido siempre arisco y brusco, Cino, pero nunca ha permitido que la bondad no encontrase un confortable aposento en su gran corazón. Y siempre demostró, desde nuestros años de infancia, la predilección que por mí sentía. Pronto en la ira, muy charlatán y dado a la broma, Casio fue más agasajado por su mucha inteligencia en la guerra que por su buen carácter en la paz, pero ha sido mi mejor amigo y el más fiel compañero de cuantos han pasado conmigo todos los años de la vida. Cruel con el adversario y convencido de que el temor al jefe mueve mejor a los ejércitos que la debilidad del enemigo, nunca fue simpático para quienes le desconocieron, pero aquellos que tuvimos el honor de disfrutar con su amistad sólo podemos rendirle admiración y afecto. Aquella tarde, caminando deprisa en busca del edificio que habitaba la muchacha, me contó que Prenestina tenía dos hermanas de más edad, Sabina y Veneria, y que con ésta había fornicado mil veces por ver si así despertaba los celos en la menor de las tres, que era quien en verdad le excitaba. Pero que la vestal Prenestina no era mujer de fácil acceso y que si yo tenía suerte en la partida compondría una oda a mi honor y la recitaría en el Foro en los idus de julio.

—¡Pero yo la amo, Casio! ¡No se trata sólo de poseerla ni de robar su virginidad! —le aclaré mis intenciones—. ¡Deseo hacerla pronto mi esposa!

—¿Sólo por haberla visto un instante? —rió Casio—. ¡Qué grande eres, Marco Bruto! ¡Siempre lo he dicho y siempre lo diré!

No recuerdo bien las calles y avenidas que atravesamos en aquella frenética marcha hacia el hogar de Prenestina. En aquellas vías todas las ínsulas de viviendas múltiples se parecen entre sí, se adornan de idénticas fachadas e igual interior, con alturas de amplios vanos superpuestos a la misma distancia y una muy bien acertada arquitectura que honra a los constructores romanos. Las escaleras que desde la calzada alcanzan las sucesivas plantas son de piedra gris, poco cuidadas y algunas muy gastadas por el uso, interrumpiéndose los primeros escalones para dar paso a las tabernas y comercios de la planta de la calle y siguiendo después a las viviendas del primer y sucesivos pisos. Por las barandillas de sus escasos balcones y por las pilastras de las logias se descuelgan frondosas plantas y enredaderas, y casi todas las ventanas de la ínsula tienen el gusto de adornarse con tiestos de arcilla y macetas de cobre rebosantes de geranios, lilas y rosas, componiendo pequeños juegos florales que acaso reduzcan las muchas nostalgias que puedan sentir los recién llegados a la urbe desde el campo y los más melancólicos de sus descendientes. Son casas construidas deprisa, con materiales pobres, sobre todo madera y barro, alquiladas por estancias a bajo precio y con las que sus dueños alcanzan rentas bastantes para llevar una vida digna con lo que pagan quienes llegan a Roma desde los más lejanos lugares. Casas que en aquellos días con frecuencia eran pasto de las llamas, dejando a sus moradores a la intemperie, y de las que más de un romano avaricioso se ha aprovechado para acrecentar su fortuna. ¿Recuerdas, Cino, al acomodado Crassus? ¿Sabes cómo hacía aumentar sus sestercios y cómo encontró la manera de continuar su enriquecimiento, aprovechándose de las desgracias de los otros? Su único secreto consistía en enterarse pronto dónde se producía un derrumbamiento o un incendio y, una vez comprobado que el solar podía ser de su interés, se personaba en la ínsula recién destruida, consolaba a su afligido dueño y, con buenas artes, le ofrecía una cantidad de dinero muy inferior a lo que el edificio valía, pero que el atribulado propietario, con el ánimo tan derrumbado como su propiedad, aceptaba a cambio de la venta de aquellas ruinas. Crassus entonces, con su cuadrilla de esclavos y constructores, rehacía la casa o edificaba una nueva, y con los nuevos alquileres pronto se resarcía del pago efectuado y empezaba a ganar nuevos dineros. Nunca han faltado desaprensivos y pillos conocedores del arte de sobrevivir con las desgracias ajenas.

Pero dejemos al bribón en sus negocios y sigamos con el nuestro, que te estaba diciendo cómo eran las ínsulas que cruzamos Casio y yo en nuestro camino hasta alcanzar, fatigados, la que servía de vivienda a Prenestina, y a buen seguro antes que ella pues Casio me aconsejó aguardar en la puerta mientras él se llegaba hasta la esquina por ver si se acercaba y luego informarme de cuánto tardaría en venir.

Era fácil adivinar que aquellas casas, aunque aparentasen sólida construcción, no podían estar bien pertrechadas con buenos muebles, ni ser muy confortables en lo concerniente a iluminación, higiene en tiempos de calor y calefacción en los meses de invierno. Mientras esperaba a Casio, avergonzado y temeroso como una virgen en su noche de bodas, sólo por distraerme comparé aquellas ínsulas con los otros edificios de Roma, domus, basílicas, templos, almacenes, termas, santuarios, edificios públicos, circos y teatros, y en verdad que me apenaron las condiciones de vida que soportaban tantos romanos y extranjeros en aquellos barrios nacidos para dar cobijo a las gentes comunes y creados sin orden alguno ni recto criterio de utilidad ni salud. Cuán distintos de la amplitud, limpieza y majestuosidad de las edificaciones del Campo de Marte, entre las colinas y el Tíber, donde templos, palestras, pórticos y sepulturas cubrían una enorme extensión en la que, por respeto a nuestros dioses, estuvo siempre prohibido construir. Aquellos barrios, como en el que Prenestina pasaba sus días, carecían de aceras, sus calzadas eran lodazales en invierno y sendas polvorientas en verano, y sus zigzagueantes callejuelas en cuesta se sucedían sin armonía ni cuidado. Cuando César, en su llamada Ley Póstuma, obligó a la higiene pública, a la limpieza de las vías a cargo de cada ínsula en el tramo que ocupaban y a la vigilancia nocturna, nadie prestó oídos a la disposición. Pero si hubo de escribirse aquella ley hace unos años, Cino, fuerza tu imaginación para reparar en el lamentable estado en que se encontrarían cuando, hace más de veinticinco, esperaba la llegada de Prenestina cerca de la puerta que abría paso a su casa.

Casio puso fin a mis pensamientos haciéndome primero una seña y llegándose luego junto a mí.

—Ahí viene. ¡Es cierto, Bruto! ¡Es de una hermosura aun mayor de la que recordaba! —dijo impetuoso y emocionado, con un entusiasmo perceptible por el brillo de sus ojos y la malicia que esbozaba su sonrisa—. Ama a Prenestina o la amaré yo, te lo advierto, camarada.

—¿Ya viene? —temblé como las hojas secas en noviembre—. ¡Corramos! ¡Alejémonos pronto!

—¿Correr? ¿Alejarse? —Casio se desprendió de mis manos nervudas con un fuerte tirón de su brazo—. ¡Tú estás loco, Marco Bruto! ¡La esperaremos y le hablarás!

—Pero no seré capaz de…

—¡Salud, Prenestina! —Casio sonrió afable la llegada de la muchacha. Ella detuvo sus pasos y posó sus ojos en mí el tiempo suficiente para intentar recordar en dónde me había visto antes. Yo, agazapado tras Casio, miraba sus ojos con ese aspecto de bobo asustado que debió mostrar Diógenes en Corinto mientras con un candil buscaba un hombre en pleno día, pero, a diferencia del griego, sin el menor asomo de cinismo en mi rostro. Después apartó de inmediato su mirada, disimulando que recordaba mi cara y el lugar donde la había visto poco antes, y volvió el rubor de sus ojos hacia Casio—. ¡Qué hermosa estás, Prenestina! ¿Puedes darme noticias de tus hermanas, de Veneria y también de Sabina? ¿Están bien de salud?

—Sí, muy bien, Cayo Casio. ¿Vienes a visitarnos?

—Bueno, en realidad… —Casio tomó mi brazo e hizo que me adelantara—. En realidad deseo que conozcas a mi amigo Marco Junio Bruto, un hombre de grandes talentos, y lo digo en todos los sentidos de la palabra. Como verás es muy apuesto, es joven, rico y afortunado. Su fortuna consiste en ser amigo mío, claro está, y en los muchos sestercios que atesora su padre, también es cierto, pero si en algo es valioso este ciudadano que te presento es…

—En que es mudo y no sabe hablar —Prenestina rió con una franqueza insultante, y si hasta ese momento estaba avergonzado y sin saber qué hacer, con su burla me irritó tanto que, enrojecido por el pudor pero también por la rabia, tiré dos veces de la manga de la toga de Casio y le indiqué con la cabeza que sí, que le dijese que, en efecto, era mudo. Casio, sin acertar a comprender el juego en ese instante pero complacido después con la chanza, en cuanto entendió lo que deseaba recobró su aspecto digno y continuó:

—Muy cierto, Prenestina. Mi amigo Marco Junio Bruto es mudo…, y además oye mal por el oído derecho. Si quieres decirle algo, habrás de esforzarte con tu voz y dirigirla hacia su oído izquierdo.

—Sordo no, sólo mudo —le corregí con asombrosa naturalidad, sin dar al tono de mi voz la menor importancia.

—Ah, ya curó de la sordera. Ahora es sólo mudo —dio en decir Casio muy serio, mas conteniéndose la risa—. ¿Ves? Ya te dije que era un romano con grandes talentos.

Prenestina se enfadó. Nos miró con desprecio y, herida por nuestra burla, hizo un gesto a su sirvienta para que la siguiese y se dispuso a entrar en el portal. Entonces yo, tomándola suavemente por su brazo, la retuve a mi lado.

—Perdona esta broma, hermosa mujer. Lo que Casio ha querido decir, sin que con ello pretendiese ofenderte, es que al verte en la avenida he quedado mudo de la impresión, y juro por los dioses que si ahora puedo hablar es porque no deseo perderte. Te ruego que nos perdones y que, si no es desagrado para ti, me permitas verte otro día.

—Si hallo tiempo, lo pensaré.

Y, sin añadir una sola palabra, se dio media vuelta y se adentró en la casa, quedándome allí deshecho por el desplante pero emocionado también por las esperanzas que sus palabras me permitían abrigar. Casio pasó su brazo por mi hombro, rió mucho y me arrastró calle abajo hasta la Via Sacra, por la que retornamos al Foro.

Era la hora undécima del solsticio de verano. Por el camino me dijo que podía amarla sin temor, que conocía la mirada que me había dispensado y que había sido mucho más explícita de la que le concedió su hermana Veneria antes de concederle el resto de sus favores. Vuelve mañana, me dijo, y espera su salida a la hora octava. Si a la hora décima no está entre tus brazos, es que aún no te ha perdonado. Pero si es como sus hermanas, no hay razón para la duda.

Estuvo acertado Casio, oh Cino. Al día siguiente, desde la hora octava hasta casi la nona, paseé delante de su ínsula por el medio de la polvorienta vicus, mirando una ventana en la que con frecuencia se ahuecaban las cortinas y asomaban parte de sus rostros dos jóvenes algo mayores en edad que Prenestina, sus hermanas, y una vez ella misma. Y antes de la hora nona, hermosa como un amanecer y altiva como una embarcación egipcia, salió por el portal, se acercó hasta mí y con la gravedad marcada en su cara me dijo:

—Lo he pensado mucho y creo que puedo perdonarte.

—¿Me acompañarás entonces? —le pregunté.

—No deseo otra cosa.

Aquéllos fueron días de mucho amor y muchas penas, amado Cino. Veía a Prenestina cuando mis obligaciones me lo permitían y la Escuela me dejaba tiempo para sentir su aliento sobre mi pecho. Nos tendíamos en un diván, en su casa, y comíamos, bebíamos y nos amábamos desde el mediodía hasta que el sol se ponía por Ostia. Su virginidad fue un regalo que me ofreció dos días después de aquel primer encuentro, y en su totalidad la amé durante diez meses hasta que la odiosa muerte me la arrebató. Después amé su memoria muchos años, nunca nadie entró tan dentro de mí ni con tanta contumacia, y hasta su olor aún puedo rememorarlo aunque hayan pasado décadas. Hija de un dios desconocido, en aquellos días me entregó su pureza y su malicia, sus gozos y sus miedos, su apasionada juventud y su alma sin mancillar. Cuando, fatigada tras el ardoroso combate, reposaba su cabeza en mi pecho en silencio y sin más aliento que el que restaba a su resuello, miraba mis ojos intentando adivinar si me había complacido, si era digna de mí y si alguna vez le confesaría mis verdaderas intenciones. Siempre tuvo miedo de que la abandonase, en ocasiones me revelaba que sus peores pesadillas eran las que le hablaban de mi desprecio y huida, de su soledad y desamparo, y que cada noche antes de dormir oraba a los dioses para que alejasen de ella la nostalgia de mi ausencia y el miedo a un nuevo sueño de orfandad. Entonces yo era libre, mis padres no habían concertado aún mi matrimonio ni tan siquiera habían hablado de compromiso para mi casamiento con otra doncella de alguna familia amiga. Podía, pues, comunicar a mi madre mi enamoramiento y confesarle mi amor por Prenestina, pero un día por otro fui dejando la decisión y nada le dije tampoco de mi deseo de llevarla a vivir conmigo. Desconozco ahora las razones que me impidieron hacerlo, seguramente mi madre hubiese visto con buenos ojos mi elección, pero no así mi padre, que habría objetado la escasez de la dote, si acaso existiese, y lo desconocido de la familia a que pertenecía, pero para mí aquellos detalles eran tan ligeros y pueriles que ni siquiera pensaba en ellos, me bastaba perpetuar mi complacencia en su compañía, porque tanto la amaba, tan grande era mi felicidad, que hacer planes de futuro parecíame una forma ruin de alterar el pausado camino del deleite que nos embriagaba. Y cuando al fin reparé en ello, pasados al menos tres meses, la noticia de que Prenestina esperaba un hijo impidió que trazase mis pretensiones. En cuanto lo supe salté de alegría, alcé mi copa y anuncié que correría a comunicar a mi madre la buena nueva, al objeto de fijar fecha para los esponsales, pero Prenestina, inteligente y prevenida como pocas mujeres, me lo impidió, argumentando que si así lo hacía mi familia daría en pensar que se había servido de mí para conseguir una mejor posición en Roma y que nadie creería en su inocencia ni en la inocencia de nuestro amor, por lo que mejor haríamos esperando al nacimiento del hijo para después, si aún persistía mi intención, exigir que nuestros deseos siguiesen el curso que las estrellas nos habían marcado y formalizar así nuestro destino. A pesar de mi insistencia, su voluntad fue más fuerte y, como en nada quería disgustarla y además en aquellos días ocurrió que el Senado designó cónsules a Cneo Pompeyo, Marco Licinio Craso y Cayo Julio César, formándose el Triunvirato que tantas preocupaciones trajo a los más principales ciudadanos, entre ellos mi padre, opté por seguir sus firmes deseos y mantener en secreto su embarazo y mi paternidad. Me equivoqué, ahora sé que me equivoqué, Cino, y que la vehemencia que tanta fama me ha dado para alcanzar cuanto he deseado en la vida en aquellos días me abandonó y, tal vez porque el amor embrutece y mengua el carácter, no insistí en hacerla mi esposa y atenderla como debía. Prenestina murió en el parto, junto a su hijo malogrado fue enterrada, y ni siquiera se me permitió estar a su lado en tan difíciles momentos. Sus hermanas, que no veían con buenos ojos la insistencia de la menor en guardar secreto de su estado, creyeron mía la culpa por no haber celebrado las bodas y no me avisaron del momento del parto ni quisieron darme detalles del desenlace hasta que se los exigí con violencia. Sólo pude desahogar mis lágrimas en brazos de mi madre y tampoco con profusión, pues poco consuelo encontré en quien mucho se enojó con mi comportamiento y me acusó de no haber cumplido con dignidad mis deberes de ciudadano romano, cuando yo habría de haberle expuesto mi caso y ella, aseguró, me hubiese comprendido y ayudado, al igual que a la muchacha. A mi padre, por el contrario, que preparaba la guerra contra Pompeyo, en nada le afectó la noticia y ni una palabra de alivio salió de su boca, ni aliento alguno que sosegara mi desesperación.

¿Reparas, oh Cino, en lo poco que te he dicho acerca de mi padre con tanto como hasta ahora he hablado? ¿Descubres cuánta distancia se recorre entre sus sentimientos y los míos? ¿Por qué ahora, en este momento, advierto con inquietud que nada representó para mí? Cierto que no recuerdo haberle amado nunca, sólo respeto filial y obediencia debida le guardé, y ahora que pienso en él le siento distante, innecesario y superfluo en los días de mi vida. Tal vez sea cierto que no haber sido hijo de su naturaleza, no ser sangre de su sangre, confundiese mis afectos. Pero no logro sentir amor por él ni siquiera hoy, cuando, en vísperas de muerte, los afectos se muestran más vivos. Manifiesto mi adoración por mi madre, mi admiración por Catón, mi amor por Porcia, mi cariño por mis hermanas y hasta extraños sentimientos contrapuestos por Julio César. Mas en mi padre Junio Bruto sólo hallo indiferencia y frialdad. Cuando murió, en casa se guardó luto. Servilia lloró sin consuelo y hasta el propio César recriminó públicamente a Pompeyo la culpabilidad de aquella muerte. Pero yo sólo recuerdo que la noticia me incomodó porque incomodaba a mi madre y llenaba de congoja los ojos de mis hermanas, no porque mis ojos derramasen lágrimas ni mi espíritu precisara de ellas. ¡Ahora comprendo muy bien que quien pasó por mi padre no pudo serlo! ¡En todos los días de mi vida no he tenido tiempo para ver con tanta claridad como ahora veo! Si él hubiese engendrado mi vida, con seguridad me hubiese afectado el fin de la suya. Junio Bruto murió traicionado, asesinado por la espalda por decisión personal de Pompeyo cuando sus ejércitos, sirviendo a Lépido, ocupaban ya gran parte de Italia y toda la Galia Cisalpina. Pompeyo fue contra él en Módena y, al abandonarle su ejército pasándose a las filas enemigas, mi padre no tuvo más solución que poner su persona a disposición del gran Pompeyo, quien decidió darle una escolta de caballería y obligarle a llegarse a una aldea a orillas del Po, en donde habría de permanecer prisionero al cuidado de Geminio, que no obstante al día siguiente le quitó la vida, cumpliendo órdenes. Junio Bruto fue asesinado y aquella muerte me irritó por cuanto tenía de traición, no por cuanto tenía de muerte. Me hirió la traición y el dolor que sus consecuencias causó en mi madre, en mi familia y en mi casa, pero su desaparición física fue un hecho que entonces no entendí como ausencia sino sólo como confusión. Sí, mis sentimientos fueron confusos, y si sentí irritación por la forma en que había muerto, no la sentí por la simplicidad del óbito, que no quebraba rama alguna del árbol de mis sentimientos.

Mas no perdamos más tiempo en aquel que pasó por mi padre, Cino, pues no tengo tiempo para pensar en él, y déjame que te acabe de contar el insoportable dolor que sentí a la muerte de la hermosa Prenestina, una punzada ácida que removió mis entrañas y se complació en hurgar la más grande herida que mi espíritu vivió en aquellos años y tal vez en todos los restantes de mi vida. Prenestina y mi hijo fueron enterrados en fosa común y sus restos incinerados sesenta días después, junto a los de otros muchos romanos. Visité a diario su sepultura desde su muerte hasta su desaparición tras la hoguera general, y a su lado pensé en el significado del amor, en la evanescencia de la vida y en la inevitabilidad de la muerte. Cuántos pensamientos de los filósofos griegos encontré en mi memoria para dar fuerzas a mi debilidad y delicadeza contra la fortaleza de la muerte. Cuántas de las sentencias griegas me repetí para combatir el dolor de aquellas heridas. Pero ni estoicos, ni cínicos ni nihilistas sirvieron para aliviarme ni para contener los sollozos que vertí en aquellos días.

Llevé flores, compuse odas y recité poemas; reviví su mirada turbada y sus pechos cohibidos para sentir cerca su aliento; caminé entre otras muchas sepulturas leyendo nombres de mujer y buscando fechas en las muertes tempranas para consolarme de mi mal con el mal de tantos otros amantes. Pero sólo el Destino, llevándome pronto a otros negocios, fue bálsamo para cerrar una herida que hasta hoy creía cicatrizada por completo y que ahora veo, tan asombrado como entristecido, que nunca dejó de supurar vaharadas de un amor inigualable, ni en el espacio ni en el tiempo.