Mi infancia, amado Cino, la recuerdo blanca, luminosa y breve. Ya sé que no es fácil en la gran distancia distinguir con precisión los colores, la tonalidad diversa de su gama que en los recuerdos se conservan o acaso se imaginan, pero por alguna razón que no sé alcanzar a explicar sólo un color sobresale en los sucesos de mi pasado, sólo uno que en él prevalecen y en él se encuadran, el blanco, a saber por qué caprichosa decisión de las voces de mi memoria. Sí, Cino, aquellos tiempos de infancia sin males ni reproches, aquella época de miradas, curiosidad y sorpresas, fue blanca y breve, como casi toda ventura lo es, y aunque ya me siento tan cercano a la muerte que por fuerza no he de gustar de bobadas infantiles ni he de tomar en consideración lo insípido de edad tan blanda, lo cierto es que, al rememorarla, se me representa luminosa y feliz, grata, un tiempo en el que ojalá hubiese anclado la nave de mi vida para permanecer allí hasta el fin de mis muchos días, desafiando al destino y contradiciendo a los dioses en su imperativa decisión.
Recuerdo también que la casa de mis padres, que hacía esquina entre la Vicus Collis Viminalis y la Vicus ad Malum Punicum, cerca de la ínsula de Aurelia, era espaciosa y cómoda, tenía un gran patio central y a su alrededor estaban los comedores y triclinium, las grandes cocinas, tres letrinas, siete cuartos de estar y dos salas de baño. Al fondo, siguiendo un largo pasillo, se encontraban las silenciosas caballerizas, la granja siempre alborotada y unas estancias que ocupaban los sirvientes y los esclavos y en las que me gustaba jugar más que en ninguna otra parte de la casa. En el patio, junto a una fuente de agua continua y la estatua del dios Cupido, por el que mi madre siempre sintió gran devoción, había varios cidros y un peral, tal vez por eso me han complacido desde pequeño los colores vivos verdes y amarillos, y un banco de piedra gris desde el que mi madre me decía cuándo tenía que estudiar, cuándo estaba distraído y cuándo podía lastimarme si intentaba trepar a los árboles o me inclinaba en exceso sobre la fuentecilla para contemplar mi rostro en el espejo de las aguas quietas. Desconozco la atracción que los espejos surten sobre los humanos, Cino, ignoro la naturaleza de ese misterio, pero si algo impresionó mis ojos hasta el punto de poder recrearlo hoy con toda fidelidad, es mi rostro de niño en aquellas aguas levísimamente agitadas, mi rostro y el de mi hermana, allí apresados para que mi memoria hoy pueda seguir contemplándolos sin sombra capaz de borrarlos, difuminarlos o distorsionarlos. Rostros bien trazados en un espejo de aguas temblorosas que también reflejaban fielmente la llamarada del sol y las mil chispas de luz que flotaban inquietas sobre ellas. Recuerdo mi rostro de niño con facciones ya adultas, como si el mentón y los ojos se hubiesen agrandado antes de tiempo, y la dulce cara de Junia, mi hermana, sonriente de continuo hubiese o no motivo para ello, con los cabellos dorados y una mirada ágil y malvada que sabía utilizar tan bien como el beso meloso en la frente de nuestro padre cuando su ceño marcado avisaba un leve castigo por alguna acción u omisión cuya indignidad nunca llegábamos a comprender con exactitud.
No serían todos así, estoy seguro, pero ahora no puedo recordar más que los días radiantes de sol. Juraría que durante toda mi infancia los días fueron asoleados, luminosos y calientes. Cuando mi padre estaba fuera, de viaje o en los juegos, solía aparecer por casa Cayo Julio, un joven huesudo de aspecto enfermizo y ojos saltones que miraba a mi madre con dulzura y que en cuanto reparaba en mí y veía a mi madre ruborizarse ponía su mano sobre mi cabeza y repetía las mismas palabras:
—Tú serás un gran guerrero. Marco Bruto.
—Déjale que estudie primero, Julio —replicaba mi madre—. Antes le prefiero filósofo y poeta, que para la guerra ya le llamará Roma si le necesita.
—Pues a mí me gusta la guerra —decía yo, antes de echar a correr por el patio gritando y acosando con mi espada de madera a los invisibles enemigos creados por mi imaginación.
Pronto, sin saber por qué, me empezaron a disgustar las frecuentes visitas de Cayo Julio a la casa de mis padres. Acaso porque me pareciera que a mi madre le alteraban, le ponían nerviosa, o excitada, no podía definir muy bien su estado agitado; o tal vez porque en cuanto aparecía por la columnata y ponía su pie en el peristilo ajardinado de la piscina mi madre daba orden de que nos llevaran lejos de su presencia, a un tablinum o a mi cuarto de estar, no volviendo a verla en toda la tarde hasta la hora de la cena en el comedor de diario. Una vez volví mi cabeza al irme, desde lejos, y pude ver con mis ojos de niño cómo mi madre y Julio se estaban diciendo algún secreto al oído, de lo cerca que se hablaban. Entonces no imaginaba en absoluto las razones de tan frecuentes visitas, ni alcanzaba a establecer relación alguna entre el hecho de las mismas y la ausencia de mi padre, la malicia es una ciencia que se aprende, no un instinto con el que se nace, y ni siquiera reparaba aún en lo que podría haber de malo en aquellos discretos encuentros cuando un atardecer, escondido tras un amplio cortinaje en el que jugaba a las tinieblas con mi hermana, pude oír por casualidad una conversación airada entre mi madre y su marido. Mi hermana Junia, más pequeña que yo pero como todas las mujeres más despierta y mejor dotada para percibir el interés de una conversación morbosa, se llevó un dedo a los labios, pidiéndome silencio, y juntos prestamos atención a una disputa en la que continuamente yo me perdía, pero que a ella, a juzgar por la inmovilidad de sus ojos sin parpadeos y el interés con que la seguía, le debía resultar comprensible del todo.
Recuerdo que permanecían de pie, ella mirándole inmóvil, él paseando de aquí para allá sin posar sus ojos en ella sino muy de cuando en cuando. La sala de estar, muy grande, estaba abierta al patio interior y por su ventanal entraban aún las últimas luces de la tarde, iluminando la estancia. Puedo verlo todo muy bien, como si aún estuviese allí: en aquel rincón una estatua de la Bona Dea que mi madre recibió de sus amigas como regalo de bodas; en el centro de la sala una gran mesa de mármol verde sobre la que se amontonaban tablillas, cinceles, papiros, pluma y tinta para escribir, y un cestillo con su labor de costura; acá, a la izquierda, dos sillas plegables de madera y cuero; al otro lado, enfrente, un diván de tejido blanco en los que a veces mi padre leía hasta el amanecer; y sobre una mesita de tres patas de bronce, imitando las garras de un león, de madera oscura, dos cálices de oro y una jarra de barro, y en la jarra una buena cantidad de vino rojo.
Junio Bruto estaba, como te decía, paseando sin rumbo por la estancia con el semblante preocupado, seguramente irritado pero conteniendo sus emociones para intentar no alterar, con su ira, el verdadero sentimiento que le producía cuanto iba a decir. Servilia tampoco se alteraba, casi nunca presencié sus enojos y hasta hoy he creído que el buen carácter es una de sus más grandes virtudes, y cuando hablaba, aunque mucho de lo que decía no lo entendiera, me pareció que respondía a la verdad y a la razón, pues se expresaba de manera segura, firme y sin titubeos, sentenciando cada una de sus frases.
—Me he cruzado con el joven Julio César cerca de nuestra casa —mi padre inició aquella conversación tanteando el terreno, informando de algo que ella sin duda conocía—. Parecía un poco alterado, caminaba muy deprisa, apenas si se ha detenido a saludarme.
—Ha venido a vernos —mi madre le miró sin avergonzarse—. Es un joven encantador y muy considerado.
—¿Otra vez de visita? Va ya para dos años que casó con Cornelia, la hija de Lucio Cornelio Cina, y no menguan ni sus visitas a nuestra casa ni la afición que parece haberte tomado. ¿No crees que nos frecuenta demasiado? No es que me importune su presencia, claro está —pretendió aparentar hospitalidad mi padre, pero no resultaba convincente—, lo que me inquieta es si con tanto festejo el joven Julio tendrá tiempo para atender a sus deberes públicos y privados. —Hizo una pausa para tomar aire antes de proseguir—: Opino que le convendría prestar más atención a su formación porque está llamado a grandes empresas en el nombre de Roma, no se habla con más aprecio de otro joven en el Foro, y acaso pierda demasiado su tiempo con tanta vida social. ¿No piensas como yo?
—Sí, puede que tengas razón —mi madre se expresó con la mayor naturalidad—, pero le gusta venir a ver a Marco, ya lo sabes. De todas formas, hoy me ha dicho que pronto habrá de viajar, por largo tiempo. Durante ese viaje tendrá buenas ocasiones de ampliar sus estudios y aprender a…
—¿Sigue siendo tu amante? —la interrumpió Junio Bruto, mirándola apenas un instante.
—Sí —afirmó mi madre, sin alterar su serenidad ni por un momento. Su marido tampoco se inquietó. Continuó su paseo por la estancia sin detener sus pasos, conformado o acaso impotente para quebrar la resolución del destino. Resignado. Parecía llorar por dentro aunque nadie hubiese podido asegurar que así fuese. Su rostro era serio, grave, pero no reflejaba ninguna emoción. Mi madre, tras guardar unos segundos de silencio, siguió hablando, sin variar el tono ni dar motivo a la disputa—. No puedo evitar amarle como no puedo evitar amarte a ti. Junio. Nunca te lo he ocultado ni creo que merezcas que tu esposa sea indigna de ti manteniéndote al margen de los sentimientos de su corazón. Le amé antes que a ti y cuando te conocí supe que mi capacidad de amar era tan grande que podía halagaros a los dos y aun así tener en mi pozo agua bastante para amar a nuestros hijos apasionadamente. No debes afligirte por ello, esposo mío, porque por mucho que a él le quiera, a ti te prefiero, y si llegado fuese el momento en el que me obligases a elegir entre dejar de verle o dejar de ser tu esposa, mil veces le dejaría con tal de ser tu esposa tan sólo un día más. Pero sé también de tu sabiduría en las cosas del amor, que comprendes que por dejar de verle no por ello dejaría de amarle, y que la infelicidad de pretender inútilmente ignorarle sería una mancha de pena que a ti te apenaría también. Dejemos pues las cosas en su sitio, no permitamos que en nada modifiquen nuestro amor, que yo por mi parte cuidaré, por tu buen nombre, de que mi afición por él no trascienda más allá de la piel de mi pecho y en cambio de mi devoción por ti tengan conocimiento hasta los gastados marfiles del Templo de Quirinus.
—Sí, acaso tengas razón —Junio Bruto cerró los ojos sin detener su caminar hacia ninguna parte—, pero un esposo no debe…
—No hables así, Junio. —Servilia se acercó y le abrazó con una mano mientras con la otra le sellaba cariñosamente los labios—. No debes pensar así ni por un momento. Cuando nuestras bodas fueron decididas por nuestros padres sin conocernos nosotros, yo amaba a Cayo Julio desde hacía mucho tiempo, y por esa causa te advertí que no podría entregarte mi virginidad la noche de los esponsales. Te lo expliqué y tú lo comprendiste porque, desde el principio, el deseo que nació entre nosotros fue más fuerte que el peso de nuestras tradiciones. Los brazos de Julio César no debilitan mi amor por ti, sino que lo acrecientan mientras se ensancha en él. Sí, sé lo que piensas y la insana confusión que mis palabras engendran en tu corazón, lo sé, pero es tan inevitable… —dijo, y en su rostro apareció la congoja hasta que lo cubrió con sus manos.
—No es sólo confusión, Servilia. No es sólo el ovillo de la confusión. Es el dios de la duda quien devora mis noches de vela —Junio paseaba y parecía hacer recuento de las baldosas que pisaba.
—¿Dudar tú? —mi madre le abrazó aún más fuerte—. ¿Puede tener dudas el ciudadano más amado por Servilia? No, esposo. No hay razón para que dudes de mi amor por ti.
—¡Por todos los dioses, Servilia! ¡Suenan tan huecas tus palabras…! —se irritó mi padre, alzando los brazos para despejar de su camino las brumas que se interponían en su futuro.
—Tal vez suenen huecas, esposo, pero salen de un corazón enamorado como lo está el mío. —Servilia bajó los ojos y suspiró apenas, intentando ahuyentar la tristeza que atormentaba a su marido—. No dudes de mí, amor mío, ni tampoco invoques con ira a la divinidad. ¿Acaso somos culpables los humanos de ser de la estirpe de los dioses? ¿Es que preferirías descender de los ecos del hielo, en donde los sentimientos se congelan y mueren? Dioses y humanos sólo nos distinguimos porque ellos son inmortales y tienen fuerzas sobrehumanas, pero en lo demás compartimos las mismas pasiones, el destino nos mueve por idénticos hilos de amor y de odio y ambos, muchas veces mezclándonos y procreando, nos hemos hecho de la misma materia, tejida por lascivas pasiones, ardientes amores y oportunas seducciones, cuando no violaciones, raptos y desenfrenados instintos. Ni tú ni yo, Junio Bruto, hacemos los designios ni labramos los destinos. Acerca tu oído a los dioses y te dirán lo cierto de mi amor. Te amo tanto que sufro hasta en sueños viendo tu dolor, me matarías si me repudiaras y yo preferiría morir antes que repudiarte a ti, pero déjame que te suplique que no dudes de mis palabras porque, si ya no confiaras en mí, lo que el exceso de amor no es capaz de destruir en mi corazón lo rompería en un instante tu desconfianza. En los viejos tiempos, sabiendo de mi adulterio, hubieses tenido derecho sobre nosotros hasta cobrarte nuestra muerte, pero aquellas costumbres han dado paso a tiempos distintos. No tienes derecho sobre mí como yo no lo tengo sobre ti, pero gustosa daría mis ojos y mis manos si así pudieses amarme como yo te amo. Porque más predilección, por mucho que te esmerases, te juro por Mercurio que no podrías sentir. Abrázame, Junio. Abrázame y no te atormentes, porque sabes que tu mujer te venera y siempre será así.
—¿Partirá Cayo Julio en breve? —preguntó Junio dejándose abrazar, y en su pregunta se encerraba un deseo burdamente expresado de que César se alejase cuanto antes de su vida.
—Muy pronto —respondió Servilia mientras permanecía abrazada a su marido y le besaba el cuello con gran afecto.
Mi hermana Junia dio por finalizada la escena y, volviendo a solicitar mi silencio con un gesto de su dedo sobre los labios, me arrastró fuera del cortinaje y salimos al patio, en donde seguimos jugando como si nada hubiésemos conocido. Y en realidad de casi nada fui consciente, y sólo supe entretejer aquellos hilos cuando, después de la cena, mi hermana me lo explicó a su manera y me hizo comprender.
Aquélla fue una larga noche. Me costó conciliar el sueño porque pensé mucho en quien creía que era mi padre, en mi madre y en los caprichos del amor, siempre tan arbitrarios. Pero en ningún momento consideré culpables ni a uno ni a otro, ni tan siquiera a Julio César, por mucho que mis sentimientos hacia él no fuesen amistosos por las razones que ya te he explicado. Es curioso cómo un niño puede pensar en asuntos tan propios de adultos y, aunque parezca ausente en ellos, racionalizarlos y digerirlos a su modo y conservar en su recuerdo, de manera indeleble, zozobras de los mayores como si le fuesen propias. Si aún me acuerdo de ello, Cino, es porque aunque entonces no lo supiese, lo cierto es que me impresionaron y se quedaron en algún lugar de mi ingenua memoria acompañándome toda la vida. Y a veces dudo si acaso, cuando me llegó la hora de tomar esposa, ya adulto, tomé decisión por Porcia, que ya era madre de Bíbulo, en imitación no consciente a mi madre, que me tuvo a mí de amores diferentes a los de quien era su marido y en mi infancia yo tomé por padre. Pero no; la única verdad es que me casé con Porcia porque era hija de Catón, mi tío y maestro, el hombre de quien todo lo quise aprender y, como también pusiese predisposición a ello, cuanto viniese de él fue para mí siempre sagrado.
De niño acudí a escuelas en las que mis maestros me enseñaron las letras y los números, aprendí a leer y a escribir y supe de las ciencias matemáticas los secretos de su irritante infalibilidad. ¡Cuánta admiración me producía conocer que había números que multiplicados al derecho y al revés daban el mismo resultado, o que poco importaba si se sumaban cónsules o asnos, que la solución era la misma! Entonces no entendía que pudiesen tener el mismo valor, ni siquiera matemático, los grandes hombres y las míseras alimañas, pero cuantas veces repitiera la operación, siete cónsules gordos y tres cónsules flacos sumaban diez al igual que siete ratas grises y tres negras. Si muy pronto llegué a odiar las matemáticas fue por su ufana exactitud, por su presuntuosa perfección. Los números nunca se equivocaban. La perfección me ha disgustado siempre, y no por ser algo perfecto en sí mismo sino porque todos lo reconozcan sin más y no haya cuestión sobre ello. ¿Por qué cien más cien es siempre doscientos sin que importe que haga calor o esté nevando, que la operación se haga en Roma o en Britannia o que quien sume sea patricio o esclavo? Siempre creí injustas las matemáticas, tan injustas como detestables. Durante toda mi vida sólo me he servido de ellas para contar soldados, barcos y sestercios, porque en lo restante nunca las he tomado como valor y las he repudiado por su insolencia. En cambio presté toda mi atención al ejercicio del latín y del griego, alentado porque pronto descubrí que aquél me sería de gran utilidad para las contiendas en el foro y para las arengas que, si llegaba a ser soldado, durante mi vida habría de dar; y con éste podría entenderme bien en las reuniones de sociedad, en las que ya entonces se había impuesto el griego como lengua de uso distinguido, así como para mis cartas, pues también me enseñaron que si imitaba bien la concisión de la lengua en la forma en que se habla en Esparta, era sencillo pronunciarse ajustadamente y dotar a las expresiones de una cierta ironía muy contundente a la hora de obtener cuanto necesitara. Así, antes de cumplidos los diez años, mi latín era bueno y mi griego eficaz y, siguiendo los consejos de mi tío Catón, que afirmaba que el orador es un hombre con habilidad para hacer prevalecer el bien, me entregué a la filosofía para conocer a los sabios griegos, sus pensamientos y sus discípulos, sin que de ninguno de ellos dejase de aprender alguna buena enseñanza. A los doce años ningún filósofo me era desconocido, de ellos aprendí el cinismo y el estoicismo, con ellos me ejercité en Retórica y en Oratoria y de su mano alcancé a comprender que para afrontar la vida sin temores debía hacerme preguntas como quiénes somos, de dónde venimos, a dónde vamos, cuál es el poder de los dioses y cuál el albedrío de los hombres para elegir de entre todos los caminos posibles el más recto para llegar al único destino que al nacer nos viene marcado. En aquellos tiempos los padres eran los encargados de educar a sus hijos, el propio Catón el Viejo se enorgullecía de haber enseñado a su hijo a leer, escribir, combatir y nadar, pero al no tener yo un padre dispuesto a ello, con gusto me dejé guiar por el magisterio de Catón y por los otros maestros y académicos que enseñaban en las Escuelas.
Con ánimo predispuesto y un carácter que todos coincidían en reputar de sosegado, acudía a los sabios sin más propósito que el de aprender y llegar a ser un ciudadano aventajado, como aquellos que tanta admiración despertaban en mí en la plaza. Un carácter, por cierto, muy distinto del de mi entrañable y amado amigo Casio, siempre irascible y presto a la disputa, pues aún recuerdo que de niños, coincidiendo con él en una escuela que estaba cerca de la Collis Quirinalis, en la Vicus Longus, durante una clase de Historia le dio una gran paliza a Fausto, el hijo de Sila. Y es que aquel mocoso, cuando el maestro nos habló de la dictadura de su padre, por cierto con gran respeto en atención al hijo del tirano que se encontraba presente, diciéndonos que venció a Mario y a Mitrídates, el rey de Ponto, que fue nombrado Dictador y modificó la Constitución, que llevó a cabo otras reformas contra el agrado de Roma y que era un hombre de gran inteligencia aunque al retirarse se había entregado a todos los excesos hasta que murió, Fausto debió de confundir en las palabras del maestro el respeto con la aprobación y la mesura con la admiración, y no se le ocurrió nada mejor que presumir ante nosotros de las bondades de la tiranía y de la bendición de los tiempos del dictador que se autoproclamó rey.
—Muy cierto, mi padre era un verdadero rey —dijo, hinchando el pecho y sonriendo con desprecio a cuantos allí estábamos—. Sila dio días de paz a los romanos y días de gloria a Roma.
—Y asesinó a quienes les disgustaba esa atemorizada paz y esa terrorífica gloria —replicó Casio, poniéndose en pie—. Oye lo que digo. Fausto, hijo de Sila: a Casio le son odiosos la tiranía y los tiranos.
—Pues trágate el odio, Casio simple e ignorante —rió el impertinente Fausto—, pues hora es ya de que vuelva la autoridad y se ponga fin a lo que ciegos como tú llaman libertad siendo tan sólo desorden. La República felizmente agoniza y yo cada día elevo preces a los dioses por su muerte.
Oyendo esto Casio, rojo por la ira y abalanzándose sobre Fausto, le estrelló en su cara varios puñetazos certeros, hasta que dio con él en el suelo. Y señalándole después con el dedo, le amenazó de esta manera:
—Si Cayo Longino Casio vive, nunca un tirano volverá a imponer su ley en Roma. Más vale que lo recuerdes, Fausto, porque además soy de la opinión de que en ocasiones es preferible segar pronto la vida de las crías de los reptiles antes que esperar a que las víboras crezcan y se tornen peligrosas para los hombres justos. Recuérdalo por tu bien.
Se armó un gran alboroto. Fausto juró venganza desde los pies de Casio, que apoyándolos en su pecho le impedía incorporarse, y tuvimos que intervenir para que por fin pudiese recobrar su figura. Salió de la escuela y durante varios días no se habló de otra cosa en los foros de toda Roma. Y tanto fue el escándalo creado y tan extendidas las polémicas que los tutores y otros parientes de Fausto acudieron a la justicia para que actuase contra Casio, acusándole de agresión y amenazas. En aquellos tiempos, Cino, los descendientes de Lucio Cornelio Sila aún conservaban influencia y amigos, hasta el punto que el mismo Pompeyo se vio obligado a intervenir para escuchar a las partes y dictar una sentencia ajustada a lo acontecido. Eran dos niños, aún no tenían más de doce años, pero Pompeyo no quería que los rencores entre familias se adueñaran de la ciudad y exigió que ambos, con sus parientes, acudiesen ante él.
Era el atardecer de un martes cuando un Casio arrogante y orgulloso y un Fausto amedrentado y azorado comparecieron ante el gran Pompeyo. El Cónsul pretendió, antes de proseguir sus indagatorias, que se reconciliasen y abrazasen, para poner punto final al pleito, pero aunque Fausto calló, Casio se expresó con claridad:
—Por mí no ha de quedar, oh Pompeyo, pero estoy firme a no escuchar impasible mofas a Roma sin alzar pronto mi brazo en defensa de la República.
—Acción y pensamiento que te honran, joven Casio —dijo Pompeyo—. Mas no creo que esté en el propósito de Fausto la burla ni el desprecio a las instituciones. Él es también un buen romano.
—¿Es buen romano —preguntó Casio mordaz— quien confunde a los dioses dándoles muestras a la vez de hijo agradecido a su padre y de hijo renegado de su ciudad?
—¿Qué quieres decir? —quiso saber Pompeyo.
—Yo sólo dije… —pretendió hablar Fausto.
Y Casio, levantando su mano contra Fausto, mirándole con una determinación desafiante y sin permitirle proseguir sus palabras, dijo en tono tan amenazador como de fingida paciencia:
—Mira, Fausto, atrévete a repetir aquí aquella frase que tanto me irritó y juro por todos los dioses que te vuelvo a bañar los dientes en sangre.
Allí acabó el pleito. Pompeyo rió y se puso en pie, recobrando a duras penas la necesaria seriedad para dictar su sentencia. Conocía ya los hechos de antemano y le había sido grata la determinación de Casio, por lo que, no encontrando pruebas para culpar a ninguno de los dos, a ambos les permitió marchar, no sin antes palmear la espalda de Casio y solicitarle que guardase sus fuerzas para cuando Roma precisase de ellas. A Fausto, por el contrario, que abandonó la sala intimidado, consolado por sus parientes, ni siquiera le despidió.
También en aquellos años de Escuela se me dieron a conocer otras materias científicas y humanísticas, como el arte de la versificación y la aleación de los metales, y sobre todo la asignatura Gramática, a la que más importancia se daba en aquellos días. Me ilustraron también en la forma en que ha de mirarse el cielo en la noche y en los secretos que guarda el alma luminosa de las estrellas, si bien es cierto que ni en Astronomía ni en Astrología conseguí llegar a ser buen discípulo. Ni en otras ciencias de mucho pensar en las que con mis condiscípulos quise ser buen conocedor. Pero las enseñanzas que más me impresionaron fueron las referidas a la Jurisprudencia, y no sólo por la honrosa memoria que merecía Quinto Mucio Scevola, hijo de Publio Mucio, que fue procónsul en África, pontífice máximo y luego asesinado por Fimbro siguiendo órdenes de Mario. Más que el mérito de haber sido el gran sintetizador del Derecho y que de sus enseñanzas siguieran todos los principios del derecho civil que después hemos conocido, lo que más me admiró conocer fue que era miembro de la afamada familia de los Scevola, descendiente del linaje de aquel Cayo Mucio que hace quinientos años defendió a Roma de Porsena, el rey de los etruscos, y para evitar que la ciudad siguiese sitiada se adentró en la tienda del etrusco con la voluntad de asesinarle. Le confundió la oscuridad de la noche y la negritud del interior de la tienda y, hundiendo su espada, dio muerte a un miembro de su séquito en vez de a su gran enemigo. Descubierto así, y apresado, fue llevado a presencia del rey Porsena que, al amenazarle con la tortura, obtuvo de él una respuesta asombrosa: Mucio extendió su brazo, puso su mano sobre el brasero en llamas y la dejó arder hasta consumirse del todo, diciendo que así castigaba él el error de su mano. Asombrado por su valentía y admirado por su firmeza, el etrusco Porsena no sólo le perdonó sino que firmó la paz con Roma, y desde entonces a Mucio se le dio en llamar «Scevola» o «mano izquierda» para que todos recordasen su heroicidad. Mi amor por el Derecho, pues, creo yo que más habría que apuntarlo en la gesta de aquel héroe que a las doctrinas que en aquellos días impartieron mis maestros, tan esforzados y sabios como poco justamente valorados por mí.
Pero la ciencia que no enseñaban en la Escuela y más interés poníamos todos en conocer, la del Amor, me vi en la obligación de aprenderla en las calles de Roma con algunos amigos de cuyos nombres ahora no hago memoria y con los que un buen día decidí que había llegado el momento de acrecentar nuestra cultura en los usos y costumbres romanos. ¡Cuánto nos reíamos denostando sin piedad a nuestros gobernantes por puritanos y retrógrados, por no haber sabido conservar en Roma a las bellas iniciadoras, aquellas jóvenes hermosas de Grecia que a los atenienses educaban en las deliciosas artes del amor desde su más temprana infancia! ¡Cuánto disfrutábamos intentando averiguar dónde se encontraban las casas de lenocinio, pretendiendo identificar a las rameras y soñando con las más adecuadas para iniciarnos con provecho en las artes de la lujuria y de la voluptuosidad! Éramos unos chiquillos, sabíamos que ni siquiera ellas nos considerarían, y además no disponíamos de unas cuantas monedas para compensarlas, pero la voluntad es fuerte cuando la decisión es firme y tal vez por nuestro afán de crecer antes de tiempo, o por pensar que no podíamos posponer por más tiempo nuestro crecimiento, marchamos ávidos en busca del desconocido placer y, con artes que no recuerdo pero supongo no alejadas del pequeño hurto familiar, reunimos plata y cobre bastante para que ninguna ramera pudiera hacer ascos a nuestras proposiciones.
¿Qué puede extrañar, oh Cino, que nos diésemos al gozo con mujerzuelas por muy temprana que fuese nuestra edad? A los doce años ya sabíamos que la prostitución era común en Roma y que así lo había sido desde el principio de sus tiempos. En medio del frecuente tedio que hacía interminables nuestras clases, sentados en el suelo ante el pórtico de la Escuela, el maestro Marco Rufo nos había enseñado que la primera noticia que se tenía de una ramera romana procedía de antes de la fundación de la ciudad, cuando la «loba» Acca Laurentia recogió y cuidó a los pequeños Rómulo y Remo abandonados en el lecho del Tíber por Rea Silva. Y que esta puta, que una noche había hecho gozar al dios Marte, recibió el don de un marido tan rico que jamás tuvo que volver a ejercer su magisterio, salvo cuando lo deseaba su ardoroso vientre. Cada veintitrés de diciembre, Cino, se celebran en Roma las Fiestas Laurentalias en su honor, en agradecimiento público porque aquella vieja loba quiso ceder la totalidad de sus inmensos bienes a la ciudad. ¿Cómo, pues, no iba a ser un servicio tolerado y agradecido el de la prostitución si, además de ser en el pasado fundamento de la ciudad, en el presente se revelaba como el modo más eficaz de preservar la virtud de las mujeres y doncellas de Roma? Imagina, enseguida, lo que habría de pasársenos por la cabeza a jóvenes de tan corta edad intentando descubrir en qué consistiría el acto del amor, qué habríamos de hacer para consumarlo y cuáles serían las formas y usos para obtener con él los goces que se nos anunciaban y nosotros ignorábamos. Los pensamientos en la infancia son bulliciosos y desmedidos, ya lo sabes, las fantasías incontenibles y los mitos indomables, y así, fábulas indescriptibles se paseaban por nuestras cabezas y nuestro afán era sólo conocer y nuestro anhelo saber qué se escondía detrás de cuanto se nos había hablado y no nos era dado apreciar. Nos habían dicho que no debíamos acercarnos a ellas, que los cuerpos alquilados dañaban nuestros principios y perturbaban la rectitud de nuestra moral, y acaso destruyeran la salud de nuestro cuerpo, pero la tentación de lo prohibido era más una inexcusable invitación, un consejo a seguir, que una acción a repudiar.
Y eran tantos los alquileres y tantas las tentaciones que a diario llegaban a nuestros oídos que, en el torbellino de dudas y temores, las palabras de Cicerón fueron el bálsamo definitivo que aplacó nuestras vacilaciones. Porque además de las mujeres que vinieron de Frigia, Cádiz, Antioquía, Armenia, Corintio y Fenicia, tantas que poblaban la ciudad y se las veía por doquier, otras muchas romanas, libertas y esclavas, ejercían el mismo oficio, unas por necesidad, hambre, ignorancia o miseria y otras por vicio o deseo de disfrutar libremente del sexo que durante tanto tiempo les había estado vedado. Muchas de aquéllas eran pobres, feas y enfermas; la mayoría de éstas eran de familia noble, de talante libertino, satisfechas y ardientes. Las primeras cumplían su trabajo por obligación y sin afición; las segundas lo hacían sin precisarlo pero con apasionado esmero. Por desgracia, el acceso a éstas creíamos tenerlo muy difícil, no conocíamos ni su identidad ni sus lechos, pero para alcanzar a aquéllas no veíamos impedimento alguno, acaso tan sólo miedo al varapalo que nuestros padres podrían dejar caer sobre nosotros si llegasen a tener conocimiento de nuestras intenciones. Cicerón había dicho: «Un excesivo rigor prohíbe a la juventud el trato con prostitutas; pero estos principios están muy poco acordes con la licencia de nuestro siglo e incluso con las libertades, los usos y la tolerancia de nuestros antepasados. ¿Cuándo se negó ese pasatiempo? ¿Cuándo fue condenado? ¿Cuándo, en una palabra, se ha prohibido lo que se permite hoy?» Las palabras de Cicerón, Cino, fueron la llave que terminaron de abrir el portón de nuestra ya decidida voluntad, y Emilio, Marcial y yo, ahora recuerdo sus nombres, fuimos en busca de quienes en cuerpo y espíritu completasen las enseñanzas que en la escuela se nos negaban.
Emilio quería ir al Trastévere, el barrio en donde se encontraban los más sucios y baratos prostíbulos, asegurando que allí iban los jóvenes y por lo tanto no se extrañarían de nuestra corta edad. Marcial y yo, contando los dineros reunidos y pensando que cuanto más lujoso fuese el lupanar elegido menos posibilidades tendríamos de ser descubiertos, propusimos acercarnos al popular barrio de Sabura o llegarnos hasta el Aventino, a las afueras de Roma, en donde Marcial aseguraba que las mujeres eran más jóvenes y bellas, aunque también ciertamente más caras. Discutimos un buen rato, y al cabo, viendo pasar el tiempo sin que nuestros ardores menguasen, objeté con vehemencia que ya que iba a ser nuestra primera vez habríamos de buscar lo mejor y más limpio, no fuera a ser que en el lance nos contagiásemos con algún mal y después hubiésemos de exponerlo en casa para su cura. Y, convenciéndoles, sin mayores disputas nos adentramos en el Aventino, en donde el pícaro hijo de un tabernero, sonriente y agradecido por la moneda de cobre que en pago por su ayuda le entregamos, nos indicó la dirección exacta de las puertas de un prostíbulo que se disimulaba entre los frondosos árboles del jardín de una villa bien encalada.
En la Vicus Armilustri, a espaldas del Circus Maximus y muy cerca del Templo de la Luna, la casa pasaba por ser un edificio como cualquier otro, en donde cualquier familia decente podía habitar. Nadie hubiese dicho que aquello fuese un fornices ni que un lupanar tuviese aquel aspecto, y menos aún quienes como nosotros ni siquiera habíamos dado en reparar en qué apariencia tendría un lugar semejante. Era lo único que no nos habíamos detenido a imaginar en la vorágine de nuestros pensamientos. Marcial adujo serias objeciones sobre la verdadera naturaleza de aquella villa tan disimulada y cuidada, considerando la aceptable posibilidad de que el joven tabernero se hubiera confundido al indicárnosla o simplemente se hubiese burlado de nuestra inexperiencia, y Emilio insistió en que en el Trastévere no hubiésemos tenido dudas al respecto, porque allí era imposible la confusión al tratarse de largos pasillos en donde en vez de puertas había cortinas y sobre ellas el nombre, precio y habilidad de quien dentro se encontraba, o bien podían distinguirse con claridad las lobas porque se sentaban afuera atrayendo con gestos evidentes, posturas obscenas y frases soeces a los visitantes; pero en aquella esmerada villa ninguna señal externa anunciaba lo que nos habían dicho que ofrecían en su interior.
—Valor, amigos —dije poniendo fin a la estéril disputa—. Si no nos adentramos en el paraíso nunca sabremos las delicias que nos ofrecen los dioses.
—En el supuesto de que en verdad sea el paraíso que andamos buscando —replicó Emilio sin ninguna convicción—. En el Trastévere, los paraísos tienen en sus puertas un falo pintado de rojo a modo de aldaba y aquí no veo más falo que el mío, y por Marte si apenas lo encuentro.
—Pues a ver si el miedo no encoje también tus años y dan en avisar a la patrulla —repliqué—. Levanta ese ánimo, Emilio, que en la vida es mejor desear conocer que el mismo conocimiento, y he sido informado de que no hay momento más excitante ni de mayor turbación que el de llamar a la puerta. Adentrémonos pues en la casa. Probaremos y sabremos —concluí.
Aquel día puso fin a mi infancia, Cino. Al cruzar la calzada en dirección a la casa pude sentir que algo desconocido se despertaba en mí, mutando todas las claves que hasta entonces habían tenido consistencia en mi vida. Sabía que aquellas hormigas que trepaban por mi vientre y calentaban mis ingles eran sensaciones que iban a repetirse otras muchas veces ocupando el lugar de la indiferente placidez de los años dejados atrás. Era mediodía, el sol calentaba las piedras y muy poca gente transitaba por las calles. Una carreta cargada de toneles, dos soldados haciendo la ronda y unos pocos libertos con rostros de apresuramiento cruzaban la Vicus Armilustri en dirección al Circo. Ninguna mujer, como es natural. Las damas honestas no solían salir a la calle y por eso no era fácil encontrar doncellas ni señoras fuera de las casas.
Según nos acercábamos al lupanar, los tres sentíamos la misma zozobra, idéntica inquietud. La hora de las horas estaba a punto de cumplirse y sobre el reloj de sol de nuestra infancia iba a nublarse definitivamente para que ya no viésemos más el tiempo que de forma irremediable se había quedado atrás.
La casa era grande, muy cuidada, con un jardín delantero de césped recortado y mil rosales salpicados entre los muchos árboles ornamentales. Los lindes de la propiedad los marcaban dos grandes tiestos que escoltaban un camino de tierra amarilla que serpenteaba hasta la puerta de entrada de la casa, en la que, ahora que la veíamos de cerca, había un minúsculo falo de oro a modo de llamador. Sí, en efecto, aquella dirección era correcta, el joven de la taberna no se había burlado de nosotros, y mirándonos los tres, respirando profundamente y disimulando como mejor podíamos el temblor que se adueñaba de nuestras piernas y manos, apretamos los dientes, inicié yo la marcha por el camino de arena amarilla y poco después hice golpear dos veces la aldaba fálica sobre la oscura madera del portón de la domus, mientras Marcial y Emilio se quedaban junto a mí, un poco retrasados.
Una lena de edad, engalanada con una túnica verde que le cubría hasta los pies, de ojos azules, vivos y húmedos, pintados en sus bordes con carboncillo, y sonrosadas mejillas cubiertas de polvos rojos impotentes para cubrir los surcos que habían labrado sus muchos años, abrió el portón con cautela, nos miró durante un buen rato con verdadero interés, sorprendida sin duda, y, tras calibrar unos segundos el motivo de nuestra presencia en su casa, optó por sonreír maternalmente.
—¿Qué deseáis, jóvenes romanos? —preguntó con fingido afecto—. ¿Acaso os habéis extraviado?
Marcial calló, Emilio bajó la cabeza y yo, tras mirarles con energía, recriminándoles por su cobardía, dije:
—Buscamos placer. Lo buscamos y lo pagaremos.
—¡Oh, pasad, pasad! —abrió por completo la puerta la mujer con tan fingida alegría como afecto había fingido antes—. No habéis podido tener más tino en vuestra elección. Mi casa está a vuestra entera disposición y mis pupilas desearán conoceros muy pronto. Vuestra humilde servidora os da la bienvenida a su casa. Pasad, pasad. Supongo que tendréis con qué pagar, ¿verdad? Porque es costumbre pagar por adelantado… ¡Pero qué digo! ¡Cómo dudar de unos jovencitos tan apuestos como vosotros y con tan buen porte! No haced caso a esta pobre vieja, curtida ya por los años y fatigada por el sol de este día asfixiante de junio. Seguidme, si os place.
La mujer no detenía su lengua mientras nos conducía por amplias estancias hasta lo más profundo de la casa. No cesaba de hablar y hablar, sonriendo y esforzándose en que la siguiésemos prestos sin detenernos a contemplar las pinturas murales, los finos jarrones frigios y otros elementos de decoración que parecían de alto precio y refinado gusto. El silencio en aquella casa era de siesta. Sólo sus palabras interminables, como torrente desbordado, disimulaban la quietud de la pausa. Algunos esclavos negros, seguramente africanos, númidas semidesnudos y bien formados, guardaban las entradas de algunos salones. Los techos eran altos y los suelos de mármol, y a través de algunos ventanales se adentraba el sol del mediodía y se veían los cuidados jardines del gran patio central que rodeaba la casa.
—Una buena elección, hermosos jóvenes —continuaba su perorata la dueña—, pues habéis de saber que en Roma, en estos días, un ciudadano honrado no puede andar dos pasos sin toparse con mujerzuelas extranjeras y también romanas que le comprometan, y a saber qué males no portarán en sus corrompidas entrañas. Para gozar según las indicaciones de Eros se puede acudir al censo de las putas, claro está, las que habitan antros sucios y sin cuidar y que de todos son conocidas; y también es posible caer en las garras de las que por su cuenta se avían, pero éstas son las peores porque no cuidan su higiene y muchos casos conozco de las que han envenenado el sagrado príapo de hombres incautos con sus contagios y enfermedades. Tampoco fiéis nunca de las aficionadas, las que pasean por foros, termas y lugares de paseo a la búsqueda de jóvenes apuestos, como vosotros, pues sólo buscan vuestros dineros y, muchas veces, una buena posición convirtiéndose en amantes permanentes. Las encontraréis junto al templo de Isis, o en el Campo de Marte, pero no seré yo quien os las recomiende. Ni aún menos las que, cuidando la ropa en termas y baños públicos, permanecen a disposición de quien las solicite. No son discretas. Sólo en las buenas casas privadas, como la mía, las doncellas son limpias, agradables y hermosas, como corresponde a distinguidos ciudadanos como vosotros. Me habéis dicho que tenéis dinero, ¿verdad? ¡Oh, sí, claro que sí! Seguidme prestos, que mis amigas arden en deseos de conocer a tan apuestos ciudadanos. ¿Cuánto dinero tenéis?
Marcial buscó bajo su túnica la bolsa y volcó su contenido en la palma de su mano, mostrándolo. La mujer abrió los ojos apenas un instante, sorprendida por la abundancia de onzas, ases y sestercios, y después, aparentando indiferencia, recobró la serenidad y nos condujo a la última estancia, una sala con piscina en la que pude contar no menos de siete jóvenes bellamente ataviadas con sedas transparentes de pálidos colores, tules que dejaban al descubierto sus cuerpos y mostraban su juventud y armonía.
Mientras las mirábamos absortos sin decir palabra, Ática, que así se llamaba la dueña, arrebató a Marcial la bolsa de los dineros, sin que ninguno reparásemos en semejante nimiedad, porque aquella imagen, Cino, te aseguro que nos fascinó de inmediato a los tres. Llevaban los pechos recogidos con redecillas de hilo dorado, y el cabello, lacio y largo, caía sobre sus hombros entrelazado con guirnaldas de rosas. Unas eran rubias, otras del color del ébano, alguna mulata y una, de cabello de seda negra, con los ojos rasgados, sin duda provenía de lo más lejano del Asia. Luego supimos que se pintaban los pezones con carmín, para resaltar más su belleza, pero en nuestra emoción no fuimos capaces de reparar en tales sutilezas, además de que no teníamos elemento de comparación alguno para descubrir la artimaña.
—Aquí está el placer, jóvenes romanos —dijo Ática señalándonos sus pupilas y recorriendo su mano extendida por toda la estancia—. Elegid las que sean de vuestro agrado o reservaos todas ellas, que pronto os servirán vino, alimento y cuanto podáis desear. Son vuestras servidoras hasta que se ponga el sol. Disfrutad.
Sí, Cino amado, mi infancia cerró sus puertas aquella tarde y se abrieron de par en par las de la juventud. Cuando dos horas más tarde salimos de aquella casa, ahítos de amor y exhaustos de amar. Marcial, Emilio y yo mismo caminamos un largo trecho en silencio. Ática nos había gritado desde la puerta, al despedirnos, que volviésemos pronto, que las muchachas se habían quedado muy tristes con nuestra partida y suspiraban ya por vernos de nuevo, y que no olvidásemos traer monedas de plata, que eran las que más les gustaban a nuestras amantes. Como tres reos de galeras, bajábamos por la Via Triumphalis hacia la Via Sacra, bordeando el Circo, sin resuello y avergonzados, sin mirarnos siquiera y con los ojos contando las piedras de la calzada, temerosos de lo que habíamos hecho y puede que alguno de nosotros arrepentido, no tanto por el descubrimiento del amor como por la culpa de creer que lo habíamos descubierto demasiado temprano. Fue entonces cuando, de repente, Emilio, deteniéndose y mirándonos fijamente, dijo en un hilo de voz:
—Juro por todos los dioses y por Venus Erycina, la diosa que ampara a las putas, la de las nalgas hermosas, la que bien separa las piernas, que si esas dulces ninfas no han sido un sueño y por cuatro sucias monedas me pueden volver a hacer lo que hoy me han hecho, no seré yo quien desperdicie mi vida en otros placeres.
—¿Hablas en serio? ¿No bromeas? —le miré y su rostro no dejaba lugar a dudas. En efecto, Emilio Segundo Séneca, hijo de Segundo y Aretusa, murió a los diecinueve años recién cumplidos en un prostíbulo de la Sabura afectado del mal de infecciones y rodeado de tres putas, dos de Samos y una de Alejandría. En los últimos seis años sólo había tenido una razón para vivir, homenajear a Venus, quien en injusta recompensa puso por precio su vida.
Marcial, por el contrario, pronto cesó en sus visitas a la casa de Ática. De talante práctico y carente de estrecheces económicas, después de visitar aquel prostíbulo media docena de veces le compró a la pupila Dionisia, a la que cambió el nombre por el de Cosira, pagando por ella cinco denarios de oro, tras lo cual le dio la libertad y la mantuvo en su casa hasta que murió a los veintidós años al dar a luz un hijo que nació muerto. Marcial acabó su vida, si no me han informado mal, a manos de las legiones de Julio César durante la Guerra Civil, cuando ya era un célebre general del ejército de Pompeyo y un aventajado hijo de Roma.
Yo nunca volví a la casa de Ática. Una vez conocidos los lugares en donde podía encontrar compañía alquilada, y sabiendo que tanto las prostitutas como las mujeres sorprendidas en adulterio llevaban por las calles togas cortas y oscuras en lugar de la larga estola clara característica de las mujeres honradas, por lo que era sencillo reconocerlas, en los baños públicos satisfice mis necesidades cuando con insistencia me acuciaron, o a buen precio alquilaba aquellas que por hermosura me placiesen, hasta que a los dieciocho años me puse de viaje e inicié con Catón las aventuras que han marcado mi vida.
La infancia, oh Cino, es tan leve que no da tiempo a vivirla, sólo existe para que pueda ser recordada. Bien sea porque la razón no permite reparar en ella, bien porque al ser tan novedosa no es posible compararla ventajosamente con edad distinta, la infancia muere antes de que lleguemos a saber de su existencia, y luego nos obliga a pasar el resto de nuestra vida llorándola y añorándola. Decimos que acaba demasiado pronto, pero no reparamos en que mientras duraba deseábamos su pronto fin y no escatimábamos medios para que acabase. Cuando yo decidí matarla porque otra vida mejor parecía esperarme en el umbral de mi pubertad, ignoraba que nunca otros tiempos mejores llamarían a mi puerta para mostrarme mejor clima ni más sosegada existencia. La Escuela me enseñó las ciencias, la calle me adiestró en la vida y los amigos cantaron en mis oídos las músicas de nuevas etapas llenas de libertad y abundancia, mas juro por cuanto sé y por lo que fui que nunca he sido más libre que cuando era inocente ni más rico que cuando nada necesitaba. ¡Qué falsa es la vida, Cino, y qué tendenciosa se nos presenta! Daría la mitad de las horas que me restan con tal de dilucidar si no es cierto que los hombres nos emborrachamos, nos entregamos a la enfermedad y afrontamos la muerte con una sola intención, la de retornar a los años de infancia para así sentirnos bien protegidos y olvidar lo que somos, porque sólo quisiéramos ser lo que alguna vez fuimos y no lo supimos apreciar. Media vida daría, sí, Cino, media vida de las migajas que me quedan y en las que rememoro mi infancia porque tan grande es el consuelo de revivirla como honda la tristeza que me aflige por no haberla sabido extender más.