Cuando yo nací, nadie quiso o supo dar referencia de la identidad de mi verdadero padre. Todos sabían que mi madre amaba profundamente a Julio César, que retozaba con él en lujuriosas noches de goce y pasión y que de él estuvo enamorada mientras vivió. Así pues, que fuese César el hacedor de mis días como tanto se dio en hablar, e incluso en una ocasión me dejara entrever mi propia madre, o lo fuese Junio, el descendiente de un mayordomo de Junio Bruto que habiendo alcanzado la magistratura se casó con ella, es asunto que tiempo habrá de aclarar si en algún punto cupiesen dudas después de cuanto te diré. Porque has de saber, oh Cino, que de mi verdadero padre y de mi auténtico linaje siempre he pretendido hacer creer que sabía lo mismo que vosotros, por vergüenza y por cobardía, pero, desde que recuerdo, el imperio de la curiosidad me arrastró a conocer indicios ciertos que hablan bien a las claras de la identidad de mi origen y pasado, muy distinto del que hasta ahora todos creen, y en cuya confusión no he de negar que yo he aportado cuanto mis pudores y recelos me exigieron para que la verdad no saliese a relucir nunca.
Porque no, Cino, yo no nací del linaje de Lucio Junio Bruto, aquél cuya estatua de bronce está en el Capitolio tan orgullosa y destacada como las que recuerdan a los reyes que arrancó del trono, con la espada desnuda en una mano y la fiereza grabada en su rostro, expresando con claridad que no hubo otro como él, que con tanto coraje y tan admirable valor no lo hubo igual en los tiempos que pasaron. Un rostro airado que muestra con claridad que arrojó a los Tarquinos de Roma sin que le temblase el pulso, asesinando hace más de cuatrocientos años el caos de la inútil e indigna Monarquía para dar vida a una nueva era esplendorosa que alumbra y representa desde entonces la República. No es ese mi linaje, no, a pesar de que gustoso lo habría escogido como destino si en mi mano hubiese estado la posibilidad de la elección, pero la única verdad es que no nací de la estirpe de Junio Bruto porque nací del amor del tirano, de aquel lujurioso placer de Julio César que a los quince años aún no cumplidos preñó a mi madre en una de las frecuentes visitas en que fue invitado a su lecho y en él se deshacía en placeres y goces. Así es, buen amigo, así es; no te recates en contemplar ahora a este atormentado bastardo de César, mira a este hijo maldecido por el futuro y acusado de asesinar a su padre al igual que aquel otro padre, Junio Bruto, mató a todos sus hijos porque pretendieron la traición queriendo reinstaurar la crueldad monárquica que tanto esfuerzo había costado derribar. Y lo mismo que a aquel Junio Bruto no le tembló la mano ni su espada tuvo dudas a la hora de buscar su fin, al igual yo puse fin a la vida de César aun sabiendo que fue él quien me dio la mía. Aleccionado por su generoso ejemplo, también yo sé que cuando se trata de la defensa de la libertad de Roma los sentimientos personales nunca pueden interponerse, y si lo hiciesen no hay que dudar en mutilarlos sin compasión ni tardanza.
Oh, Cino. Cuando se viven tiempos de mudanza, se viven tiempos de confusión. Cuando las instituciones se ponen en entredicho y se alteran, se mancillan y se sustituyen poniendo en pie otras jerarquías distintas en beneficio exclusivo de quien las preside, la angustia se torna causa común y el miedo se convierte en cauce propicio para toda clase de injusticias y desmanes. Siempre he pensado que no es admisible para los hombres de bien que por la exclusiva voluntad de un tirano, como lo fue Julio César, se pretenda poner fin a una institución útil como la República con el único objeto de aumentar el poder personal en el más absoluto desprecio de ciudadanos y magistraturas, y frente a esa pretensión tiránica no hay que dudar en rasgar y aniquilar la vida de su autor, como hubimos de hacer nosotros, para reponer a su lugar el imperio de la libertad. La defensa de la República exigía de esa resolución, como de ese ánimo se precisa ahora para denunciar nuestro sistema de valores y pugnar por su inmediata mudanza.
Porque aunque hoy haya quien afirme que los sistemas de valores establecidos que se dicen respetados y conocidos permiten que la convivencia se regule por puntos de referencia que han demostrado sus consecuencias, que afirman que al producirse un supuesto determinado el resultado es también una conclusión siempre idéntica, y de esa lógica se obtiene tranquilidad para el conjunto de la ciudadanía, es mi parecer que no siempre es así. Mira al estado de cosas que hemos llegado: en Roma se dicen respetar unos valores que en realidad no son respetados por nadie; hemos llegado a la cima más insoportable de la hipocresía individual y colectiva. Se dicen saludar la libertad, la familia, la paz y la patria cuando lo cierto es que sólo se ama el dinero, el poder, la traición y la guerra. Los valores que en lo público se defienden con ardor, en lo privado se denigran sin miramiento, y los que en privado con reiteración se ensalzan en lo público se critican sin paliativos. Los ciudadanos más principales sólo viven para poseer mejores ínsulas, contar más esclavos, acopiar más influencias en el Senado y arcas más abultadas y exhibir un mayor prestigio personal entre el pueblo, y para ello no se esfuerzan en el arte de la guerra o en las ciencias de la Salud o del Foro, sino que, con ardides y trucos, se esmeran en las artimañas de la traición y en los círculos de la conspiración. El Tribuno quiere ser Edil, el Cuestor aspira a ser Pretor y el Cónsul sueña con ser Dictador. Después pontifican sobre los valores de Roma y sobre las leyes de la República llenándoseles la boca de babas mientras salpican pestilente saliva al expresar las palabras Roma y República, como si las tuviesen llenas de harinosas pastas de Barium. Estamos rodeados por grandes hipócritas que dicen amar a Roma cuando sólo se aman a sí mismos, que dicen amar los valores de nuestra cultura cuando en realidad sólo desearían mudarlos cuanto antes para que con su olvido se olvidasen también las fechorías que a su amparo hicieron para alcanzar oros y honores. Habría que mudarlos, sí, Cino, pero no a su gusto sino al de la libertad, para que los hipócritas tengan que rendir cuentas públicas por sus maldades y todos los ciudadanos sepan cuáles son sus valores y en qué forma han de respetarlos en sus prioridades, con escrúpulo.
Fueron tiempos de mudanza los que propició César en su intento de implantar la tiranía y a ellos se unió la confusión en su abrazo inesquivable. Deseo que comprendas, Cino, que no quedaba más remedio que obrar en defensa de las instituciones y en la aspiración de un sistema de valores que garantizara cuando menos la libertad de los romanos. En esa empresa estuve y con Casio la cimenté, alcanzando el fin que de sobra conoces. Ésa y no otra es la verdad, amado compañero; lo juro por cuanto más pueda respetar. Pregunta a los dioses y ellos te dirán que me expuse por la libertad pública, sólo y exclusivamente por ella, con el único ánimo de cercenar el mal de la Dictadura, pero si he de serte sincero ahora ya no sé si todos mis camaradas y amigos lo llegaron a entender así. Siempre hay quienes creen que oponerse a cualquier forma de cambio es oponerse a cualquier forma de progreso, sin detenerse a pensar que en ocasiones el cambio no procura el progreso sino la regresión, que no procura mayores brisas de libertad sino mejores excusas para la prohibición.
Sirve un poco de vino; bebamos un sorbo para olvidar que en Roma jamás han estado caras las excusas, Cino, que siempre los pretextos han sido asequibles a todas las bolsas. Hasta hoy mismo, y mañana seguirá girando la noria de la vida sin que por fortuna mis ojos muertos hayan de asistir al triste espectáculo, las luchas y las traiciones no se han detenido, nunca Roma, aun pudiendo, ha sabido disfrutar de un largo periodo de paz en la libertad.
Desde que yo recuerdo, y aun antes. Roma ha tenido la posibilidad de disfrutar la calma de la rutina en sus normas y alternancias, pues como sabes sus dirigentes han de ser siempre dos, han de gobernar como cónsules durante un año y al siguiente ser sustituidos por otros dos ciudadanos principales a los que el Senado confía el poder por un periodo igual. Si no me engaña la memoria, sólo en los últimos tiempos se ha pretendido poner fin a la libertad republicana por la tiranía de Sila, a quien Pompeyo venció, por los intentos indignos del jefe del partido popular, Mario, quien pagó igual precio por su traición, y por las ruinas del Primer Triunvirato, cuando no dos, sino tres, se repartieron el poder para proveer las necesidades interiores y exteriores de la patria. Cuando Craso murió, entre Pompeyo y César nacieron los gusanos de la ambición, y por su causa se declaró la Guerra Civil que tantas desgracias sembró en Roma, una guerra por la sola ambición de ellos mismos, por un juego de vanidades espurias; y cuando, vencido, murió Pompeyo, Julio César no se resignó a abandonar el poder y obtuvo del Senado el privilegio de asentarse en él y decidir el momento de mutilar sin empacho la República. Hasta esos días trágicos se había vivido la calma en Roma y la normalidad en sus instituciones y para restablecerlas sabíamos que no había otro camino que acabar con la vida de quien perturbaba las cosas de esa manera. Sé que me comprendes, Cino, que tú y los otros me comprenderéis. Aquel que ame la libertad y no comprenda nuestra acción, o está ciego o debería estarlo, porque en caso contrario la última verdad sería que nosotros lo estuvimos entonces y aún hoy, por no arrepentirnos, lo seguimos estando.
Desearía llorar por Roma, oh Cino, pero ya no me quedan lágrimas ni tiempo para derramarlas. Cuando Roma deje de ser una República para convertirse en un Imperio y retornen las formas de la Monarquía, su decadencia y fin estarán próximos, todos los augurios lo dicen porque en verdad será el principio del fin. Y me resulta imposible aceptar que merezcamos semejante destino quienes, como los romanos, descendemos del linaje de Eneas, el hijo de Venus; de Eneas y de su descendiente la vestal Rea Silvia que, unida al dios Marte, dio vida a los fundadores de la ciudad, Rómulo y Remo, amamantados por una loba, que así se ha llamado desde siempre a las prostitutas. Ni engañamos ni ofendemos, pues, al decir que todos los romanos somos, además de hijos de dioses, hijos de puta, o amamantados y criados por una de ellas, lo que significa a la postre lo mismo. Y siendo así no es de extrañar que de esa compleja duplicidad haya nacido esta detestable afición a la guerra y este amor romano por la lucha y la sangre, pues si el Templo de Jano ha de permanecer cerrado cuando Roma está en paz, triste es pensar que únicamente lo ha estado en cinco ocasiones en los últimos cuatro siglos y por muy breve espacio de tiempo.
Pero no continuemos el tránsito por este triste discurso y a la fuerza resignémonos, pues he sido vencido y ya no está en mis manos acción alguna que pueda cambiar el signo de la Fortuna ni el Destino que marca el rumbo de las cosas.
Déjame, pues, oh Cino, aunque no sea sino por aligerar mis palabras y borrar esta nostalgia que se ceba en mi garganta, oprimiéndola, que te aclare ahora de una vez por todas mi verdadero linaje y te convenza de por qué aseguro con tanta vehemencia que soy hijo de Julio César y no de quien, por casar con mi madre, pasó siempre por padre mío. Si no bastasen las íntimas relaciones de mi madre con el tirano, tan públicas en Roma que hasta en el Senado se tuvo conocimiento de ellas y divertimento por su causa, te diré que durante la Guerra Civil, cuando César entró en contienda con Pompeyo, yo me puse en las filas de éste a pesar de tener muchas razones personales para no hacerlo. Pero ya he repetido que los sentimientos nunca deben entrometerse en los designios de la razón y, aunque él fuese quien asesinó al marido de mi madre, lo que originó que nunca le hablase en público ni en privado y cruzándome con él por las calles jamás le saludase ni le rindiese pleitesía ni cortesía o cordialidad, a la hora de combatir consideré más justa para Roma su causa que la de Julio César, aunque supiese que era mi progenitor, y luché al lado de Pompeyo para alborozo suyo. No obstante nunca le acepté afecto alguno, ni siquiera cuando enterado de mi incorporación a sus ejércitos me mandó llamar y pretendió abrazarme. De ninguna manera se lo consentí ni nunca le dirigí la palabra, comunicándole lo que le hubiera de decir de manera indirecta, aun estando en su presencia. Pensándolo bien, recuerdo con simpatía aquellos momentos. Es posible, incluso, que sienta deseos de celebrar aquel recuerdo con una sonrisa brotada de lo más hondo de mis entrañas. Sí, bien cierto que fue divertida la situación y cómico nuestro proceder, pues lo que empezó como farsa, de igual manera acabó, demostrándose así mi rigidez de principios y la capacidad de comprensión de aquel gran hombre que fue Pompeyo.
Escucha, Cino, te lo relataré si antes me dejas rellenar estas copas tan vacías como mis esperanzas. Eso es, un poco más de este vino rojo no nos vendrá nada mal.
Pues bien, muerto Craso y deshecho así el Primer Triunvirato, Pompeyo y César se disputaron el mando de la República en una guerra larga y cruel en la que por fuerza todos los romanos nos vimos involucrados. Era una causa personal por el poder, como fácil es de comprender, una disputa alentada por sus intereses enfrentados en el Senado, pero entre las ambiciones de uno u otro los ciudadanos debíamos decidir en qué partido nos afiliábamos y yo, optando como es bien sabido por la causa de Pompeyo, marché a Macedonia para presentarme al caudillo antes de entrar en combate, pues la primera obligación de todo jefe militar era poner sus legiones a las órdenes del mando supremo en el mismo momento de la incorporación a sus ejércitos.
Por lo que ya imaginas, tardé más de lo acostumbrado en decidirme a entrar en su tienda, retrasando cuanto pude asomarme a su cara, prolongando mi deber; pero pronto se corrió la voz de mi presencia en el campamento y el hecho llegó a sus oídos antes de que decidiese presentarme. Entonces me mandó llamar con urgencia y no me quedó más remedio que ceder en mi dilación y acudir de inmediato al lugar en donde se encontraba.
Al verme entrar en su tienda, rodeado como estaba de generales, jefes, ciudadanos principales, escuderos, esclavos y servidumbres, Pompeyo me sonrió con gran cordialidad, se puso en pie y vino a abrazarme, dando con ello a entender que me daba una calurosa bienvenida a su partido y que mucho me lo agradecía; pero yo, en lugar de acceder a su decisión y dejarme abrazar, eché un paso atrás y le detuve en su gesto con una mirada tan hoscamente agresiva como probablemente innecesaria y descortés.
—Veo que aún me rehuyes, oh Bruto —dijo alzando su voz por encima de los murmullos de sorpresa y desaprobación de sus acompañantes. Y como viera que yo guardaba silencio y permanecía impasible a su gesto, continuó—: En todo caso, quiero que sepas que me llena de satisfacción que uno de los ciudadanos más principales y amados de Roma esté a mi lado en estos momentos.
Y yo, con la terquedad que de sobra me conoces y la insolencia que permiten las buenas razones, giré la cabeza, dirigí mi mirada a Marco Tulio, el de más edad de entre los generales presentes, y le hablé:
—Te ruego, oh Marco Tulio, gran general, que transmitas a Cneo Pompeyo que Marco Junio Bruto se presenta ante él para abrazar su causa e incorporarse a sus órdenes, impaciente por entrar en combate y deseoso de poner fin a la causa injusta de Julio César.
El general, un poco desconcertado, dudando entre repetir mis palabras a Pompeyo, que me miraba absorto, o limitarse a guardar silencio, se puso de pie y le miró pidiendo consejo ante el dilema. Porque Pompeyo me había recibido de una manera que demostraba a las claras la deferencia y predilección que sentía por mí, con lo que de no obedecerme podría enojar a Pompeyo, pero de igual manera, si osaba aceptar servir de intermediario, Pompeyo podría verse empujado por la ira y arrastrar en su desbordamiento al general. Así, Marco Tulio se limitó a mirarnos a ambos y temblar, esperando que entre los dos resolviésemos nuestras diferencias, si es que queríamos resolverlas. Y como su silencio se prolongase demasiado, en medio del mutismo expectante de todos los allí reunidos, alcé la voz y tomé de nuevo la palabra para decir:
—Lamento pensar, gran Marco Tulio, que el exceso de griterío en la batalla haya podido dañar tu oído y mermado de manera grave tu capacidad auditiva. Te repetiré mis palabras con mayor claridad y más elevado tono.
—No, no, he oído perfectamente… —balbució el general.
—¿Y qué ha dicho? —preguntó Pompeyo, decidido al fin a seguir con el juego.
—Pues ha dicho, oh Pompeyo, que le place estar contigo.
—Y a mí me place también muy de veras, muy de veras. Házselo saber —dijo Pompeyo ceremoniosamente.
Marco Tulio se asombró de las palabras de su jefe y, tras dudarlo unos instantes, las repitió.
—Que dice Pompeyo, oh Bruto, que para él también es grata tu presencia.
—Agradéceselo —ordené yo.
—Dice que gracias —repitió, ya acostumbrado, Tulio a Pompeyo.
—Desearía saber —continuó Pompeyo— cómo se encuentra de salud Servilia, la madre de Bruto.
—No lo sé, oh Pompeyo —dijo distraído el general. Y dándose cuenta pronto de la intención del Cónsul, se azoró y corrió a preguntarme—. Oh, perdón. Pompeyo desea saber noticias de la salud de tu madre. Bruto.
—Podéis decirle al gran Pompeyo que mejor estaría si las víboras del cerebro de Pompeyo no hubiesen despertado para mutilar la vida de su marido, pero que así y todo sobrevive para guardar rencor y odio a Pompeyo, cuya actual causa es tan justa como mezquina su pasada acción, por la que ni mi madre ni yo mismo le dirigiremos nunca la palabra.
—No sé si sabré repetir esas palabras —el general miró a Pompeyo y se encogió de hombros. Mas como Pompeyo le exigiese con la mirada que se las transmitiese, Marco Tulio agrió su gesto y se limitó a decir—: Creo que está bien, oh Pompeyo. Sí, bien, muy bien…
Dicho lo cual, el general tomó su casco, enderezó su espada en el cinto y con airoso porte y saludando correctamente a Pompeyo, cruzó la estancia a paso firme y salió de la tienda sin decir una palabra más. Mayor dignidad, orgullo y honor en una salida, juro por Marte que nunca mis ojos han vuelto a presenciar.
Una vez se hubo ausentado, unas leves risas se iniciaron por el fondo del habitáculo, unas risas tan leves, breves y contagiosas que poco después todos los presentes, legionarios, centuriones, generales, Pompeyo y yo mismo no pudimos contener nuestra voluntad y nos reímos a gusto y por largo tiempo. Y acabada la carcajada, saludé a Pompeyo inclinando mi cabeza, sin decir palabra, y me retiré, encontrándome a los pocos metros de su tienda con Marco Tulio, quien me miró de tal manera que por aquella mirada aún conozco el odio allá donde lo encuentro.
Durante el resto de la campaña, en las reuniones de jefes para plantear la estrategia de las batallas, Pompeyo siempre me transmitió sus órdenes a través de un tercero, fuese un general o un centurión, estando yo mismo presente, con lo que la farsa de no hablarnos se extendió hasta el final de sus días.
Pues bien, aunque esta digresión no aporte nada a cuanto venía a explicarte acerca de la paternidad de Julio César, sirva al menos para que conozcas que fue en esa campaña, durante la batalla de Farsalia, cuando descubrí al fin que en verdad fue César el autor de mis días. Luchaba contra él en bando opuesto, encarnizada y eficazmente además, pero sucedió un hecho que mostró bien a las claras el amor que por mí sentía. Y ello fue que mandó reunir a los jefes y les dio orden tajante de que bajo ninguna circunstancia pusiesen en peligro mi vida, aunque estuviese mi cuerpo al alcance de sus arqueros o mi garganta debajo del filo de una espada de su ejército. Bien al contrario, que si era derrotada mi legión, se me preguntase con toda consideración si deseaba ser conducido a su presencia y que, si me avenía a ello, me condujesen ante él, pero si me negaba, con el mismo respeto a mi integridad y dignidad se me dejase marchar. Y cuando algunos jefes le preguntaron la razón de aquella deferencia, considerando mi condición de guerrero inteligente y peligroso, César no se recató en decir que mi nacimiento se produjo cuando más íntimas, frecuentes y apasionadas eran sus relaciones con mi madre, por lo que estaba seguro de que yo era de su estirpe. Aquellos jefes comprendieron las razones de César y cumplieron a rajatabla sus deseos, pero los comentarios, como es natural, corrieron por todo el ejército romano de uno y otro bando y, aunque yo me negaba a dar valor a sus palabras, rechazando incluso la veracidad de la relación de César con mi madre, la rabia desvelaba mis noches recordando otro acontecimiento sucedido años atrás y que me obligaba a aceptar lo que era evidente para todos menos para mí.
Los hechos habían sucedido durante el pleito público que se desarrolló en el Senado a causa de la conjuración de Catilina, una conspiración que trajo de cabeza a toda Roma durante largo tiempo y que a punto estuvo de poner fin a la República y sin duda lo hubiese conseguido de no fracasar por razones no esclarecidas todavía hoy en su totalidad, pues dudo que ni Antonio ni Cicerón se bastasen solos para abortar tal empeño. Lo que ocurrió fue que, en la ardorosa disputa, en el fragor dialéctico del debate, se enfrentaron César y mi tío Catón, empeñados ambos en fijar el modo de castigar a los conjurados y en el grado del castigo, pugnando ambos en discursos a cual más brillantes y preparados, fruto del dominio consumado de los dos en las artes de la Oratoria, de la Elocuencia y de la Retórica. En esto, estando Catón en el uso de la palabra, un asistente se acercó a César y le entregó un pergamino doblado que leyó con atención, dibujándosele una leve sonrisa en los labios.
—¿Puede conocer el Senado —se irritó Catón, haciendo gala de toda su paciencia e ironía— por qué Cayo Julio César, en estos momentos de tragedia en Roma, sonríe como una vestal en las Saturnales?
César alzó sus ojos al hermano de mi madre y calló, pero volvió a sonreír esta vez con más descaro.
—¡He aquí! —gritó furioso Catón—. ¡Mirad al presumido César! ¡Estamos debatiendo la vida de la República y una de sus más aventajadas cabezas se ríe! Las ballenas sonríen cuando escapan de ser abatidas, los lobos aúllan cuando matan los corderos, las águilas resaltan su cuello cuando vislumbran la presa inocente. Y César, en el Senado, ríe como un comediante cuando Roma pudiera estar en manos de sus enemigos. ¿O no será que César es uno de sus enemigos, tal vez su jefe? ¡Nada sorprendería al Senado, César, que ese pliego que acaban de hacerte llegar fuese la relación detallada de pruebas que denuncie la identidad de los enemigos de Roma que conspiran para acabar con la República, y que tú mismo figures en ella por decisión del injusto Catilina! ¿No crees que el Senado debería estar seguro de que en sus bancos no se sienta hoy ningún traidor, que en esa relación no figura este senador, o aquel senador, o yo mismo, o incluso tú, César? ¡Por los dioses que no seré yo quien afirme tal cosa, pero estoy seguro de que las columnas del Senado se mostrarían más firmes esta noche sosteniendo su bóveda si pudiesen jurar que entre César y ese papel no hay relación de traición ni ninguna sombra ni mal augurio!
—¡Qué grande eres, oh Catón! —replicó César, sonriendo e incorporándose—. Grande y simple. Si mis dotes para la guerra fuesen tan lúcidas como las tuyas para la perspicacia, ha tiempo que los ejércitos extranjeros pasearían las calles de Roma para escarnio de nuestros ciudadanos. ¿Quieres conocer el contenido de este pergamino? ¿Deseas de verdad conocer las palabras encerradas en esta carta? ¿Estás seguro de que la inteligencia de César es tal que traería al Senado las pruebas de una traición si la inteligencia de César hubiese decidido que era bueno para Roma traicionar a Roma? ¿Crees que…?
—¡Por todos los dioses, Cayo Julio, no me pidas opinión sobre la inteligencia de César porque no me resulta posible darla! ¡Aún no la conozco! —le interrumpió Catón, abriendo pomposamente los brazos y fingiendo gran afectación mientras otros senadores reían la ocurrencia.
—Pues bien. Catón —replicó César displicente y altivo—. Pon a prueba tu propia inteligencia y da lectura pública a esta carta. Tal vez luego te arrepientas de ello, pero de sobra es sabido que el arrepentimiento es el último acto de honor de los ignorantes.
Y le entregó el pergamino cerrado. Catón lo desdobló con desdén y agilidad y, alejándolo un tanto de su fatigada vista, dio inicio a su lectura.
—«Amado Julio: Ha para tres noches que no acudes a verme al lecho de nuestros goces. Comprendo que los asuntos de la República te imposibilitan prestar un hueco al amor que me sigue consumiendo como la primera vez que…»
Catón detuvo al punto la lectura de la amorosa misiva y dirigió sus ojos, de inmediato, al final de la misma, en donde con claridad aparecía la firma de la ardiente enamorada. Era de Servilia, su hermana, mi madre, y Catón, enrojeciendo por la ira, furioso, entre algunas risas y otras miradas de compasión de sus partidarios, arrojó el pergamino a los brazos de César gritando: «¡Toma, borracho!» Después se sentó y en todo el día no volvió a hacer uso de la palabra. Cayo Julio César, desoyendo el insulto y dándolo por no pronunciado, volvió a sonreír y también tomó asiento, releyendo con ostentación de nuevo la carta hasta que se levantó la sesión sin el ardor y entereza con que se había producido hasta el momento del incidente.
Cuando ya todos lo sabían en el ejército, y en el Senado también se había demostrado años atrás, era inútil que yo pretendiese seguir ignorando la verdad de las relaciones amorosas entre mi madre y César. ¿Qué podía hacer sino aceptarlas? En Roma ocurren todos los días cosas como aquéllas y mi ingenuidad era la única que pensaba que a mí no me podrían ocurrir, que yo estaba a salvo de las chanzas de Cupido. ¿Qué se puede esperar de Roma sino Amor, que para eso es su anagrama? Amor y Roma, palabras cruzadas y reversibles que han forjado la nación más propensa de la Tierra a las tentaciones de la lujuria y de la voluptuosidad. Un amor tan fuerte que duró en mi madre mientras César estuvo vivo, y puede que más allá, una pasión que no se rompió nunca y que siempre creí equivocadamente que había hecho de la vida de mi madre una vida desgraciada, por mucho que ella no quisiera reconocerlo. La palabra Amor no es el anagrama de Roma por casualidad, no. El amor lo inventó Roma porque los dioses se lo entregaron a Roma para que lo inventase.
Ahora puedo recordar que a mi vuelta de Farsalia, una vez derrotado y muerto Pompeyo, corrí a su casa para preguntarle acerca de mi verdadero padre, utilizando frases cariñosas y delicadas pues nada más alejado de mi intención que ofender su pudor, pero ella nada me aseguró ni tampoco nada quiso desmentir. Estaba sentada en medio del jardín, en el banco de piedra que bordea la fuente, entretenida en coser piedrecillas de vidrio en una túnica negra que a buen seguro pensaba ponerse la noche de la Bona Dea, esa fiesta sólo para mujeres que se celebra en honor de la hija de Fausto, la diosa que fue muerta a golpes de éste por negarse a satisfacer sus deseos incestuosos y cuyo templo está al pie del monte Aventino, en las afueras de Roma. Servilia estaba, como te decía, allí sentada, distraída en la costura y con sus pensamientos sin duda posados en la salud de César, al que tanto amaba y quien, desde que en una campaña por Hispania, en la ciudad de Corduba, le atacara por primera vez el mal epiléptico, le tenía muy preocupada tanto por la debilidad de su inmunidad como por lo infatigable de su quehacer y lo promiscuo de su naturaleza, desoyendo sus ruegos para que descansase con más frecuencia espaciando sus obligaciones y placeres.
Pero…, ¿te he hablado de Servilia, Cino? No, no lo he hecho. Sabes ya de sus amores con Cayo Julio César, pero además quiero hacerte saber que su linaje es tan largo como noble, y también marcado por un asesinato, por una muerte equiparada en mérito a las que ponen la orla del honor en nuestras estirpes, una muerte en favor de la libertad, un crimen nimbado de justo, necesario y liberador. Recuerdo que ella misma me hablaba, en las tardes lentas de costura e impaciencias juveniles, de su progenitor Servilio Ahala, quien sabiendo que otro ciudadano principal quería imponer la tiranía en Roma y conspiraba entre el pueblo instigando a los patricios para ganarse los favores de otros ciudadanos, no dudó en poner en fuga la conspiración y restablecer el sosiego a la libertad llegándose hasta la plaza como cualquier otro día, acercándose a Espurio Melio que por allí calentaba su cuerpo con los primeros rayos del sol de febrero y poniéndose a conversar con él con mucha naturalidad y fingido afecto de aconteceres cotidianos y novedades curiosas, hasta que, teniéndole confiado y ajeno a todo recelo, aparentó acercarse a su oído para comunicarle un secreto y, sacando un puñal que guardaba bajo su túnica, le dio muerte allí mismo a la vista de todos y sin que nadie realizase acción alguna para intervenir en la disputa presenciada. ¡Qué acción tan hermosa! ¡Qué envidiable manera de poner fin a una conspiración contra la libertad! A mi madre se le llenaban los ojos de lágrimas mientras me narraba aquellos hechos, hondamente emocionada, y afirmaba que el gran Servilio merecería sin duda un lugar de privilegio entre los hombres más queridos de Roma y sin embargo sólo se recordaba de él que fue desterrado por aquella muerte y ahora ya nadie le guardaba aprecio. Éste es el signo de los tiempos, Cino; Servilia tenía razón. Ya no se mira el esfuerzo del altruismo sino el peso del caudal del poderoso con el único fin de pretender igualarlo, y por eso nos vemos obligados a asistir al triste fin de tantos héroes y libertadores olvidados por la memoria inconstante de quienes sólo se asombran ante el brillo del oro porque a su devoción, y únicamente a ella, se entregan.
Servilia no sólo era una gran mujer sino también una hermosa mujer. Y sigue siéndolo. Aún la recuerdo aquella tarde en la casa, cosiendo abstraída, sin oír mi llegada, recortada su silueta por el sol tenue de otoño que empezaba a declinar por el fondo del patio. Su cabello, recogido en un peinado alto, estilizaba aún más su perfil sosegado, irradiando aromas de paz y de hogar. Su piel era fina y pálida, transparente a ambos lados de la frente y dibujada por venillas azules que resaltaban aún más su belleza y femenina fragilidad. Su mirada baja, la cabeza inclinada sobre el pecho y la labor de costura sostenida en su vientre mientras las manos trabajaban dóciles y hábiles, le daban una apariencia de diosa que invitó a mis sentidos a quedar inmóvil, mudo, impulsado a adorarla, admirado de su elocuente beldad. Me detuve en el pórtico a contemplarla sin incomodarla, deleitándome con su belleza y el sosiego que la rodeaba y vestía de luminosa placidez y confortable femineidad, hasta que al cabo sintió mi mirada en su nuca y levantó su vista para descubrirme.
—Salud, madre —le dije acercándome—. No quería alterar tus trabajos ni tus pensamientos.
—Tú nunca me alteras, amado Marco —me contestó levantándose, dejando su labor sobre la piedra y viniendo hacia mí para besarme—. Muy al contrario, tu llegada es siempre una luz que mi soledad empieza ya a necesitar para no sentirse cercana a las sombras de la muerte.
—No digas esas cosas, madre —le dije, abrazándola y acompañándola de nuevo al centro del patio—. Sabes que si estoy en Roma frecuento mis visitas, y si estoy lejos frecuento mis cartas y pensamientos en ti. Ahora he vuelto y deseaba verte y hablarte.
—No te ocurrirá nada malo, ¿verdad, hijo? —se alarmó.
—Nada malo, madre, nada malo —le contesté, respirando hondo—. Sólo que cuando los demonios quieren vengarse de los mortales meten la duda en su cuerpo, lo llenan de zozobras y malsanas curiosidades, y ahora estoy enfermo de incertidumbre. ¿Han llegado a tus oídos los comentarios que hablan de ti y de Julio César, en Roma y fuera de Roma?
—Tú eres mi hijo, amado Marco, con saber esto debería bastarte —me dijo, atajando mi discurso y deseando poner fin a lo que de sobra sabía que iba a preguntarle y además temía que lo hiciese—. No me hace feliz saber que enfermas de incertidumbre, pero aun así lo prefiero a que enfermes de viruelas. Vamos, ven conmigo. El vino cura y previene todas las enfermedades y te voy a obsequiar con un néctar delicioso de cécubo que no ha mucho me han traído de Campania y guardo para circunstancias muy especiales.
—Pero… ¿y de César? —la sostuve el brazo con la súplica en mis ojos y el corazón inquieto—. Quisiera saber…
—Escucha, hijo mío, escúchame con atención —me dijo desasiéndose de mi mano y tomando con las suyas mis hombros, con sus ojos metidos en los míos, enérgicamente—. Yo amé a César cuando aún no tenía doce años y aún hoy sigo amándole. Tu padre lo supo siempre y siempre lo aceptó. Con él, nuestro matrimonio se concertó por interés y ni yo misma le conocí hasta el mismo día de nuestras bodas, como es la costumbre, y si tu padre nunca me pidió cuentas sobre ti, si llevas su apellido y te trató siempre como su hijo, no hay razón para que ahora vengas tú a romper mi sosiego con tantas indagatorias. Déjame que ame a César como siempre lo he hecho y tú respétale por encima de los demás mortales, pues, por su magistratura, debes considerarle el padre de Roma, el padre común de todos los romanos, y por tanto tu propio padre. ¿Qué más te da, siendo padre como es, que lo sea por una o por varias causas? Una sola razón basta para serlo. Confórmate con ella, aunque hubiesen dos. Y dejemos esta conversación que tanto me disgusta y háblame de ti, de tus viajes y de tus hazañas —miró al cielo y luego volvió a mirarme—. ¡Oh, repara en lo tarde que se ha hecho ya! Te ruego que te quedes a cenar conmigo.
—Como desees, madre —contesté y callé.
¿Pueden encontrarse más pruebas de paternidad de las que te estoy dando? Desde aquel día, cuando tantos hube de pasar a su lado, mis deslumbrados ojos veían en Julio César algo más que un jefe, algo más que un hombre. Me constaba que su presencia era la representación de un peligro, la imagen de un tirano por vocación que en el fondo deseaba ceñirse en su cabeza la diadema y hacerse nombrar rey, reinstaurando la Monarquía en perjuicio de la República y de la libertad, pero a pesar de ello no podía dejar de percibir su grandeza y un haz de afectos contradictorios hacia su persona, un venerado respeto filial tan forzado como odioso, pero imposible de contrarrestar. Unos sentimientos difíciles de expresar que se adueñaban de mí cada vez que estaba en presencia de aquel hombre huesudo, casi sin pelo, pequeño, pálido y siempre enfermo que fue César. Aquejado de fuertes dolores de cabeza, esclavo del mal epiléptico pero de continuo inteligente, despierto y hábil en la toma de palabras y decisiones, no me era posible evitar que aquel hombre me impresionara cada vez que se dirigía a mí para hablarme. Que me sobrecogiera. Yo he creído todos los días de mi vida que se ama al padre porque ha sido maestro, educador y protector, y por lo mismo se le odia, porque acomodado en su confortable regazo a la fuerza ha de resultar castrante, frustrador, represor y tirano. Por César sentí tantas veces amor como odio, y también miedo, mucho miedo a hacer, a no hacer y a equivocarme. El miedo que se siente ante quien, por estar investido de una autoridad moral irreprochable, puede reprender y corregir, y siempre con la razón de su parte. La razón del poder, muy distinto sin duda al poder de la razón.
Pronto supe que de la sangre de aquel hombre habría de beber Roma libertad hasta saciarse, pero no me atreví a tomar en consideración pensamientos tan ruines en aquellos días. ¡Cómo iba a atentar contra Julio César, el hombre que más amaba por mucho que a la par más odiara! Era posible que alguna vez tuviese que hacerlo, pero aún no quería saber que lo sabía. Amor y odio, esos sentimientos tan unidos, inseparables y contrapuestos como las figuras grabadas en las caras de una moneda de oro, que si las alejas pierden su significado como objeto de cambio en el mercado de esclavos. Unos sentimientos que siempre callé porque nunca, ni a mí mismo, fui capaz de confesármelos.
Me repugnaba su crueldad, pero… ¿es que acaso la crueldad no es necesaria en el uso del poder? Si yo nunca esperé que mi acción fuese comprendida por todos e incluso supe desde el primer momento que algunos me la repudiarían, ¿por qué podía juzgar yo las acciones de César e, incluso, pretender comprenderlas? La vida no es fácil, Cino, ninguna vida lo es, ni la de las personas ni la de las naciones. Roma tiene muchos años de historia y recuerda que nunca ha logrado alcanzar una vida pausada; muchos han sido los dolores y fatigas por los que ha tenido que transitar, y si la vida de Roma es duradera es porque muy firmes han sido las voluntades de los romanos desde que Rómulo y Remo fundaron la ciudad. Recuerda que el propio Lucio Bruto hubo de condenar a muerte a sus hijos y, como Magistrado de la República, presidir y presenciar las ejecuciones. Dura ley, sin duda. Pero de la forja de aquellos metales, de las lágrimas que entonces tuvo que esconder para que no se confundiese su llanto de padre con el menor signo de debilidad o arrepentimiento, provienen nuestros poderes de hoy en todo el mundo, la grandeza de las legiones romanas y la sabiduría de nuestros maestros. De aquella firmeza sin mácula, de aquella admirable índole provienen las fuerzas históricas que nos mueven a soportar con orgullo el legítimo peso de la ley y la necesaria crueldad del poder.
Sí, he dicho crueldad, Cino. Y me he expresado bien. No se debe ser cruel en el amor, ni en la amistad, ni en aquellos ámbitos que conciernen a los sentimientos de los hombres, pero si se trata del poder, la flaqueza es pecado y de sus debilidades y templanzas no es posible obtener imperio y grandeza. Porque es mi manera de pensar, Cino amigo, que el poder precisa ser frío y cruel para continuar la labor de organización y orden público que le exigen el pueblo y el recto rumbo de las instituciones. Con frecuencia presenciamos que los particulares se acercan al poder para que dé soluciones a sus problemas más menudos con prioridad sobre cualesquiera otros, aunque sean de interés nacional, y como el poder no les escuche, prestos están ya en tabernas y lupanares criticando a quienes les gobiernan sin reparar en si son legados o pretores, senadores o jurisconsultos, ediles o tribunos, cónsules o centuriones. A todos les critican por igual y sobre todos hacen recaer las culpas en igual medida, apoyando sus argumentaciones en casos aislados para generalizar las conductas y comparando al indecente Verres, que no cansó de perpetrar desmanes en las arcas públicas, con el mismo Pompeyo Magno, que jamás rozó con su mano lo que no fuese de su particular propiedad. Frente a ese egoísmo de unos pocos miserables, el poder ha de desentenderse para seguir concentrando su atención en los grandes proyectos que, con el tiempo, son los únicos capaces de resolver los muchos problemas menudos, y aunque en el camino su acción sea tachada de cruel, distante y fría, no puede apartarse de lo que cree justo porque ni es posible una ley que a todos agrade ni tampoco se pueden perder los días resolviendo lo doméstico mientras se pudre lo público.
El poder ha de ser cruel, en efecto, pues también lo es el súbdito en su exigente proceder y el Dictador que con esa excusa lo asume cuando no se muestra firme. Cruel porque en su naturaleza no está evitar la guerra sino ganarla, al precio que sea preciso; cruel porque ha de hacer las obras públicas y para ello necesita el dinero de los ciudadanos, aunque ellos lo necesiten más y así lo hagan saber a voces; cruel porque si no pone en pie esas obras públicas necesarias, así como los juegos populares y las fiestas, es tachado de indolente e inútil, pero si las hace se le acusa de dilapidador, y a ambas demandas debe permanecer sordo; cruel, en fin, porque ha de impartir justicia con severidad, en defensa de la ley y de los ciudadanos, y de sobra sabemos que mientras toda justicia aplicada al prójimo se la denigra como indulgente, la imputada a uno mismo se la acusa con exageración de excesiva. El poder no puede someterse a los sentimientos, éstos son propios de los hombres pero no de las instituciones, y no ha de preocuparse si por su talante pueda ser considerado frío y cruel. Porque, ¿es imaginable un poder que pretendiendo perdurar se detuviese a respetar la cabaña en la que habita un pastor, pudiendo éste rehacerla un poco más allá, y por tal causa dejar de construir la Via Clodia, la Via Appia o la Via Flaminia? ¿Qué clase de poder sería y cuántos no le demandarían por inútil, débil y agotado? Sí, todos los romanos le demandarían, menos acaso el pastor y unos pocos de sus más allegados familiares y amigos, los menos comprensivos, los que creen en lo particular por encima de lo colectivo, los egoístas que prefieren no pagar un sestercio aunque su acción debilite a la ciudad y la exponga a sus enemigos.
Ahora bien, ¿ser cruel ha de significar ser sordo, mudo y desapegado de las necesidades del pueblo, de sus derechos? No, Cino; ser cruel sólo significa ser firme y no ceder a las tentaciones propias de los humanos. Roma se ha mantenido firme porque su poder se ha ejercido con firmeza y crueldad siempre que ha sido necesario, sin más sometimiento que al afán de victoria y a la necesidad de la permanencia, y a ese poder nos debemos y hemos de defender, aun acabando con el poderoso cuando avecina traición a la libertad. ¿Qué otro deber tiene un ciudadano sino defender su ciudad, aportar bienes para su mejora y cuidar de que se imparta la justicia con equidad? Todo lo demás es ambición personal cuando no egoísmo y ánimo de torcer.
Oh, Cino, bien está. Dejemos aquí mis sentimientos y quede asimismo aclarado mi linaje y procedencia, mal que aun carente de importancia para muchos a mí me pese el sabor amargo de la verdad. A ti te lo he confesado para que así lo hagas saber allá en donde la duda pueda inducir disputas absurdas, pues si bien es cierto que me resulta imposible concebir que seres racionales, hijos de Roma, puedan pleitear por tan nimio personaje y tan intrascendente dato, mi capacidad de sorpresa ya se ha extinguido y posible es que aún haya quien por tal eleve juramentos e improperios y a quien el exceso de brebajes incite a cruzar el acero por asunto así y aun menor. Diles tú, oh Cino, que soy bastardo y parricida, que mi memoria carece de mérito para ser respetada y que si algo hubo de belleza en la acción que pusimos en marcha contra César en ningún caso hay que apuntarla en mi haber, sino sólo adjudicarme la más mezquina y repulsiva de las partes.
No, Cino, no creas que mis palabras son movidas por invisibles hilos de modestia inoportuna ni por humildad buscada de propósito para semejante hora final en el viaje de mi vida. Ni tampoco imagines que mi vanidad me hace soñar en que otros hablarán de mí tras mi muerte. No es ni una ni la otra la causa de mis palabras; es, tan sólo, que no fío de los romanos, que nunca tuve demasiada confianza en la catadura moral de nuestros ciudadanos y que el correr de los tiempos ha abierto cada vez más mis ojos sobre su naturaleza y fidelidad. No, los romanos son austeros, belicosos, funcionales y pragmáticos, pero no son ni leales, ni fieles, ni siquiera hombres de confianza. Puede que tampoco lo sean los habitantes de ningún otro pueblo, pontos, siracusanos o macedonios, y que en iguales circunstancias y en cualquier tiempo y lugar otros pueblos cualesquiera se habrían forjado a sí mismos idénticamente ruines y despreciables, lo mismo fueran hispanos, galos o corintios, jantios o patarenses. Y es que, oh Cino, no es bueno que el esplendor llegue a un pueblo de la noche a la mañana, no es bueno ni para la ciudad ni para sus ciudadanos. No están preparados para tan súbita expansión y tienden a creer que el lujo, el bienestar y la vida es siempre igual de fácil y así ha de seguir siéndolo por siempre. Olvidan pronto males pasados para aumentar la dicha del presente y acrecentar con ella su propia dicha. Olvidan que ni es así ni así puede ser, ignoran que la historia cumple ciclos y cuanto mayores sean el esplendor y el progreso más breves serán los ciclos, pasándose por imperativo de las cosas inanimadas de los buenos a los malos momentos en un espacio de tiempo más breve aun del que hubo de emplearse para escalar de la miseria a la bonanza. Pero el pueblo enriquecido velozmente no repara jamás en lo que ha de venir por obligación y entonces la confusión y la decadencia se les aparecen tan dramáticas, injustas e injustificables que, incapaz de afrontarlas con la serenidad precisa, vuelve sus iracundos ojos a sus gobernantes y los moteja de asesinos y traidores, queriendo poner en picas sus cabezas para así salvarse él y derrotar a los diablos de la infelicidad y de la adversidad. Pueblo de ingenuos e ignorantes; esclavos de su libertad. Creen que de las cabezas de los senadores manará oro en vez de sangre, esperan que el horror apacigüe las bestias del hambre y otras más mansas hagan llover panecillos de plata y brazaletes de oro sobre la ciudad. No me fío de los romanos, no, como tampoco fío en pueblo alguno. Mira el bochornoso espectáculo al que hemos asistido durante estos años, en los que la traición ha sido impúdico sestercio y la falta de lealtad el cotidiano eco de cada amanecer. Y es que en los tiempos en que es fácil enriquecerse surge la ambición en todos, en los grandes y en los pequeños, en los poderosos y en los más humildes. César consiguió tal estado de corrupción que hasta los miserables aspiraron enseguida al oro y al oropel, al placer y al decoro de la túnica. Una única ambición se enseñoreó de las calles de Roma y no era otra que el afán de la riqueza en el olvido del honor. Sombras sucias recorrían la ciudad bajo el poder de César y ni Octavio ahora puede limpiarlas ni tan siquiera quiere hacerlo, porque sabe que un pueblo es más manejable cuando más cuidado pone en sus propios asuntos, ignorando los de interés general.
Así, la ambición es cuna en la que se mecen todas las enemistades, y en la enemistad anida la disputa y termina por reinar. En ese momento el hombre pierde su sentido de ciudadano para conservar tan sólo el de individuo, se convierte en huraña rata defensora de su inmundicia y no repara en si le sobra ni en si a alguien le falta, tan sólo piensa en sí mismo como dios de su engrandecimiento, sin conocer que de nada sirve ser grande en un país mísero, culto en un pueblo sin inteligencia ni libre en una ciudad esclava del oro. ¿Puede extrañar, oh Cino, que en una situación así no exista reparo para la traición? Pues a ese punto llegó Julio César y con él todos los romanos, cegados primero por el esplendor, abatidos después por la incertidumbre y el desequilibrio e incrédulos por fin de que tal cosa pudiera ocurrirles a ellos cuando unos años antes todo era fasto, lujo y opulencia.
¿Quién fue el culpable de lo sucedido? ¿Acaso lo fue Catón por exigir honradez, o Pompeyo por limpiar de excrementos las instituciones, o Casio y yo mismo por acabar con la tiranía de César? ¿O la culpa fue más bien de quien creyó llegados los tiempos en los que las ideas parecían inservibles y superfluas, cuando no molestas? César prescindió de las ideas porque en su ambición le parecieron obstáculo para su albedrío, y con esa acción dio razón a su muerte. ¡Ay de quienes prescinden de las ideas aun en esos tiempos de confusión y alboroto, Cino! Porque no hay más principales ideas que la honradez, la ética, el afán por la justicia y la amistad con los que nada tienen. Si se prescinde de estos principios para gobernar, entonces sí, entonces sobran las ideas porque sólo hay lugar para la tiranía.
Perdóname, oh Cino, perdona que insista con tanta pertinacia, excúsamelo, pero me enseñaron y así lo aprendí que contra la tiranía es lícita la muerte, que la muerte está justificada en algunas ocasiones y yo, Marco Junio Bruto, puedo justificar ante ti y ante los dioses la muerte de César. Yo puedo. Porque hay muertes necesarias, justificables y que no empañan el honor sino que lo enaltecen. La muerte es justa en muchas ocasiones, Cino, cuando se causa en la guerra o cuando el verdugo la aplica en cumplimiento de su oficio, pero sobre todo es justa cuando se produce en legítima defensa. Sí, más que nunca en legítima defensa, cuando se aplica en defensa de uno mismo y, más aún, de los valores colectivos para acallar el interés individual de un tirano que quiere acabar con la libertad de todo un pueblo. Por eso puedo justificar la muerte de César, no sólo explicarla. Explicar se puede explicar casi todo; justificar es algo más profundo, es estar convencido de la moralidad de una acción y saber que en las mismas circunstancias se volvería a actuar de idéntica manera. Por eso ahora, en este momento postrero de mi vida, cuando nada importaría que callase o hablase, puedo justificar ante ti la muerte de César, no me arrepiento de haber encabezado el magnicidio, y te reitero con más obstinación de la que tu paciencia puede que sea capaz de consentirme que, aunque yo no le maté, yo fui el culpable de su muerte, de esa muerte que no ha dejado de atormentarme ni un solo día pero que en el balance de mi vida no puedo incluirla entre mis errores sino entre mis aciertos, y así deseo que lo consideres tú también.
Porque yo acuso a Cayo Julio César, el Dictador, de ser el culpable de haber roto los ideales de Roma y de haber extendido la corrupción hasta donde no podrá nunca borrarse. Por ello no fío ya en romanos ni en pueblo alguno, no fío en los hombres porque son débiles, volubles y ambiciosos. Recuerda lo que hemos vivido juntos: en los tiempos de enriquecimiento siempre hubo quienes amasaron caudales antes que los demás y suscitaron al instante una perversa envidia que corrompió en su desbordamiento hasta a los más humildes. Y esos poderosos, que en aquellos momentos fueron los llamados a dar ejemplo de austeridad, muy al contrario sólo se empecinaron en realizar ejercicios de ostentación. Búsquense los culpables y se encontrarán allí los causantes de mi desconfianza para con todos; búsquense y se encontrarán a los que durante toda mi vida combatí y hoy finalmente me han derrotado.
Cuando Casio y yo nos conjuramos para asesinar a César, no nos movió otra causa sino la de que todos los romanos recordasen que un hombre es tan sólo un hombre. El tirano llegó a creer que era posible pensar y hacer pensar que un hombre, él, podía alcanzar la consideración divina por un mero decreto del Senado y por la propia voluntad de acabar con las costumbres republicanas, y que el pueblo, siempre creído necio, habría terminado por estar convencido de hallarlo entre los dioses si así lo hubiese visto decidido por su amado César. Nosotros, que aún no estábamos dormidos, sabíamos que no era bueno ni para Roma ni para la libertad que su gobierno estuviera en manos de un dios en lugar de en las de un hombre como todos los demás, un ser falible, débil y acosado por las dudas y los temores, como corresponde a la naturaleza humana. Pero llegado fue el momento en el que César no lo pudo aceptar así y hubimos de poner fin a su sueño injusto y a nuestra insoportable pesadilla.
No estoy seguro de si César terminó por enloquecer o era loco lo que le hicieron parecer cuantos le rodeaban. En realidad, Cino amigo, el poderoso cree que todo lo hace con rectitud porque sólo se rodea de quienes le dicen que todo lo hace con rectitud; el tirano está convencido de que es imprescindible e infalible porque sólo se encuentra a gusto con quienes así le adulan. Y si en algún momento sale a la plaza a escuchar a su pueblo, la magia de su persona investida de poder y autoridad, y en ocasiones el miedo a sus soldados, inclina a los descontentos a callar, por muchos que sean, y a los satisfechos, por pocos que sean, al alboroto y al aplauso bravo, confirmando al tirano, si alguna duda le cupiese, el contento de su pueblo. César estaba convencido de que era tan dios como antes fue hombre, y quienes le rodeaban, aconsejaban y mantenían, por conservar influencia y salario, así se lo reiteraban, agasajándole. El gobernante que sólo fía en quienes cobran de él, termina por no saber que ha perdido la lealtad de su pueblo; el gobernante que prefiere guardarse entre su tarea, por mucha que ésta sea, y no presta oído a su ciudad y a su pueblo, comete el mayor pecado porque desprecia la razón de quienes ven con más perspectiva y más conocen, pues viven a diario el descontento, la mengua y la inquietud del pueblo que el Senado le ha señalado para guiar. Así le ocurrió a Julio César y por eso la Fortuna nos eligió a nosotros para poner fin a aquella locura que iba, poco a poco, confundiendo a Roma, como las ratas roen poco a poco las paredes del Templo Honor et Virtus, el del culto para jefes militares, hasta terminar por traspasarlo y asentarse en él, invadiéndolo.
¡Oh, qué dolor de cabeza! Muchas veces me he preguntado, oh Cino, quién soy yo y quién me creo ser para estar siempre tan seguro de cuanto digo y deseo. Tal vez el orgullo me haya hecho pecar de soberbia durante toda mi vida, o acaso la vergüenza por mi deshonroso origen haya sido causa de que en toda ocasión me haya mostrado insolente, altivo y arrogante, a modo de actitud defensiva ante mi ánimo humillado. El resentimiento crea razones que la verdad desprecia; el rencor es un nido de áspides siempre dispuestas a inyectar su veneno. El propio Julio César, cuando vencido el gran Pompeyo me tomó por asesor y amigo, se burló de mí tras oírme hablar por primera vez en público, diciendo: «Este joven no sé qué es lo que quiere; pero todo lo que quiere lo quiere con vehemencia.» Ahora creo que me conocía muy bien. En aquellos días no estaba en disposición de consentir la menor ligereza sobre mi persona ni de aceptar que podía equivocarme; la juventud es una obra de arte que no conoce su imperfección ni da crédito a su crítico, y la inflexibilidad y entereza de mi carácter me impedían solicitar por favor cuanto creía justo, sino que lo pretendía obtener por medios contundentes cuando estaba seguro de la justicia de mi aspiración. Así era entonces y creo que mi personalidad no ha cambiado en mucho con los años. Hoy, como entonces, sigo siendo sordo a la lisonja si tras ella se esconden peticiones injustas, no perdono ni me perdono errores ni necedades, busco el bien por encima de mi propia felicidad y no escatimo sacrificios de los míos si en ellos se hallara el bienestar para los demás.
A ello muchos lo llaman ingenuidad, oh Cino, y cada vez más a menudo pienso si no les faltará razón. En estos tiempos corrompidos por la aspiración de todos al poder y al caudal de los talentos, ya no estoy seguro de nada. Dicen que mis costumbres fueron bien templadas por la prolongada e intensa educación que recibí; aseguran que soy un maestro en elocuencia por causa de mis esmerados y concienzudos estudios de la Filosofía; manifiestan que mi índole es firme y benigna, adquirida por mi mucha experiencia en el manejo de múltiples negocios a los que hube de prestar atención desde muy joven; declaran que fui bien preparado en el ejercicio de la virtud y luego he sido fiel a esas enseñanzas durante toda mi vida; proclaman que lo que pudo haber de noble y generoso en la acción que dio muerte a César a mí se debe, mientras que lo que en ella hubo de cruel e impuro el culpable fue Casio, algo que me niego a aceptar aunque el pueblo se reitere en ello; sostienen, también, que siempre intenté imitar a mi tío Catón, conocedor de toda la filosofía griega y seguidor de sus filósofos, y puede que en ello se acierte pues, en la falta de un padre ilustrado, las virtudes de mi tío siempre me parecieron encomiables; afirman, en fin, que fui y aún soy el ciudadano más amado de Roma. ¡Cuánta exageración, cuánto vacío! De mí he oído referir que soy amado del pueblo por mi virtud, adorado por mis amigos, admirado por las gentes de bien y no aborrecido por nadie, ni siquiera por mis enemigos, pues incluso ellos me han tachado siempre de magnánimo, impasible a la ira, desdeñoso con los placeres, libre de codicia, animoso en la adversidad e inflexible en lo honesto y justo y, además, hombre de confianza plena por la rectitud de mis intenciones. ¿Crees tú, oh Cino, que si en ello hubiese algo más que un desvergonzado afán por agradar mis oídos hoy me encontraría aquí y de esta manera, vencido, humillado y presto para morir? ¿En dónde están esas muchedumbres que tanto dicen amarme? ¿No deberían estar rodeando mi tienda, defendiéndome de César Octavio, en lugar de sestear chismorreando en los baños públicos de Roma las excelencias de mi vida y la rectitud de mis intenciones? ¡No creas nunca en lisonjas ni adulaciones mientras portes una espada en tu cinto y el halagador esté desarmado! ¡Ni jamás prestes atención a un discurso sobre tus virtudes sin pensar en las necesidades y ambiciones del orador, porque cuanto más altas sean sus palabras más abundantes serán después las peticiones que hará para su enriquecimiento y deleite! Yo he creído actuar siempre conforme a lo que me parecía justo, y en mis acciones no hubo nunca lugar para la duda, pero ahora, Cino, cuando el mundo se desmorona a mi alrededor sin que yo pueda mover un dedo para impedir el derrumbamiento, sólo estoy seguro de una cosa, sólo de una, y ello es que acaso mi vida haya sido un gran error, el sueño imposible de un ingenuo confundido que creía que Roma crecía para ser mejor cuando la realidad era que los romanos siempre han querido engrandecerse para tener más. No lo sé. Ahora me siento muy cansado, soy incapaz de estar seguro de nada, ni siquiera de si soy como soy por el benéfico don de los dioses o por las alas airadas de la soberbia, si mi comportamiento y mis principios se los debo a la honradez que me infundieron mi madre y Catón o más bien he de anotarlos en la ira que mi condición de bastardo ha imprimido carácter a mi amargura y odio, el pesar por lo ilícito de mi oculto linaje y el rencor acumulado contra mí mismo y mi signo.
Descansemos ahora, Cino. Reposemos y bebamos un poco más de este vino fuerte que suelta la lengua y fortalece el vigor. ¿Observas la naturaleza de este líquido que los dioses nos dieron para refrescarnos y permitirnos mirar con otros ojos las tristezas del mundo? ¿Has reparado alguna vez en sus propiedades? El vino se parece a la sangre y también semeja al horizonte cuando anochece un día despejado. Es como la sangre del enemigo vencido y es como la placidez de un atardecer visto desde el hogar, mientras una mujer acompaña en silencio y sólo los pájaros quiebran el aire, sobrevolando la ínsula, para placer de la mirada. ¡Cuántos de los que decían amarme no estarán ahora elevando su copa por mi derrota! Lo peor de la guerra no es perderla, oh Cino, sino la necesidad de compasión que despierta tu rostro.
Sí, Cino. Desvarío y se me confunden los pensamientos, lo sé. Pero juro por Roma que no soy una alimaña, que nunca lo fui, que en aquellos días puse mi empeño en demostrar que César, como cualquier otro, era sólo un hombre, no un dios, ni el hijo de un dios, ni una potestad sobrehumana. Y que como cualquier hombre podía morir a manos de otros hombres. Como cualquier hombre… ¡Oh, Cino! ¡La cabeza me da vueltas y ya no sé lo que digo! No lo sé… Pensábamos que la espada desnuda es el pan de los ciudadanos libres…
Descansemos un poco, ¿quieres? Debo descansar… Pero no, no tengo tiempo para regalárselo a Morfeo. La muerte me espera impaciente. Las vidas se rompen en vómitos de espuma como las olas del mar en las arenas de las playas, pero nada ocurre por ello, no hay que temer: detrás son millones las olas que vienen a reemplazarlas y a cumplir idéntico y fatal destino. ¿En dónde está la belleza, Cino? ¿En dónde la verdad? ¿Acaso hay algo más grácil que el vuelo de una paloma al posarse o el airoso flamear de la toga de un senador al entrar en el Capitolio? ¿En ellos está la belleza? ¿O acaso hay imagen más bella que la del final de una vida, una muerte hermosa afrontada con el orgullo de un soldado libre? En metafísica aprendí que si a una cosa finita se le añade otra cosa finita, el resultado es siempre una cosa finita. ¿Te das cuenta, Cino? Si a mi muerte se le añade la muerte de César, ambas muertes, como hechos finitos, sólo constituyen un hecho finito más de entre los innumerables de la Historia. No hay infinitud alguna en mi muerte, Cino, como tampoco la hubo en la de César… ¡Ni César ni yo somos infinitos, somos humanos, sólo humanos…! César fue sólo un hombre, no un dios. ¡Oh, Casio, despierta! ¡Teníamos razón! ¡César era sólo un hombre! Él era el único que lo ignoraba…
A la hora de mi muerte no sé si vivo o sueño. ¿Es la vida un sueño que acaba en la muerte, que es el despertar, o es la muerte la pesadilla de una plácida vida? No sé si mi vida ha sido vida o sueño, pero lo que sí puedo decir es que nunca fue placentera, cómoda ni sosegada. Ni nunca lo será porque ahora, en esta hora, siento una punzada que me traspasa el pecho con más acidez aún de lo que ninguna espada lo haría, la náusea de pensar que cuantos nos sigan, por muchos que sean los siglos que pasen, siempre me considerarán un traidor, un asesino, un hombre cruel y despiadado que por ambición u odio labró el fin de César y acabó con su vida. Todos soñarán este sueño, en él me representarán como a un verdugo innoble y nunca hallaré paz ni siquiera entre las humedades de la tierra y los gusanos voraces. ¡Cuéntalo tú, Cino! ¡Narra la verdad a cuantos quieran escucharte! ¡Yo soy Bruto! ¡Bruto! ¡Jamás quise ser un hombre injusto ni nunca lo creí ser! ¿Lo harás? ¡Cuéntalo y haz que incineren mi cuerpo! ¡Que los asquerosos gusanos sean privados de mí para que el humo de mi cuerpo en llamas llegue a cuantos duermen y sueñan, liberándoles de soñarme tal y como nunca fui!
Dame vino, tengo fiebre. Debo tenerla. ¿Qué sentido tiene la vida cuando se está muerto? ¿Por qué me preocupa ahora lo que puedan pensar de mí después? Los dioses son quienes guiaron mis pasos, ellos y sólo ellos son los culpables de mi acción. Pues que paguen ellos mi dolor, a ellos les deseo este amargo dolor, esta aguda punzada que… Pero ¿qué estoy diciendo? ¿Cómo puedo ser tan cobarde, tan débil para no ser capaz de reconocer mi propia culpa y poner a los dioses como excusa de lo que a mí solo corresponde? Me avergüenzo de mí, Cino. Me avergüenzo ahora como me he avergonzado toda la vida. Bastardo… Nunca nadie se ha detenido a pensar que la muerte de César me dolió a mí más que a él. Epicuro dijo que la muerte no es una desgracia para el que muere, sino para quien le sobrevive, y yo he llorado tanto la muerte de César que por momentos tuve miedo de que mis hombres me viesen llorar o reparasen en las llagas que en mis mejillas provocaron tantas lágrimas. Y llorar por haber hecho algo de lo que no te arrepientes es doblemente doloroso, pues lloras más por ti que por lo que has hecho, y quien llora por uno mismo ya está muerto. Sí, Cino, soy joven aún para morir, pero he vivido tanto que me siento el hombre más viejo del mundo. ¡Cuánta verdad es que la Naturaleza mide muy bien la vida de cada hombre! Si he de ser sincero, te aseguro, oh Cino, que no me importa morir porque ya he vivido cuanto deseaba. ¡Oh, qué liberadora ha de ser mi muerte! Sólo espero que el día sea azul, soleado y calmado para que mi espíritu no tenga que seguir luchando, esta vez contra las inclemencias, y pueda dirigirse de forma rápida y segura hacia la morada de los dioses, postrarse allí a los pies de Julio César y, humildemente, implorar su perdón.