Steve Masterton dobló la curva que quedaba frente a la casa de Louis y enseguida vio el humo. Pero no salía de casa de Louis, sino de enfrente, donde vivía el vejestorio.
Venía porque estaba preocupado por Louis, muy preocupado. Miss Charlton le había hablado de la llamada de Rachel, y él empezó a hacer cábalas acerca de lo que pudiera estar planeando Louis.
Era una preocupación vaga, pero persistente. No estaría tranquilo hasta cerciorarse de que todo estaba bien… Todo lo bien que cabía esperar, dadas las circunstancias.
El tiempo primaveral había vaciado la enfermería como por arte de magia, y Surrendra le dijo que podía marcharse, que él se encargaría de lo que se presentara. Y Steve había montado en su Honda que tuvo hibernando en el garaje hasta el fin de semana anterior, y puesto rumbo a Ludlow. Tal vez apretaba la moto un poco más de lo estrictamente necesario, pero la inquietud no le abandonaba; era algo que le roía el estómago. Y luego estaba la absurda sensación de que iba a llegar tarde. Era estúpido, desde luego, pero no conseguía dominar un hormigueo parecido al que sintió el otoño anterior, cuando ocurrió lo de Pascow: era casi como un chasco. Steve no era hombre religioso, ni mucho menos (en la universidad fue socio de la Sociedad Atea durante dos semestres y si se borró fue porque el tutor le dijo —confidencialmente, desde luego— que ello podía mermar sus posibilidades de conseguir una beca), pero reconocía que estaba tan sujeto como cualquier otro mortal a esas condiciones biológicas o biorrítmicas que podían interpretarse como presentimientos, y de algún modo la muerte de Pascow pareció marcar la pauta para todo el año. Que no había sido bueno precisamente. Dos parientes de Surrendra habían sido encarcelados en su país por cuestiones políticas, y Surrendra le había dicho que seguramente uno de ellos —un tío al que quería mucho— ya habría muerto. Surrendra lloraba al decírselo, y las lágrimas de aquel indio, de ordinario tan jovial, impresionaron profundamente a Steve. Y la madre de Miss Charlton había sufrido una mastectomía radical, y la enérgica enfermera-jefe no se sentía muy optimista respecto a las posibilidades de su madre de no sufrir una recaída. El propio Steve había asistido a cuatro entierros desde la muerte de Pascow; una cuñada, muerta en accidente de carretera; un primo, electrocutado al intentar subir a un poste de la electricidad por una apuesta; un abuelo, y el chico de Louis, desde luego.
Steve apreciaba sinceramente a Louis y quería asegurarse de que estaba bien. Últimamente había pasado un infierno. Al ver el humo, lo primero que pensó fue: otra cosa que agradecer a Víctor Pascow que, al morir parecía haber desencadenado una racha de mala suerte para aquella pobre gente. Pero esto era una estupidez, y la casa de Louis era la prueba: estaba perfectamente tranquila y pulcra, una muestra de la grácil arquitectura de Nueva Inglaterra, bañada por el sol de la mañana.
Varias personas corrían hacia la casa del vejestorio y, al entrar en el sendero asfaltado del jardín de Louis, Steve vio a un individuo cruzar el porche y acercarse a la puerta principal de la casa para retroceder inmediatamente. Y con muy buen acuerdo, ya que al momento el cristal central de la puerta estalló y las llamas salieron violentamente por el hueco. Si el muy imbécil llega a abrir la puerta la llamarada le hubiera dejado asado.
Steve desmontó y desplegó el caballete de la Honda, olvidándose de Louis por el momento. El antiguo misterio del fuego le atraía. Habían acudido una media docena de personas. Salvo el héroe frustrado, que seguía en el jardín de los Crandall, todos se mantenían a distancia prudencial. Ahora estallaron las ventanas del porche. Las astillas de cristal volaban por los aires. El héroe frustrado hundió la cabeza entre los hombros y salió corriendo. Las llamas recorrían la pared interior del porche como manos que tantearan levantando burbujas en la pintura blanca. Uno de los sillones de roten se incendió.
Entre el crepitar del fuego, se oía gritar al héroe frustrado con una especie de optimismo chillón y absurdo:
—¡Arderá hasta los cimientos! ¡Seguro, arderá hasta los cimientos! Como Jud esté dentro, va listo. Mil veces le he avisado de la creosota de la chimenea…
Steve abrió la boca para gritarles si habían llamado a los bomberos, pero en aquel momento empezó a oír el aullido lejano de las sirenas. Muchas sirenas. Habían llamado a los bomberos, pero el héroe frustrado tenía razón: la casa iba a arder hasta los cimientos. Las llamas salían ya por media docena de ventanas, y el alero frontal tenía una membrana de fuego casi transparente sobre sus brillantes tejas verdes.
Entonces Steve se acordó de Louis y se volvió hacia la casa; por más que, de haber estado allí, Louis se habría unido a los demás.
En aquel momento, Steve captó algo de refilón.
Más allá del sendero de coches del jardín de Louis había una gran extensión de terreno que ascendía suavemente por una ladera. Aquel mes de mayo, la hierba estaba ya muy alta, pero Steve veía un camino tan recortado como un campo de golf que serpenteaba por la ladera, elevándose hacia los bosques que, espesos y verdes, empezaban en la misma línea del horizonte. Y allí, donde el verde pálido de la hierba lindaba con la oscura franja del bosque, Steve divisó algo que se movía. Fue como un destello blanco que desapareció enseguida; pero él habría jurado que había visto a un hombre cargado con una cosa blanca.
«Era Louis —le dijo su mente con irracional certeza—. Era Louis y procura darte prisa en alcanzarle, porque ha ocurrido algo muy malo y pronto ocurrirá algo peor, como tú no lo impidas».
Steve se quedó indeciso en el sendero asfaltado, haciendo oscilar el cuerpo de uno a otro pie.
«Steve, chico, estás cagado de miedo, ¿no?».
Lo estaba, sí. Cagado de miedo, y sin motivo. Pero sentía también una cierta…, una cierta…
(«atracción»).
… sí, una cierta atracción que partía de aquel sendero que subía por la ladera y que sin duda continuaba por el bosque. Porque el camino tenía que llevar a algún sitio, ¿no? Por supuesto. Todos los caminos llevan a algún sitio.
«Louis. No te olvides de Louis, cretino. Tú has venido a ver a Louis, ¿recuerdas?, y no a explorar los bosques».
—¿Qué tienes ahí, Randy? —preguntó el héroe frustrado. Su voz, chillona y optimista, se oía con claridad.
La respuesta de Randy quedó casi, aunque no del todo, sofocada por las sirenas de los bomberos que se acercaban.
—Un gato muerto.
—¿Quemado?
—No se le ve quemado —respondió Randy—. Sólo muerto.
Y el pensamiento de Steve, implacable, insistía en lo mismo, como si la conversación que acababan de mantener al otro lado de la calle aquellos dos hombres, tuviera algo que ver con lo que él había visto, o creído ver. Ése era Louis.
Entonces se puso en movimiento, empezó a trotar por el camino hacia el bosque, dejando el fuego a su espalda. Sudaba copiosamente cuando llegó al linde del bosque, y agradeció la sombra de los árboles. Se respiraba el olor dulce del pino, olor a corteza y a savia.
Una vez en el bosque, echó a correr, sin saber por qué corría ni por qué el pulso le latía a ritmo acelerado. El aire le silbaba en los pulmones. Aún pudo avistar el tren cuando empezó la cuesta abajo —el camino estaba admirablemente limpio—, pero cuando llegó al arco de entrada del Cementerio de Animales iba apenas a paso de marcha. Sentía un pinchazo candente en el costado derecho, cerca de la axila.
Sus ojos apenas repararon en los círculos de tumbas: las planchas de hojalata, las placas de madera, las losas de pizarra. Su mirada estaba fija en una asombrosa visión que tenía lugar al otro lado de la explanada circular. Su mirada estaba fija en Louis, que trepaba por un montón de troncos, desafiando la ley de la gravedad. Subía por los empinados troncos paso a paso, mirando hacia delante, como hipnotizado o sonámbulo. En brazos llevaba la cosa blanca que Steve viera por el rabillo del ojo. A esta distancia, su forma era inconfundible; aquello era un cuerpo humano. Asomaba un pie, calzado con zapato negro de medio tacón. Y Steve tuvo súbitamente la espantosa certeza de que Louis llevaba el cuerpo de Rachel.
Louis tenía todo el pelo blanco.
—¡Louis! —gritó Steve.
Louis no se detuvo ni vaciló. Llegó a lo alto de los troncos y empezó a descender por el otro lado.
«Se va a caer —pensó Steve incoherentemente—. Hasta ahora ha tenido suerte, pero dentro de nada se caerá, y mientras no se rompa más que una pierna…».
Pero Louis no se cayó. Llegó al suelo y Steve lo perdió de vista hasta que reapareció un trecho más allá, andando en dirección al bosque.
—¡Louis! —volvió a gritar Steve.
Esta vez Louis se detuvo y miró atrás.
Steve quedó mudo de asombro. No era sólo el pelo blanco, también la cara de Louis parecía la de un viejo muy viejo.
Al principio, Louis no pareció reconocerle. Después, poco a poco, como si alguien estuviera maniobrando un reostato en su cerebro, su expresión se animó y sus labios se movieron espasmódicamente. Steve tardó algún tiempo en darse cuenta de que Louis trataba de sonreír.
—Steve —dijo con voz roca e insegura—. Hola, Steve. Voy a enterrarla. Tendré que hacerlo con las manos. Tal vez me lleve hasta la noche. Ahí arriba es muy duro el suelo. Supongo que no querrías ayudarme, ¿verdad?
Steve abrió la boca, pero no le salían las palabras. A pesar de la sorpresa, a pesar del horror, él deseaba «ayudar» a Louis. Allí, en aquel bosque, le parecía correcto, lo más…, lo más natural.
—Louis —consiguió decir al fin con la voz rota—, ¿qué ha pasado? Dios del cielo, ¿qué ha pasado? ¿Ha sido…? ¿Ha sido en el incendio?
—Para Gage esperé demasiado —dijo Louis—. Algo entró en él porque esperé demasiado. Pero con Rachel será distinto, Steve. Estoy convencido.
Se tambaleaba ligeramente, y Steve comprendió que Louis se había vuelto loco. Lo comprendió con toda claridad. Louis estaba loco y espantosamente cansado. Pero, para su confuso cerebro, sólo esto último parecía importar.
—Me vendría bien una ayuda —dijo Louis.
—Aunque quisiera ayudarte, Louis, no podría trepar por ese montón de troncos.
—Oh, sí —dijo Louis—. Sí que podrías. No tienes más que pisar fuerte y no mirar abajo. Éste es el secreto, Steve.
Entonces giró sobre sus talones y siguió andando, y aunque Steve le llamaba, Louis se metió en el bosque sin volver la cabeza. Durante varios segundos, Steve distinguió el parpadeo de la sábana blanca entre los árboles, y luego desapareció.
Steve corrió hacia los troncos y empezó a subir sin pensar en nada, al principio buscando asidero con las manos, tratando de pasar el obstáculo a gatas, pero luego se puso de pie y al hacerlo se sintió invadido de una euforia que le incitaba a la temeridad; era como respirar oxígeno puro. Creía poder conseguirlo, y lo consiguió. Con paso firme y rápido, llegó hasta la cima y se detuvo, oscilando sobre sus pies. Ahora veía a Louis avanzar por el sendero del bosque.
Louis se volvió a mirar a Steve. Llevaba en brazos a su esposa, envuelta en una sábana ensangrentada.
—Tal vez oigas sonidos —dijo Louis—, sonidos como de voces. Pero no son más que los somormujos, del lado de Prospect. El eco llega muy lejos. Es muy curioso.
—Louis…
Pero Louis ya volvía a caminar.
Steve estuvo a punto de seguirle. Le faltó muy poco.
«Yo podría ayudarle, si es eso lo que quiere… y deseo ayudarle, sí. Es la pura verdad, porque aquí hay algo raro y me gustaría descubrirlo. Parece algo muy…, muy importante. Parece como un secreto. Como un misterio».
Entonces una rama se partió bajo sus pies, con un estampido seco, como un tiro. Aquello le hizo volver en sí y darse cuenta de dónde estaba y de lo que hacía. Aterrorizado, dio media vuelta torpemente buscando el equilibrio con los brazos extendidos, y en la cara la mueca de horror del sonámbulo que despierta en el alero de un rascacielos.
«Ella ha muerto, y yo diría que la ha matado Louis. Louis se ha vuelto loco, loco de atar, pero…».
Pero allí había algo peor que la locura, algo mucho, mucho peor. Era como si en aquellos bosques hubiera un imán y él sintiera su magnetismo en una parte de su cerebro. Y le atraía hacia el lugar al que Louis llevaba a Rachel.
«Ven, recorre el sendero… recorre el sendero para ver adónde va. Aquí tenemos mucho que enseñarte, Steverino, cosas que ignoran los de la Sociedad Atea de Lake Forest».
Y entonces, quizá porque, sencillamente, ya tenía suficiente para un día y de pronto perdió todo interés en él, el lugar dejó de ejercer atracción sobre su cerebro. Steve dio dos pasos de borracho al ir a bajar de los troncos. Se rompieron más ramas con una ronca crepitación y su pie izquierdo se hundió en aquella maraña de madera muerta. Unas afiladas astillas le arrancaron la zapatilla y le arañaron cuando él retiró el pie bruscamente y cayó de cara sobre el suelo del Cementerio de Animales rozando un trozo de madera de una caja de naranjas que hubiera podido clavársele en el vientre.
Steve se puso en pie, aturdido, preguntándose qué le había pasado, y si le había pasado algo, ya empezaba a parecer un sueño.
Y entonces, en los bosques del otro lado del montón de troncos, unos bosques tan espesos que en ellos la luz era empañada y verde hasta en los días más radiantes, resonó una carcajada grave. El sonido era enorme. Steve no pudo ni siquiera tratar de imaginar la clase de criatura capaz de producirlo.
Steve corría con un pie descalzo, tratando de gritar, pero sin conseguirlo. Aún corría cuando llegó a casa de Louis y aún trataba de gritar cuando puso en marcha la moto y salió a la carretera 15. Estuvo a punto de chocar con un coche-bomba que llegaba de Brewer. En el interior de su casco Bell, su cabello estaba de punta.
Cuando Steve llegó a su apartamento de Oronco, ya no recordaba con precisión haber estado en Ludlow. Llamó a la enfermería para decir que estaba enfermo, tomó una píldora y se acostó.
Steve Masterton no volvió a acordarse de aquel día… salvo en sueños, esos sueños profundos que se tienen de madrugada, en los que sentía que algo enorme pasaba por su lado, algo que iba a tocarle y que después, en el último segundo, retiraba su mano inhumana.
Algo con unos grandes ojos amarillos que brillaban como faros antiniebla.
A veces Steve se despertaba gritando, con los ojos desorbitados y pensaba: «Te parece que gritas, pero son los somormujos, del lado de Prospect. El eco llega muy lejos. Es curioso».
Pero él no sabía, no podía recordar lo que significaba este pensamiento. Al año siguiente, encontró un empleo en San Luis, a miles de kilómetros.
Desde la última vez que vio a Louis Creed hasta el día de su marcha hacia el Medio Oeste, Steve no volvió a la ciudad de Ludlow.