61

Louis se paró en el bordillo para que pasara un camión Orinco cargado de fertilizante, que venía zumbando, y cruzó la carretera en dirección a la casa de Jud, arrastrando su sombra que apuntaba al oeste. Llevaba en la mano una lata abierta de Calo, alimento para gatos.

Church, al verle acercarse, se irguió con mirada alerta.

—Hola, Church —dijo Louis contemplando la silenciosa casa—. ¿Quieres tomar un bocadito?

Puso la lata encima del maletero del Chevette y se quedó mirando cómo Church saltaba rápidamente del techo del coche y empezaba a comer. Entonces Louis metió la mano en el bolsillo de la chaqueta. Church volvió la cabeza, tensando los músculos, como si le hubiera leído el pensamiento. Louis sonrió y se alejó del coche. Church volvió a comer, y Louis sacó una jeringuilla del bolsillo, rompió la bolsa de papel y la llenó con 75 miligramos de morfina. Volvió a guardar la ampolla multidosis en el bolsillo y se acercó a Church que una vez más le miró con recelo. Louis sonrió al gato y dijo:

—Come, come, Church. Así, muy bien… Ajajá, vamos allá. —Acarició el lomo del animal, sintió cómo éste se arqueaba y cuando Church volvió a comer, Louis le agarró por las hediondas ancas y hundió toda la aguja en el muslo.

Church pareció electrizarse. Se debatía, bufaba y arañaba. Pero Louis no le soltó hasta que hubo vaciado la jeringuilla. Entonces Church saltó al suelo silbando como una tetera y mirándole con furia y rencor en sus ojos turbios. Aún tenía la aguja clavada y la jeringuilla colgando que luego se desprendió y se rompió. No importaba. Louis tenía más.

El gato se fue hacia la carretera, luego dio media vuelta y regresó a la casa, como si recordase algo. A mitad de camino, empezó a tambalearse como un borracho. Llegó hasta la escalera, subió el primer peldaño y cayó, quedando tendido de lado en la senda de cemento, respirando débilmente.

Louis miró al interior del Chevette. Por si necesitaba confirmación de lo que le anunciaba aquella piedra que tenía en lugar de corazón, allí estaba el bolso de Rachel, el pañuelo del cuello y un fajo de pasajes de avión que asomaban de una carpeta de Delta Airlines.

Cuando Louis se volvió otra vez hacia el porche, el costado de Church había dejado de temblar. Church había muerto. Otra vez.

Pasando por encima de él, Louis subió las escaleras del porche.

—¿Gage?

El recibidor estaba fresco. Fresco y oscuro. La palabra cayó en el silencio como una piedra en un pozo profundo. Louis arrojó otra.

—¿Gage?

Nada. No se oía ni el tictac del reloj de la sala. Nadie le había dado cuerda aquella mañana.

Pero había huellas de barro en el suelo.

Louis entró en la sala. Olía a tabaco frío y rancio. Vio la mecedora de Jud delante del mirador. Estaba ladeada, como si se hubiera levantado bruscamente. Había un cenicero en el alféizar de la ventana, con un perfecto cilindro de ceniza.

«Jud estuvo aquí sentado vigilando. ¿Vigilando el qué? Vigilando la carretera, desde luego, para verme llegar. Pero no me vio. Lo cierto es que no me vio».

Louis vio las cuatro latas de cerveza bien alineadas. No eran suficiente para hacerle dormir, pero tal vez se levantó para ir al cuarto de baño. De todos modos, demasiada casualidad.

Las huellas se acercaban al sillón. Mezcladas con las huellas humanas, se veían otras, más borrosas, de patas. Como si Church hubiera pisado el barro que iban dejando los pequeños zapatos de Gage. Luego, las huellas se dirigían hacia la puerta oscilante de la cocina.

Con el corazón desbocado, Louis siguió el rastro.

Al abrir la puerta, vio los pies de Jud, su viejo mono verde, la camisa de franela a cuadros. El anciano estaba tendido con las piernas abiertas en un gran charco de sangre que empezaba a secarse.

Louis se tapó los ojos con los puños, como si quisiera destrozarse la vista. Pero no podía; veía unos ojos, los ojos de Jud, abiertos, acusándole, tal vez acusándose a sí mismo, por haber provocado todo aquello.

«Pero ¿fue él quien empezó? —se preguntó Louis—. ¿Fue él realmente?».

A Jud se lo dijo Stanny B., y a Stanny B. se lo dijo su padre, y al padre de Stanny B. se lo dijo su padre, el último traficante en pieles que negociaba con los indios, un francés de las tierras del norte, de la época en que Franklin Pierce era presidente.

—Oh, Jud, lo siento —susurró Louis.

Los ojos de Jud le miraban inexpresivamente.

—Lo siento mucho —repitió Louis.

Sus pies parecían moverse automáticamente, y su pensamiento volvió de pronto al día de Acción de Gracias, al pavo que Norma preparó para la comida que los tres celebraron alegremente, los dos hombres, con cerveza y ella, con un vasito de vino blanco, sobre el mantel blanco que ella sacó del cajón de abajo, como él lo sacó ahora; sólo que ella lo puso en la mesa, fijándolo con bonitos candelabros de peltre, mientras que él…

Louis vio inflarse la tela sobre el cuerpo de Jud, cubriendo piadosamente la cara muerta. Casi inmediatamente, pequeños pétalos escarlata aparecieron en aquel campo blanquísimo.

—Lo siento —dijo por tercera vez—. Lo s…

Entonces algo se movió en el piso de arriba, se oyó un roce y la palabra se le quedó en los labios. Fue un ruido leve y sigiloso, pero deliberado. Oh, sí, estaba seguro. Un sonido producido para que él lo oyera.

Sus manos querían temblar, pero él no lo permitió. Se acercó a la mesa de la cocina, cubierta con su mantel de hule a cuadros, y metió la mano en el bolsillo. Sacó otras tres jeringuillas Becton-Dickinson, rasgó los envoltorios y las dejó cuidadosamente alineadas. Luego las llenó de morfina suficiente para matar a un caballo —o al toro «Hanratty», si era necesario— y volvió a guardarlas en el bolsillo.

Salió de la cocina, cruzó la sala y, desde el pie de la escalera, llamó:

—¿Gage?

De las sombras del piso de arriba brotó una risa apagada, una risa fría y sin alegría que puso un hormigueo en la espalda de Louis.

Empezó a subir la escalera.

Fue una ascensión muy larga. Igual de larga (y horriblemente corta) debía de parecer la escalera del cadalso al condenado que la subía con las manos atadas a la espalda, sabiendo que cuando no pudiera seguir silbando se mearía.

Por fin llegó arriba y se paró mirando la pared, con una mano en el bolsillo. ¿Cuánto rato estuvo así? No lo sabía. Ahora notaba cómo empezaba a resquebrajarse su razón. Era una sensación casi física. Era interesante. Imaginaba que así podría sentirse un árbol (suponiendo que los árboles sintieran) cargado de una gran masa de hielo, poco antes de ser tronchado por el vendaval. Resultaba interesante… y hasta divertido.

—Gage, ¿quieres ir a Florida conmigo? —gritó al fin.

Otra vez la risa.

Louis se volvió y se encontró con el cuadro de su mujer —a la que un día él llevara una rosa entre los dientes— tendida en medio del pasillo, muerta. Tenía las piernas abiertas, al igual que Jud y la espalda y la cabeza apoyadas contra la pared. Parecía una mujer que se hubiera quedado dormida mientras leía en la cama.

Louis se acercó a ella.

«Hola, amor mío —pensó—, has vuelto a casa».

La sangre había salpicado el papel de la pared de garabatos estúpidos. La habían apuñalado una docena de veces, o tal vez dos. Su bisturí había hecho el trabajo.

De pronto, la vio, la vio realmente, y Louis Creed se puso a gritar.

Sus gritos resonaban en las paredes de aquella casa, en la que ahora sólo la muerte vivía y andaba. Con los ojos desorbitados, la cara lívida, el pelo erizado, Louis gritaba. Los sonidos que salían de su garganta congestionada eran como las campanas del infierno, unos gritos terribles que marcaban la pérdida no del amor, sino de la razón. De pronto, en su cerebro irrumpieron a un tiempo todas aquellas imágenes horrendas. Víctor Pascow agonizando en la moqueta de la enfermería, Church con fragmentos de plástico verde en los bigotes, la gorra de Gage, llena de sangre en mitad de la carretera y, lo peor de todo, aquella cosa que viera cerca del pantano, la cosa que arrancara un árbol a su paso, la criatura de los ojos amarillos, el «wendigo», el espíritu de las tierras del norte cuyo contacto despierta apetitos inconfesables.

A Rachel no la habían matado simplemente.

Se habían ensañado con ella.

CLIC!)

El clic sonó dentro de su cabeza. Era el chasquido de un relé al fundirse definitivamente, el sonido del rayo al caer, el sonido de una puerta al abrirse.

Louis levantó la vista, aturdido, con el grito temblándole aún en la garganta, y allí estaba Gage por fin, con la boca ensangrentada y los labios abiertos en una sonrisa diabólica. En una mano sostenía el bisturí de Louis.

Cuando fue a clavárselo, Louis retrocedió instintivamente, el bisturí le pasó rozando la cara y Gage perdió el equilibrio. «Es tan torpe como Church», pensó Louis, acabando de derribarlo con una zancadilla. Gage cayó de bruces y, antes de que pudiera levantarse, Louis ya estaba sentado sobre él, oprimiendo con una rodilla la mano que sostenía el bisturí.

—No —jadeó la criatura, debajo de él, contrayendo la cara en una mueca y con una estúpida mirada de rencor en sus ojos mezquinos—. No, no, no…

Louis sacó una de las jeringuillas. Tenía que obrar con rapidez. Aquella cosa era resbaladiza como un pez engrasado, y no soltaba el bisturí, por más que le apretara la muñeca. Y su cara se transformaba a ojos vistas. Era la cara de Jud, con la fijeza de la muerte; era la cara destrozada de Víctor Pascow, poniendo los ojos en blanco; era la propia cara de Louis como reflejada en un espejo, atrozmente pálida y marcada por la locura. Por fin, se transformó en la cara de la criatura del bosque, con su frente estrecha, los ojos amarillos, la lengua larga, puntiaguda y bífida, sonriendo sardónicamente y resoplando.

—No, no, no-no-no.

La cosa dio una fuerte sacudida y la jeringuilla rodó por el suelo del pasillo. Louis sacó otra y la clavó en los riñones de Gage.

La cosa gritó, forcejeando hasta casi derribarle. Louis, con un gruñido, sacó la tercera jeringuilla, la clavó en el brazo de Gage y vació todo su contenido. Luego, se levantó y retrocedió por el pasillo. Gage se puso en pie lentamente y empezó a ir hacia él, tambaleándose. Dio cinco pasos y el bisturí se le cayó de la mano y quedó clavado en la madera, temblando. Diez pasos más, y empezó a apagarse aquella extraña luz amarilla de sus ojos. Otros dos, y cayó de rodillas.

Entonces Gage le miró y, durante un momento, Louis vio a su hijo —su verdadero hijo— con la cara triste y dolorida.

—¡Papá! —gritó, y cayó de cara.

Louis permaneció un momento a la expectativa y se acercó a Gage con precaución, esperando algún truco. Pero no hubo truco, ni salto repentino al cuello con las manos agarrotadas. Louis le palpó la garganta con dedos expertos hasta encontrar el pulso. Hacía de médico por última vez en su vida. Estuvo controlando el pulso hasta que se extinguió.

Entonces Louis se levantó y se fue a un rincón del pasillo. Se sentó en el suelo, hecho una bola, apretándose contra el rincón más y más. Descubrió que abultaba todavía menos si se metía el pulgar en la boca, y así lo hizo.

Allí se quedó durante más de dos horas… y entonces, poco a poco, empezó a perfilarse ante él una idea tenebrosa, pero, eso sí, perfectamente plausible. Se sacó el pulgar de la boca con un sonoro chasquido, y Louis…

(«ajajá, vamos allá»).

… se puso otra vez en movimiento.

Sacó una sábana de la cama del dormitorio en el que se escondiera Gage y la llevó al pasillo. Envolvió con ella el cuerpo de su mujer, cariñosamente, con sumo cuidado. Estaba tarareando pero no se daba cuenta.

Encontró gasolina en el garaje de Jud. Diez litros en un bidón rojo, al lado de la segadora. Más que suficiente. Empezó por la cocina, donde estaba Jud, debajo del mantel de Acción de Gracias. Lo empapó bien. Luego, con el bidón boca abajo, pasó a la sala y roció la alfombra, el sofá, el revistero, las butacas, salió al recibidor y fue al dormitorio de atrás. El olor a gasolina era fuerte y dulzón.

Las cerillas de Jud estaban al lado del sillón desde que él montara su infructuosa guardia, encima de los cigarrillos. Louis las tomó. En el umbral de la puerta principal, encendió una cerilla y la lanzó por encima del hombro antes de salir. La ignición fue inmediata y brutal. Sintió en la nuca un fuerte calor y cerró la puerta con todo cuidado. Se quedó unos instantes en el porche, viendo danzar las llamas anaranjadas detrás de los visillos de Norma. Luego, cruzó el porche, recordando las cervezas que él y Jud habían tomado allí hacía un millón de años y escuchando el rugido de las llamas.

Y se marchó.