Cuando Louis Creed se despertó, el sol le daba de lleno en los ojos. Trató de incorporarse e hizo una mueca al sentir como un trallazo en la espalda. Era un dolor insoportable. Dejó caer la cabeza en la almohada y se miró. Estaba vestido. Joder.
Se quedó inmóvil un buen rato, disponiéndose a luchar contra la rigidez que le atenazaba todos los músculos, y se sentó en la cama.
—Oh, mierda —murmuró. Durante unos segundos, la habitación osciló ante sus ojos suave pero perceptiblemente. La espalda le latía como una muela podrida y cuando movía la cabeza le parecía que los músculos del cuello habían sido sustituidos por hojas de sierra. Pero lo peor era la rodilla. El linimento no le había hecho nada. Debió ponerse una inyección de cortisona. La hinchazón le tensaba la tela del pantalón. Allí dentro parecía haber un globo.
—Pues vaya si me lo casqué —murmuró—. ¡Ay, ay, ay…! ¡Qué bárbaro!
Dobló la rodilla muy despacio, para sentarse en el borde de la cama. Tenía los labios blancos de tanto apretarlos. Luego empezó a flexionarla un poco, dejando hablar al dolor, tratando de deducir de él la gravedad de la lesión, si podría…
«¡Gage! ¿Ha vuelto Gage?».
Esto le hizo ponerse en pie a pesar del dolor. Cruzó el dormitorio renqueando, salió al pasillo y entró en la habitación de Gage. Miró en torno ansiosamente, con el nombre de su hijo en los labios. Pero la habitación estaba vacía. Luego, se asomó a la habitación de Ellie, también vacía, y a la de los huéspedes. Esta última, que daba a la carretera, también estaba vacía; pero…
Había un coche desconocido parado enfrente, detrás de la camioneta de Jud.
—¿Y qué?
Pues que un coche desconocido sólo podía acarrear problemas. Eso.
Louis apartó los visillos y miró el coche con atención. Era pequeño, un Chevette azul. Y, enroscado en el techo, dormido al parecer, estaba Church.
Lo contempló largamente antes de soltar el visillo. Jud tenía visita, simplemente. ¿Y qué? Además, quizá aún era temprano para preocuparse por lo que fuera a ocurrir con Gage. Church no volvió hasta casi la una, y ahora sólo eran las nueve. Las nueve de una hermosa mañana de mayo. Bajaría a la cocina, haría café, sacaría la esterilla eléctrica y se la pondría en la rodilla, y…
«¿…y qué hace Church encima de ese coche?».
—Oh, anda ya… —dijo en voz alta y se fue por el pasillo, cojeando. Los gatos duermen en cualquier sitio, por algo son gatos.
«Salvo que Church ya no cruzaba la carretera para nada, ¿recuerdas?».
—Olvídalo ya —murmuró, y se paró a mitad de la escalera (que bajaba casi de lado). Estaba hablando solo y eso era mal síntoma. Eso significaba…
¿Qué era lo que vio en el bosque la noche pasada?
El pensamiento le acometió bruscamente, haciéndole apretar los labios lo mismo que el dolor de la rodilla cuando fue a saltar de la cama. Aquello lo había soñado. El sueño de Disney World parecía fundirse sin solución de continuidad con un sueño de aquella aparición. Había soñado que aquello le tocaba, echando a perder para siempre todos sus sueños hermosos y corrompiendo todas sus buenas intenciones. Era el «wendigo», que le había convertido no ya en caníbal, sino en padre de caníbales. En el sueño, él estaba en el Cementerio de Animales, pero no estaba solo, sino con Bill y Timmy Baterman. Y con Jud, que tenía cara de muerto y llevaba a su perro «Spot» atado con un trozo de cuerda de tender la ropa. Allí estaba Lester Morgan, con su toro «Hanratty» sujeto a una cadena de remolcar coches. «Hanratty» estaba tendido de lado y les miraba con un furor estúpido de drogado. Y también estaba Rachel, que por lo visto se había derramado el frasco de catsup o la mermelada de grosella en el vestido, porque lo tenía manchado de rojo.
Y, detrás del montón de troncos, alzándose con estatura titánica, con la piel amarilla y cuarteada como la de un reptil, unos ojos como faros antiniebla con caperuza y aquellas orejas que no eran orejas sino grandes cuernos de carnero, estaba el «wendigo», un animal con aspecto de lagarto nacido de mujer, que los señalaba con un dedo cartilaginoso, de uña puntiaguda, y ellos alzaban la cara para mirarle…
—Déjalo ya —susurró, y se estremeció al oír su propia voz. Ahora iría a la cocina y se prepararía un desayuno, como si aquél fuera un día cualquiera. Un buen desayuno de soltero, lleno de reconfortante colesterol. Un par de huevos fritos y bocadillos de fiambre con una rodaja de cebolla tierna cada uno. Olía a sudor, a tierra y a inmundicias, pero la ducha la reservaba para después; por el momento, no se sentía con ánimo de desnudarse, incluso tal vez tuviera que sacar el bisturí para cortar el pantalón y liberar su maltrecha rodilla. Era una lástima tratar así un instrumental tan bueno; pero en la casa no había cuchillo que cortara la gruesa lona del pantalón vaquero y las tijeras de labor de Rachel, mucho menos.
Pero lo primero, el desayuno.
Cruzó la sala dando un rodeo por la puerta principal para mirar el pequeño coche azul parado delante de la casa de Jud. Estaba cubierto de rocío, lo cual indicaba que llevaba allí un buen rato. Church seguía en el techo, pero ya no dormía, sino que parecía mirar fijamente a Louis con sus feos ojos amarillentos.
Louis se retiró de la puerta apresuradamente, como si le hubieran pillado fisgando.
Entró en la cocina, sacó una sartén, la puso en el fogón, tomó dos huevos de la nevera. La cocina estaba limpia, clara, luminosa. Louis trató de silbar —un silbido ambientaría la mañana—, pero no pudo. Las cosas parecían estar bien, pero no estaban bien. Sentía la casa terriblemente vacía, y el trabajo de la noche anterior le pesaba en los huesos. Las cosas estaban mal, muy mal; percibía una sombra que se cernía sobre él y sintió miedo.
Entró cojeando en el cuarto de baño y se tomó un par de aspirinas con un vaso de zumo de naranja. Cuando volvía a la cocina, sonó el teléfono.
No contestó enseguida, sino que lo miró sintiéndose lento y estúpido, como un cretino que jugara a algo sin saber las reglas.
«No contestes, no se te ocurra contestar, porque te van a dar la mala noticia, ahí está el final de la correa que te arrastra hacia el otro lado de la esquina, donde está lo oscuro, y estoy seguro de que no tienes ganas de ver lo que hay allí, Louis, seguro que no, de manera que no contestes y sal corriendo, el coche está en el garaje, sube a él y lárgate, pero no contestes al teléfono…».
Louis cruzó la habitación y levantó el auricular, apoyando una mano en la secadora, como tantas otras veces. Era Irwin Goldman, y en el momento en que Irwin decía hola, Louis vio las pisadas que cruzaban el suelo de la cocina —huellas de barro de unos pies pequeños— y sintió que el corazón se le paralizaba y que los ojos se le salían de las órbitas, y pensó que si en aquel momento se hubiera mirado al espejo habría visto una cara sacada de un grabado de un manicomio del siglo XVII. Eran las pisadas de Gage. Gage había estado allí, había estado allí durante la noche. Pero ¿dónde estaba ahora?
—Aquí Irwin, Louis… ¿Louis…? Oiga…
—Hola, Irwin —dijo él, sabiendo ya lo que iba a decir Irwin. Ahora se explicaba la presencia del coche azul. Ahora se lo explicaba todo. La correa…, la correa que le arrastraba hacia la oscuridad… Ahora avanzaba deprisa, una mano delante de otra. Ah, si pudiera soltarse antes de ver lo que había al final… Pero era su correa. Él se la había buscado.
—Creí que nos habían cortado —dijo Goldman.
—Es que el teléfono me resbaló de la mano. —Louis tenía la voz serena.
—¿Rachel llegó bien?
—Oh, sí —respondió Louis, pensando en el coche azul, en cuyo techo dormía Church, aquel coche azul, tan quieto, mientras seguía con la mirada las marcas de barro del suelo.
—Tengo que hablar con ella —dijo Goldman—. Cuanto antes. Se trata de Ellie.
—¿Ellie? ¿Qué tiene Ellie?
—Creo que es con Rachel…
—Rachel no está aquí en este momento —dijo Louis ásperamente—. Fue a la tienda, a buscar leche y pan. ¿Qué le pasa a Ellie? ¡Vamos, Irwin!
—Hemos tenido que llevarla al hospital —dijo Goldman a regañadientes—. Tuvo una serie de pesadillas. Estaba histérica y no reaccionaba. Estaba…
—¿La han sedado?
—¿Cómo?
—Que si le dieron un sedante —dijo Louis, irritado.
—Oh, sí, sí. Le dieron una píldora y volvió a dormirse.
—¿Dijo algo? ¿Qué fue lo que la asustó? —Los nudillos de la mano que sostenía el teléfono estaban blancos.
En el otro extremo del hilo se hizo el silencio, un silencio largo. Esta vez Louis no apremió a Irwin, por más que lo deseaba.
—Eso fue lo que asustó a Dory —dijo Irwin al fin—. Ellie dijo muchas cosas antes de ponerse… Antes de que el llanto le impidiera hablar. La misma Dory estaba…, ya sabes.
—¿Qué dijo?
—Dijo que Oz el Grande y Terrible había matado a su madre. Pero no lo dijo así. Dijo… dijo «Oz el Ggande y Teggible» que era como lo decía nuestra otra hija. Nuestra hija Zelda. Louis, yo preferiría preguntarle esto a Rachel, pero, dime, ¿qué sabe Eileen de Zelda y de la forma en que murió?
Louis tenía los ojos cerrados. El mundo parecía oscilar ligeramente bajo sus pies, y la voz de Goldman parecía llegarle a través de una espesa niebla.
Tal vez oigas sonidos como de voces, pero no son más que los somormujos del lado de Prospect. El eco llega lejos.
—Louis, ¿estás ahí?
—¿Se pondrá bien? —preguntó Louis. Su propia voz sonaba lejana—. ¿Han hecho un diagnóstico?
—Un trauma psíquico provocado por la muerte de su hermano —dijo Goldman—. La ha visto mi propio médico, Lathrop. Es muy bueno. Dijo que tenía un grado de fiebre y que cuando despertara esta tarde quizá no se acordara de nada. Pero a mí me parece que Rachel debería volver. Louis, estoy asustado. Y tú también debes venir.
Louis no respondió. El ojo de Dios mira al gorrión, o eso decía el buen rey Jaime. Pero Louis, un ser muy inferior, miraba las huellas de barro.
—Gage ha muerto, Louis —decía Goldman—. Comprendo que aceptar eso tiene que ser muy duro, tanto para Rachel como para ti. Pero vuestra hija está viva y os necesita.
«Sí, lo acepto. Puede que seas un cabrito estúpido, Irwin, pero tal vez aquella pesadilla que viviste con tus hijas un día de abril de 1965 te dio cierta comprensión. Ella me necesita, pero yo no puedo ir porque mucho me temo que tengo las manos manchadas de la sangre de su madre».
Louis se miraba las manos. Miraba la tierra que tenía debajo de las uñas que se parecían mucho a la tierra de aquellas pisadas que había en el suelo de la cocina.
—Tienes razón —dijo—. Saldremos para allá en cuanto podamos. Quizá lleguemos esta misma noche. Gracias por todo.
—Hemos hecho lo que hemos podido —dijo Goldman—. Quizá es que somos muy viejos. Quizá, Louis, es que siempre lo fuimos.
—¿Dijo Ellie algo más? —preguntó Louis.
La respuesta de Goldman fue como el tañido de una campana que tocara a muerto contra la pared de su corazón.
—Muchas cosas, pero lo único que entendí fue: «Dice Pascow que ya es tarde».
Louis colgó el auricular y se fue hacia el fogón, como si pretendiera seguir preparando el desayuno o recoger las cosas, no sabía exactamente, pero hacia la mitad del trayecto sintió un vahído, se le nubló la vista y se desmayó. Aquello era desmayarse, porque parecía que perdía el conocimiento. Caía y caía hacia las profundidades, entre nubes, dando vueltas y vueltas, hizo un «looping», un par de péndulos, un deslizamiento Immelmann… Luego cayó sobre la rodilla mala y el fogonazo de dolor que estalló en su cabeza le hizo volver en sí con un alarido. Se quedó unos instantes sin poder moverse, con lágrimas en los ojos.
Luego consiguió ponerse en pie y se quedó balanceándose. Pero volvía a tener la cabeza clara. Por lo menos, eso ya era algo, ¿no?
Sintió por última vez el impulso de huir, más imperioso que nunca. Hasta llegó a palpar con la mano el reconfortante bulto de las llaves del coche. Subiría al Civic y se iría a Chicago. Allí recogería a Ellie. Claro que Godman ya sabría que algo andaba mal, que algo estaba terriblemente mal; pero, a pesar de todo, se la llevaría… Si era necesario, la raptaría.
Luego, dejó caer la mano. Lo que sofocó el impulso no fue ni una sensación de futilidad, ni un sentimiento de culpabilidad, ni la desesperación, ni el profundo cansancio. Fueron aquellas marcas de barro en el suelo de la cocina. Mentalmente, las vio recorrer todo el país —primero, hasta Illinois, después, hasta Florida— y por todo el mundo si era preciso. Lo que tú adquieres te pertenece y lo que te pertenece acaba siempre por volver a ti.
Un día abriría una puerta y allí estaría Gage, una parodia demencial de su antiguo ser, con una sonrisa siniestra y sus claros ojos azules, turbios y malévolos. O Ellie abriría la puerta del baño para darse su ducha matinal y encontraría a Gage en la bañera, con el cuerpo lleno de bultos y costurones, limpio pero apestando a tumba.
Oh, sí; ese día llegaría, indudablemente.
—¿Cómo he podido ser tan estúpido? —preguntó hablando solo otra vez, y sin que le importara—. ¿Cómo…?
«Pena, Louis, no estupidez. Existe una diferencia…, pequeña pero vital. La batería de ese cementerio indio subsiste. Y su poder aumenta, dijo Jud, y tenía razón, desde luego, y ahora tú formas parte de su poder. Porque se ha cebado en tu dolor… Más aún, se ha duplicado, se ha triplicado, se ha multiplicado hasta el infinito. Pero no sólo se alimenta de dolor. También ha devorado tu razón. Y la brecha fue la falta de conformidad, algo muy corriente. Te ha costado a tu mujer y te ha costado también a tu mejor amigo, además de tu hijo. Ni más ni menos. Cuando te descuidas y tardas más de la cuenta en ahuyentar lo que viene a llamar a tu puerta en plena noche, lo que te encuentras es esto: la oscuridad total».
«Ahora debería suicidarme —pensó—, y seguramente estará en el programa, ¿no? Tengo el equipo en el maletín. Todo ha estado muy bien traído desde el principio. El cementerio indio, el “wendigo”, lo que sea, obligó al gato a salir a la carretera, y tal vez obligó también a Gage, y trajo a casa a Rachel, pero, eso sí, cada cosa en su momento. Sin duda está previsto que me suicide… y las ganas no me faltan».
«Pero antes hay que dejar las cosas bien arregladas, ¿no?».
Tenía que ocuparse de Gage. Gage andaba por ahí. En algún sitio.
Siguió las huellas por el comedor, la sala y la escalera. Allí estaban borrosas porque él las pisó al bajar, sin darse cuenta. Entraban en el dormitorio. «Ha estado aquí —pensó Louis, sorprendido—. Aquí mismo». Y entonces vio el maletín abierto.
Su contenido, que él mantenía siempre minuciosamente ordenado, estaba revuelto. Pero Louis no tardó en descubrir que faltaba el bisturí, y se cubrió la cara con las manos, y se quedó un rato sentado en la cama, gimiendo de desesperación.
Luego, volvió a abrir el maletín y se puso a buscar.
Otra vez abajo.
El chasquido de la puerta de la despensa al abrirse. El de un armario que se abría y se cerraba. El zumbido del abrelatas eléctrico. Por último, la puerta del garaje. Y la casa quedó vacía al sol de mayo, tan vacía como aquel día de agosto del año anterior, en que esperaba a sus nuevos ocupantes… Como esperaría a otros en el futuro. Tal vez, una pareja de recién casados sin hijos (pero con ilusiones y proyectos). Una pareja joven y brillante que bebería vino Mondavi y cerveza Löwenbräu. Él podría ser el jefe del departamento de créditos del Banco del Nordeste y ella, diplomada en higiene dental o con tres años de práctica de ayudante del optometrista. Él cortaría leña para la chimenea y ella llevaría pantalón de pana con peto y recogería hierbas de otoño en el campo de Mrs. Vinton, para hacer un centro de mesa, con el pelo peinado con cola de caballo, una nota luminosa bajo el cielo gris, totalmente ajena al buitre invisible que planeaba en las alturas. Los nuevos dueños de la casa se felicitarían de su falta de superstición y su sensatez al haberse quedado con la casa a pesar de su historia. Dirían a sus amistades que había sido una ganga y harían chistes acerca del fantasma del desván, y todos tomarían otra Löwenbräu y otra copa de Mondavi y quizá jugaran al chaquete o a las cartas. Y quizá tuvieran perro.