—A ver, señora, pruebe otra vez —dijo el camionero, inclinado sobre el motor del coche alquilado por Rachel.
Ella hizo girar la llave y el Chevette rugió con brío. El hombre cerró el capó y se acercó a la ventanilla, limpiándose los dedos con un gran pañuelo azul. Tenía una cara tosca y simpática y llevaba una gorra de visera en la coronilla.
—Muchísimas gracias —dijo Rachel, casi llorando—. Yo no habría sabido qué hacer.
—Eso podía arreglarlo un niño —respondió el camionero—. Pero es curioso. Nunca había visto ese fallo en un coche tan nuevo.
—¿Qué tenía?
—Pues un cable de la batería suelto. Nadie habrá estado hurgando en el coche, ¿verdad?
—No —dijo Rachel, y volvió a pensar en aquella sensación de estar prendida en la banda elástica del tiragomas más grande del mundo.
—Habrá sido la vibración; pero ya no tendrá más problemas con los cables. Se los he apretado bien.
—¿Aceptaría dinero? —preguntó Rachel tímidamente.
El camionero soltó una carcajada.
—No, señora; nosotros somos los caballeros andantes de la carretera, ¿recuerda?
—Muchas gracias —sonrió ella.
—No tiene de qué darlas. —El hombre le dedicó una amplia sonrisa que era como un incongruente rayo de sol a aquella hora de la madrugada.
Rachel sonrió a su vez y cruzó con precaución el aparcamiento en dirección a la carretera de acceso a la autopista. Miró a derecha e izquierda antes de salir y, cinco minutos después, estaba otra vez circulando por la autopista, en dirección al norte. El café la había despejado más de lo que creía. Se sentía completamente despierta, sin asomo de modorra y con unos ojos como platos. Volvió a experimentar aquella ligera desazón, aquella absurda sensación de que alguien la manipulaba. Aquel cable que se soltó del terminal sin más ni más…
Sólo para retrasarla lo suficiente para…
Se echó a reír nerviosamente. Lo suficiente, ¿para qué?
«Para que sucediera lo irrevocable».
Qué estupidez. Era ridículo. No obstante, Rachel dio más gas al coche.
A las cinco, mientras Jud trataba de esquivar un bisturí robado del maletín de su buen amigo, el doctor Louis Creed, y mientras su hija despertaba erguida en la cama, chillando bajo los efectos de una pesadilla que, por fortuna para ella, no podría recordar después, Rachel salió de la autopista por el desvío de Hammond Street que discurría cerca del cementerio donde un azadón era lo único que estaba enterrado en el ataúd de su hijo, y cruzó el puente de Bangor-Brewer. A las cinco y cuarto, estaba en la carretera 15, rumbo a Ludlow.
Iría directamente a casa de Jud. Por lo menos, cumpliría aquella parte de su promesa. El Civic no estaba en la avenida del jardín, de todos modos. Claro que podía estar en el garaje. Pero la casa parecía abandonada. No había indicio alguno de que Louis hubiera vuelto.
Rachel aparcó detrás de la furgoneta de Jud y se apeó del Chevette mirando en derredor con precaución. El rocío centelleaba en la hierba a la luz diáfana de la mañana. Cantó un pájaro, pero enmudeció enseguida. En las contadas ocasiones en que, desde la adolescencia, había estado levantada a aquella hora del amanecer sin motivo justificado, Rachel siempre experimentó una sensación de soledad y exaltación a la vez: un sentimiento paradójico de continuidad y renovación. Pero, esta mañana, no sentía nada tan limpio y puro. Sólo aquella vaga inquietud que no podía atribuir por completo a las últimas y terribles veinticuatro horas y a su reciente desgracia.
Subió las escaleras del porche y abrió la puerta mosquitera, y se dispuso a tocar el timbre. Recordaba que le encantó aquel timbre la primera vez que fue con Louis a casa de los Crandall; lo hacías girar hacia la derecha y emitía un sonido fuerte pero armonioso, anacrónico pero encantador.
Acercó la mano al timbre, pero entonces miró al suelo del porche y frunció el entrecejo. Había barro en la alfombra. Eran huellas de pisadas que venían desde la puerta mosquitera hasta allí. Huellas pequeñas. Al parecer, de pisadas de niño. Pero ella había viajado toda la noche y sabía que no había llovido. Viento, pero lluvia no.
Se quedó mirando las huellas mucho rato —en realidad, demasiado— y descubrió que tenía que hacer un esfuerzo para acercar la mano al timbre. Lo asió… y luego retiró la mano.
«Lo que ocurre es que me resisto a tocar el timbre con este silencio. Probablemente, él se habrá acostado a pesar de todo y tal vez le dé un susto…».
Pero no era eso lo que ella temía. Estaba nerviosa y un poco asustada desde que se dio cuenta de que era incapaz de mantenerse despierta; pero este miedo de ahora era distinto y se lo provocaban aquellas pisadas. «Unas pisadas que eran del tamaño…».
Su cerebro trató de bloquear el pensamiento, pero estaba cansado y torpe.
«… de los pies de Gage».
«Oh, basta, ¿es que no puedes dejar eso?».
Alargó el brazo e hizo girar la palanca del timbre.
El sonido era aún más fuerte de lo que ella recordaba, y menos musical: un grito áspero y sofocado en el silencio. Rachel saltó hacia atrás, lanzando una risita en la que no había ni asomo de humor. Se quedó esperando oír los pasos de Jud, pero no había pasos. Silencio y más silencio, y Rachel ya empezaba a preguntarse si tendría valor para hacer girar nuevamente la manivela cuando detrás de la puerta se oyó un sonido, un sonido totalmente inesperado.
¡Uaou…! ¡Uaou…! ¡Uaou…!
—¿Church? —preguntó Rachel, sorprendida y desconcertada. Arrimó los ojos al cristal, pero, naturalmente, no se veía nada. El cristal de la puerta estaba cubierto por un visillo blanco, obra de Norma. Pero ¿estás ahí, Church?
¡Uaou!
Rachel empujó la puerta. Estaba abierta. Church se hallaba sentado en el vestíbulo, con la cola recogida alrededor de las patas. Tenía unas estrías de algo oscuro en el pelo. Barro, pensó Rachel, y entonces vio que las gotitas de líquido prendidas en el bigote eran rojas.
El gato empezó a lamerse una pata, sin dejar de mirar a Rachel.
—¡Jud…! —llamó ella, realmente alarmada, desde el umbral.
La casa no le dio respuesta. Sólo silencio.
Rachel trató de pensar, pero, de pronto, su cerebro había empezado a llenarse de imágenes de su hermana Zelda, que le impedían coordinar ideas. Cómo se le retorcían las manos. Cómo se golpeaba la cabeza contra la pared cuando se enfadaba; el papel estaba roto y el yeso, agrietado. Pero ahora no era el momento de pensar en Zelda. ¿Y si le había ocurrido algo a Jud? Quizá se había caído. Era un anciano.
«Tienes que pensar en eso, no en los sueños que tenías de niña, de que abrías el armario y Zelda se te echaba encima, sonriendo tétricamente con la cara negra, de que estabas en la bañera y veías sus ojos que te miraban por el desagüe, de que la encontrabas en el sótano agachada al lado de la caldera, de que…».
Church abrió la boca, enseñando sus afilados dientes y gritó ¡Uaou! otra vez.
«Tenía razón Louis, no debimos operarle. Ese animal no ha vuelto a ser el mismo. Pero Louis dijo que le quitaría sus instintos agresivos. Aunque en eso se equivocó. Church sigue cazando. Y hasta…».
¡Uaou!, hizo nuevamente el animal. Luego, dio media vuelta y subió rápidamente la escalera.
—¿Jud? —gritó Rachel—. ¿Estás ahí?
¡Uaou!, gritó el gato desde lo alto de la escalera, como para confirmárselo. Luego, desapareció por el pasillo.
«¿Y cómo habrá entrado? ¿Le abriría Jud? ¿Por qué?».
Rachel hacía oscilar el cuerpo sobre sus pies, indecisa. Lo peor era que todo aquello parecía…, parecía preparado, como si alguien quisiera que ella estuviera allí y…
Y entonces se oyó un quejido en el piso de arriba, un quejido bajo y dolorido: era la voz de Jud, sin duda. «Se ha caído en el cuarto de baño, o ha tropezado con algo y se ha roto una pierna o la cadera. Los viejos tienen los huesos frágiles, y tú qué estás haciendo aquí, mujer, moviendo el cuerpo como si tuvieras ganas de ir al lavabo. Eso que el gato tenía en el pelo era sangre. ¡Jud se ha hecho daño y tú te quedas ahí plantada! ¿Qué te pasa?».
—¡Jud!
Volvió a oírse el quejido y ella subió la escalera corriendo.
Rachel nunca había estado en el piso de arriba. La única ventana del pasillo estaba orientada a poniente y entraba todavía muy poca luz. El pasillo discurría junto al hueco de la escalera hacia la parte trasera de la casa, y la barandilla de cerezo relucía levemente con fina elegancia. En la pared había un grabado de la Acrópolis y…
(«es Zelda, que durante todos estos años ha, estado persiguiéndote y ahora abrirá una puerta y allí estará, jorobada y oliendo a meados y a muerte, es Zelda que ha llegado su hora y por fin te tiene en su poder»).
… la voz volvió a quejarse levemente, detrás de la segunda puerta de la derecha.
Rachel se dirigió hacia la puerta. Sus tacones repicaban en el suelo de madera. Le parecía que entraba en otra dimensión, pero no era una dimensión de tiempo ni de espacio, sino de tamaño. Estaba encogiéndose. El cuadro de la Acrópolis estaba cada vez más alto, y aquel picaporte de cristal tallado le quedaba casi a la altura de los ojos. Su mano se acercó a él… pero, antes de que pudiera tocarlo, la puerta se abrió bruscamente.
Zelda estaba allí.
Su cuerpo estaba tan atrozmente contrahecho que parecía el de una enana de menos de setenta centímetros y, por una razón inexplicable, llevaba el mismo traje con el que habían enterrado a Gage. Pero era Zelda, desde luego, que la miraba con una alegría malsana en su cara lívida; Zelda que gritaba: «Por fin he venido a buscarte, Rachel, y voy a retorcerte la espalda y nunca más te levantarás de la cama, NUNCA MÁS TE LEVANTARÁS DE LA CAMA…».
Church estaba subido a sus hombros, y entonces la cara de Zelda se transformó, y Rachel, muda de horror, vio que no era Zelda —¡qué estúpida equivocación!—, sino Gage. Y su cara no estaba lívida, sino sucia, manchada de sangre. Y terriblemente hinchada, como si hubiera sido destrozada y luego recompuesta por unas manos rudas e indiferentes.
Ella gritó su nombre y abrió los brazos. Él corrió hacia ella con una mano en la espalda, como si escondiera un ramo de flores que hubiera recogido en el prado de un vecino.
—¡Te traigo una cosa, mami! —gritaba—. ¡Te traigo una cosa, mami! ¡Te traigo una cosa! ¡Te traigo una cosa!