Jud Crandall se despertó con una sacudida tan fuerte que estuvo a punto de caer de la mecedora. No tenía idea de cuánto rato había dormido; lo mismo podían ser tres minutos que tres horas. Miró el reloj y vio que eran las cinco y cinco. Tuvo la sensación de que todo lo que había en la habitación se había movido y le dolía la espalda de arriba abajo, de dormir sentado.
«¡Buena la has hecho, viejo estúpido!».
Pero él sabía que no era eso; en el fondo, él sabía que no era eso. No había sido él. Él no se había dormido durante la guardia, sino que le habían dormido.
Esto le asustaba, pero otra cosa le asustaba todavía más: ¿Qué fue lo que le despertó? Tenía la impresión de haber oído algo, un sonido como…
Contuvo el aliento y se quedó escuchando. El corazón le retumbaba en los oídos.
Ahora se oía algo; no era el mismo sonido que le despertó, pero era algo. El leve crujido de los goznes de una puerta.
Jud conocía cada uno de los sonidos de la casa: sabía qué tablas del suelo crujían, qué peldaño de la escalera chirriaba y en qué punto del canalón del tejado bramaba el viento cuando se ponía a soplar de firme, como la noche anterior. Y enseguida supo qué puerta acababa de crujir. Era la pesada puerta de entrada, la que comunicaba el porche con el vestíbulo. Y, con este indicio, pudo deducir cuál era el sonido que le había despertado: el producido por la lenta expansión del muelle de la puerta mosquitera del porche.
—¿Louis? —llamó, aunque sin confiar. El que entraba no era Louis, sino alguien enviado a castigar a un viejo por su orgullo y su vanidad.
Unos pasos se acercaban lentamente a la sala.
—¿Louis? —intentó decir otra vez, pero sólo le salió un graznido, porque ahora empezaba a oler lo que había entrado en la casa en la hora última de la noche. Era un olor infecto, a agua corrompida.
Jud distinguía en la penumbra el contorno de los objetos —la vitrina de Norma, el aparador, la cómoda— pero no los detalles. Trató de ponerse en pie con unas piernas que no sentía, mientras su cerebro le gritaba que necesitaba más tiempo, que ya era demasiado viejo para enfrentarse con aquello otra vez sin más tiempo. Aún recordaba el horror de cuando lo de Timmy Baterman, y Jud era joven entonces.
Se abrió la puerta oscilante y entraron unas sombras, una más concreta que las otras.
Dios, qué olor.
Arrastrar de pies en la oscuridad.
—¿Gage? —Jud consiguió por fin ponerse en pie. Por el rabillo del ojo, vio el cilindro de ceniza del cigarrillo en el cenicero de latón—. Gage, ¿eres tú…?
Sonó un maullido espeluznante y a Jud le pareció que los huesos se le convertían en hielo. Aquello no era el hijo de Louis que regresaba de la tumba sino un repulsivo demonio…
No; tampoco.
Era Church que estaba agazapado en la puerta del pasillo. Los ojos del gato relucían como dos bombillas sucias. Luego, Jud volvió la mirada hacia el otro lado y distinguió la figura que había entrado con el gato.
Jud empezó a retroceder, tratando de coordinar ideas, tratando de seguir razonando, a pesar de aquel olor. Y qué frío hacía ahora. Aquello había traído el frío consigo.
Jud se tambaleó —el gato se le enredaba entre las piernas haciéndole vacilar. Estaba ronroneando—. Jud lo apartó de un puntapié. El animal le enseñó los dientes y lanzó un bufido.
«¡Piensa, piensa, viejo estúpido! Tal vez aún no sea tarde… Tal vez no sea tarde, a pesar de todo… ha vuelto, pero puede morir otra vez… Si tú pudieras… si pudieras pensar…».
Retrocedía hacia la cocina, y entonces recordó el cajón de utensilios que había al lado del fregadero. Guardaba una media luna en aquel cajón.
Sus delgados tobillos tropezaron con la puerta oscilante de la cocina. Jud la abrió. La cosa que había entrado en la casa seguía escondida entre las sombras, pero Jud la oía respirar. Y veía oscilar una mano blanca: había algo en aquella mano, pero él no distinguía el qué. La puerta volvió a cerrarse cuando él entró en la cocina y, por fin, Jud se volvió de espaldas a ella y corrió hacia el cajón de utensilios. Lo abrió y su mano encontró el gastado mango de madera de la media luna. Lo asió con fuerza y se volvió hacia la puerta, y hasta dio unos pasos hacia ella. Había recobrado parte de su valor.
«Recuerda que no es un niño. Puede que grite o intente algún truco cuando vea que le has descubierto, y hasta llore. Pero tú no te dejes engañar. Bastantes veces te han engañado ya, viejo. Es tu última oportunidad».
La puerta oscilante volvió a abrirse, pero de momento sólo entró el gato. Jud lo miró y enseguida volvió a levantar la vista.
La cocina estaba orientada al este y por las ventanas entraba la primera luz del amanecer, débil y grisácea. No era mucha, pero suficiente. Demasiada.
Entró Gage Creed, con el traje del entierro. Tenía musgo en las solapas y los hombros y en la pechera de la camisa. Su pelo rubio tenía costras de barro. Tenía un ojo vuelto hacia la pared con terrible concentración. El otro estaba fijo en Jud.
Gage le sonreía ampliamente.
—Hola, Jud —dijo Gage con una voz fina e infantil, pero perfectamente inteligible—. He venido a mandar al infierno tu cochina alma. Una vez me jodiste. ¿Creías que no vendría a tomarme el desquite?
Jud levantó el cuchillo.
Adelante, sácala ya, quienquiera que seas, y veremos quién jode a quién.
—Norma ha muerto, y no tienes a nadie que te llore —dijo Gage—. Pero ella era una puta barata. Se acostaba con todos tus amigos, Jud, y dejaba que se la metieran por el culo. Era como más le gustaba. Ahora está en el infierno, con artritis y todo. Yo la vi allí, Jud. Yo la vi.
La figura avanzó dos pasos, dejando unas huellas de barro en el gastado linóleo. Traía una mano tendida y la otra escondida a la espalda.
—Escucha, Jud —susurró. Y abrió la boca, enseñando sus blancos dientes de leche. Y, a pesar de que los labios no se movían, salió la voz de Norma.
—¡Me reía de ti! ¡Todos nos reíamos de ti! Nos reíiiiiiamos…
—¡Basta! —El cuchillo le temblaba en la mano.
—Lo hacíamos en tu cama, Herk y yo lo hicimos y lo hice con George y con todos. Yo sabía lo de tus putas, pero tú no sospechabas que te habías casado con una. ¡Cómo nos reíamos, Jud! Follábamos todos juntos y nos reíiiiiiamos de…
—¡BASTA! —gritó Jud abalanzándose sobre la pequeña figura del traje de amortajar sucio, y fue entonces cuando el gato salió de la oscuridad, de debajo del banco donde estaba escondido. Bufaba con las orejas aplastadas contra el cráneo, y derribó a Jud limpiamente. El cuchillo le salió disparado de la mano y resbaló rodando por el gastado linóleo. El asa tropezó con la pata de la mesa y se deslizó debajo del frigorífico.
Jud comprendió que le habían engañado otra vez, y su único consuelo fue que ésta sería la última. El gato estaba encima de sus piernas, con la boca abierta, los ojos llameantes y silbando como una tetera. Y Gage se le vino encima, con una negra sonrisa de alegría, los ojos rasgados y ribeteados de rojo. Entonces sacó la mano que llevaba a la espalda, y Jud vio que aquella mano sostenía un bisturí sacado del maletín de Louis.
—¡Ay, Jesús! —exclamó Jud, levantando la mano derecha para protegerse del golpe. Y entonces se produjo una ilusión óptica, sin duda se había vuelto loco, porque parecía que el bisturí estaba en uno u otro lado de su mano a la vez. Entonces algo caliente empezó a gotearle en la cara, y Jud comprendió.
—¡Voy a follar contigo, viejo! —gritaba el engendro echándole a la cara su aliento nauseabundo—. Voy a follar contigo, a follar contigo… ¡Cuanto quiera!
Jud se debatió y agarró a Gage por la muñeca, pero se quedó con la piel en la mano.
El bisturí fue retirado violentamente, dejándole una herida vertical.
—¡CUANTO… QUIERA!
El bisturí cayó sobre Jud otra vez.
Y otra.
Y otra.