57

Louis tropezó y cayó de bruces. Al principio, pensó que ya no podría levantarse —no tenía fuerzas para eso— y que se quedaría allí tendido escuchando el coro de los pájaros del Pequeño Dios Pantano que quedaba a su espalda y sintiendo el coro de dolores de su magullado cuerpo. Se quedaría allí hasta que se durmiera. O se muriera. Esto último, lo más seguro.

Recordaba haber colocado el fardo de lona en el hoyo que había abierto y haberlo rellenado de tierra con sus propias manos. Y creía recordar que había amontonado las piedras formando una figura ancha en la base y que terminaba en punta…

Después ya casi no recordaba nada. Habría bajado la escalera, eso por supuesto, o no estaría aquí, en…, ¿dónde estaba? Al mirar en torno, creyó reconocer un grupo de abetos corpulentos que estaban ya cerca del montón de troncos. ¿Habría atravesado el Pequeño Dios Pantano sin darse cuenta? Posiblemente.

«Ya me he alejado bastante. Me quedaré a dormir aquí».

Pero la falsa seguridad que pretendía infundir este pensamiento le dio fuerzas para ponerse en pie y seguir andando. Porque, si se quedaba allí, la cosa podría dar con él… La cosa podía estar buscándole por el bosque en aquel preciso momento.

Se frotó la cara con la palma de la mano y la retiró manchada de sangre. Miró la sangre con estúpida perplejidad. Había tenido una hemorragia nasal. «¿A quién cuernos le importa eso?», murmuró con voz ronca, mientras, apáticamente, buscaba a tientas el pico y la pala.

Diez minutos después, estaba ante el montón de troncos. Louis trepó por él dando traspiés, aunque no se cayó hasta que casi había llegado abajo. Fue al mirar donde ponía el pie cuando se partió una rama («no mires abajo», le había dicho Jud), otra rama se enderezó bruscamente lanzándole el pie hacia fuera y Louis cayó de lado quedando sin respiración.

«Es la segunda vez en una noche que me caigo en un cementerio… y que me ahorquen si no es para hartarse».

Volvió a buscar el pico y la pala y esta vez tardó algún tiempo en dar con ellos. Se quedó mirando el entorno, a la luz de las estrellas. Cerca de él estaba la tumba de SMUCKY. Era obediente, pensó Louis fatigosamente. Y la de TRIXIE, ATROPEYADO EN LA CARRETERA. Seguía soplando el viento y se oía el leve tintineo de un trozo de metal —tal vez, en tiempos, una lata de Del Monte, recortada laboriosamente por el afligido dueño de un animal con las tenazas del padre, aplastada con el martillo y clavada a un palo— y aquello le hizo volver a sentir el miedo. Aunque ahora, embotado por el cansancio, ya no lo experimentaba con aquella intensidad como una sacudida candente sino amortiguado, como una pulsación profunda y angustiosa. Ya estaba hecho. Y aquel tintineo machacón que se oía en la oscuridad le hizo darse plena cuenta de ello.

Cruzó el Cementerio de Animales, por el lado de la tumba de MARTHA NUESTRA CONEJITA, muerta el 1 de MARZO de 1965 y del GEN. PATTON; sorteó el deteriorado cartón que señalaba la última morada de POLYNESIA. Aquí sonaba con más fuerza el tintineo y Louis se detuvo mirando al suelo. Sobre una tabla clavada en el suelo que se había torcido ligeramente, se veía un rectángulo de hojalata, en el que a la luz de las estrellas, Louis leyó: RINCO NUESTRO HÁMSTER 1964-1965. Era aquel trozo de hojalata lo que golpeaba insistentemente la tabla situada cerca del arco de la entrada de Pet Sematary. Louis se agachó para enderezar la tabla…, y quedó paralizado, con un hormigueo en el cuero cabelludo.

Por allí detrás se movía algo. Algo se movía al otro lado de los troncos.

Era un ruido sigiloso: el crujido furtivo de las agujas de pino, el chasquido de una rama, el susurro de los arbustos. Sonidos que casi quedaban ahogados por el rumor del viento entre los pinos.

—¿Gage? —gritó Louis con voz ronca.

Al advertir lo que estaba haciendo —llamando a su hijo muerto, en plena noche— se le erizó el pelo. Empezó a tiritar inconteniblemente, como si padeciera unas fiebres mortíferas.

—¿Gage?

Los sonidos se habían apagado.

«Todavía no; aún es pronto. No me preguntes cómo lo sé, pero lo sé. No puede ser Gage. Es… otra cosa».

Entonces recordó lo que le dijo Ellie: «Él gritó: “Lázaro, sal fuera”. Porque, si no llega a llamarle por su nombre, se habrían levantado todos los que estaban en aquel cementerio».

Ahora volvían a oírse ruidos al otro lado de los troncos. Al otro lado de la barrera. Casi —no del todo— sofocados por el viento. Como si algo ciego le persiguiera, movido por instintos primarios. Su cerebro, hipersensibilizado, imaginaba horribles criaturas: un topo gigante, un enorme murciélago aleteando a ras del suelo.

Louis salió de Pet Sematary andando hacia atrás, sin volver la espalda a los troncos —aquel pálido fulgor, lívido desgarro de la oscuridad— hasta que estuvo un buen trecho dentro del camino. Allí apretó el paso y unos cuatrocientos metros antes de salir a la explanada de su casa, aún tuvo fuerzas para echar a correr.

Louis lanzó el pico y la pala descuidadamente al interior del garaje y se quedó unos momentos en la puerta, mirando en la dirección por la que había venido, y, luego, al cielo. Eran las cuatro y cuarto y ya no podía tardar en amanecer. La luz debía de haber recorrido ya las tres cuartas partes del Atlántico; pero aquí, en Ludlow, aún imperaba la noche. El viento no amainaba.

Entró en el garaje, avanzó a tientas a lo largo de la pared y abrió la puerta trasera. Cruzó la cocina sin encender la luz y se metió en el pequeño cuarto de baño contiguo al comedor. Allí encendió la luz y lo primero que vio fue a Church enroscado encima del depósito y mirándole con aquellos ojos terrosos, entre amarillos y verdes.

—Church, creí que alguien te había sacado.

El gato le miraba desde lo alto del depósito. Sí; alguien había sacado a Church. Él había sacado a Church, lo recordaba perfectamente. Como recordaba haber mandado arreglar el cristal de la ventana del sótano y pensado entonces que ya estaba resuelto el problema. Pero ¿a quién pretendía engañar con eso? Cuando Church quería entrar, Church entraba. Porque ahora Church era diferente.

Eso no importaba. Con esta abulia y este agotamiento, nada parecía importar. Ahora se sentía infrahumano como uno de esos estúpidos zombies de película de George Romero, o alguien salido del poema de los hombres vacíos de T. S. Eliot. «Hubiera tenido que ser un par de ásperas garras que corrieran por el Pequeño Dios Pantano y el cementerio micmac», pensó riendo entre dientes.

—Una cabeza llena de serrín, Church —dijo con aquella voz destemplada mientras se desabrochaba la camisa—. Ese soy yo. Puedes estar seguro.

Tenía un hermoso cardenal sobre las costillas del lado izquierdo y la rodilla que chocara contra la lápida estaba hinchándose como un globo y mostraba un feo tono morado. Louis supuso que en cuanto dejara de doblarla, la articulación le quedaría tiesa, como si la hubieran metido en cemento. Parecía una de esas lesiones que recuerdas durante el resto de tu vida, sobre todo cuando amenaza lluvia.

Alargó el brazo para acariciar a Church, pues necesitaba un poco de consuelo; pero el gato saltó al suelo tambaleándose con aquel aire de borracho que nada tenía de felino, lanzando a Louis una amarilla mirada de indiferencia al salir.

En el botiquín había linimento. Louis bajó la tapa de la taza del aseo, se sentó y se untó la rodilla. Luego, con mano torpe, se dio una friega en los riñones.

Luego, fue a la sala, encendió la luz del vestíbulo y se quedó unos momentos al pie de la escalera, mirando en torno con expresión estúpida. ¡Qué extraño se le antojaba todo! Allí mismo estaba él la víspera de Navidad, cuando dio el zafiro a Rachel. Lo llevaba en el bolsillo de la bata. Aquélla era la butaca en la que trató de explicar a Ellie lo que era la muerte cuando Norma Crandall tuvo la embolia. Explicación que ahora él mismo no había podido aceptar. En aquel rincón estaba el árbol de Navidad, el pavo de papel charol recortado por Ellie —el que a Louis le parecía una especie de cuervo futurista— estaba pegado con cinta adhesiva a esa ventana y, mucho antes, en aquella sala no había más que una colección de cajas de la agencia de transportes que contenían los enseres de la familia, acarreados a través de medio continente. Ahora recordaba haber pensado que, embalados de aquel modo, sus efectos parecían insignificantes, un pequeño baluarte entre su familia y la frialdad del mundo exterior, donde no se conocía su nombre ni sus costumbres.

Qué lejano parecía todo… Y cómo deseaba ahora no haber oído hablar nunca de la Universidad de Maine, ni de Ludlow, ni de Jud y Norma Crandall, ni nada.

Subió la escalera. En el cuarto de baño, arrimó el taburete al armario, se subió a él y bajó el maletín negro que guardaba en lo alto. Se lo llevó al dormitorio, se sentó y empezó a revolver en su interior. Sí; había jeringuillas y, entre los rollos de vendas, esparadrapos, pinzas, tijeras y bolsas estériles de material quirúrgico, había varias ampollas de sustancia muy mortífera.

Por si hacía falta.

Louis cerró el maletín y lo dejó al lado de la cama. Apagó la luz del techo y se tendió en la cama con las manos en la nuca. Aquel descanso era una delicia. Se puso a pensar otra vez en Disney World. Se vio a sí mismo con un sencillo uniforme blanco, conduciendo una furgoneta blanca, con el emblema de las orejas de «Mickey» en la portezuela. Exteriormente, nada debía indicar que se trataba de una ambulancia, o la parroquia podría alarmarse.

Gage iba sentado a su lado, con la piel muy bronceada y el blanco de los ojos azulado, rebosando salud. Ahí mismo, a la izquierda, estaba «Goofy» estrechando la mano a un niño que le miraba, atónito. Más allá, «Pluto» posaba entre dos sonrientes abuelitas con pantalones mientras una tercera manejaba la cámara, y una niña, luciendo su mejor vestido, gritaba: «¡Te quiero, Tigger; te quiero, Tigger!».

Louis y su hijo hacían la ronda. Él y su hijo eran los centinelas de aquel país de fantasía, por el que patrullaban incansablemente en su furgoneta blanca, con los distintivos rojos perfectamente disimulados para no llamar la atención. Ellos no buscaban problemas, pero estaban dispuestos a afrontarlos, si se presentaban. Porque, incluso en un lugar dedicado a tan inocentes diversiones, acechaba la desgracia. Ese caballero sonriente que estaba comprando un rollo de película para la cámara en Main Street podía caer al suelo con las manos en el pecho al sufrir un ataque al corazón, o la señora embarazada que bajaba las escaleras de una carroza podía empezar a tener dolores de parto, o esa jovencita tan linda como una portada de Norman Rockwell podía sufrir un ataque de epilepsia y empezar a golpear el asfalto con las zapatillas cuando, de pronto, en su cerebro se cruzaran las señales. Insolaciones, colapsos, embolias y, tal vez, en uno de aquellos bochornosos atardeceres de Orlando, incluso un rayo del cielo. Y, si no, el mismo Oz, el Ggande y Teggible, el que podía verse pasear por los alrededores de la estación del monorraíl del Reino de la Magia o volar a lomos de «Dumbo», con su mirada estúpida y abúlica. Louis y Gage ya se habían acostumbrado a su presencia, era un personaje más del parque de atracciones, como «Goofy», o «Mickey», o «Tigger» o el eminente señor «Donald». Pero con él nadie quería retratarse, ni presentarle a los niños. Louis y Gage le conocían; le habían conocido en Nueva Inglaterra tiempo atrás. Estaba siempre alerta, esperando ahogarte con una canica, asfixiarte con una bolsa del aspirador, electrocutarte con el primer enchufe. La muerte podía estar en una bolsa de cacahuetes, en un trozo de carne que se te atravesara, en el siguiente paquete de cigarrillos. Siempre te andaba rondando, de guardia en todas las estaciones de control entre lo mortal y lo eterno. Agujas infectadas, insectos venenosos, cables mal aislados, incendios forestales. Patines que lanzaban a intrépidos chiquillos a cruces muy transitados. Cada vez que te metes en la bañera para darte una ducha, Oz te acompaña: ducha para dos. Cada vez que subes a un avión, Oz lleva tu misma tarjeta de embarque. Está en el agua que bebes y en la comida que comes. «¿Quién anda ahí?», gritas en la oscuridad cuando estás solo y asustado, y es él quien te responde: Tranquilo, soy yo. Eh, ¿cómo va eso? Tienes un cáncer en el vientre, qué lata, chico, sí que lo siento. ¡Cólera! ¡Septicemia! ¡Leucemia! ¡Arteriosclerosis! ¡Trombosis coronaria! ¡Encefalitis! ¡Osteomielitis! ¡Ajajá, vamos allá! Un chorizo en un portal, con una navaja en la mano. Una llamada telefónica a medianoche. Sangre que hierve con ácido de la batería en una rampa de salida de una autopista de Carolina del Norte. Puñados de píldoras: anda, traga. Ese tono azulado de las uñas que sigue a la muerte por asfixia; en su último esfuerzo por aferrarse a la vida, el cerebro absorbe todo el oxígeno que queda en el cuerpo, incluso el de las células vivas que están debajo de las uñas. Hola, chicos, me llamo Oz el Ggande y Teggible, pero podéis llamarme Oz a secas. Al fin y al cabo, somos viejos amigos. Pasaba por aquí y he entrado un momento para traerte este pequeño infarto, este derrame cerebral, etcétera; lo siento, no puedo quedarme, tengo un parto con hemorragia y, luego, inhalación de humo tóxico en Omaha.

Y la vocecita sigue gritando: «¡Te quiero, Tigger, te quiero! ¡Creo en ti, Tigger! ¡Siempre te querré y creeré en ti, y seguiré siendo niña, y el único Oz que habitará en mi corazón será ese simpático impostor de Nebraska! Te quiero…».

Vamos patrullando, mi hijo y yo…, porque lo que importa no es el sexo ni la guerra, sino la noble y terrible batalla sin esperanza contra Oz, el Ggande y Teggible. Él y yo patrullamos en nuestra furgoneta blanca bajo el cielo radiante de Florida. Y el faro rojo está tapado, pero sigue allí por si lo necesitamos…, y nadie tiene por qué saberlo, porque el corazón del hombre es más árido; el hombre cultiva aquello que puede, y lo «cuida».

Con estos embarullados pensamientos, Louis Creed iba resbalando hacia el sueño y desconectando clavijas con el mundo real, línea a línea, hasta que su mente quedó en blanco y el agotamiento lo arrastró a la inconsciencia.

Poco antes de que las primeras señales del amanecer asomaran en el cielo por el este, se oyeron pisadas en la escalera. Eran lentas y torpes, pero decididas. Una sombra se deslizó entre las sombras del pasillo. Con ella venía un olor… un hedor. Louis, aún en aquel sueño profundo, gruñó y se volvió de espaldas a aquel olor. Se oía una respiración lenta y regular.

La figura permaneció inmóvil unos momentos frente a la puerta del dormitorio principal. Luego, entró. Louis tenía la cara hundida en la almohada. Unas manos blancas se acercaron al maletín que estaba junto a la cama, y se oyó el chasquido del cierre.

Un ligero tintineo al ser revuelto su contenido.

Las manos exploraban, apartando medicamentos, ampollas y jeringuillas sin el menor interés. Luego, encontraron algo y lo levantaron. A la luz del amanecer brilló un reflejo plateado.

La figura salió de la habitación.