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Rachel se daba cachetes hasta sentir alfilerazos en las mejillas, y, a pesar de todo, se le cerraban los ojos. Una vez despertó de golpe (estaba en Pittsfield y tenía toda la autopista para ella sola) y, durante una fracción de segundo, le pareció que docenas de ojos plateados y crueles la miraban parpadeando con avidez.

Luego, los ojos se convirtieron en las señales reflectantes de los pilares de la barrera. El Chevette se había desviado al arcén.

Rachel hizo girar el volante hacia la izquierda y, entre el chirrido de los neumáticos, le pareció oír un ligero roce metálico, producido tal vez por el parachoques delantero al rozar uno de los pilares. El corazón le dio un vuelco y empezó a latirle con tal fuerza que ante sus ojos aparecieron unas motas que se dilataban y contraían al compás de su percusión. Sin embargo, al momento, a pesar del susto y de que Robert Gordon estaba vociferando «Red Hot» por la radio, Rachel empezó a dormitar otra vez.

Tuvo entonces un pensamiento disparatado. Sin duda era el cansancio, no podía ser otra cosa, pero empezaba a sospechar que algo trataba de impedirle que llegara a Ludlow aquella noche.

—Es un disparate —murmuró, sobre un fondo de rock and roll. Trató de reír, pero no podía. No podía. Porque la idea persistía, y, en plena noche, tenía una tétrica verosimilitud. Empezaba a sentirse como un muñeco de dibujos animados sujeto en la banda elástica de un gigantesco tiragomas. El infeliz tiene cada vez más dificultad para avanzar hasta que, al fin, la resistencia de la goma iguala la potencia del corredor… y la inercia acumulada… ¿Qué…? Física elemental… Una fuerza que trataba de retenerla… «tú no te metas…», y todo cuerpo en reposo tiende a permanecer en reposo… «El cuerpo de Gage, por ejemplo…», pero cuando se pone en movimiento…

Esta vez el chirrido de los neumáticos fue más estridente y el roce, más fuerte. El Chevette arremetía contra los cables de la valla, se oía el siseo de la pintura al saltar, dejando al descubierto el metal de la carrocería que rechinaba. Durante un momento, el volante no respondió, y Rachel pisó el freno a fondo, sollozando. Esta vez se había dormido del todo, ya no había sido dar una cabezada sino que se había quedado dormida, y hasta soñaba, a cien kilómetros por hora, y de no ser por la valla…, o si llega a haber el puntal de un paso elevado…

Estacionó el coche en el arcén y lloró con la cara entre las manos, perpleja y asustada.

«Algo trata de mantenerme apartada de él».

Cuando le pareció que había recobrado el control de sus movimientos, reanudó la marcha. La dirección parecía estar bien, aunque suponía que tendría problemas con Avis cuando al día siguiente devolviera el coche en el Aeropuerto Internacional de Bangor.

«Eso ahora no importa. Hay que ir por partes. Ahora lo más urgente es tomar café».

Rachel tomó por la salida de Pittsfield. A un kilómetro y medio llegó a una zona brillantemente iluminada con luces de sodio en la que se oía el castañeteo uniforme de los motores Diesel. Paró, mandó llenar el depósito («Vaya trompazo le han dado», comentó el mozo del surtidor casi con admiración) y entró en la cafetería que olía a tocino frito, huevos y…, afortunadamente, café del bueno.

Rachel se bebió tres tazas, una tras otra, como si fuera medicina: solo y con mucho azúcar. En el mostrador y alrededor de las mesas había camioneros que gastaban bromas a las camareras, pero ellas, a la luz de los tubos fluorescentes y a aquellas horas de la madrugada, tenían aspecto de enfermeras cansadas y con malas noticias.

Después de pagar, Rachel salió y se fue en busca del Chevette. El coche no se ponía en marcha. Al dar la vuelta a la llave, se oía un chasquido seco de la batería, y nada más.

Rachel, lentamente y sin fuerza, se puso a golpear el volante con los puños. Algo quería detenerla. No era normal que un coche, nuevo como aquél, con menos de ocho mil kilómetros, se quedara sin batería. Pero así era y allí estaba ella, atascada en Pittsfield, casi a ochenta kilómetros de su casa.

Al oír el zumbido sosegado y uniforme de los grandes camiones, tuvo de pronto la certeza atroz de que entre ellos estaba el que había matado a su hijo…, pero ése no rugía, sino que se reía entre dientes.

Rachel bajó la cabeza y se echó a llorar.