Louis había recuperado su sueño y su sueño le mantenía como en un trance; una y otra vez, se miraba los brazos para cerciorarse de que llevaba un cuerpo envuelto en una lona y no un saco de plástico verde. Ahora se daba cuenta de que cuando despertó por la mañana después de que Jud le acompañara a enterrar al gato, él casi no recordaba lo que habían hecho. Pero ahora volvía a descubrir lo vívidas que fueron aquellas sensaciones, lo despiertos que tenía los sentidos, cómo parecían fundirse con los bosques, estableciendo con ellos una especie de contacto telepático.
Louis subía y bajaba por el camino, recordando los sitios en los que parecía tan ancho como la carretera 15 y aquellos otros puntos en los que se estrechaba de tal modo que Louis tenía que andar de costado para que los extremos del paquete no se engancharan en los matorrales, o los lugares por los que la senda serpenteaba entre árboles tan altos como catedrales. Olía a resina y bajo sus pies crujían las agujas de pino, pero tan levemente que la sensación era más del tacto que del oído.
El descenso se hizo más pronunciado y constante. Al poco rato, uno de sus pies se hundió en el lodo…, el pantano. Arenas movedizas, según Jud. Louis bajó la mirada y distinguió un agua estancada, macizos de juncos y unas plantas bajas y feas con unas hojas enormes, casi tropicales. Aquella otra noche parecía haber más luz, era más intensa la fosforescencia.
«Este trecho que viene ahora es como los troncos; tienes que andar con paso firme y seguro. Sígueme y no mires abajo».
«Sí, está bien… Y, a propósito, ¿habías visto plantas como éstas en Maine? ¿En Maine o en cualquier otra parte? ¿Qué diablo pueden ser?».
«No te preocupes Louis. Ahora…, vamos allá».
Louis siguió andando, mientras buscaba con la mirada entre la acuática vegetación la primera elevación de tierra firme para asentar el pie y, una vez la encontró, siguió adelante sin preocuparse más. Y sus pies parecían encontrar automáticamente los pequeños promontorios.
«La fe es aceptar la gravedad como un postulado», pensó. Eso no se lo habían dicho en clase de teología ni de filosofía. La frase la pronunció su profesor de física de la escuela secundaria en vísperas de un fin de curso… y Louis no la había olvidado.
Louis aceptaba que el cementerio micmac tenía el poder de resucitar a los muertos y entró en el Pequeño Dios Pantano con su hijo en brazos, sin mirar abajo ni atrás. En aquellos parajes había ahora más ruidos que a finales del otoño. Los pájaros cantaban constantemente en los juncos; era un coro estridente que a Louis le pareció extraño y repelente. De vez en cuando, una rana regurgitaba sordamente. Cuando Louis había avanzado unos veinte pasos por el pantano, una sombra se lanzó en picado sobre él y le pasó rozando la cabeza… Un murciélago, quizá.
La niebla empezó a rizar sus bucles a ras de tierra y fue cubriéndole los zapatos, las piernas y al fin envolvió todo su cuerpo en su blancura incandescente. A Louis le pareció que la luminosidad se hacía más intensa, era un fulgor palpitante, como el latido de un extraño corazón. El nunca había percibido en la naturaleza aquella fuerza casi palpable de ser real… posiblemente sensitivo. El pantano vibraba, pero no con sonido de música. Si alguien le hubiera pedido que definiera la naturaleza de aquella vida, él no habría sabido qué decir. Pero era sugestiva y poderosa. Dentro de ella, Louis se sentía muy pequeño y mortal.
Entonces se oyó un sonido, otra cosa que Louis recordó de la otra vez: una risa chillona que terminó en sollozo. Luego, se hizo el silencio y volvió la risa, alcanzando un agudo demencial que a Louis le heló la sangre. La niebla rebullía blandamente en torno suyo. Se apagó la risa y sólo quedó el rugido del viento, un viento que se oía, pero no se sentía. Naturalmente que no; aquello era una hondonada, un repliegue geológico. De haber penetrado hasta allí, el viento habría hecho jirones aquella niebla…, y Louis no estaba seguro de desear ver lo que había debajo.
«Tal vez te parezca oír sonidos de voces, pero son los somormujos del lado de Prospect. El eco llega muy lejos. Es curioso».
—Los somormujos —dijo Louis, y apenas reconoció su propia voz, por lo cascada y horripilante que sonó. Pero parecía divertido. ¡Santo Dios, divertido!
Vaciló un momento y siguió adelante. Como para hacerle purgar su vacilación, su pie resbaló y se hundió en el lodo, y a punto estuvo de perder el zapato al retirarlo de aquella sustancia viscosa que lo aprisionaba.
La voz —si voz era— volvió a oírse, ahora por la izquierda. Al cabo de un momento, sonó detrás de él… mismamente detrás de él, como si, de haber vuelto la cabeza, hubiera podido ver una cosa ensangrentada a menos de un palmo de su espalda, toda dientes y ojos… pero ahora Louis no aminoró el paso, sino que siguió andando y mirando adelante.
De pronto, la niebla perdió su fulgor y Louis advirtió que ante él flotaba en el aire una cara, sardónica y burlona. Los ojos, oblicuos como los de los viejos grabados chinos, eran de un gris amarillento, hundidos y brillantes. La boca estaba abierta en un rictus con las comisuras de los labios dobladas hacia abajo y el labio inferior vuelto hacia fuera, enseñando unos dientes manchados de negro y roídos. Pero lo que más extrañaba a Louis eran las orejas, que no eran tales orejas, sino cuernos y no cuernos del diablo, sino de carnero.
Aquella horrible cara flotante parecía hablar y reír. La boca se movía, pero el labio inferior seguía doblado, sin recobrar la forma natural. En él latían venas negras. Las aletas de la nariz tremolaban, como respirando y expulsaban un vapor blanco.
Al acercarse Louis, la cara sacó la lengua. Era larga y puntiaguda, color amarillo sucio. Estaba cubierta de escamas y, mientras Louis la miraba, una de aquellas escamas se levantó como una tapa de alcantarilla, y asomó un gusano blanco. La punta de la lengua tremoló perezosamente en el aire, a la altura de donde hubiera debido estar la nuez… La cosa se reía.
Louis oprimía a Gage con fuerza, como para protegerle y sus pies vacilaron y empezaron a resbalar en los montículos de hierba donde no tenían buen asidero.
«Podrías ver la aurora boreal, lo que los marineros llaman el fuego de San Telmo. Dibuja formas extrañas, pero no es nada. Si ves alguna cosa que te molesta, no tienes más que mirar para otro lado».
La voz de Jud le dio cierto aplomo. Louis empezó a avanzar nuevamente con decisión, al principio vacilando y después con equilibrio. No miró para otro lado, pero advirtió que la cara —si era una cara y no un capricho de su imaginación y de la niebla— parecía mantenerse siempre a la misma distancia. Y segundos o tal vez minutos después su contorno se desdibujaba y diluía.
«Pero no era la aurora boreal».
No, desde luego. Este sitio estaba lleno de espíritus, plagado de ellos. En cualquier momento podías ver delante de ti algo que podía volverte loco furioso. No quería pensar. No hacía falta pensar. No hacía falta…
Algo se acercaba.
Louis se paró y se quedó escuchando el ruido… un ruido que se acercaba inexorablemente. Se le abrió la boca al fallarle los tendones que le sujetaban el mentón.
Aquel sonido no se parecía a nada de lo que él había oído nunca: un sonido vivo, grande. Cerca de allí, y aproximándose, había algo que hacía oscilar las ramas. Se oía el crujido de los matorrales al romperse bajo unos pies inimaginables. La viscosa tierra que había bajo los pies de Louis empezó a tremolar con una vibración sorda, Louis se dio cuenta de que estaba gimiendo («oh, Dios mío, Dios mío, ¿qué es lo que se acerca ahora a través de la niebla?») y oprimiendo a Gage contra su pecho. Se dio cuenta de que los pájaros y las ramas habían enmudecido, se dio cuenta de que el aire húmedo tenía un olor nauseabundo a guiso de cerdo corrompido.
Lo que fuera era enorme.
El rostro perplejo y aterrado de Louis se alzaba y alzaba como el de quien sigue la trayectoria de un cohete al ser disparado. La cosa venía hacia él haciendo temblar la tierra con sus pisadas, y muy cerca de allí se oyó el crujido de un tronco —no ya una rama sino todo un tronco— al troncharse.
Louis vio algo.
Durante un momento, la niebla se oscureció adquiriendo una tonalidad gris pizarra, pero aquella silueta difusa como una marca al agua, tenía más de veinte metros de alto. No era sombra ni fantasma inmaterial; Louis sentía moverse el aire a su paso, temblar el suelo, chasquear el barro bajo sus pies monumentales.
Creyó ver un momento, muy arriba, dos chispas anaranjadas. Chispas como ojos.
Entonces el sonido empezó a alejarse y un pájaro gritó tímidamente: sólo uno. Otro le respondió. Un tercero intervino en la conversación. Un cuarto hizo de ello una reunión de junta. El quinto y el sexto lo convirtieron en asamblea de pájaros. Los sonidos del avance de la cosa (lento pero no errático, y tal vez eso fuera lo peor, esa sensación de avance consciente) se alejaban hacia el norte. Se iban… se iban… fuera.
Por fin Louis empezó otra vez a moverse. Tenía los hombros y la espalda baldados. Estaba bañado en sudor de los pies a la cabeza. Los primeros mosquitos de la temporada, jóvenes y hambrientos, dieron con él y se sentaron a darse el lote.
«El “wendigo”, santo Dios, era el “wendigo”, la criatura que vaga por las tierras del norte, la criatura que, si te toca, te convierte en caníbal. Era él. El “wendigo” acaba de pasar a menos de sesenta metros de mí».
Basta de estupideces, se dijo, había que imitar a Jud y evitar el pensar en lo que pudiera ser lo que se veía más allá de Pet Sematary: eran los somormujos, la aurora boreal, los socios del club PEN de los Yankees de Nueva York. Que fuera cualquier cosa, menos las criaturas que saltan y reptan y serpentean en el submundo. Que hubiera Dios, que hubiera mañanas de domingo, que hubiera risueños ministros episcopales de deslumbrante sobrepelliz…, pero que no hubiera estos espeluznantes horrores en la cara oscura del universo.
Louis siguió andando con su hijo, y el suelo volvió a endurecerse bajo sus pies. Segundos después encontró un árbol caído: su contorno se dibujaba en la bruma como un gran plumero verde gris tirado por la doncella de un gigante.
El tronco estaba partido, y la rotura era reciente; la pulpa amarillo pálido aún goteaba una savia que Louis notó caliente al apoyarse para pasar al otro lado…, y en el otro lado había una depresión del terreno de la que tuvo que salir casi a rastras y, aunque había matas de enebro y de laurel aplastadas contra el suelo, Louis no quería pensar que aquello fuera la huella de un pie. Una vez hubo salido de ella, habría podido volverse a mirar, para comprobar si tenía tal configuración, pero prefirió no hacerlo. Y siguió adelante, con la piel fría, la boca caliente y seca y el corazón alborotado.
Pronto dejó de oír bajo sus pies el chasquido del barro. Ahora sonaba el crujido leve de las agujas de pino y, después, roca. Ya casi había llegado.
El terreno se elevaba rápidamente. Algo le golpeó la espinilla, algo que no era una simple roca. Louis alargó un brazo con movimiento torpe (la articulación del codo, que se le había dormido, le dio un trallazo) y palpó el obstáculo.
«Escaleras. Talladas en la roca. Tú sígueme. Cuando lleguemos arriba, fin de la excursión».
Y Louis empezó a subir, y le volvió la euforia que, una vez más, disipó el cansancio… de forma momentánea. Contaba mentalmente los escalones mientras subía hacia el frío, entrando en aquel río incesante de viento, ahora más fuerte, que le agitaba las ropas y hacía sonar la lona que envolvía a Gage con detonaciones secas como las de una vela desplegada.
Levantó una vez la cabeza y vio un gran revoltijo de estrellas. No consiguió reconocer ninguna constelación y bajó la mirada, inquieto. A su lado estaba la pared rocosa, astillada, con estrías, quebradiza, insinuando aquí la forma de un barco, allí, la de un tejón, más allá, un rostro ceñudo, de ojos hundidos. Sólo los escalones que habían sido tallados en la roca eran lisos.
Louis llegó a lo alto de la escalera y se quedó quieto, con la cabeza baja, oscilando, respirando con fatiga, como si sollozara. Sus pulmones eran como vejigas perforadas y le parecía tener una astilla clavada en el costado.
El viento le bailaba entre el pelo y le rugía en los oídos como un dragón.
Esta noche era más clara. ¿Estaba nublado la otra vez, o sería que él no quiso mirar? Ya no importaba. Pero ahora veía y lo que vio le hizo sentir otro escalofrío.
Era igual que el Cementerio de Animales.
«Pero eso ya lo sabías tú —se decía al contemplar los montones de piedras que un día fueron “cairns”—. Lo sabías, o hubieras tenido que saberlo: no exactamente círculos concéntricos, sino una espiral…».
Sí, encima de aquella mesa de roca, de cara a la fría luz de las estrellas y a los oscuros espacios interestelares, había una espiral gigantesca, formada por Manos Varias, como habrían dicho los antiguos. Pero no se veían «cairns»; todas las piedras estaban desparramadas; habían rodado cuando lo que estaba enterrado debajo volvió a la vida… y salió arañándolas. Sin embargo, las piedras habían quedado de manera que la forma de la espiral permanecía visible.
«¿Alguien habrá visto esto desde el aire? —pensó Louis distraídamente, recordando los dibujos trazados en el desierto por algunas tribus de indígenas de América del Sur—. ¿Y qué habrá pensado el que lo haya visto?».
Se arrodilló y dejó el cuerpo de Gage en el suelo, con un gemido de alivio.
Por fin, su mente empezó a discurrir con más claridad. Sacó el cuchillo y cortó la cinta que ataba el pico y la pala. Las herramientas cayeron al suelo con ruido metálico. Louis se tendió de espaldas, con los brazos y las piernas extendidos y contempló las estrellas inexpresivamente.
«¿Qué era esa cosa del bosque? Louis, Louis, ¿de verdad piensas que puede tener un buen desenlace una obra que tenga a semejante personaje en el reparto?».
Pero ya era tarde para volverse atrás, y él lo sabía.
«Además —argumentó—, aún puede salir bien; no hay ganancia sin riesgo, y, quizá, ni riesgo sin amor. Siempre puedo recurrir a mi maletín, no el que está abajo, sino el que guardo en el estante de arriba de nuestro cuarto de baño, el que envié a Jud a buscar la noche en que Norma tuvo el infarto. Allí hay ampollas, y si ocurriera algo, algo malo… nadie lo sabría más que yo».
Sus pensamientos se diluyeron en una oración mental apenas articulada, un sordo murmullo, mientras sus manos buscaban el pico… Y, todavía de rodillas, Louis empezó a hincarlo en la tierra. A cada golpe, se doblaba sobre el mango de la herramienta, como un antiguo romano que se echara sobre su espada para suicidarse.
Pero poco a poco, el hoyo iba tomando forma y profundidad. Arrancaba las piedras con la mano y, la mayoría, las arrojaba al montón de la tierra removida. Pero algunas las reservaba.
Para el «cairn».