Rachel Creed dejó atrás el letrero que decía: SALIDA 8. PORTLAND WESTBROOK, puso el intermitente y condujo el Chevette de la Avis hacia la rampa de salida. Distinguía claramente el rótulo verde de un Holiday Inn recortándose sobre el cielo nocturno. Una cama, descanso. Poner fin a aquella tensión dolorosa e inexplicable. Y poner fin también —momentáneamente al menos— a su aflicción por la pérdida de su hijo. Ella comparaba aquella pena a lo que se siente después de una extracción dentaria múltiple. Al principio, el dolor está dormido, pero notas su presencia; está agazapado como un gato, dispuesto a saltar sobre ti. Y cuando se te pasa el efecto de la novocaína, ah, amigo, no quedas defraudado, desde luego.
«Él dijo que había sido enviado a avisar…, pero que no podía intervenir. Dijo que estaba cerca de papá, porque se encontraban juntos cuando su alma fue desencarnada».
«Jud sabe algo, pero no quiere decírmelo. Ocurre algo, sí, pero…, ¿qué?».
«¿Suicidio? ¿Louis, suicidarse? No; no lo creo. Pero estaba mintiendo, se le notaba en los ojos… Oh, mierda, lo tenía escrito en la cara, así como si quisiera que me diera cuenta… y le disuadiera…, porque una parte de él tenía miedo, mucho miedo… ¿Miedo, Louis? ¡Él nunca tiene miedo!».
Rachel dio un brusco golpe de volante hacia la izquierda y el Chevette respondió con todo el brío de los coches pequeños entre un chirrido de neumáticos. Rachel pensó que iba a volcar. Pero no fue así y, segundos después, volvía a circular hacia el norte. Atrás quedaban la Salida 8 y el rótulo invitador del Holiday Inn. Apareció un nuevo indicador. Las letras fosforescentes parpadeaban en la oscuridad. PRÓXIMA SALIDA CARRETERA 12 CUMBERLAND CUMBERLAND CENTRO JERUSALEM’S LOT FALMOUTH FALMOUTH EXTRARRADIO. «Jerusalem’s Lot —pensó Rachel distraídamente—, qué nombre tan raro. No sé por qué, no resulta agradable… Ven a dormir a Jerusalem»[8].
Pero esta noche no dormiría. A pesar de la recomendación de Jud, estaba decidida a seguir viaje. Jud sabía lo que ocurriría y le había prometido solucionarlo; pero el hombre tenía ochenta y tantos años y hacía tres meses que había perdido a su mujer. Ella no confiaba en Jud. Nunca debió consentir que Louis la sacara de casa de aquel modo, pero la muerte de Gage le había debilitado la voluntad. Y Ellie, con la foto de Gage, siempre en la mano y su carita de angustia… era la cara de una criatura que acaba de escapar de un tornado o de un repentino bombardeo bajo un cielo claro y azul. Hubo momentos, durante aquellas largas horas de insomnio, en los que deseó odiar a Louis por aquel dolor que había engendrado en ella y por no brindarle el consuelo que necesitaba (ni permitir que ella le consolara a él), pero no podía. Aún le quería demasiado. Y estaba tan pálido… en vilo.
La aguja del indicador de velocidad del Chevette rozaba los noventa kilómetros. Un kilómetro y medio cada minuto. Dentro de dos horas y cuarto, en Ludlow… Quizá aún llegara antes del amanecer.
A tientas, buscó la radio, la conectó y encontró una emisora de Portland que transmitía un programa de rock. Aumentó el volumen y se puso a tararear la canción, para mantenerse despierta. Al cabo de media hora, la emisora empezó a oscilar y Rachel volvió a sintonizar una estación de Augusta, bajó el cristal de la ventanilla para que entrase el viento de la noche.
Aquella noche que parecía no tener fin.