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Louis encontró un rollo nuevo de cinta adhesiva en un cajón de la cocina, y en un rincón del garaje, al lado de los neumáticos de invierno, había varios metros de cuerda. Con la cinta adhesiva, unió el pico y la pala en un hato compacto y con la cuerda se fabricó una tosca bandolera.

Las herramientas, en bandolera, y Gage, en brazos.

Se echó la bandolera a la espalda y sacó el fardo del Civic. Gage pesaba mucho más que Church. Tal vez fuera arrastrándose cuando llegara con su chico al cementerio micmac, y aún tendría que cavar la fosa, partiéndose los brazos en aquella tierra pedregosa y dura.

Louis Creed salió del garaje, después de apagar la luz con el codo y se detuvo un momento al borde del escalón de cemento. Delante de él, divisaba el sendero que conducía a Pet Sematary. Se veía bien, a pesar de la oscuridad; la hierba rala que lo cubría brillaba con una leve luminiscencia.

El viento le revolvía el pelo con sus dedos, y durante un momento pasó por él aquel viejo temor a la oscuridad que a veces le acometía, de niño, y se sintió débil, pequeño y aterrorizado. ¿Iba a meterse en el bosque, con un cadáver en brazos, entre los árboles agitados por el viento, en medio de aquella oscuridad? ¿Y esta vez solo?

«No lo pienses más. Adelante».

Louis empezó a andar.

Cuando, veinte minutos después, llegó a Pet Sematary, los brazos y las piernas le temblaban de agotamiento y se dejó caer, jadeando, con el fardo en las rodillas. Descansó allí otros veinte minutos, casi adormilado. Ya no tenía miedo; al parecer, se lo había quitado el cansancio.

Al fin se puso en pie, sin creer que pudiera trepar por los troncos, pero decidido a intentarlo. Su carga parecía pesar ahora cien kilos en lugar de veinte.

Pero entonces volvió a ocurrir lo mismo de la otra vez; era como recordar vividamente un sueño. No; recordarlo, no; revivirlo. Al poner el pie en el primer tronco, volvió a invadirle aquella extraña sensación que era casi euforia. El cansancio no desapareció, pero se hizo tolerable: en realidad, secundario.

«Tú sígueme. Sígueme sin mirar abajo, Louis. No vaciles ni mires abajo. Yo conozco el camino, pero hay que pasar deprisa y con seguridad».

Deprisa y con seguridad; así extrajo Jud el aguijón.

«Yo conozco el camino».

Pero no había más que un camino, pensó Louis. O te dejaba pasar o no te dejaba. Otra vez ya trató de trepar por los troncos él solo y no pudo. Ahora subía pisando con firmeza y rapidez, como la noche en que Jud le guiaba.

Arriba, arriba sin mirar abajo, con su hijo en brazos, envuelto en un sudario de lona. Arriba, hasta que el viento volvía a revolverle el pelo, haciéndole rayas y remolinos.

Se detuvo un momento en lo alto y empezó a bajar, como por una escalera. El pico y la pala tintineaban ligeramente a su espalda. En menos de un minuto llegó al suelo, alfombrado de agujas de pino. A su espalda, más alto que la reja del cementerio, se alzaba el montón de troncos.

Avanzó por el sendero con su hijo en brazos, oyendo el gemido del viento entre los árboles. Aquel sonido ya no le inspiraba terror. El trabajo de la noche casi estaba hecho.