52

A la una de la madrugada, el teléfono de Jud Crandall empezó a sonar con estridencia en la casa vacía, haciéndole despertar sobresaltado. Se había quedado traspuesto y estaba soñando, soñaba que tenía veintitrés años y estaba sentado en un banco del depósito de enganche de la B & A con George Chapin y Rene Michaud, pasándose la botella de whisky ilegal incautado y sellado, mientras fuera aullaba con fuerza el noroeste, reduciendo al silencio todo lo que se moviera, incluido el material rodante del Ferrocarril B & A. Estaban sentados delante de la salamandra, contemplando cómo las brasas del carbón se consumían detrás de la mica, proyectando sobre el suelo un fulgor tembloroso, y contándose las historias que los hombres guardan dentro durante años, del mismo modo que los niños guardan debajo de la cama sus tesoros, reservándolas para las noches como aquélla. Eran historias tenebrosas con un punto de fuego dentro, como los tizones de la salamandra, que se avivaba con el viento. Él tenía veintitrés años y Norma estaba viva, pero que muy viva (aunque ahora estaría en la cama, seguro; no le esperaría con una noche como aquélla), y Rene Michaud estaba contando el caso de un buhonero judío de Bucksport que…

Fue entonces cuando empezó a sonar el teléfono y Jud se irguió bruscamente en su mecedora haciendo una mueca por el dolor de la nuca y sintiendo un sabor amargo en la boca y una pesadez en el cuerpo, como si todos aquellos años transcurridos desde los veintitrés hasta los ochenta y tres, sesenta en total, le hubieran caído encima de golpe, como una piedra. Y, a renglón seguido, pensó: «Te has dormido, chico. Ésa no es manera de llevar este ferrocarril…». Esta noche, no.

Jud se levantó con la espalda rígida y cruzó la sala hacia el teléfono.

Era Rachel.

—Diga…

—Jud, ¿ha vuelto ya?

—No —dijo Jud—. ¿Dónde estás, Rachel? Tu voz suena más cerca.

—Estoy más cerca —dijo Rachel. Pero, aunque parecía, efectivamente, que estaba más cerca, se oía un zumbido lejano en el hilo. Era el viento, en algún lugar, entre esta casa y dondequiera que ella estuviera. Esta noche soplaba con fuerza. Aquel sonido siempre hacía pensar a Jud en voces muertas que suspiraran a coro o tal vez cantaran algo que la distancia no dejaba oír—. Estoy en el área de servicio de Biddeford, en la autopista de Maine.

—¡Biddeford!

—No podía quedarme en Chicago. Estaba empezando a afectarme a mí también lo que siente Ellie, sea lo que fuere. Y tú lo sientes también, te lo noto en la voz.

—Ajá. —Jud sacó un Chesterfield del paquete y se lo puso entre los labios. Encendió una cerilla de madera y vio parpadear la llama en su mano que temblaba. Y a él no le temblaban las manos; por lo menos, hasta que empezó la pesadilla. Fuera arreciaba el viento. Era como si tomara la casa con la mano y la sacudiera.

«Ese poder está creciendo. Lo noto».

Sentía un leve terror en sus viejos huesos. Era como filigrana de vidrio, fina y frágil.

—¡Por favor, Jud, dime qué ocurre!

Jud comprendía que ella tenía derecho a saberlo, que necesitaba saberlo. Y que él acabaría por contárselo. Al fin le contaría toda la historia, cómo había ido forjándose la cadena, eslabón a eslabón. El infarto de Norma, la muerte del gato, la pregunta de Louis. («¿Se ha enterrado allí a alguna persona?»), la muerte de Gage… y a saber qué otro eslabón estaría forjando Louis en aquel momento. Se lo diría, sí. Pero no por teléfono.

—Rachel, ¿cómo es que estás en la autopista y no en un avión?

Ella le explicó que no había podido enlazar en Boston.

—Alquilé un coche Avis, pero no voy a poder cumplir el horario que había previsto. Me equivoqué de carretera al salir de Logan y hasta ahora no he entrado en Maine. No podré llegar hasta el amanecer. Pero, Jud…, por favor. Por favor, dime lo que pasa. Estoy muy asustada y ni siquiera sé por qué.

—Rachel, escúchame. Ahora te vas a Portland y duermes allí, ¿me has oído? Busca un motel y procura…

—Jud, no puedo hacer…

—… procura dormir. No te inquietes. Puede que aquí ocurra algo esta noche, y puede que no. Si ocurre, y si es lo que yo imagino, no creo que desearas estar aquí. Yo podré arreglarlo, o así lo creo. Y tengo que arreglarlo porque es culpa mía. Pero, si no pasa nada, tú llegas aquí por la tarde y todo perfecto. Imagino que Louis se alegrará de verte.

—Esta noche no podría dormir, Jud.

—Sí —dijo él, pensando que lo mismo había creído él, y, probablemente, lo mismo pensó Pedro la noche que prendieron a Jesús. Dormir durante la guardia—. Sí que puedes. Rachel, si te quedas dormida al volante de ese condenado coche de alquiler y te sales de la carretera y te matas, ¿qué será de Louis? ¿Y de Ellie?

—Dime lo que pasa. Jud, si me lo dices, tal vez te haga caso. Pero tengo que saberlo.

—Cuando llegues a Ludlow, quiero que vengas directamente a mi casa —dijo Jud—. Antes que a la tuya y te diré todo lo que sé, Rachel. Yo estoy esperando a Louis.

—Dímelo.

—No, señora. Por teléfono, no. No quiero, Rachel. No puedo. Ahora haz lo que te he dicho. Vete a Portland y descansa.

Se hizo una pausa, mientras ella reflexionaba.

—Está bien —dijo al fin—. Reconozco que me costaba un poco mantener los ojos abiertos. Puede que tengas razón. Dime sólo una cosa, Jud. Dime si es muy grave.

—Puedo solventarlo —dijo Jud con calma—. Las cosas no se pondrán peor de lo que están.

En la carretera aparecieron los faros de un coche que se acercaba lentamente. Jud se levantó a medias, para mirar y volvió a sentarse cuando el coche aceleró y se perdió de vista.

—Bien —dijo ella—. Supongo. El resto del viaje se me antojaba una pesadilla.

—Olvídate de la pesadilla y descansa. Aquí no ocurrirá nada.

—¿Prometes que me lo contarás?

—Sí. Mañana, mientras nos tomamos una cerveza.

—Adiós —dijo Rachel—. Hasta mañana.

—Hasta mañana, Rachel.

Antes de que ella pudiera decir más, Jud colgó el auricular.

Jud creía tener píldoras de cafeína en el botiquín, pero no las encontró. Volvió a llevar el resto de la cerveza al frigorífico —no sin cierto pesar— y se preparó un café. Llevó el café a la sala y volvió a sentarse en el mirador, a vigilar entre sorbo y sorbo.

El café —y la conversación con Rachel— le mantuvo despierto y alerta durante tres cuartos de hora. Pero después volvía a dar cabezadas.

«No te duermas durante la guardia, viejo. Tú dejaste que esa cosa se apoderase de ti; tú lo liaste todo, y ahora tienes que arreglarlo. De modo que nada de dormirse durante la guardia».

Encendió otro cigarrillo, inhaló profundamente y tosió, con su ronca tos de viejo. Dejó el cigarrillo en la muesca del cenicero y se frotó los ojos con las dos manos. Por la carretera pasó zumbando un diez toneladas, hendiendo la noche borrascosa con los faros.

Ya volvía a dormirse, pero se irguió bruscamente y empezó a darse cachetes con la palma y con el dorso de la mano hasta que le zumbaron los oídos. Ahora penetró en su corazón el terror, visitante sigiloso de aquel secreto.

«Quiere hacerme dormir… quiere hipnotizarme… lo que sea. No le conviene que esté despierto. Porque ya no puede tardar en volver. Sí, lo noto. Y eso trata de deshacerse de mí».

—No —dijo ásperamente en voz alta—. No lo conseguirás. ¿Me has oído? Voy a acabar con esto. Demasiado lejos hemos ido ya.

El viento silbaba en el alero y los árboles del otro lado de la carretera agitaban sus hojas con movimiento hipnotizador. Jud retrocedió nuevamente con el pensamiento hasta aquella noche pasada con sus compañeros frente a la estufa de carbón de la nave de enganche de Brewer que estaba en el sitio que ahora ocupaban los Muebles Evart. Estuvieron hablando toda la noche, él y George, y Rene Michaud, y ahora sólo quedaba él. Rene murió aplastado entre dos vagones de mercancías una noche de tormenta de marzo de 1939 y George Chapin murió de un ataque al corazón ahora hacía un año. Él era el único que quedaba de tanta gente, y los viejos se vuelven estúpidos. A veces la estupidez se disfraza de amabilidad, otras veces, de vanidad: afán de revelar viejos secretos, de transmitir mensajes, de trasvasar las cosas a un nuevo recipiente, de…

«Y el buhonero judío entra y dice: “Tengo una cosa que no habéis visto nunca. Unas postales. Parece que lleven puesto el bañador, pero si frotas con un paño húmedo… —Jud dobló el cuello y su mentón se posó suavemente en el pecho— …se quedan como vinieron al mundo. Luego se secan y ya están vestidas otra vez. Y tengo más…”».

Rene sigue hablando en la nave de enganche, sonriendo, con el cuerpo inclinado hacia adelante. Jud sostiene la botella, siente la botella en la mano y sus dedos se cierran en el aire.

En el cenicero iba creciendo la ceniza del cigarrillo hasta que éste se consumió, pero conservando perfectamente su forma cilíndrica.

Jud dormía.

Y cuando fuera brillaron las luces del freno y el Honda Civic de Louis enfiló la avenida del jardín unos cuarenta minutos después y entró en el garaje, Jud no oyó nada, ni se movió, ni despertó, como tampoco Pedro, cuando llegaron los romanos, a prender a un vagabundo llamado Jesús.