El olor le hizo retroceder con una violenta náusea. Se asió al borde de la tumba, respirando profundamente, y cuando ya creía tener controlado el estómago, toda la insípida y copiosa cena le subió a la garganta en un borbollón caliente. Vomitó al otro lado del hoyo y luego apoyó la cabeza en el suelo, jadeando. Por fin se le paró el mareo. Apretando los dientes, enfocó con la linterna el ataúd abierto.
Se apoderó de él un horror demencial: ese sentimiento que se reserva para las peores pesadillas, esas que apenas recuerdas al despertar.
La cabeza de Gage no estaba.
Louis temblaba de tal modo que tenía que sostener la linterna con las dos manos, del mismo modo que los aspirantes a policía sostienen el arma durante las prácticas de tiro. Aun así, la luz bailaba violentamente y Louis tardó varios segundos en dirigir hacia el fondo de la tumba el haz luminoso, fino como un lápiz.
«Es imposible —se decía—. Eso que crees haber visto es imposible».
Louis paseó lentamente la luz por los setenta centímetros escasos del cuerpo de Gage, empezando por los zapatos nuevos, el pantalón largo, la americana (ay, Dios, las americanas no son para los niños de dos años), el cuello desabrochado y…
Louis ahogó una exclamación y al momento volvió a él toda la rabia y la desesperación provocadas por la muerte de Gage, sofocando todos sus temores de lo sobrenatural y lo paranormal y la certeza de que había penetrado en el mundo de los locos.
Se llevó la mano al bolsillo de atrás del pantalón y sacó el pañuelo. Sosteniendo la linterna con una mano volvió a inclinarse hacia el interior de la tumba casi hasta perder el equilibrio. Si una de las placas llega a caerse en aquel momento, seguramente le hubiera desnucado. Con el pañuelo, limpió cuidadosamente el moho que cubría la cara de Gage, un moho tan oscuro que le hizo pensar durante un momento que Gage se había quedado sin cabeza.
Era un moho húmedo, una especie de espuma. Debió figurárselo; había llovido y las placas que recubrían la tumba no eran herméticas. Louis miró a uno y otro lado del ataúd y vio que debajo había un charco de agua. Una vez retirado el moho, Louis pudo ver a su hijo. El amortajador, aun a sabiendas de que tras un accidente tan espantoso, el ataúd tendría que estar cerrado durante el velatorio, hizo todo lo que pudo. Siempre lo hacen. Gage parecía un muñeco mal hecho, con la cabeza deforme y los ojos hundidos. Una cosa blanca le asomaba por la boca y, en un principio, Louis pensó que podría tratarse de pasta. Quizá habían abusado del líquido de embalsamar. Si normalmente era difícil calcular la dosis, con un niño resultaba imposible acertar y unas veces ponían poco y otras, demasiado.
Luego vio que sólo era algodón. Alargó el brazo y se lo extrajo de la boca. Los labios de Gage, extrañamente blandos, oscuros y gruesos, se cerraron con un «plip» leve pero perfectamente audible. Louis tiró el algodón al charco de agua, donde se quedó brillando de un modo repulsivo. Ahora Gage tenía una mejilla hundida, como un viejo.
—Gage —susurró Louis—, ahora mismo te saco, ¿eh?
Louis hacía votos para que nadie se acercara por allí, algún guardián haciendo la ronda de las doce y media, por ejemplo. Pero ahora ya no se trataba de si le pillaban o no; si alguien le enfocaba con la linterna mientras estaba realizando su macabra tarea, le partiría la cabeza al intruso con el azadón.
Pasó los brazos por debajo del cuerpo de Gage que era como una masa blanda y sin huesos y Louis sintió de pronto la terrible certidumbre de que cuando lo levantara se le desharía entre las manos. Y él se quedaría de pie sobre las placas de hormigón que recubrían los costados de la tumba, con los trozos de Gage en las manos, chillando. Y así lo encontrarían.
«¡Anda ya, gallina, ¿qué estás esperando?!».
Respirando un aire húmedo y fétido, Louis asió a Gage por debajo de los brazos y lo levantó, sujetándolo como tantas veces al sacarlo de la bañera después del baño de la noche. El cuello de Gage se dobló hacia atrás y la cabeza le cayó hasta media espalda, Louis vio el círculo de puntos que le habían dado para unir la cabeza al tronco.
Jadeando y luchando contra los espasmos que le levantaban en el estómago el olor y la flaccidez del destrozado cuerpo de su hijo, Louis consiguió sacar a Gage del ataúd. Luego, se sentó en el borde de la tumba, con los pies colgando, apretando contra el pecho el cuerpo de su hijo, con la cara lívida, los ojos como dos huecos negros y en la boca un rictus de horror, piedad y tristeza.
—Gage —dijo, empezando a mecer al niño. El pelo de Gage le rozaba la muñeca, inerte como alambre—. Gage, todo saldrá bien, te lo juro. Gage, todo saldrá bien, esto acabará, esto es sólo por esta noche, Gage, te quiero mucho, papá te quiere, Gage.
Louis mecía a su hijo.
A la una y cuarto, Louis se dispuso a salir del cementerio. La peor parte fue manejar el cuerpo. Era entonces cuando su mente, aquella especie de astronomía interior, parecía flotar en el vacío a mayor distancia. Pero ahora, mientras descansaba, con la espalda dolorida y agarrotada, creía posible terminar el trabajo.
Puso el cuerpo de Gage en la lona y lo envolvió, atándolo con largas tiras de cinta adhesiva. Luego, cortó la cuerda en dos trozos que anudó a los extremos. Podía pasar por un rollo de alfombra, simplemente. Cerró el ataúd, pero, pensándolo mejor, volvió a abrirlo y puso dentro el azadón. Pleasantview podía quedarse con él como recuerdo; pero no con su hijo. Cerró nuevamente el ataúd y colocó una de las placas de cemento. Pensó en dejar caer la otra, pero temió que se rompiera con el golpe. Después de reflexionar un momento, pasó la cuerda por la anilla y bajó la placa con suavidad. Luego, empezó a rellenar el hoyo con la pala. No había tierra suficiente para dejarlo a ras. Nunca la había. Tal vez alguien notara el desnivel. O tal vez no. O tal vez, si lo notaban, no le darían importancia. Ahora no podía preocuparse por eso: aún quedaba mucho por hacer. Trabajo ímprobo. Y estaba muy cansado.
«Ajajá, vamos allá».
—Eso es —murmuró Louis.
Se levantó otra vez el viento, que aulló momentáneamente entre los árboles y le hizo mirar en torno con inquietud. Puso al lado del fardo la pala, el pico que aún no había utilizado, los guantes y la linterna. Le tentó la idea de utilizar la luz, pero desistió. Dejó el cuerpo y las herramientas y volvió sobre sus pasos. Al cabo de cinco minutos, llegó a la reja. Al otro lado de la casa estaba el Civic, bien aparcado junto al bordillo. Muy cerca, pero muy lejos.
Louis se quedó unos segundos mirando el coche y reanudó la marcha en otra dirección.
Se alejó de la verja siguiendo la cerca hasta el punto en que ésta dejaba Mason Street, formando ángulo recto. Allí había una zanja de desagüe. Louis miró en su interior. Lo que vio le hizo estremecerse. Era una masa de flores putrefactas, capas y más capas, arrastradas por muchas estaciones de lluvias y nieves.
«Oh, Cristo».
«No; Cristo, no. Aquellas ofrendas habían sido hechas para propiciar a un dios que era anterior al Dios cristiano. Los hombres le han dado nombres distintos, según la época; pero creo que la hermana de Rachel acertó al llamarle Oz el Ggande y Teggible, el dios de las cosas muertas que quedan en la tierra, el dios de las flores putrefactas que se amontonan en las zanjas, el dios del Misterio».
Louis miraba la zanja como hipnotizado. Al fin, apartó la mirada con un leve respingo, el respingo del que vuelve en sí o sale de un trance a la cuenta de diez.
Siguió andando. No tardó en encontrar lo que buscaba, algo que debió de quedar grabado en su subconsciente el día del entierro de Gage.
Allí, en la oscuridad, se adivinaba la mole de la cripta del cementerio.
Durante el invierno, cuando ni siquiera las palas mecánicas podían abrir fosas en la tierra helada, allí se guardaban los féretros. También se utilizaba cuando había aglomeración: almacén frigorífico para personas.
De vez en cuando, eso lo sabía Louis muy bien, se producía una acumulación de lo que el tío Carl llamaba «fiambre»; en una colectividad determinada, había épocas en las cuales, sin que nadie supiera el porqué, se moría un montón de gente.
—Al final queda compensado —decía el tío Carl—. Si en el mes de mayo no hay ni una sola muerte en dos semanas, Lou, es seguro que en noviembre tendré diez entierros en dos semanas. Aunque casi nunca es en noviembre y, menos aún, en Navidad, a pesar de que muchos creen que en esa época muere más gente. Eso de la depresión navideña son pamplinas. No tienes más que preguntar a cualquier empresario de pompas fúnebres. La mayoría de la gente es feliz en Navidad, y tiene ganas de vivir. Y vive. Generalmente, es en febrero cuando hay agobio. La gripe se lleva a los viejos, y luego están las pulmonías, claro; pero eso no es todo. Hay personas que han estado un año o año y medio peleando con un cáncer como fieras, y llega el cochino febrero y es como si se hartaran de todo y el cáncer se los echa al saco. El 31 de enero parece que van a mejor y ya se creen salvados, y el 24 de febrero están bajo tierra. En febrero hay ataques al corazón, en febrero hay embolias, en febrero hay fallos de riñón. Es un mes malo. En febrero la gente se harta. Los del ramo estamos acostumbrados. Pero lo mismo puede ocurrir, sin más ni más, en junio o en octubre. En agosto, nunca. Agosto es mes de poco trabajo. A no ser, desde luego, que estalle una tubería de gas o que un autocar se caiga desde un puente. En general, en agosto nunca se llena el depósito del cementerio. Pero ha habido febreros en los que hemos tenido que amontonar los féretros en tres pisos y rezado a todos los santos para que llegara el deshielo y pudiéramos plantar algunos, para no tener que alquilar un apartamento.
El tío Carl se echó a reír y Louis, sintiéndose importante por estar enterado de un secreto que ni los profesores de la facultad conocían, se rio también.
La puerta doble de la cripta estaba empotrada en un montículo cubierto de hierba, tan natural y atractivo como un pecho femenino. La cima del montículo (que Louis sospechaba era artificial: su contorno era excesivamente simétrico) quedaba aproximadamente medio metro por debajo de las decorativas lanzas de la reja que, en lugar de ascender con la elevación del terreno, mantenían la horizontal por su parte superior.
Louis echó un vistazo alrededor y subió a lo alto del montículo. Al otro lado había una explanada vacía, de casi una hectárea. No…, no totalmente vacía. Se veía una nave cubierta. «Probablemente, pertenece al cementerio», pensó Louis. Allí debían de guardar la máquina para mover la tierra.
Las luces de la calle brillaban a través de las ramas de una hilera de árboles —grandes olmos y arces— que se agitaban al viento. Los árboles ocultaban el solar a la vista de la calle. No se advertía más movimiento que el de las ramas.
Louis bajó arrastrando las posaderas, para evitar una posible caída que hubiera podido acabar con su rodilla, y volvió a la tumba de su hijo. Estuvo a punto de tropezar con el fardo de lona. Comprendió que tendría que hacer dos viajes, uno con el cuerpo y otro con las herramientas. Se agachó haciendo una mueca de dolor al doblar la espalda y levantó el rígido paquete. Notó en el interior el balanceo del cuerpo, mientras trataba de bloquear la parte de su mente que le susurraba sin cesar que se había vuelto loco.
Llevó el cuerpo al montículo que albergaba la cripta del cementerio de Pleasantview, con sus dos puertas correderas de acero (aquellas puertas le daban aspecto de garaje para dos coches). Entonces vio lo que tendría que hacer para subir la pronunciada pendiente con aquellos veinte kilos de peso, ahora que ya no podía utilizar la cuerda. Retrocedió unos pasos para tomar carrerilla e, inclinando el cuerpo, se lanzó hacia la cima. Casi lo consiguió, pero poco antes de llegar arriba, resbaló en la hierba húmeda. Mientras empezaba a caer hacia atrás, lanzó el envoltorio lo más lejos posible. El paquete cayó casi en la cumbre. Louis volvió a subir, esta vez ayudándose con las manos, volvió a mirar alrededor y apoyó el fardo contra la reja. Luego, volvió a buscar el resto.
Subió de nuevo al montículo, se puso los guantes y dejó la linterna, el pico y la pala al lado del paquete. Luego, se sentó a descansar, de espaldas a la reja, con las manos en las rodillas. El reloj digital que Rachel le regalara en Navidad marcaba las 2.01.
Louis se concedió cinco minutos de respiro, luego agarró la pala y la echó por encima de la reja. La oyó caer en la hierba con un golpe seco. Trató de meter la linterna en el bolsillo del pantalón, pero no cabía. La deslizó por entre los barrotes y la oyó rodar por la pendiente, mientras pensaba que ojalá no se rompiera si chocaba contra una piedra. Debía haber traído una mochila.
Luego, sacó el rollo de cinta adhesiva del bolsillo de la chaqueta y sujetó la parte metálica del pico al fardo de lona, comprimiéndolo bien con varías vueltas de cinta hasta agotarla y guardó el carrete vacío en el bolsillo. Levantó el paquete por encima de la cerca (su espalda lanzó un ¡ay! de protesta; seguramente le esperaba una semana de martirio) y lo dejó caer. Cerró los ojos al oír el golpe sordo.
Pasó un pie por encima de las puntas de lanza, se asió a los barrotes con las dos manos, pasó el otro pie y se deslizó por el terraplén, hundiendo las puntas de las zapatillas en la tierra.
Al llegar abajo, se puso a buscar entre la hierba. Enseguida encontró la pala. A pesar de que la luz de las farolas estaba amortiguada por los árboles, se reflejaba débilmente en el metal. Pasó unos segundos de zozobra mientras buscaba la linterna. ¿Adónde habría ido a parar, con aquella hierba? Se puso de rodillas y palpó el terreno con las manos, mientras el corazón le retumbaba con fuerza en los oídos.
Por fin la distinguió, una mancha negra a un metro y medio del lugar en el que pensaba encontrarla: lo mismo que el montículo que disimulaba la cripta del cementerio, se delató por la simetría de su forma. La recogió, puso una mano sobre el fieltro que cubría la lente y oprimió la tetina de goma que protegía el interruptor. La palma de la mano se iluminó y él volvió a pulsar el interruptor para apagar la bombilla. Funcionaba.
Con el cuchillo cortó la cinta que sujetaba el pico al fardo y llevó las herramientas hasta los árboles. Se situó detrás del más corpulento y miró a uno y otro lado de Mason Street. La calle estaba desierta. Sólo se veía luz en una ventana: un rectángulo amarillento en un piso alto. Alguien que padecía insomnio, o algún enfermo.
Andando deprisa, pero sin correr, Louis salió a la acera. Después de la oscuridad del cementerio, la luz de las farolas le hacían sentirse muy al descubierto. A pocos metros del segundo cementerio de Bangor y con un pico, una pala y una linterna en los brazos, si alguien le veía ahora, sacaría conclusiones.
Cruzó la calle rápidamente. Allí estaba el Civic, a menos de cincuenta metros, pero a Louis le parecían cinco kilómetros. Estaba sudando, con el oído atento a cualquier sonido: el motor de un coche, las pisadas de otra persona, el roce de una ventana al deslizarse por las guías.
Llegó junto al Honda, dejó el pico y la pala apoyados en el costado del coche y buscó las llaves. No estaban en ninguno de los bolsillos. Ahora sudaba más copiosamente, se le disparó otra vez el corazón y apretaba los dientes para contener el pánico.
Las había perdido, seguramente, cuando se soltó de la rama, se golpeó la rodilla con la lápida y rodó por el suelo. Las llaves estaban entre la hierba, y si le costó trabajo encontrar la linterna, ¿cómo esperaba dar con las llaves? Todo el plan por los suelos. Un momento de mala suerte y todo perdido.
«Espera, espera un segundo, maldita sea. Vuelve a buscar en los bolsillos. Aquí están las monedas sueltas. Y si las monedas no se cayeron, tampoco pudieron caerse las llaves».
«Esta vez se registró los bolsillos más minuciosamente», sacó las monedas y hasta volvió los bolsillos del revés.
Las llaves no estaban.
Louis se apoyó en el coche sin saber qué hacer. Tendría que volver, seguramente. Dejar a su hijo donde estaba, y escalar otra vez la cerca llevando la linterna, para pasar el resto de la noche buscando inútilmente…
De pronto, en su cansado cerebro se hizo la luz.
Se agachó y miró al interior del coche. Las llaves estaban puestas en el contacto.
Louis emitió un gruñido, dio rápidamente la vuelta al coche, abrió con brusquedad la puerta del lado del conductor y tiró de las llaves. En aquel momento, le pareció oír la voz autoritaria de Karl Malden, en uno de sus severos y paternales personajes, con su nariz de patata y su arcaico sombrero flexible de ala inclinada: «Cierra el coche y coge las llaves. No contribuyas a que se descarríe un buen muchacho».
Abrió la puerta trasera del Civic, metió el pico, la pala y la linterna. Ya se había alejado del coche unos diez o doce metros cuando se acordó de las llaves. Esta vez las había dejado puestas en la cerradura de la puerta trasera.
«¡Estúpido! —se increpó—. Si has de ser tan condenadamente estúpido, será mejor que te olvides del asunto». Louis retrocedió y sacó las llaves.
Ya tenía a Gage en brazos e iba a salir a Mason Street cuando empezó a ladrar un perro por los alrededores. No; no era ladrar, sino aullar, y llenaba toda la calle con su voz desgarrada. ¡Aggg-Roouuu! ¡Aggg-RUUUUUU!
Se quedó detrás de un árbol, preguntándose qué iría a ocurrir ahora, qué podía hacer él ahora. Esperaba ver encenderse luces por todas partes.
En realidad, una luz se encendió en la fachada lateral que quedaba frente al lugar en el que se escondía Louis. Y una voz ronca gritó:
—¡Cállate, Fred!
¡Aggg-Roooooo!, respondió Fred.
—¡Haz que se calle el perro, Scanlon, o llamo a la policía! —gritó alguien desde el lado de la calle en que estaba Louis, que se sobresaltó al advertir lo engañosa que era la ilusión de soledad y vacío. Había gente alrededor de él, cientos de ojos, y aquel perro estaba atentando contra el sueño, su único aliado.
«Maldito seas Fred —pensó—. ¡Maldito!».
Fred inició otro agudo. Lanzó el agggg, pero antes de que pudiera hacer más que empezar un rotundo ROOOO, se oyó un golpe seco, seguido de una serie de gemidos.
Se hizo el silencio y se oyó un leve portazo. La luz lateral de la casa de Fred siguió encendida un momento y luego se apagó.
De buena gana, Louis se hubiera quedado un rato más escondido en la sombra; sin duda, lo mejor sería esperar a que se apaciguara el vecindario, pero se le acababa el tiempo.
—Vámonos —dijo, y salió a la acera.
Cruzó la calle con su fardo en brazos y volvió al Civic sin ver a nadie. Fred no dio señales de vida. Sosteniendo el paquete con una mano, Louis sacó las llaves y abrió el maletero.
Gage no cabía.
Louis probó de colocarlo en sentido vertical, horizontal y diagonal. El maletero del Civic era pequeño. Hubiera podido doblarlo y aplastarlo —a Gage no le habría importado—, pero Louis era incapaz.
«Vamos, vamos, vamos, hay que marcharse de aquí, no puedes seguir tentando a la suerte».
Pero seguía allí plantado, con el fardo que contenía el cadáver de su hijo en los brazos, sin saber qué hacer. Entonces oyó acercarse un coche y, sin pensar, abrió la portezuela del lado del pasajero y dejó el fardo en el asiento, doblándolo por donde imaginaba que estarían las rodillas y las caderas.
Cerró la puerta, corrió hacia la parte de atrás y bajó la tapa del maletero. El otro coche pasó por la calle transversal y Louis pudo oír una algarada de voces de borrachos. Se sentó al volante, puso el motor en marcha y cuando iba a encender las luces de cruce, le asaltó un pensamiento horrible. ¿Y si había puesto a Gage de espaldas, con las articulaciones dobladas al revés y sus hundidos ojos vueltos hacia la luneta trasera en lugar de encarados hacia el parabrisas?
«¿Y qué importa eso? —le dijo su mente con la irritabilidad nacida del agotamiento—. ¿Es que no te das cuenta de que eso no tiene la menor importancia?».
«La tiene. Sí, la tiene. ¡Ahí dentro está Gage y no un montón de toallas!».
Extendió el brazo y empezó a palpar la lona, buscando el contorno de su contenido. Parecía un ciego que tratara de adivinar qué era el objeto que tenía en la mano. Por fin encontró una protuberancia que no podía ser más que la nariz de Gage, apuntando la dirección correcta.
Sólo entonces se decidió a poner en marcha el Civic y emprender el viaje de veinticinco minutos hasta Ludlow.