Los árboles no eran más que sombras que desfilaban sobre el fondo de las nubes iluminadas por las luces del cercano aeropuerto. Louis aparcó el Honda en Mason Street, que discurría a lo largo del lado sur del cementerio. El viento era tan fuerte que casi le arrancó la puerta de la mano y Louis tuvo que empujar con fuerza para cerrarla. El viento le azotó el faldón de la chaqueta cuando él se inclinó para abrir el maletero del Honda y sacar las herramientas que había envuelto en un trozo de lona.
Antes de cruzar hacia la reja de hierro forjado que circundaba el cementerio, Louis se paró en el bordillo, en una zona de sombra entre dos farolas, mirando a derecha e izquierda, por si se acercaba algún coche. Si podía evitarlo, no quería ser visto, aunque el otro no se fijase en él. A su lado, gemían las ramas de un viejo olmo, sacudidas por el viento.
Dios, y qué asustado estaba. Aquello no era un trabajo ímprobo. Era un trabajo demencial.
No había tráfico. En Mason Street las farolas estaban alineadas en perfecta formación proyectando círculos de luz sobre la acera en la que, durante el día, a las horas de salida de la escuela primaria Fairmount, los chicos iban en bicicleta y las niñas saltaban a la comba o jugaban a la rayuela, sin reparar en el cementerio, salvo quizá en vísperas de Todos los Santos, en que el recinto adquiría un tétrico encanto. Algunos se acercaban a colgar un esqueleto de papel en la alta reja de hierro, mientras repetían entre risas ahogadas los viejos chistes de siempre: «Es el sitio más popular de la ciudad; la gente se muere por entrar. ¿Por qué está feo reír en el cementerio? Porque hay un silencio sepulcral».
—Gage —murmuró Louis. Gage estaba allí dentro, detrás de la reja de hierro, injustamente prisionero, bajo una capa de tierra oscura, y eso no era un chiste.
«Te sacaré de ahí, Gage —pensó—. Te sacaré, muchacho, o moriré en el intento».
Louis cruzó la calle con el pesado fardo en los brazos, subió a la otra acera, volvió a mirar a uno y otro lado y arrojó el fardo por encima de la reja. Se oyó un leve tintineo cuando el paquete cayó al otro lado. Louis se frotó las manos para sacudir el polvo y echó a andar, después de tomar un punto de referencia. De todos modos, aunque se desorientara, no tenía más que seguir la cerca por la parte de dentro hasta situarse frente al Civic y daría con el sitio.
Pero ¿estaría abierta la verja a aquella hora?
Siguió por Mason Street hasta la señal de stop. El viento le empujaba haciéndole apretar el paso. Sombras bailaban y se entrelazaban en la calzada.
Dobló por Pleasant Street, siempre siguiendo la reja. Los faros de un coche se acercaban y Louis se detuvo, disimulándose detrás de un olmo. No era un coche de la policía, sino una camioneta que subía hacia Hammond Street y, seguramente, hacia la autopista. Cuando hubo pasado, Louis siguió andando.
«La verja estará abierta, desde luego. Tiene que estar abierta».
Llegó a la verja, que tenía traza de catedral esbelta y grácil, entre las sombras que el viento hacía danzar. Louis extendió el brazo y empujó.
Cerrada.
«Pues claro, estúpido, ¿imaginabas que iban a dejar abierta la verja de un cementerio situado dentro de los límites municipales de una ciudad americana, después de las once de la noche? La gente ya no es tan confiada, amigo. Ya no. ¿Y qué haces ahora?».
Ahora tendría que escalar, confiando en que en el vecindario nadie apartaría los ojos del show de Johnny Carson para mirar por la ventana y ver a este torpe grandullón trepar por las barras de hierro.
«¿Oiga, policía? Acabo de ver a un tipo torpe y grandullón escalar la verja del cementerio de Pleasantview. Al parecer, se moría por entrar. Asunto de vida o muerte. No, no bromeo. Estoy mortalmente serio. Me parece que deberían ustedes investigar».
Louis continuó por Pleasant Street y torció nuevamente a la derecha. El viento enfriaba y evaporaba las gotas de sudor de su frente y sus sienes. Su sombra se alargaba y acortaba a la luz de las farolas. A su lado, impertérrita, la alta reja. Louis se detuvo, obligándose a sí mismo a mirarla realmente.
«¿Tú piensas saltar eso? Vamos, no me hagas reír».
Louis Creed era un hombre alto, de casi un metro noventa, pero aquella reja tenía por lo menos tres metros de alto y cada uno de sus barrotes estaba rematado por una decorativa punta de lanza. Bueno, decorativa a no ser que al ir a pasar la pierna por encima resbalaras y te clavaras una de aquellas puntas en los testículos. Y allí te quedarías, ensartado como un cerdo en el asador, dando voces hasta que alguien llamara a la policía y te sacaran y llevaran al hospital.
Seguía sudando y tenía la camisa pegada a la espalda. No se oía más que el lejano rumor del tráfico de última hora en Hammond Street.
Tenía que haber un modo de entrar.
Tenía que haber un modo.
«Vamos, Louis, tienes que aceptar la evidencia. Puede que estés loco, pero no tanto. Aunque consiguieras subir a pulso hasta ahí arriba, tendrías que ser un consumado gimnasta para salvar esas puntas sin quedarte clavado. Y, aun suponiendo que consiguieras entrar, ¿cómo ibas a salir con Gage en brazos?».
Siguió andando. Tenía una ligera idea de que estaba dando la vuelta completa al cementerio, pero sin hacer nada constructivo.
«Bueno, lo que voy a hacer es lo siguiente: esta noche regresaré a Ludlow y volveré mañana, al anochecer. Entraré por la puerta antes de que cierren y me quedaré escondido hasta la medianoche o más tarde. En otras palabras, mañana haré lo que hubiera podido hacer hoy, de haber sido más listo».
«Buena idea, oh gran maestro Louis… y mientras, ¿qué pasa con el fardo de herramientas que eché por encima de la cerca? Pico, pala, linterna… no falta más que un letrero que diga: EQUIPO PARA ROBAR TUMBAS.
«Cayó entre los arbustos, ¿quién quieres que lo encuentre, por el amor de Dios?».
Eso sería lo más sensato. Pero ¿era sensata aquella empresa en la que se había embarcado? Además, su corazón le decía categóricamente que al día siguiente no volvería. Si no lo hacía esta noche no lo haría nunca. Ya nunca podría volver a mentalizarse con este frenesí de locura. Éste era el momento, el único momento que tenía.
Por este lado había menos casas —al otro lado de la calle, se divisaba algún que otro cuadrado de luz amarillenta y en uno de ellos, el parpadeo grisáceo de un televisor en blanco y negro—, y, al mirar entre los barrotes, observó que aquí las tumbas eran más viejas, las lápidas estaban erosionadas y, algunas, inclinadas hacia adelante o hacia atrás, por efecto de muchas heladas y deshielos. Había otra señal de stop delante de él y al torcer otra vez hacia la derecha estaría en una calle que discurría en dirección más o menos paralela a Mason Street, su punto de partida. Y, cuando hubiera dado la vuelta completa, ¿qué haría? ¿Cobrar doscientos dólares y empezar desde la primera casilla? ¿Darse por vencido?
Unos faros doblaron la esquina y Louis se paró detrás de otro árbol, a esperar que pasara el coche. Éste avanzaba muy despacio y, a los pocos segundos, el haz blanco de un faro surgió de la ventanilla lateral y recorrió la reja. Louis sintió una dolorosa opresión en el pecho. Era un coche de la policía que patrullaba alrededor del cementerio.
Louis se apretó contra el tronco. Sintió en la mejilla la áspera corteza. Confiaba que el tronco fuera lo bastante grueso como para ocultarle. El haz luminoso se acercaba. Louis bajó la cabeza, hurtando la cara a la luz, que, al llegar al árbol desapareció un momento para surgir de nuevo a la derecha de Louis. Él se desplazó ligeramente, para mantenerse fuera del campo visual del coche. Por un momento, distinguió las luces azules del techo del vehículo. Ahora se encenderían las bombillas rojas del freno, se abrirían las puertas y el foco retrocedería para señalarle como un gran dedo blanco. «¡Eh, usted! ¡El del árbol! Salga donde podamos verle, y con las manos vacías. ¡Fuera, YA!».
El coche-patrulla siguió su marcha. Al llegar a la esquina, hizo pausadamente la señal con el intermitente y torció hacia la izquierda. Louis se apoyó en el árbol, con la boca seca y agria. Seguramente, pasarían junto al Honda, pero no importaba. En Mason Street se podía aparcar desde las seis de la tarde hasta las siete de la mañana. Había otros muchos coches. Sus dueños debían de habitar los bloques de apartamentos diseminados por el otro lado de la calle.
Louis se quedó mirando la copa del árbol tras el que se había escondido.
Mismamente encima de su cabeza estaba la horquilla. Sería fácil…
Sin darse tiempo para pensarlo, se izó hasta la horquilla, apoyándose en el tronco con las suelas de sus zapatillas y haciendo caer fragmentos de corteza. Afianzó una rodilla y al momento estaba de pie sobre la horquilla del árbol. Si el coche-patrulla volvía en aquel momento, el foco iluminaría a un extraño pájaro posado en el olmo. Tenía que moverse deprisa.
Subió a otra rama que se extendía por encima de la reja. Sentía la absurda sensación de tener otra vez doce años. El árbol no estaba quieto, sino que se balanceaba suave, casi sosegadamente, a impulsos del viento. Louis calculó distancias y, adelantándose al miedo, se colgó de la rama con las manos. La rama era tal vez un poco más gruesa que la muñeca de un hombre robusto. Colgado de las manos, con las zapatillas bailando a casi dos metros y medio del suelo, Louis fue avanzando hacia la reja. La rama se vencía, pero no parecía que fuera a romperse. Con el rabillo del ojo, Louis distinguía su sombra sobre la acera, como la silueta de un mono contrahecho. El viento le helaba las empapadas axilas y empezó a tiritar a pesar de que el sudor le resbalaba por la cara y el cuello. A cada uno de sus movimientos, la rama caía y bailaba. A medida que él se separaba del tronco el balanceo de la rama se hacía más pronunciado. Le dolían las palmas de las manos y las muñecas y empezó a temer que la rama se le escurriera entre los dedos sudorosos.
Por fin llegó a la reja. Sus zapatillas quedaban a un palmo por debajo de las puntas. Vistas desde aquí, aquellas puntas parecían más agudas todavía. Pero, agudas o no, allí peligraba algo más que los testículos. Si se caía encima de aquellas lanzas, su propio peso haría que se le clavaran hasta los pulmones. En su próxima ronda, los policías encontrarían una lúgubre colgadura en la reja de Pleasantview.
Respirando deprisa, sin llegar a jadear, Louis buscó las puntas de la reja con los pies, para descansar un momento. Así estuvo unos instantes, con los pies danzando en el aire, buscando apoyo y sin encontrarlo.
Le enfocó una luz que aumentaba de intensidad.
«¡Mierda, un coche! ¡Ahora viene un coche!».
Trató de deslizar las manos hacia adelante, pero las palmas le resbalaron y se deshizo el nudo de sus dedos.
Aún buscando un punto de apoyo, volvió la cabeza hacia la izquierda y miró por debajo del tenso brazo. Era un coche, pero pasó rápidamente calle arriba, sin frenar en el cruce. Menos mal. Si llega a…
Las manos le resbalaron otra vez. Sintió que le caían en la cabeza trozos de corteza.
Uno de sus pies encontró apoyo, pero la otra pernera del pantalón se había enganchado en una punta. Y, ¡mierda!, no iba a poder resistir mucho rato. Louis agitó con fuerza la pierna. La rama se inclinó. Volvieron a resbalarle las manos. Se oyó un desgarrón de tela y Louis se encontró de pie sobre dos puntas de lanza que se le clavaban en las suelas de las zapatillas. Muy pronto, la presión se hizo dolorosa, pero Louis se mantuvo sobre ellas, por lo menos unos momentos. Era mayor el alivio de las manos y los brazos que el dolor de los pies.
«Vaya aspecto que debo de tener», pensó Louis con un ligero y triste humorismo. Sosteniéndose en la rama con la mano izquierda, se frotó la palma de la derecha en la tela de la chaqueta. Luego repitió la operación cambiando de mano.
Permaneció un momento más sobre las puntas de los barrotes y deslizó las manos a lo largo de la rama que en aquel punto era más delgada y le permitía entrelazar cómodamente los dedos. Balanceó el cuerpo hacia adelante como Tarzán, abandonando el apoyo de los pies. La rama se dobló de un modo alarmante con un crujido de mal agüero. Louis se soltó, saltando a ciegas.
Cayó mal. Se golpeó una rodilla con una lápida y sintió que un dolor insoportable le subía por el muslo. Rodó sobre la hierba abrazado a la rodilla y un rictus de angustia en los labios, temiendo haberse destrozado la rótula. Luego, el dolor fue mitigándose y Louis comprobó que podía doblar la articulación. Todo iría bien si seguía moviéndose y no dejaba que se le agarrotara. Por lo menos, así lo esperaba él.
Se puso de pie y echó a andar siguiendo la cerca en dirección a Mason Street, donde había tirado el equipo. Al principio cojeaba, pero poco a poco el dolor fue remitiendo y quedó en una molestia sorda. Tenía aspirina en el botiquín del Honda y hubiera debido traerlo consigo. Pero ya era tarde. Se mantenía alerta por si venía algún coche y, al advertir que uno se acercaba, se apartó de la reja.
Cuando llegó a la parte de Mason Street, que podía estar más concurrida, se mantuvo lejos de la reja hasta que estuvo frente al Civic. Ya iba a aproximarse a la cerca para sacar el fardo de los arbustos cuando oyó pisadas en la acera y una risa grave de mujer. Se sentó detrás de una lápida grande —el dolor de la rodilla no le dejaba ponerse en cuclillas— y vio que, por el otro lado de Mason Street, pasaba una pareja. Iban enlazados por el talle y, en su forma de caminar pasando de una zona de luz a la siguiente había algo que hizo pensar a Louis en una vieja serie de televisión. Ya lo tenía: «La hora de Jimmy Durante». ¿Qué harían aquellos dos si él se levantaba ahora, como una sombra en la silenciosa ciudad de los muertos y les gritaba, con voz campanuda: «Buenas noches, Mrs. Calabash, donde quiera que esté»?
La pareja se detuvo mismamente detrás del Civic y se abrazó. Louis, al mirarlos, sintió una extraña perplejidad y desprecio hacia sí mismo. Allí estaba él, agazapado detrás de una sepultura, como un macabro vampiro de historieta barata, espiando a una pareja de enamorados. «¿Tan fina es la línea divisoria? —se preguntó, y ese pensamiento también le sonaba familiar—. ¿Tan fácil es pasar al otro lado? Te subes a un árbol, te deslizas por una rama, saltas a un cementerio, miras a una pareja…, abres una tumba… ¿Así de fácil? ¿Es esto la locura? Tardé ocho años en hacerme médico y un solo paso me ha bastado para convertirme en ladrón de cadáveres, en lo que muchos llamarían un necrofílico».
Se oprimió los labios con los puños, para impedir que se le escapara un gemido, mientras trataba de encontrar aquella frialdad interior, aquella ecuanimidad. Allí estaba, y Louis se arrebujó en ella con fruición.
Cuando la pareja se alejó, Louis los miró con impaciencia. Se pararon delante de uno de los edificios de apartamentos. El hombre sacó una llave y entraron. La calle volvió a quedar en silencio. No se oía más que el constante rumor del viento que agitaba las ramas de los árboles y le revolvía el sudoroso pelo sobre la frente.
Louis corrió hacia la reja, doblando el cuerpo y buscó el fardo de lona. Allí estaba. Sintió en los dedos el roce de la áspera tela. Lo levantó y oyó el leve tintineo de las herramientas. Salió a la ancha avenida de grava que conducía a la verja y se detuvo para orientarse. Tenía que caminar en línea recta y, al llegar a la bifurcación, torcer hacia la izquierda. Muy sencillo.
Caminaba por el borde de la avenida, amparándose en la sombra de los olmos, por si había un vigilante nocturno y andaba por allí. En realidad, Louis no esperaba problemas a este respecto. Al fin y al cabo, era un cementerio de ciudad pequeña; aunque sería mejor no arriesgarse.
Torció hacia la izquierda. Ya estaba cerca de la tumba de Gage. De pronto, consternado, se dio cuenta de que no podía recordar la cara de su hijo. Se detuvo, mirando fijamente las hileras de lápidas y las sombrías fachadas de los panteones, mientras trataba de evocar la fisonomía del niño. Acudían a su memoria rasgos sueltos: su pelo rubio, todavía fino como la seda, sus ojos un poco oblicuos, sus pequeños dientes, la diminuta cicatriz del mentón, de cuando se cayó por las escaleras de atrás de la casa de Chicago. Louis veía estas cosas, pero no podía reunirlas en un todo coherente. Veía a Gage correr hacia la carretera, hacia su cita con el camión de la Orinco, pero el niño estaba de espaldas. Trató de representarse a Gage dormido en su cuna la noche del día en que lanzaron la cometa, pero en su cerebro todo era oscuridad.
«Gage, ¿dónde estás?».
«¿No se te ha ocurrido pensar, Louis, que tal vez no vayas a hacer a tu hijo ningún favor? Tal vez sea feliz donde ahora está, tal vez estés equivocado y todas esas cosas no sean pamplinas. Tal vez se halle con los ángeles o esté, sencillamente, dormido. Y, si duerme, ¿acaso sabes lo que vas a despertar?».
«Oh, Gage, ¿dónde estás? Quiero que vuelvas a casa».
Pero ¿era él dueño de sus actos? ¿Por qué no podía recordar la cara de Gage y por qué obraba en contra de todas las advertencias: la de Jud, las del sueño de Pascow, las de su propio corazón inquieto?
Recordó las estelas de Pet Sematary, aquellos toscos círculos que iban cerrándose en espiral en torno al Misterio, y volvió a sentir aquella serena frialdad. ¿Qué hacía allí parado, tratando de rememorar la cara de Gage?
Muy pronto podría verla.
Allí estaba ya la lápida. Sólo tenía grabado el nombre, GAGE WILLIAM CREED, y las dos fechas. Alguien había estado allí aquel mismo día; había flores frescas. ¿Quién? ¿Missy Dandridge?
El corazón le latía con fuerza, pero despacio. Bien, ya estaba allí. Si iba a hacerlo, sería mejor poner manos a la obra. No podía perder tiempo. La noche tenía que acabar, y llegaría el día.
Louis recapacitó por última vez y descubrió que sí, que estaba decidido a seguir adelante. Asintió casi imperceptiblemente y metió la mano en el bolsillo para sacar el cuchillo. Había ceñido el paquete con cinta adhesiva que ahora cortó. Desenrolló la lona al pie de la tumba y dispuso los útiles del mismo modo que hubiera ordenado el instrumental antes de suturar una herida o hacer una pequeña intervención.
La linterna con la lente cubierta con un fieltro, tal como le sugiriera el dependiente. El fieltro también estaba sujeto con cinta adhesiva. Con ayuda de una moneda de un centavo, había cortado un círculo en el centro con el escalpelo. El pico de mango corto que seguramente no necesitaría; sólo lo trajo por precaución, ya que no tendría que levantar una bóveda sellada ni encontraría rocas en una tumba tan reciente. La pala, el azadón, la cuerda y los guantes. Se puso los guantes, agarró el azadón y empezó.
La tierra estaba blanda y se removía fácilmente. El contorno de la tumba estaba bien definido y la tierra que extraía era más esponjosa que la de los bordes. Casi automáticamente, Louis comparó la facilidad de esta excavación con el esfuerzo que le costaría hincar el pico en el suelo árido y rocoso del lugar en el que, si todo iba bien, aquella misma noche enterraría a su hijo. Allí arriba tendría que bregar. Luego, trató de no seguir pensando. Era un engorro.
Amontonaba la tierra a la izquierda de la tumba, moviéndose con un ritmo regular que se hacía más difícil de mantener a medida que descendía el nivel. Louis bajó al hoyo, aspirando el olor a tierra húmeda que le trajo el recuerdo de los veranos en los que trabajaba con el tío Carl.
«Cavador», pensó, haciendo un alto para secarse el sudor de la frente. El tío Carl le dijo que ése era el mote que se ponía en América a todos los sepultureros. Los amigos te llamaban «Cavador».
Reanudó el trabajo.
Sólo paró otra vez, para mirar el reloj. Las doce y veinte. Le parecía que el tiempo se le escurría entre los dedos como un objeto bien engrasado.
Cuarenta minutos después, el azadón tropezó con la cubierta y Louis se mordió el labio superior hasta hacerse sangre. Iluminó el fondo del hoyo con la linterna. Entre la tierra asomaba una franja grisácea en diagonal. Louis fue apartando la tierra con precaución, para no hacer ruido; nada más escandaloso que una pala raspando sobre una losa de cemento en plena noche.
Cuando hubo quitado la tierra, Louis subió en busca de la cuerda que pasó por las anillas de una de las cubiertas. Volvió a salir del hoyo, extendió la lona, se echó en ella y agarró los extremos de la cuerda.
«Louis, adelante. Tu última oportunidad».
«Tienes razón; es mi última oportunidad y no pienso desperdiciarla».
Louis dio un par de vueltas con la cuerda alrededor de las manos y tiró. La placa de cemento se alzó fácilmente con un sonido áspero y quedó vertical sobre un cuadro de oscuridad.
Louis sacó la cuerda de las anillas y la arrojó a un lado. Para la otra placa no la necesitaría. Podría ponerse de pie sobre los bordes laterales del cajón y levantarla con las manos.
Volvió a bajar a la tumba, moviéndose con precaución, para que la placa que ya había quitado no le cayera en los pies o se rompiera, pues era bastante delgada la condenada. Resbalaron unos guijarros que golpearon con un sonido hueco en la tapa del ataúd de Gage.
Louis se agachó y tiró de la otra placa. Al agarrarla sintió en la mano una cosa fría y blanda. Cuando hubo dejado la placa apoyada verticalmente en el borde de la cubeta, se miró la mano y vio una gruesa lombriz de tierra que se retorcía débilmente. Ahogando un grito de repugnancia, Louis restregó la mano en la pared de tierra de la tumba.
Luego, enfocó el fondo con la linterna.
Allí estaba el ataúd que él viera por última vez descansando sobre unos travesaños metálicos y aquel horrible césped artificial, al lado de la tumba, durante la ceremonia del entierro. Allí estaba la caja de depósito en la que él debía enterrar todas las ilusiones que había cifrado en su hijo. Sintió un furor candente, la antítesis de su frialdad de antes. ¡Qué estupidez! La respuesta era: ¡No!
Louis buscó a tientas el azadón, lo levantó sobre el hombro y lo descargó sobre la cerradura del ataúd una vez, dos, tres, cuatro. Enseñaba los dientes con una mueca de rabia.
«¡Ahora mismo te saco, Gage! ¡Ya verás tú si no!».
La cerradura había saltado al primer golpe, y probablemente no hacían falta más, pero él siguió golpeando porque lo que quería era no sólo abrir el ataúd, sino romperlo, lastimarlo. Pero entonces volvió a él, más pronto de lo que hubiera podido recobrarla en otras circunstancias, una cierta dosis de cordura, y se detuvo con el azadón en alto.
La hoja de la herramienta estaba doblada y rayada. Louis la tiró y salió de la tumba casi gateando. Le flaqueaban las piernas. Sentía náuseas y su furor se había evaporado tan repentinamente como se encendiera. Ahora volvía a sentir la frialdad. Nunca había experimentado aquella sensación de soledad y aislamiento de todo. Era como un astronauta que, durante un paseo espacial, se hubiera desligado de la cápsula y flotara en una inmensa negrura, con los minutos contados. «¿Sentiría esto Bill Baterman?», pensó.
Estaba tendido de espaldas en el suelo, esperando recobrar las fuerzas para continuar. Cuando dejaron de temblarle las piernas, se sentó y se deslizó al interior del hoyo. Enfocó la cerradura con la linterna y vio que no sólo estaba rota, sino deshecha. Había golpeado con furia ciega, pero cada golpe dio en el blanco con exactitud matemática, como si alguien le hubiera guiado la mano. La madera estaba astillada.
Louis se puso la linterna debajo del brazo y se agachó extendiendo las manos como el trapecista que se dispone a hacer un salto arriesgado.
Allí estaba la ranura de la tapa y en ella introdujo los dedos. Se detuvo un momento —casi no podría llamársele vacilación— y abrió el ataúd de su hijo.