Cuando a las tres y diez de la tarde, horario de la zona central, el vuelo United Airlines 419 descargaba a los pasajeros en el aeropuerto O’Hare de Chicago, Ellie Creed se encontraba en un estado de incipiente histerismo y Rachel estaba muy asustada. Desde el día en que llevó a los niños a McDonald y Gage estuvo a punto de ahogarse con las patatas fritas, nunca había deseado tanto que Louis estuviera con ella.
Si rozabas a Ellie en un hombro, ella daba un brinco y te miraba con unos ojos como platos, y tiritaba de pies a cabeza sin parar. Era como si estuviera llena de electricidad. Si mala fue la pesadilla del avión, esto… Rachel no sabía qué hacer.
Al entrar en la terminal, Ellie dio un traspié y cayó de bruces. En lugar de levantarse, se quedó tendida en la moqueta, mientras la gente la sorteaba (o la miraba con esa expresión de condescendiente simpatía y despego del que va de paso y no tiene tiempo que perder), hasta que Rachel la tomó en brazos.
—Ellie, ¿qué tienes?
Pero Ellie no respondió. Cruzaron el vestíbulo hacia las cintas transportadoras de los equipajes, donde Rachel vio a sus padres esperándolas.
—Nos han dicho que no nos acercásemos a la puerta —dijo Dory—. De modo que pensamos… ¿Rachel? ¿Cómo está Eileen?
—Regular.
—¿Hay lavabo de señoras, mami? Voy a vomitar.
—Oh, Dios mío —dijo Rachel con desesperación y la llevó de la mano hacia el aseo que estaba al otro lado del vestíbulo.
—¿Quieres que vaya con vosotras, Rachel? —preguntó Dory.
—No. Recoge las maletas, ya las conoces. Estamos bien.
Afortunadamente, el aseo de señoras estaba desierto. Rachel llevó a la niña hacia una de las puertas, mientras buscaba una moneda en el bolso, y entonces vio que —gracias a Dios— tres de los retretes tenían roto el cerrojo. En una de las puertas alguien había escrito con lápiz de labios: SIR JOHN CRAPPER ERA UN CERDO MACHISTA.
Rachel abrió rápidamente la puerta. Ellie se quejaba con la mano en el vientre. Tuvo dos arcadas, pero no vomitó. Eran espasmos de agotamiento nervioso.
Cuando Ellie dijo encontrarse un poco mejor, Rachel la llevó a los lavabos y le refrescó la cara. Ellie estaba lastimosamente blanca y tenía profundas ojeras.
—Ellie, ¿es que no vas a decirme qué te pasa?
—No sé lo que me pasa. Pero desde que papá me habló de este viaje sé que algo va mal. Porque él no estaba normal.
«Louis, ¿qué tratas de ocultar? Había algo raro, lo noté. Hasta Ellie se dio cuenta».
Rachel advirtió entonces que también ella había estado nerviosa todo el día, como si esperase una desgracia. Así se sentía siempre dos o tres días antes de la regla, tensa y en vilo, a punto de reír o de llorar, o de sufrir una jaqueca que la embestía como un tren expreso y a las tres horas se le había pasado.
—¿Qué dices? —preguntó mirando a su hija en el espejo—. ¿Por qué no había de estar normal papá, cariño?
—No sé —dijo Ellie—. Fue el sueño. Soñé con Gage. O con Church. No me acuerdo. No sé.
—Ellie, ¿qué soñaste?
—Soñé que estaba en Pet Sematary. Me llevó Pascow y me dijo que papá iría y que pasaría algo terrible.
—¿Pascow? —Rachel sintió una punzada de terror, aguda pero imprecisa. ¿Qué nombre era aquél y por qué le resultaba familiar? Creía haberlo oído antes, pero no podía recordar dónde—. ¿Soñaste que alguien llamado Paxcow te llevaba al Cementerio de las Mascotas?
—Sí; así dijo que se llamaba. Y… —De pronto, sus ojos se dilataron.
—¿Recuerdas algo más?
—Dijo que había sido enviado para avisar, pero que no podía intervenir. Dijo que estaba…, no sé…, que estaba cerca de papá porque se encontraban juntos cuando su alma se des… des… ¡No recuerdo! —gimió.
—Cariño, soñaste con Pet Sematary porque aún estás pensando siempre en Gage. Y estoy segura de que a papá no le pasa nada. ¿Ya estás mejor?
—No —susurró Ellie—. Mami, estoy asustada. ¿Tú no?
—Humm-humm —hizo Rachel sacudiendo levemente la cabeza y sonriendo. Pero lo estaba, estaba asustada. Y el nombre de Paxcow la obsesionaba. Estaba segura de haberlo oído meses o tal vez años atrás, en relación con algo horrible, y no podía librarse de aquella zozobra.
Percibía algo…, algo amenazador que estallaría de un momento a otro. Algo terrible que era preciso rehuir. Pero ¿el qué? ¿El qué?
—Estoy segura de que no pasa nada —dijo a Ellie—. ¿Quieres que volvamos con los abuelos?
—Bueno —dijo Ellie, apática.
Entró en el tocador una mujer puertorriqueña que llevaba de la mano a un niño pequeño al que estaba regañando. Los pantaloncitos bermudas estaban mojados a la altura de las ingles, y Rachel se acordó de Gage con una angustia que casi la paralizó. Aquella impresión le hizo el efecto de una dosis de novocaína, aplacándole los nervios.
—Vamos —dijo a la niña—. Llamaremos a papá desde la casa del abuelo.
—Llevaba «shorts» —dijo Ellie de pronto, mirando al niño.
—¿Quién, cariño?
—Paxcow. En mi sueño, llevaba «shorts» rojos.
Esto iluminó fugazmente el nombre, y Rachel volvió a sentir aquel miedo que le hacía temblar las rodillas…, pero pasó enseguida.
No pudieron acercarse a la cinta transportadora de los equipajes. Rachel apenas alcanzaba a distinguir la copa del sombrero de su padre, con la plumita. Se volvió y descubrió a Dory Goldman que les guardaba dos sillas junto a la pared y les hacía señas con la mano. Rachel llevó a Ellie hasta allí.
—¿Estás mejor, cariño? —preguntó Dory.
—Un poquito —dijo Ellie—. Mami…
La niña miró a su madre y se quedó en suspenso. Rachel estaba muy erguida en la silla, con una mano delante de la boca y la cara blanca. Ya lo tenía. Había brotado de pronto, con un golpe sordo. Pues claro; debió darse cuenta inmediatamente, pero trató de desentenderse. Claro.
—¿Mami?
Rachel se volvió lentamente hacia su hija, y Ellie oyó cómo le crujían los tendones de la nuca. Rachel apartó la mano de la boca.
—¿Te dijo el hombre del sueño cuál era su nombre de pila?
—Mamá, ¿estás b…?
—¿Te dijo su nombre de pila?
Dory miraba a su hija y a su nieta como si las dos se hubieran vuelto locas.
—Sí, pero no me acuerdo… ¡Mami, me haces daaaño! Rachel bajó la mirada y vio que su mano asía el antebrazo de Ellie como unas tenazas.
—¿No sería Víctor?
Ellie aspiró bruscamente.
—¡Sí, Víctor! ¡Dijo que se llamaba Víctor! ¿Tú también soñaste con él?
—Pero no es Paxcow —dijo Rachel—. Es Pascow.
—¡Eso, Pascow!
—¿Qué pasa, Rachel? —preguntó Dory. Tomó la mano libre de Rachel e hizo una mueca al notarla helada—. ¿Y qué tiene Eileen?
—No es Eileen —dijo Rachel—, sino Louis. A Louis le pasa algo malo. O le va a pasar. Quédate con Ellie, mamá. Tengo que llamar a casa.
Se levantó y cruzó el vestíbulo en dirección a los teléfonos, mientras buscaba un cuarto de dólar en el bolso. Pidió la conferencia con cobro revertido, pero nadie aceptó la llamada. No contestaban.
—¿Volverá a llamar? —preguntó la telefonista.
—Sí —dijo Rachel, y colgó.
Se quedó mirando fijamente el teléfono.
«Dijo que había sido enviado para avisar, pero que no podía intervenir. Dijo que estaba… cerca de papá porque se encontraban juntos cuando su alma se des… des… ¡No me acuerdo!».
—Se desencarnó —susurró Rachel, clavando las uñas en el bolso—. ¡Oh, Dios mío! ¿Será ésta la palabra?
Trató de pensar con coherencia. ¿Había algo, además de su dolor natural por la muerte de Gage y de aquel precipitado viaje que era como una huida? ¿Qué sabía Ellie del muchacho que murió el día en que Louis empezó a trabajar en la universidad?
«Nada —respondía su mente, inexorable—. Tú se lo ocultaste, como le ocultabas todo lo relacionado con la muerte, incluso la posibilidad de que se muriese el gato. ¿O es que ya no te acuerdas de aquella estúpida disputa que tuvimos en la cocina? Se lo ocultaste, porque tenías miedo, como lo tienes ahora. Se llamaba Pascow, Víctor Pascow. ¿Y cómo están ahora las cosas? ¿Es una situación desesperada? ¿Qué está pasando aquí?».
Las manos le temblaban de tal modo que no consiguió meter la moneda en la ranura hasta el segundo intentó. Ahora llamaba a la enfermería de la universidad. La Charlton aceptó la llamada, un poco intrigada. No; no había visto a Louis, y le hubiera sorprendido verle hoy por allí. Dicho esto, volvió a dar el pésame a Rachel, que le dio las gracias y le pidió que hiciera el favor de decirle a Louis que la llamara a casa de sus padres, si lo veía. Sí; él tenía el número, dijo en respuesta a la pregunta de la enfermera, pues no quería decirle (aunque la otra ya debía de saberlo, pues Rachel tenía la impresión de que a la Charlton no se le escapaba una) que la casa de sus padres estaba a medio continente de distancia.
Rachel colgó el teléfono, sofocada y temblorosa.
«Debió de oír el nombre de Pascow en cualquier sitio, eso es. Tampoco se puede criar a una criatura en una jaula de cristal, como… un hámster, o qué sé yo. Oiría la noticia por la radio. O se lo dirían en la escuela, y se le quedó el nombre en la memoria. Incluso esa palabra que ella desconocía, esa especie de trabalenguas, “desencarnado” o lo que fuere, ¿qué tiene de particular? No demuestra nada, sino que el subconsciente es ni más ni menos que ese papel matamoscas pegajoso con el que la gente lo compara».
Recordó que un profesor de psicología les dijo una vez en la universidad que, en las debidas condiciones, la memoria puede darte los nombres de todas las personas que te han presentado, todos los platos que has comido y el tiempo que ha hecho cada día de tu vida. Para ilustrar esta increíble afirmación, el profesor les dijo que la mente humana era un ordenador con un número de chips impresionante: nada de 16K, 32K, ni 64K, sino, tal vez, mil millones K, es decir, un billón. ¿Y cuánta información podía almacenar cada uno de estos chips orgánicos? Eso nadie lo sabía. Pero eran tantos, les dijo, que no era preciso borrarlos para poder volver a usarlos. En realidad, la mente tenía que desconectar algunos para proteger al individuo de la demencia informática. «Uno podría ser incapaz de recordar dónde había puesto los calcetines si en las dos o tres células adyacentes de memoria estuviera almacenada toda la Enciclopedia Británica», les dijo el profesor.
La clase rio, como era su obligación.
«Pero esto no es una clase de psicología, bien iluminada por los tubos fluorescentes, con una pizarra llena de tranquilizadoras definiciones y un dicharachero profesor auxiliar que improvisa para matar los últimos quince minutos. Aquí hay algo espantoso, y tú lo sabes, lo notas. No sé si tendrá algo que ver con Pascow, con Gage o con Church, pero seguro que tiene que ver con Louis. ¿Qué…? ¿Será…?».
Se le ocurrió una idea que la dejó helada. Volvió a descolgar el auricular y recuperó su moneda. ¿Estaría pensando Louis en el suicidio? ¿Sería por eso por lo que las había echado de casa? ¿Tenía Ellie dotes paranormales? ¿Había recibido una revelación psíquica?
Esta vez hizo la llamada con cobro revertido a Jud Crandall. El teléfono sonó cinco veces… seis… siete. Iba a colgar cuando la voz de Jud dijo, jadeante:
—Diga…
—¡Jud! Jud, soy…
—Un momento, por favor, señora —dijo la telefonista—. ¿Acepta una llamada a cobro revertido de Mrs. Creed?
—Ajá.
—Perdón, señor, ¿eso es sí o no?
—Yo diría que bueno.
Hubo una pausa, mientras la telefonista descifraba la frase.
—Gracias. Hable, señora.
—Jud, ¿has visto a Louis hoy?
—¿Hoy? No puedo decir que le haya visto, Rachel. Pero por la mañana me fui a Brewer, a comprar comestibles y por la tarde he estado trabajando en el jardín de atrás. ¿Por qué?
—Oh, probablemente no es nada, pero Ellie tuvo una pesadilla en el avión, y pensé que la tranquilizaría si…
—¿En el avión? —La voz de Jud pareció cobrar un tono más agudo—. ¿Dónde estás, Rachel?
—En Chicago. Ellie y yo hemos venido a pasar una temporada con mis padres.
—¿Louis no ha ido con vosotras?
—Él vendrá este fin de semana —dijo Rachel. Y ahora ya requería un esfuerzo mantener firme la voz. Había algo en el tono de Jud que no le gustaba.
—¿Fue idea suya lo del viaje?
—Sí… Jud, ¿pasa algo? Pasa algo malo, ¿verdad? Y tú sabes qué es.
—Tal vez deberías contarme el sueño de la niña —dijo Jud después de una larga pausa—. Me gustaría que me lo contaras.