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El día siguiente amaneció encapotado y bochornoso, y Louis sudaba copiosamente después de entregar las maletas y retirar los pasajes de Ellie y Rachel de la computadora. El tener algo que hacer era un alivio, y sólo sintió una sorda congoja al pensar en la última vez que embarcó a su familia en un avión para Chicago en vísperas del día de Acción de Gracias, el primer y último vuelo de Gage.

Ellie parecía distante y rara. Durante aquella mañana, Louis había sorprendido varias veces una peculiar expresión de especulación en el rostro de su hija.

«Complejo de conspirador despertando recelos gratuitos», se reprendió.

Ellie no hizo comentario cuando le dijeron que todos se iban a Chicago, ella y mamá delante, quizá para todo el verano, y siguió tomando su desayuno (cereal al cacao). Después, subió a su habitación a ponerse el vestido y los zapatos que Rachel le había preparado. Había llevado consigo al aeropuerto la fotografía de Gage y ella en el trineo, y estaba muy quieta en uno de los sillones de armazón de plástico del vestíbulo inferior mientras Louis guardaba cola para retirar los pasajes y el altavoz anunciaba con estridencia llegadas y salidas.

Los Goldman llegaron cuarenta minutos antes de la hora de salida. Irwin Goldman, muy atildado (y aparentemente fresco) con americana de lana casimir, a pesar de las temperaturas de veintitantos grados, se acercó al mostrador de Avis para devolver el coche, mientras Dory Goldman se sentaba junto a Rachel y Ellie.

Louis e Irwin Goldman se reunieron con las mujeres casi al mismo tiempo. Louis temió que su suegro escenificara la segunda parte del melodrama «hijo mío, hijo mío»; pero no fue así. Goldman se limitó a tenderle una mano fláccida murmurando un «hola» bastante apagado. La rápida mirada de confusión que lanzó a su yerno confirmó la sospecha con la que Louis había despertado aquella mañana, a saber: que, la víspera, el hombre debía de estar borracho.

Subieron en la escalera mecánica al vestíbulo de embarque y se sentaron sin hablar apenas. Dory Goldman manoseaba nerviosamente una novela de Erica Jong, pero sin abrirla y de vez en cuando miraba con aire de preocupación la foto que sostenía Ellie.

Louis preguntó a su hija si le acompañaba al quiosco a comprar algo que leer en el avión.

Ellie había vuelto a mirarle inquisitivamente. A Louis no le gustaba aquella mirada. Le ponía nervioso.

—¿Te portarás bien en casa de los abuelos? —le preguntó mientras cruzaban el vestíbulo.

—Sí. Papi, ¿me descubrirá el inspector? Dice Andy Pasioca que a los que no van a la escuela los busca la policía.

—No te preocupes por el inspector. Yo hablaré con la escuela y en otoño podrás volver sin ningún problema.

—Ojalá me encuentre bien en otoño —dijo Ellie—. Tengo que empezar el primer grado. Hasta ahora sólo he ido al parvulario. No sé qué hacen los chicos en primer grado. Deberes, seguramente.

—Ya verás cómo estás bien.

—Papi, ¿aún estás mosqueado con el abuelo?

Él la miró con la boca abierta.

—¿Qué te hace pensar que yo estoy…, que el abuelo no me es simpático?

Ella se encogió de hombros, como si el tema no tuviera un interés especial.

—Cuando hablas de él, pareces mosqueado.

—Ellie, eso es una ordinariez.

—Perdón.

La niña le lanzó otra de sus miradas enigmáticas y se acercó a las estanterías de libros infantiles. Mercer Meyer, y Maurice Sendak, y Richard Scarry, y Beatriz Potter, y el sempiterno Doctor Seuss. «¿Cómo se dan cuenta los niños? ¿O es que lo intuyen? ¿Cuánto sabe Ellie? ¿Cómo le afecta? Ellie, ¿qué hay detrás de esa carita descolorida? Mosqueado con él… ¡Dios!».

—¿Me compras estos dos, papi? —Le enseñaba un «Doctor Seuss» y otro libro que Louis no había visto desde su propia infancia: la historia del negrito Sambo y cómo los tigres se hicieron un buen día con sus ropas.

«Cielos, y yo que creía que ese libro estaba considerado pernicioso», pensó Louis, perplejo.

—Sí, hija —dijo Louis y se quedaron aguardando turno en la caja—. Tu abuelo y yo nos llevamos muy bien —dijo, acordándose del cuento que le contó su madre, de que cuando una mujer quería realmente un niño, lo «encontraba». Se acordó de las necias promesas que se había hecho a sí mismo de no mentir nunca a sus hijos. Desde hacía unos días, llevaba camino de convertirse en un buen embustero, pero ahora no quería pensar en eso.

—Oh —dijo Ellie tan sólo.

Aquel silencio le inquietaba. Por decir algo, preguntó:

—¿Crees que vas a pasarlo bien en Chicago?

—No.

—¿No? Y eso, ¿por qué?

Ellie le miró con aquella expresión de zozobra.

—Tengo miedo.

—¿Miedo? —Louis le puso la mano en la cabeza—. ¿De qué, cielo? No tendrás miedo del avión, ¿verdad?

—No —dijo Ellie—; no sé de qué. Papi, soñé que estábamos en el entierro de Gage y que abrían la caja, y estaba vacía. Luego, soñé que estaba en casa, y miré la cuna de Gage, y también estaba vacía. Pero había barro.

«Lázaro, sal fuera».

Entonces, por primera vez en muchos meses, Louis recordó conscientemente el sueño que tuvo a raíz de la muerte de Pascow: el sueño y el despertar, con los pies llenos de barro y las sábanas sucias de tierra y agujas de pino.

Sintió que se le erizaba el vello de la nuca.

—Bah, sueños —dijo a Ellie con una voz que sonaba perfectamente normal, por lo menos, en sus oídos—. Ya pasarán.

—Me gustaría que vinieras con nosotras —dijo Ellie—. O que nosotras nos quedáramos aquí. ¿No podríamos quedarnos, papi? Anda… Yo no quiero ir a casa de los abuelos. Yo sólo quiero volver al colegio. ¿Vale?

—Será poco tiempo, Ellie. Tengo… —Tragó saliva—. Tengo unas cosas que hacer, y después me reuniré con vosotras. Entonces decidiremos lo que haremos.

Louis esperaba protestas, incluso tal vez una rabieta a lo Ellie. Y lo hubiera preferido; por lo menos, era algo conocido, y no aquella mirada que le desconcertaba. Pero Ellie permaneció pálida y callada. Hubiera podido preguntarle algo más, pero no se atrevía. Ya le había dicho más de lo que él hubiera querido escuchar.

Poco después de que Louis y Ellie volvieran al vestíbulo de embarque, anunciaron por el altavoz la salida de su avión. Sacaron las tarjetas de embarque y los cuatro se pusieron en la cola. Louis abrazó a su mujer y la besó con fuerza. Rachel se apretó contra él un momento y luego se soltó, para que Louis pudiera despedirse de Ellie. Louis tomó en brazos a su hija y le dio un beso en la mejilla. La niña le miró muy seria con sus ojos de sibila:

—Tienes los labios fríos —dijo—. ¿Eso, por qué, papi?

—No lo sé —respondió Louis, aún más inquieto que antes. La dejó en el suelo—. Que seas buena, tesoro.

—Yo no quiero ir —dijo Ellie otra vez, pero tan bajito que sólo Louis pudo oírla entre el murmullo de los pasajeros que iban a embarcar—. Tampoco quiero que vaya mami.

—Vamos, Ellie. Estarás muy bien.

—Yo estaré bien, pero ¿y tú, papi? ¿Y tú, papi?

La cola empezaba a avanzar. Los pasajeros caminaban por el corredor hacia el 727. Rachel tiró de la mano de Ellie y, durante unos momentos, la niña se resistió, provocando un pequeño atasco, con los ojos fijos en su padre, y Louis no pudo menos que recordar la impaciencia que Ellie demostrara en el viaje anterior y sus gritos de «¡Vamos, vamos, vamos!».

—Papi…

—Anda, Ellie, vete.

Rachel miró a Ellie y advirtió por primera vez su carita desencajada.

—¿Ellie? —dijo con extrañeza y, según Louis, con miedo—. Ellie, que no dejas pasar.

Ellie tenía los labios blancos y temblorosos. Al fin, consintió en seguir a su madre. Cuando se volvió a mirarle por última vez, Louis vio franco terror en su cara. Él agitó la mano con fingida animación.

Ellie no le devolvió el saludo.