42

Por la noche llegó una nueva remesa de nubes, empujada por un fuerte viento del oeste. Louis se puso la cazadora, subió la cremallera y descolgó las llaves del Civic de su gancho de la pared.

—¿Adónde vas, Lou? —preguntó Rachel sin mucho interés. Después de la cena, empezó a llorar otra vez y, aunque era un llanto suave, parecía no poder parar, por lo que Louis la obligó a tomar otro Valium. Ahora estaba sentada, con el periódico delante, abierto por la página del crucigrama apenas empezado. En la otra habitación, Ellie miraba en silencio «La casa de la pradera» con la fotografía de Gage en las rodillas.

—A tomar una pizza.

—¿No comiste lo suficiente?

—Es que no tenía hambre —respondió él, diciendo la verdad. Y añadió mintiendo—: Ahora la tengo.

Aquella tarde, de tres a seis, en la casa de Ludlow había tenido lugar el último rito fúnebre por Gage. Era el rito de la comida. Steve Masterton y su esposa se presentaron con una cacerola de hamburguesas con fideos. Miss Charlton les llevó quiche. «Se guardará hasta que la necesitéis, si no se la terminan ahora —dijo a Rachel—. La quiche se puede calentar fácilmente». Los Danniker, de más arriba de la carretera, llevaron un jamón cocido. Los Goldman —ninguno dirigió la palabra a Louis, ni siquiera se acercó a él, lo cual no le causó ningún disgusto— se presentaron con un surtido de fiambres y queso. Jud también llevó queso, una rueda de su marca favorita, Mr. Rat. Missy Dandridge llevó un pastel de lima y Surrendra Hardu, manzanas. Por lo visto, el rito de la comida saltaba por encima de las barreras de la religión.

La reunión fue sosegada, pero no apagada. Se bebió menos que en una reunión corriente, pero se bebió. Después de unas cuantas cervezas (la noche antes juró no volver a probar el brebaje, pero a la fría luz de la tarde la noche antes se le antojaba increíblemente lejana). Louis pensó en referir varias anécdotas fúnebres que le oyera al tío Carl: como la de que, en los entierros sicilianos, las solteras solían cortar un trocito del sudario para dormir con él debajo de la almohada, porque creían que eso les daría suerte en el amor. O que en los funerales irlandeses se celebraban bodas de mentirijillas, y que al difunto se le ataban los dedos gordos de los pies porque, según una vieja creencia celta, ello impedía que el espíritu del muerto echara a andar. El tío Carl decía que la costumbre de atar las etiquetas de identificación al dedo gordo del cadáver se inició en Nueva York y, puesto que, en un principio, casi todos los que trabajaban en los depósitos eran irlandeses, él estaba convencido de que la cosa tenía su origen en aquella superstición. Luego, al mirarles la cara, pensó que tal vez los presentes lo tomaran a mal, y optó por callarse.

Rachel se desmoronó una sola vez, y allí estaba su madre para consolarla. Rachel lloró sobre el hombro de Dory Goldman con un abandono que le era imposible hallar junto a Louis quizá porque, a sus ojos, los dos tenían parte de culpa de la muerte de Gage, o porque Louis, extraviado en sus propias cábalas, no la estimulaba a buscar desahogo junto a él. Lo cierto era que Rachel acudía a su madre en busca de consuelo, y Dory se lo procuraba de buen grado, y mezclaba sus lágrimas con las de su hija. Irwin Goldman, de pie detrás de ellas, con la mano en el hombro de Rachel, miraba a Louis con aire de triunfo.

Ellie circulaba con una bandeja de canapés y pequeños emparedados atravesados por mondadientes. Debajo del brazo sostenía la fotografía de Gage.

Louis recibía los pésames con un movimiento de cabeza y unas palabras de gratitud. Y si su mirada parecía ausente y sus modales, un poco fríos, la gente lo atribuía a que estaba pensando en el pasado, en el accidente, en que ya no volvería a ver a Gage. Nadie (ni siquiera Jud) habría sospechado que Louis había empezado a pensar en la estrategia del robo de tumbas…, aunque de un modo puramente académico, por supuesto. No es que él se propusiera hacer nada. Era sólo una forma de distraerse.

Él no se proponía hacer nada.

Louis paró en la tienda de Orrington Córner, compró dos paquetes de seis cervezas frescas y llamó a la pizzería Napoli, para encargar una de pimientos y champiñones.

—¿Quiere dejar su nombre, señor?

«Ozz, el Ggande y Teggible», pensó Louis.

—Lou Creed.

—Muy bien, Lou. Ahora estamos con mucho trabajo y quizá tardemos unos tres cuartos de hora, ¿le va bien?

—Desde luego —dijo Louis colgando.

Cuando volvió a subir al Civic y dio la vuelta a la llave de contacto, se le ocurrió que, entre las veinte pizzerías que había en la zona de Bangor, había ido a elegir la que estaba más cerca de Pleasantview, donde estaba enterrado Gage. «¿Y qué? —se preguntó, inquieto—. Hacen muy buenas pizzas, nada de pasta congelada. La amasan a la vista del público, tiran la masa al aire y la atrapan al vuelo, y Gage se reía…».

Cortó el pensamiento.

Pasó por delante del Napoli y continuó hasta Pleasantview. Sin duda, antes de salir de casa sabía ya que lo haría. ¿Y qué mal había en ello? Ninguno.

Aparcó el coche al otro lado de la calle y cruzó la calzada en dirección a la verja de hierro forjado que brillaba a la última luz del día. Arriba, en un arco, letras de forja formaban la palabra PLEASANTVIEW. El cementerio, muy bien arreglado en forma de paisaje natural, abarcaba varias colinas de suave perfil; había largas avenidas arboladas (ah, pero en aquellos últimos minutos de luz de día, las sombras de aquellos árboles eran tan negras y amenazadoras como las aguas de una charca) y unos cuantos sauces llorones aislados. El lugar no era intranquilo. La autopista estaba cerca y el viento fresco traía el zumbido constante del tráfico. El resplandor que se divisaba en el cielo era el aeropuerto internacional de Bangor.

Louis alargó el brazo hacia la puerta, pensando: «Estará cerrada». Pero no lo estaba. Quizá aún era temprano, y, si la cerraban, sería para proteger el lugar de borrachos, vándalos y parejitas adolescentes. Los días de los dickensianos Hombres de la Resurrección[6] («otra vez la palabra esa») habían terminado. La puerta de la derecha cedió con un leve gemido, y, después de lanzar una mirada por encima del hombro, para asegurarse de que no le habían seguido, Louis entró, cerró la puerta tras sí y escuchó el chasquido del cerrojo.

Una vez dentro de aquel modesto suburbio de muertos, Louis miró en derredor.

«Un lugar distinguido y particular —pensó—; si bien, creo que no hay quien se abrace en este lar». ¿De quién era? ¿De Andrew Marvel? ¿Y por qué la memoria del hombre almacenaba todo este fárrago de cosas inútiles?

Entonces oyó dentro de su cabeza la voz de Jud, preocupada y… ¿asustada? Sí. Asustada.

«Louis, ¿qué haces aquí? Estás contemplando un camino que no debes recorrer».

Louis ahogó la voz. Si torturaba a alguien era sólo a sí mismo. Nadie tenía por qué enterarse de que él había estado allí al anochecer.

Se encaminó hacia la tumba de Gage por un sinuoso sendero. Enseguida se encontró en una avenida bordeada de árboles que agitaban sus hojas nuevas con misterioso susurro sobre su cabeza. El corazón le palpitaba con fuerza. Las tumbas y monumentos estaban dispuestos en hileras. Por allí estaría la caseta del guarda y en ella habría un plano de las tres o cuatro hectáreas de Pleasantview racionalmente cuadriculadas, y en cada cuadrante se indicarían las tumbas ocupadas y las parcelas vacantes. Terrenos en venta. Apartamentos de una sola pieza. Dormitorios.

«No se parece en nada a Pet Sematary», pensó y la idea le hizo detenerse, sorprendido. No; no se parecía. Pet Sematary daba la impresión de un orden que surgía, casi inconscientemente, del caos, con aquellos toscos círculos concéntricos, aquellas estelas y cruces rudimentarias, de madera o cartón. Como si los niños que habían enterrado allí a sus animales hubiera creado el esquema a través de su subconsciente colectivo, como si…

Durante un momento, Louis vio en Pet Sematary una especie de reclamo…, una muestra, como en las ferias, donde sacan a la calle al comedor de fuego para que veas su número gratis, porque el empresario sabe que no ibas a soltar tu dinero a ciegas…

Esas tumbas, esas tumbas en círculos casi druídicos.

Las tumbas de Pet Sematary reproducían el más antiguo de los símbolos religiosos: los círculos concéntricos indican una espiral que conduce no a un punto, sino al infinito: el orden que surge del caos o el caos, del orden, según lo enfoques. Este símbolo lo grababan los egipcios en las tumbas de sus faraones y los fenicios, en los túmulos de sus reyes muertos en combate, se descubrió en las paredes de las cuevas de la antigua Micenas, los reyes de Stonehenge lo utilizaron como un reloj para sincronizar el universo, aparecía en la Biblia judeocristiana en el remolino desde el que Dios habló a Job.

La espiral era la más antigua señal de poder del mundo, el símbolo más antiguo con el que el hombre representa el tortuoso puente que podría existir entre el mundo y el Abismo.

Al fin Louis llegó a la tumba de Gage. La pala mecánica ya no estaba. El césped sintético había sido retirado, enrollado sin duda por un obrero que silbaba pensando en la cerveza que al salir se tomaría en el Fairmount, y almacenado en algún cobertizo. Donde descansaba Gage había un bien recortado rectángulo de unos noventa centímetros por un metro y medio de tierra recién removida. Todavía no habían puesto la lápida.

Louis se arrodilló. El viento le alborotaba el pelo. El cielo estaba ya casi oscuro. Seguían desfilando las nubes.

«Nadie me ha enfocado con una linterna preguntándome qué hago aquí. No me ha ladrado ningún perro guardián. La verja estaba abierta. La época de los ladrones de cadáveres ya pasó. Si viniera con un pico y una pala…».

Reaccionó con una sacudida. Estaba muy equivocado si imaginaba que Pleasantview permanecía sin vigilancia durante la noche. ¿Y si el guarda lo descubría hundido hasta la cintura en la tumba de su hijo? Podía no salir en los periódicos, aunque tal vez sí saliera. Quizá le acusaran de algún delito. ¿Qué delito? ¿Robo de tumbas? No era probable. Seguramente, atentado a la propiedad y vandalismo. Pero, aunque no lo publicara el periódico, se correría la voz y la gente hablaría. Y es que sería sabrosa la historia. Conocido médico de la localidad, descubierto al desenterrar a su hijo de dos años, muerto recientemente en trágico accidente de circulación. Perdería el empleo. Aunque no lo perdiera, Rachel sufriría con los comentarios, y tal vez Ellie tuviera que soportar las burlas de sus compañeros de clase. Tal vez se le infligiera la humillación de tener que someterse a una prueba de equilibrio mental a cambio de retirar los cargos.

«¡Pero yo podría devolver la vida a Gage! ¡Gage viviría!».

¿Realmente lo creía así?

La verdad era que sí. Él se había repetido a sí mismo una y otra vez, antes y después de la muerte de Gage, que Church no llegó a estar muerto, sino sólo conmocionado y que, al despertar, había salido del hoyo escarbando y vuelto a casa. Un cuento con ribetes de terror.

Las tribulaciones de un pobre gato. El caso del hombre que, por distracción, enterró vivo a su gato debajo de un «cairn» de piedras. El fidelísimo animal excava un túnel y vuelve a casa. Precioso. Pero mentira. Church estaba muerto. El cementerio de los micmacs le había devuelto la vida.

Louis, sentado junto a la tumba de Gage, trató de coordinar todos los datos conocidos, de la forma más racional y lógica que aquella negra trama permitiera.

Para empezar: Timmy Baterman. En primer lugar, ¿creía Louis aquella historia? En segundo lugar, ¿suponía alguna diferencia?

A pesar de su aparente artificiosidad, la creía casi en su totalidad. Era innegable que si existía un lugar como el cementerio micmac (y existía) y la gente conocía su existencia (como la conocían antiguos vecinos de Ludlow), más tarde o más temprano, alguien tenía que hacer el experimento. Por lo que Louis sabía de la naturaleza humana, lo increíble sería que se hubieran limitado a los animales.

Muy bien. ¿Creía él que Timmy Baterman había sido transformado en una especie de demonio omnisciente?

Esto ya era más difícil de responder, puesto que él no quería creerlo, y ya había visto los resultados de aquellas predisposiciones mentales.

No; no quería creer que Timmy Baterman fuera un demonio; pero no podía, de ninguna manera, no podía consentir que sus deseos empañaran su raciocinio.

Louis pensó entonces en «Hanratty», el toro. Según Jud, «Hanratty» se volvió malo. Lo mismo le sucedió a Timmy Baterman. Después, Hanratty fue liquidado por el mismo hombre que realizó la hazaña de subir al toro en un trineo hasta el cementerio micmac. Timmy Baterman fue liquidado por su padre.

Pero el que Hanratty se volviera malo, ¿significaba que todos los animales se volvían malos? No. «Hanratty» era la excepción. Ahí estaban los otros: «Spot», el perro de Jud, el loro de aquella mujer, el propio Church. Todos cambiaban, y el cambio era notable en todos los casos; pero, concretamente en el de «Spot», no fue tan grande como para hacer desistir a Jud de recomendar el proceso de… de…

(«resurrección»)

Sí, de resurrección a un amigo, al cabo de los años. Desde luego, después pareció arrepentirse y trató de justificarse aduciendo razones confusas.

¿Cómo no iba a aprovechar él aquella ocasión única e increíble sólo por lo que sabía de Timmy Baterman? Una golondrina no hace verano.

«Estás falseando las pruebas con el propósito de poder extraer la conclusión que deseas —protestaba su razón—. Por lo menos, admite la verdad sobre Church. Aun descontando los pájaros y los ratones, ¿cómo está el gato? Liado… es la única palabra. Aquel día que lanzamos la cometa… ¿Te acuerdas cómo estaba Gage aquel día? ¡Qué vivo y qué despierto! ¡Cómo reaccionaba a todo! ¿No sería mejor recordarlo así? ¿Pretendes resucitar a un zombie de película barata? ¿O quizá algo tan prosaico como un niño retrasado? ¿Un niño que comería con los dedos, miraría con aire ausente la pantalla del televisor y no sabría escribir ni su nombre? ¿Qué dijo Jud de su perro? “Era como lavar un trozo de carne”. ¿Eso es lo que quieres? ¿Un trozo de carne que respira? Y, aunque tú te dieras por satisfecho con eso, ¿cómo le explicas a tu mujer el regreso de tu hijo de entre los muertos? ¿Y a tu hija? ¿Y a Steve Masterton? ¿Y a la gente? ¿Qué pasaría si, al entrar en la avenida del jardín, Missy Dandridge viera a Gage montando en bicicleta? ¿No te parece ya oír sus gritos, Louis? ¿No ves cómo se araña la cara con las uñas? ¿Y qué les dirías a los periodistas? ¿Qué dirías a los de la tele cuando fueran a filmar a tu hijo resucitado?».

¿Tenía alguna importancia todo eso, o era sólo la voz de la cobardía? ¿Creía no poder hacer frente a la situación? ¿Creía que Rachel recibiría a su hijo muerto más que con lágrimas de alegría?

Sí; existía la posibilidad de que Gage volviera…, bueno…, disminuido. Pero ¿alteraría eso la calidad de su amor? Los padres amaban a sus hijos hidrocéfalos, mongólicos o autistas. Amaban a los que nacían ciegos, a los siameses, a los que nacían con las vísceras monstruosamente mutadas. Los padres solicitaban clemencia a los jueces en favor de los hijos que violaban, asesinaban y torturaban a inocentes.

¿Se creía incapaz de amar a Gage, aunque Gage tuviera que llevar pañales hasta los ocho años? ¿Aunque no pudiera controlar el intestino hasta los doce? ¿O aunque no lo controlara nunca? ¿Podía él descartar a su hijo como si fuera… una especie de aborto divino, si existía otra posibilidad?

«Pero, Louis, por el amor de Dios, tú no vives en el vacío. La gente dirá…».

Desechó el pensamiento con ruda impaciencia. Entre todas las cosas a no considerar ahora, la opinión ajena era, sin duda, la primera.

Louis miró la tierra que cubría la tumba de Gage y sintió que le invadía el horror. Sus dedos, maquinalmente, sin que él se diera cuenta, habían dibujado unos círculos concéntricos: él había dibujado una espiral de círculos.

Borró el dibujo con las dos manos. Luego, salió de Pleasantview precipitadamente, sintiéndose un intruso y temiendo ser detenido e interrogado.

Llegó con retraso a recoger la pizza y, aunque la habían dejado encima de uno de los hornos, estaba casi fría, y grasienta, y tan sabrosa como el barro. Louis tomó un bocado y arrojó el resto por la ventanilla, con caja y todo, cuando volvía a Ludlow. Él no era sucio por naturaleza, pero no quería que Rachel viera una pizza casi entera en el cubo de la basura. Podía sospechar que no había ido a Bangor por la pizza.

Ahora Louis empezó a pensar en el factor tiempo y en las circunstancias.

El tiempo. El tiempo podía tener importancia extrema, incluso crucial. Timmy Baterman llevaba muerto bastantes días cuando su padre, por fin, tuvo ocasión de subirlo al cementerio micmac… «Timmy fue enterrado, si mal no recuerdo, el veintidós de julio. Y cuatro o cinco días después, la tal Marjorie Washburn lo vio caminando por la carretera».

Está bien, digamos que Bill Baterman lo hizo cuatro días después del entierro oficial de su hijo. No; si había error, prefería pecar de conservador. Tres días. Pongamos que Timmy Baterman regresó de entre los muertos el veinticinco de julio. En total, seis días desde la muerte del muchacho hasta su regreso. Eso, por lo menos. Tal vez fueran hasta diez días. Desde lo de Gage habían pasado cuatro. Ya había dejado pasar mucho tiempo, pero todavía podía mejorar el mínimo que le calculaba a Bill Baterman. Eso si…

… si podía crear unas circunstancias similares a las que permitieron la resurrección de Church. Porque Church murió en un momento muy oportuno, ¿verdad? Su familia estaba fuera. No se enteró nadie más que él y Jud.

La última pieza del rompecabezas acababa de encajar con un leve chasquido.

—¿Quieres que nosotras… «qué»? —preguntó Rachel mirándole atónita.

Eran las diez y cuarto. Ellie se había ido a la cama. Rachel tomó otro Valium después de retirar los detritus de la reunión (la «merienda fúnebre»; no había otro modo de llamar a lo que habían hecho) y se había quedado apática… Pero aquello la hizo reaccionar.

—Que os vayáis a Chicago con tus padres —repitió Louis impacientemente—. Ellos se marchan mañana. Si les avisas ahora y después llamas a Delta quizá podáis ir en el mismo avión.

—Louis, ¿te has vuelto loco? Después de la pelea que tuviste con mi padre…

Louis se oyó a sí mismo hablar con un desparpajo insólito. Le producía una viva excitación. Se sentía como el defensa que recibe la pelota inopinadamente y consigue anotar después de una carrera de setenta metros, regateando a los adversarios y escabullándose de posibles placajes con una facilidad delirante e irrepetible. Él nunca fue buen embustero y no había preparado detalladamente la escena, pero ahora brotaba de su boca todo un rosario de mentiras plausibles, medias verdades e inspiradas justificaciones.

—Esa pelea es una de las razones por las que quiero que tú y Ellie os vayáis con ellos. Creo que es el momento de hacer las paces, Rachel. Así lo comprendí… lo sentí… en la funeraria. Cuando empezó la pelea, yo trataba de conseguir la reconciliación.

—Pero este viaje… no me parece buena idea, Louis. Nosotras te necesitamos. Y tú nos necesitas a nosotras. —Le miró dudosa—. Por lo menos, eso espero. Y ninguna de las dos está en condiciones…

—… ninguna de las dos está en condiciones de quedarse en esta casa —dijo Louis con vehemencia. Se sentía como si tuviera fiebre—. Me alegro de que me necesites, y yo también os necesito a ti y a Ellie. Pero, en estos momentos, no os conviene estar aquí, cariño. Gage se halla en todas partes, en cada rincón de la casa. Es muy doloroso para nosotros, pero es aún peor para Ellie.

Louis la vio parpadear y comprendió que la había conmovido. Sintió un poco de vergüenza por aquella táctica desleal. Todos los libros que había leído sobre el tema de la muerte decían que el primer impulso de la persona que acaba de perder a un ser querido es el de alejarse del lugar de la tragedia. Ahora bien, sucumbir a este impulso puede resultar pernicioso, ya que permite al individuo evadirse de la realidad, lo que procura un falso consuelo. Los libros decían que era preferible que uno se quedara donde está, batallando con la pena en su propio terreno, reducirla a un recuerdo. Pero Louis no se atrevía a hacer el experimento con la familia en casa. Tenía que librarse de ellas, por lo menos momentáneamente.

—Lo sé —dijo ella—. Es algo que… te ataca por todas partes. Mientras estabas en Bangor, decidí pasar el aspirador para… distraerme y, al retirar el sofá, encontré cuatro cochecitos Matchbox debajo, como esperándole… para que… para que jugara con ellos… —Su voz, que ya no era muy segura, acabó de fallarle y se le saltaron las lágrimas—. Y entonces fue cuando tomé el segundo Valium, porque empecé a llorar otra vez, como estoy llorando ahora… Oh, esto es peor que un maldito melodrama de la tele… Abrázame, Louis, por favor.

Louis la abrazó, y bien; pero se sentía como un traidor. No hacía más que pensar en la manera de sacar partido de aquellas lágrimas. «Un buen elemento. ¡Ajajá, vamos allá!».

—¿Hasta cuándo? —sollozó ella—. ¿Se acabará algún día este dolor? Si pudiéramos recobrarlo, Louis, juro que lo vigilaría mejor. Eso no ocurriría, y el que ese camión fuera tan deprisa no nos absuelve. Yo no pensaba que pudiera haber una pena tan grande, que te ataca una vez, y otra. Y duele tanto, Louis, porque no descansas ni mientras duermes, porque entonces lo sueñas. Lo veo una vez y otra correr hacia la carretera, y le grito…

—Ssssh —hizo él—. Ssh… Rachel.

Ella alzó su cara congestionada.

—Es que él no estaba haciendo nada malo. Era un juego… Ese camión llegó en mal momento… Y antes llamó Missy Dandridge, cuando yo estaba llorando…, y dijo que en el «American» de Ellsworth pone que el del camión trató de suicidarse.

—¿Qué?

—Quería colgarse en su garaje. Dice el periódico que está traumatizado y con depresión…

—Lástima que no le dejaran —dijo Louis, furioso, pero su voz sonaba lejana incluso a sus propios oídos, y tuvo un escalofrío. «El lugar tiene un maleficio, Louis… Antes tuvo mucho poder y creo que vuelve a tenerlo». Mi hijo ha muerto y él está en la calle, con una fianza de mil dólares, y seguirá sintiéndose suicida y deprimido hasta que un juez le retire el permiso durante noventa días y le imponga una multa ridícula.

—Dice Missy que su mujer se ha ido de casa llevándose a los niños —dijo Rachel con voz mortecina—. Eso no lo leyó en el periódico, sino que lo supo por el conocido de uno que vive en Ellsworth. El del camión no estaba borracho. Ni drogado. Ni tenía multas por exceso de velocidad. Dijo que cuando llegó a Ludlow sintió el impulso de pisar a fondo el acelerador. Que ni siquiera sabe por qué. Es lo que se comenta por ahí.

Sintió el impulso de pisar a fondo el acelerador.

«Ese lugar tiene poder…».

Louis ahuyentó aquellos pensamientos. Asiendo suavemente por el antebrazo a su esposa, dijo:

—Llama a tus padres. Ahora mismo. Tú y Ellie no podéis quedaros en esta casa ni un día más. Ni un día más.

—Pero no nos iremos sin ti —dijo ella—. Louis, yo quiero… Yo necesito que sigamos juntos.

—Yo me reuniré con vosotros dentro de tres días…, cuatro a lo sumo. —Si todo salía bien, Rachel y Ellie podían estar otra vez en casa al cabo de cuarenta y ocho horas—. Tengo que buscar a un suplente, por lo menos para unas horas al día. Me corresponden unos días de permiso, pero no quiero dejar solo a Surrendra. Jud puede echarle una ojeada a la casa mientras estemos fuera, pero cortaré la electricidad y guardaré la comida en el congelador de los Dandridge.

—El colegio de Ellie…

—Al cuerno el colegio. Además, dentro de tres semanas terminan las clases. Se harán cargo, después de lo que ha pasado. Le darán una dispensa. Todo se arreglará…

—¿Louis?

Él se interrumpió.

—¿Qué?

—¿Qué me escondes?

—¿Esconder? —La miró de frente, con ojos diáfanos—. No sé a qué te refieres.

—¿No?

—No.

—Déjalo, es igual. Ahora mismo los llamo…, si eso es lo que deseas realmente.

—Lo es —dijo él. Y las palabras resonaron en su cerebro como un aldabonazo.

—Quizá sea preferible… para Ellie. —Rachel le miró con sus ojos ribeteados de rojo, ligeramente vidriosos todavía por el Valium—. Pareces tener fiebre, Louis. Como si hubieras contraído una enfermedad.

Rachel se fue al teléfono y marcó el número del motel donde paraban sus padres, antes de que Louis pudiera responder.

Los Goldman recibieron la noticia con alborozo. La idea de recibir a Louis dentro de tres o cuatro días ya no les parecía tan grata; pero, desde luego, no tenían por qué preocuparse. Louis no tenía la menor intención de ir a Chicago. Él sospechaba que lo difícil sería encontrar pasajes tan tarde. Pero tuvieron suerte. Aún quedaban asientos en el vuelo de Delta de Bangor a Cincinnati y, tras una rápida comprobación, aparecieron dos anulaciones en un vuelo de Cincinnati a Chicago. Por lo tanto, Rachel y Ellie irían con los Goldman sólo hasta Cincinnati, pero llegarían a Chicago menos de una hora después.

«Casi parece cosa de magia», pensó Louis al colgar el auricular, y la voz de Jud respondió con prontitud: «Ya ha tenido poder antes de ahora, y estoy asustado…».

«Vete al cuerno —dijo ásperamente la voz de Louis—. Durante estos diez meses últimos he aprendido a aceptar muchas cosas extrañas: si antes llegas a decirme aunque sólo fuera la mitad, mi cerebro no hubiera soportado la tensión. Pero ¿pretendes que crea que el sortilegio de ese trozo de tierra afecta a las reservas de los pasajes aéreos? Eso ya no».

—Tendré que hacer el equipaje —dijo Rachel. Miraba los datos de los vuelos que Louis había anotado en el bloc.

—Lleva sólo la maleta grande —dijo Louis.

Ella le miró con sorpresa.

—¿Para las dos? Bromeas, Louis.

—Bueno, y un par de bolsas de mano. Pero no te canses metiendo ropa para tres semanas. —Y pensaba: «Especialmente puesto que tal vez estés de regreso en Ludlow muy pronto»—. Toma lo necesario para una semana o diez días. Con el talonario y las tarjetas puedes comprar lo que te haga falta.

—Pero no tenemos tanto dinero… —empezó a decir ella, titubeando. Ahora parecía dudar de todo, desconcertada, confusa. Él no había olvidado la extraña e incongruente alusión que Rachel hiciera al remolque cuya compra él comentara de pasada hacía dos años.

—Tenemos dinero —dijo él.

—Claro… Podríamos usar el fondo para la bolsa de estudios de Gage, si hiciera falta, aunque se tardaría un par de días en cancelar la cuenta de ahorro y por lo menos una semana en vender los bonos del Tesoro…

Empezó a temblarle el mentón otra vez. Louis la abrazó. Tiene razón. Te ataca y ataca sin darte respiro.

—No, Rachel. No llores.

Pero, naturalmente, ella lloró. Tenía que llorar.

Mientras Rachel estaba arriba, haciendo el equipaje, sonó el teléfono. Louis se lanzó a contestar, pensando que sería de la oficina de reservas de Delta para decir que había sido un error y no quedaban pasajes. «Debí figurarme que algo iba a fallar. Había sido demasiado fácil». Pero no era reservas de Delta. Era Irwin Goldman.

—Avisaré a Rachel —dijo Louis.

—No. —Durante un momento no se oyó nada. Silencio.

«Debe de estar buscando el insulto».

Cuando Goldman volvió a hablar, su voz sonaba tensa. Parecía tener que vencer una gran resistencia interior para pronunciar las palabras.

—Es contigo con quien deseo hablar. Dory quería que te llamara para pedirte disculpas por mi…, por mi conducta. Y yo… Creo que yo también deseo disculparme.

«¡Caramba, Irwin! ¡Pero qué nobleza! ¡Ay, que me mojo los pantalones!».

—No tienes que disculparte —dijo Louis con voz seca y mecánica.

—Lo que hice es inexcusable —dijo Goldman. Ahora ya no empujaba las palabras una a una, sino que las escupía como si le ahogaran—. Tu propuesta de que Rachel y Ellie vengan con nosotros me ha hecho ver lo generoso de tu actitud… y lo mezquino que yo he sido.

Había algo muy familiar en la expresión, algo alarmantemente familiar…

Entonces descubrió lo que era y apretó los labios como si acabara de morder un jugoso limón. Eso mismo hacía Rachel —aunque sin darse cuenta, él lo hubiera jurado— cuando había conseguido lo que quería. «Perdona que me haya puesto tan antipática, Louis», una vez se había salido con la suya, gracias a la antipatía. Ahora su suegro, con una voz parecida, aunque desprovista del encanto de la de Rachel, y con idéntico tono de contrición, le decía: «Perdona que me haya portado como un cerdo, Louis».

El viejo recuperaba a su hija y a su nieta. Ellas volvían a casa del abuelito. Por cortesía de Delta y United abandonaban Maine para regresar al que era su hogar, allí donde Irwin Goldman quería que estuvieran. Ahora podía mostrarse magnánimo. El viejo Irwin había ganado. «Así que vamos a olvidar que te insulté mientras velabas el cadáver de tu hijo, Louis, y que te di puntapiés mientras estabas en el suelo, y que derribé el ataúd e hice que se abriera para que pudieras ver —o imaginar que veías— una imagen fugaz de su mano. Vamos a olvidarlo todo. Agua pasada».

«Aunque parezca terrible, Irwin, cabrito, desearía que te murieses ahora mismo, si eso no me estropeara los planes».

—Está bien, Irwin —dijo con suavidad—. Fue… un día de prueba para todos.

—No está bien —insistió, y Louis, aun a pesar suyo, se dio cuenta de que, en aquel momento, Goldman no sólo trataba de mostrarse diplomático, no sólo pedía disculpas por haber sido un cerdo ahora que había ganado, sino que realmente estaba casi llorando y había en su voz temblorosa y en su lenta entonación un acento de angustia.

—Fue un día atroz para todos nosotros, gracias a mí. Gracias a un viejo testarudo y estúpido. Lastimé a mi hija cuando necesitaba mi ayuda… Te lastimé a ti, y tal vez también tú la necesitaras. Y que ahora hagas esto… que te portes así después de lo que hice, me hace sentir como una basura, Louis. Aunque me parece que así es como debo sentirme.

«¡Oh, que pare ya, que pare antes de que me ponga a gritar y lo eche todo a rodar!».

—Probablemente, Rachel te habrá contado ya, Louis, que teníamos otra hija…

—Zelda. Sí, me habló de Zelda.

—Aquello fue duro —dijo Goldman con su voz temblona—, duro para todos y quizá más aún para Rachel… Sí; ella estaba allí cuando Zelda murió… pero también fue duro para Dory y para mí. Dory estuvo a punto de sufrir una depresión…

«¿Y qué crees que tuvo Rachel? —hubiera gritado Louis—. ¿Crees que una niña no puede tener una depresión? Veinte años después, aún da un brinco cuando se menciona a la muerte. Y ahora esto, esa horrible desgracia. Es un milagro que ahora mismo no esté en el hospital, llena de tubos. Conque no me vengas ahora con si fue duro para ti y tu mujer, cerdo».

—Desde que murió Zelda, nosotros, nosotros nos hemos volcado con Rachel… Siempre tratando de protegerla… y de compensarla. Compensarla por los problemas que tuvo con… con la espalda, durante años. Compensarla por no haber estado con ella.

Sí; el viejo estaba llorando de verdad. ¿Por qué tenía que llorar? Ahora a Louis le resultaba más difícil aferrarse a su odio puro y simple. Más difícil; pero no imposible. Evocó deliberadamente la imagen de Goldman sacando el exuberante talonario del bolsillo interior del esmoquin… Pero de pronto, en el fondo, vio a Zelda Goldman, un espectro atormentado en una cama hedionda, con el rencor y la desesperación pintados en su cara grasienta y las manos como garras. El fantasma de los Goldman. Oz el Ggande y Teggible.

—Basta, Irwin, te lo suplico. Basta. No empeoremos las cosas, ¿quieres?

—Ahora veo que eres una buena persona y que te había juzgado mal, Louis. Oh, ya sé lo que estás pensando. Tan estúpido no soy. Estúpido, sí, pero no tanto. Tú piensas que te digo todo esto porque ahora ya puedo, oh, sí, ahora ya tiene lo que quería, y una vez quiso comprarme; pero…, pero, Louis, yo te juro…

—Basta —dijo Louis suavemente—. No puedo…, no puedo resistir más. —Ahora también a él le temblaba la voz—. ¿De acuerdo?

—De acuerdo —dijo Goldman suspirando. Louis pensó que era un suspiro de alivio—. Pero deja que te diga una vez más que lo siento. No tienes que aceptar mis disculpas, pero te he llamado para decirte esto, Louis, lo siento.

—Está bien —dijo Louis. Cerró los ojos. Le martilleaban las sienes—. Gracias, Irwin. Acepto tus disculpas.

—Gracias a ti —dijo Goldman—. Y gracias por dejarlas venir. Tal vez a las dos les convenga. Nos veremos en el aeropuerto.

—Conforme —dijo Louis, y de pronto se le ocurrió una idea, una idea atractiva y descabellada por su misma sensatez. Olvidaría el pasado… y dejaría a Gage en su tumba de Pleasantview. En lugar de tratar de abrir una puerta que se había cerrado, daría dos vueltas a la cerradura y tiraría la llave. Haría precisamente lo que había dicho a su mujer que iba a hacer: cerrar la casa y tomar un avión para Chicago. Podrían pasar allí todo el verano él, su mujer y su bondadosa hija. Irían al zoológico, al planetárium y a remar al lago. Llevaría a Ellie a la azotea de la torre Sears para mostrarle la gran llanura del Medio Oeste, aquel enorme tablero, fértil y apacible. Luego, a mediados de agosto, regresarían a esta casa, ahora tan triste y sombría y tal vez sería como volver a empezar. Tal vez entonces pudieran empezar a tejer con hilo nuevo. Lo que ahora había en el telar de los Creed era un paño horrendo, manchado de sangre coagulada.

Pero ¿no sería eso como asesinar a su hijo? ¿Como matarlo otra vez?

En su interior, una voz trataba de decirle que no; pero él la hizo callar bruscamente.

—Irwin, tengo que colgar. Quiero ir a ver si Rachel necesita algo y procurar que se acueste cuanto antes.

—Está bien. Adiós, Louis. Y una vez más…

«Como me diga otra vez que lo siente, grito».

—Adiós, Irwin —dijo, y colgó el teléfono.

Rachel estaba en medio de un gran despliegue de prendas de vestir: blusas encima de la cama, sujetadores colgados del respaldo de las butacas, perchas de pantalones en el picaporte, zapatos alineados como soldaditos debajo de la ventana… Rachel parecía trabajar despacio, pero a conciencia. Louis advirtió que iba a necesitar por lo menos tres maletas (o tal vez cuatro) y comprendió también que de nada serviría discutir, por lo que, en lugar de protestar, optó por ayudarla.

—Louis —dijo ella cuando hubieron cerrado la última maleta (él tuvo que sentarse encima para que Rachel pudiera accionar los cierres)—, ¿seguro que no tienes nada que decirme?

—¡Por el amor de Dios! ¿Qué pasa ahora?

—No sé lo que pasa —respondió Rachel suavemente—. Por eso pregunto.

—¿Qué crees que voy a hacer? ¿Irme a un burdel? ¿Unirme al circo? ¿Qué?

—No lo sé. Pero hay algo que no está bien. Es como si trataras de librarte de nosotras.

—¡Rachel, eso es ridículo! —Su vehemencia estaba provocada por la irritación. Incluso en aquellos momentos de angustia, le reventaba que ella pudiera leer en él con tanta facilidad.

Rachel sonrió débilmente.

—Nunca has sabido mentir, Lou.

Él fue a protestar, pero ella le atajó:

—Ellie soñó que habías muerto —dijo—. Anoche. Se despertó llorando, entré en su cuarto y me quedé con ella un par de horas. Dijo que te había visto sentado a la mesa de la cocina, con los ojos abiertos, pero ella sabía que estabas muerto, y que oía gritar a Steve Masterton.

Louis la miró horrorizado.

—Rachel, su hermano acaba de morir. Es normal que sueñe que otros miembros de su familia…

—Sí, eso pensé yo. Pero su manera de contarlo…, los detalles…, me pareció que tenía carácter de profecía. —Rio débilmente—. O quizá es que tenía que soñar contigo.

—Seguramente —dijo Louis.

A pesar de que habló en tono racional, se le había puesto la piel de gallina y sentía rígidas las raíces del pelo.

«Me pareció que tenía carácter de profecía».

—Vamos a la cama —dijo Rachel con sencillez—. Todas las noches, desde que murió Gage, en cuanto cierro los ojos, allí está Zelda. Dice que viene a buscarme y que esta vez me atrapará. Que me atraparán entre ella y Gage, por haberles dejado morir.

—Rachel, eso es…

—Sí, lo sé; sólo un sueño. Normal. Pero ven a la cama conmigo y trata de alejar esos sueños, si puedes, Louis.

Estaban los dos en el lado de Louis, a oscuras.

—Rachel, ¿aún estás despierta?

—Sí.

—Quiero preguntarte una cosa.

—Venga.

Louis titubeó. No quería causarle aún más dolor, pero necesitaba saberlo.

—¿Recuerdas el susto que nos dio cuando tenía nueve meses? —preguntó al fin.

—Sí, lo recuerdo. ¿Por qué?

Cuando Gage tenía nueve meses, Louis se sentía profundamente preocupado por la medida craneal de su hijo, que se apartaba de la escala de Berterier, en la que se indican los límites normales de desarrollo de la cabeza del niño, mes por mes. A los cuatro meses, el cráneo de Gage empezó a acercarse al límite superior de la curva y lo rebasó. No tenía dificultad en mantener la cabeza erguida —ello hubiera sido un síntoma fatal—, pero, a pesar de todo, Louis lo llevó a George Tardiff, que estaba considerado el mejor neurólogo de todo el Medio Oeste. Rachel quiso saber qué ocurría y Louis le dijo la verdad: temía que Gage pudiera ser hidrocéfalo. Rachel se puso muy pálida, pero conservó la calma.

—A mí me parece completamente normal —dijo.

—Y a mí también —asintió Louis—. Pero no quiero cerrar los ojos, nena.

—No; no debes. No debemos.

Tardiff midió el cráneo de Gage y frunció el entrecejo. Tardiff acercó dos dedos a la cara de Gage. Gage volvió la cara. Tardiff sonrió. Louis respiró un poco más desahogadamente. Tardiff dio a Gage una pelota. Gage la sostuvo un momento y la dejó caer. Tardiff recuperó la pelota y la hizo botar observando los ojos de Gage. Los ojos de Gage seguían la pelota.

—Yo diría que existe un cincuenta por ciento de probabilidades de que el niño sea hidrocéfalo —dijo después Tardiff a Louis en su despacho—. O quizá las probabilidades sean ligeramente mayores. Pero, de todos modos, sería muy leve. Parece muy despierto. Y, actualmente, con la cirugía derivativa, puede resolverse fácilmente el problema, si hay problema.

—Una derivativa es cirugía craneal —dijo Louis.

—Cirugía menor.

Louis había estudiado el proceso cuando empezó a preocuparle el tamaño de la cabeza de Gage, y aquella operación, que tenía por objeto drenar el exceso de fluido del cráneo del paciente, no le parecía tan menor. Pero mantuvo la boca cerrada, mientras se decía que aún gracias que existía tal operación.

—Por supuesto —prosiguió Tardiff—, existe la posibilidad de que vuestro hijo tenga, simplemente, una cabeza muy grande para un crío de nueve meses. Creo que lo mejor será empezar por hacer una exploración. ¿No te parece?

Louis se mostró de acuerdo.

Gage pasó una noche en el hospital de las Hermanas de la Caridad, donde fue sometido a anestesia general y se le introdujo la cabeza en un aparato que parecía un gigantesco secador de ropa. Rachel y Louis esperaban en el vestíbulo de la planta baja y Ellie estaba en casa de los abuelos viendo películas de «Barrio Sésamo» en sesión continua en el nuevo vídeo del abuelo. Para Louis, aquéllas fueron unas horas terribles, durante las cuales pasó revista a una serie de posibles desgracias, a cuál peor. Muerte durante la anestesia, muerte durante la operación, leve subnormalidad a consecuencia de hidrocefalia, subnormalidad profunda por ídem, epilepsia, ceguera… Oh, existía una gran variedad de posibilidades. «Para pormenores, consulte con su médico», pensaba Louis.

Tardiff salió a eso de las cinco. Llevaba en la mano tres cigarros. Puso uno en la boca de Louis, otro en la de Rachel (demasiado atónita para protestar) y otro en la suya propia.

—El crío no tiene nada.

—Enciende esto —dijo Rachel riendo y llorando a la vez—. Voy a fumármelo aunque eche la primera papilla.

Con una gran sonrisa, Tardiff encendió los cigarros.

«Dios lo reservaba para la carretera 15, doctor Tardiff», pensó Louis ahora.

—Rachel, si hubiera sido hidrocefálico y la operación no hubiera dado buen resultado… ¿le hubieras querido lo mismo?

—¡Qué pregunta, Louis!

—Contesta, ¿podrías haberle querido?

—Sí, naturalmente. Yo hubiera querido a Gage a pesar de todo.

—¿Aunque hubiera sido un deficiente?

—Sí.

—¿Habrías querido enviarle a una institución?

—No; creo que no —dijo ella lentamente—. Claro que, con lo que ahora ganas, hubiéramos podido pagarlo… Quiero decir un centro realmente bueno… Pero me parece que habría preferido tenerlo con nosotros. ¿Por qué me lo preguntas, Louis?

—No sé, ha sido al acordarme de Zelda —dijo él, asombrado de su aplomo—. Me preguntaba si hubieras podido soportar otra vez todo aquello.

—No hubiera sido lo mismo —dijo ella, divertida—. Gage era… bueno, Gage era Gage. Era nuestro hijo. Eso lo hubiera cambiado todo. Hubiera sido duro, sí, pero… ¿Y tú? ¿Lo habrías mandado a una institución? ¿A un lugar como Pineland?

—No.

—Vamos a dormir.

—Buena idea. Ahora me parece que podré dormir. Quiero dejar atrás este día.

—Lo mismo digo.

Mucho después, Rachel dijo con voz soñolienta:

—Tenías razón, Louis…, no son más que sueños y figuraciones.

—Claro —dijo él, dándole un beso en el lóbulo de la oreja—. Duerme.

«Me pareció que tenía carácter de profecía».

Él tardó mucho rato en dormirse. Aún estaba despierto cuando asomó por la ventana el hueso curvado de la luna.