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Pero no ocurrió ninguna de estas cosas.

Todo ello —el atronador camión de la Orinco, los dedos que rozaron la chaqueta de Gage, Rachel disponiéndose a ir al velatorio en bata, Ellie llevando a todas partes la foto de Gage y colocando su silloncito al lado de la cama, las lágrimas de Steve Masterton, la pelea de Irwin Goldman, la horrible historia de Timmy Baterman que la había contado Jud Crandall—, todo existió sólo en el cerebro de Louis Creed durante los pocos segundos que estuvo persiguiendo a su hijo que reía a carcajadas, al borde de la carretera. Detrás de él, Rachel volvió a gritar —«¡Gage, ven aquí, NO CORRAS!»—, pero Louis no malgastó el aliento. Iba a faltarle muy poco, muy poco. Bueno, una de aquellas cosas sí pasó: por la carretera Louis oía zumbar un camión y dentro de su cabeza se conectó un circuito de memoria y oyó a Jud Crandall decir a Rachel el día en que llegaron a Ludlow: «Tenga mucho cuidado con esa carretera, Mrs. Creed. Es peligrosa para los niños y los animalitos».

Ahora Gage corría por la suave pendiente del jardín que bajaba hasta el borde de la carretera, moviendo vigorosamente sus piernas rollizas, y no tenía más remedio que caerse; pero no, seguía avanzando y el camión ya se oía muy cerca, con aquel ronquido grave que Louis oía a veces desde la cama al quedarse dormido. Entonces era un sonido reconfortante, pero ahora le aterrorizaba.

«¡Oh, Dios mío, Jesús mío, haz que pueda alcanzarle antes de que llegue a la carretera!».

Louis dio un impulso final a su carrera y saltó hacia adelante paralelo al suelo, como un jugador de rugby placando al adversario; debajo de él, su sombra se deslizó sobre la hierba, y entonces recordó la cometa, el buitre que proyectaba su sombra por todo el campo de Mrs. Vinton, y en el instante que Gage salía a la carretera, los dedos de Louis rozaron la espalda de la chaqueta… y la agarraron.

Tiró de Gage hacia atrás al tiempo que aterrizaba sobre la franja de seguridad de la carretera. Dio con la cara en el áspero bordillo y empezó a sangrarle la nariz. Pero donde más le dolió fue en los testículos —«Ohhh, de haber sabido que tendría que jugar a rugby me habría puesto las defensas»—, pero ni el golpazo de la nariz ni el dolor de las bolas ensombrecieron el alivio que le invadió al oír el grito de indignación de Gage al caer de culo sobre el bordillo y rebotar con la cabeza en el borde del césped. Un segundo después sus berridos quedaban ahogados por el estrépito del camión y el casi mayestático trompetazo del claxon.

Louis consiguió ponerse en pie a pesar del brasero que sentía en el bajo vientre, con su hijo en brazos. Al momento Rachel llegó a su lado. Venía llorando y gritaba: «¡No te vayas nunca a la carretera, Gage! ¡Nunca, nunca, nunca! ¡La carretera es muy mala! ¡Muy mala!». Y Gage quedó tan atónito por el lacrimoso sermón que dejó de llorar y miró a su madre con ojos redondos.

—Louis, te sangra la nariz —dijo ella a Louis, y le abrazó con tal fuerza que le dejó casi sin respiración.

—Pues no es eso lo peor —dijo él—. Me parece que he quedado estéril, Rachel. ¡Oh, y cómo duele!

Y ella se echó a reír histéricamente. Durante un momento, Louis sintió miedo al pensar: «Si Gage llega a morirse, ella se hubiera vuelto loca».

Pero Gage no murió; todo aquello no fueron sino fugaces imaginaciones que cruzaron por su mente mientras Louis le ganaba por pies a la muerte sobre el césped verde, una soleada tarde de mayo.

Gage fue a la escuela primaria, y a los siete años empezó a ir a los campamentos de verano, donde demostró unas extraordinarias y sorprendentes aptitudes para la natación, al tiempo que daba a sus padres una poco grata sorpresa, al dejar bien patente que era capaz de soportar un mes de separación sin trauma psíquico apreciable. A los diez años, ya pasaba los veranos completos en el campamento de Agawam, en Raymond, y a los once conquistó dos cintas azules y una roja en los campeonatos de natación de los Cuatro Campamentos que cerraron el programa de actividades del verano. Era un muchacho alto, pero seguía siendo el mismo Gage, que miraba al mundo con ojos alegres y un poco sorprendidos… Y el mundo para Gage nunca tuvo frutos amargos ni podridos.

Era matrícula de honor en la secundaria y miembro del equipo de natación de San Juan Bautista, la escuela parroquial a la que se empeñó en ir, porque la piscina era espléndida. Rachel se llevó un disgusto, pero Louis no se sintió especialmente sorprendido cuando, a los diecisiete años, Gage les comunicó su intención de convertirse al catolicismo. Rachel estaba convencida de que la culpa era de la muchacha con la que Gage salía; y ya le veía casado («Si esa pécora con la medallita de san Cristóbal no está tratando de atraparlo como sea, me como tus calzoncillos, Louis», decía), abandonando los estudios universitarios y sus ilusiones por la Olimpíada y rodeado de nueve o diez pequeños católicos antes de cumplir los cuarenta. Para entonces (por lo menos, según Rachel) sería un camionero barrigudo, fumador de cigarros y bebedor de cerveza que, entre padrenuestros y avemarías, haría oposiciones al infarto.

Louis sospechaba que los motivos de su hijo eran sinceros, y, aunque Gage se convirtió (aquel día Louis mandó a su suegro una socarrona postal que decía: «Quizá aún llegues a tener un nieto jesuita. Tu afectísimo yerno, Louis»), no se casó con la muchacha (que no era tal pécora, sino bastante agradable) con la que estuvo saliendo durante el último año de secundaria.

Luego, fue a John Hopkins, formó parte del equipo olímpico de natación, y una tarde larga y radiante, dieciséis años después de que Louis compitiera con un camión de la Orinco por la vida de su hijo, él y Rachel —que tenía todo el pelo gris, aunque se tapaba las canas con champú colorante— vieron con orgullo cómo su hijo conquistaba una medalla de oro para Estados Unidos. Cuando las cámaras de la NBC se acercaron para captar un primer plano de Gage, con la cabeza erguida, reluciente y chorreando y los ojos serenos puestos en la bandera mientras sonaba el himno nacional, con la cinta al cuello y el oro sobre la suave piel de su pecho, Louis lloró. Lloraron los dos, él y Rachel.

—Esto es soberbio —dijo él, volviéndose hacia su esposa para abrazarla, emocionado. Pero ella le miraba con horror, y su rostro envejecía a ojos vistas, como macerado por días, meses y años de dolor. Los sones del himno se apagaron y cuando Louis volvió a mirar al televisor vio a otro muchacho, un muchacho negro, con la cabeza llena de apretados rizos en los que aún brillaban las gotas de agua.

«Esto es soberbio».

«Pero ¿y mi hijo?».

«¡Ay, Dios mío, su gorra está llena de sangre!».

Louis despertó abrazado a la almohada. Eran las siete de la mañana de un día lluvioso y fresco. Los latidos del corazón le retumbaban en la cabeza monstruosamente. El dolor apretaba y cedía, apretaba y cedía. Eructó un ácido con sabor a cerveza pasada y se le revolvió el estómago. Había llorado en sueños, la almohada estaba húmeda. Porque, mientras soñaba, una parte de él sabía la verdad y lloraba.

Se levantó y fue al baño dando traspiés. El corazón le galopaba. La fuerte resaca le impedía pensar con claridad. Llegó al retrete justo a tiempo y vomitó un torrente de cerveza de la víspera.

Se quedó arrodillado, con los ojos cerrados, hasta que se sintió con fuerzas para ponerse en pie. Buscó a tientas el tirador y descargó el depósito. Luego, se acercó al espejo, para ver si tenía los ojos muy irritados; pero el espejo estaba cubierto por un paño. Entonces se acordó. Rachel, dejándose llevar por costumbres de un pasado que decía no recordar, había tapado todos los espejos de la casa, y se descalzaba antes de entrar.

Nada de equipo olímpico de natación, pensó Louis, volviendo a la cama y sentándose en el borde del colchón. El sabor agrio de la cerveza le recubría toda la boca y la garganta, y se juró a sí mismo (no era la primera vez, ni sería la última) que nunca más probaría aquel veneno. Ni equipo olímpico de natación, ni matrícula en los exámenes, ni novia católica, ni conversión, ni campamento de verano, ni nada. Las zapatillas, arrancadas de los pies; la chaqueta, vuelta del revés; su cuerpo, robusto y sano, destrozado. La gorra estaba llena de sangre. Ahora, sentado en la cama, atontado por la resaca, mientras la lluvia resbalaba perezosamente por los cristales de la ventana, Louis sintió que la pena le acometía de frente, como una tétrica matrona gris de la Sala Nueve del purgatorio. Le embistió y se apoderó de él, le redujo, le despojó de las defensas que aún le quedaban, y él escondió la cara entre las manos y lloró balanceando el cuerpo y pensando que haría cualquier cosa con tal de tener una segunda oportunidad. Cualquier cosa.