—Por aquel entonces, durante la guerra, el tren todavía paraba en Orrington, y Bill Baterman tenía un coche fúnebre en la estación, esperando al mercancías que traía el cuerpo de su hijo Timmy. El féretro fue descargado por cuatro obreros del ferrocarril. Yo era uno de ellos. En el tren viajaba un soldado de la Sección de Tumbas y Registros, la versión militar de una empresa de pompas fúnebres, Louis, pero ni asomó la cabeza. Estaba borracho en un vagón en el que aún quedaban otros doce ataúdes.
«Pusimos a Timmy en un furgón Cadillac, de los que por aquel entonces aún se llamaban “rápidos”, porque en aquel tiempo la principal preocupación era poner al muerto bajo tierra antes de que oliera mal. Allí estaba Bill Baterman, con la cara impenetrable y…, no sé…, seca, diría yo. No tenía ni una lágrima. Huey Garber conducía el tren, y dijo que el tipo del ejército llevaba una ruta especial. Dijo Huey que a Limestone, en Presque Isle, había llegado un montón de ataúdes en avión y desde allí los ataúdes y su acompañante habían emprendido el viaje hacia el sur.
»El tipo del ejército, se acerca a Huey, saca un quinto de whisky de dentro del blusón del uniforme y le dice con acento sureño: “Señor maquinista, hoy llevará usted un tren fantasma, ¿no lo sabía?”.
»Huey le dice que no.
»“Pues así es. Por lo menos, así llamamos en Alabama a un tren fúnebre. Porque yo soy de allí, ¿sabe?”. Y Huey dice que el tío saca una lista del bolsillo y la mira: “Empezaremos dejando dos de estos ataúdes en Houlton, luego tengo uno para Passadumkeag, dos para Bangor, uno para Derry, uno para Ludlow, etcétera. Me siento como un maldito lechero. ¿No quiere un trago?”.
»Huey rehúsa el trago, diciendo que la Bangor y Aroostook es muy quisquillosa con los maquinistas a los que les huele el aliento, y el militar no se lo toma a mal, como tampoco Huey le reprocha al otro su borrachera. Hasta se dan la mano.
»Y emprendieron el viaje, dejando ataúdes con la bandera a cada dos o tres estaciones. Había unos dieciocho o veinte en total. Dijo Huey que tenían que llegar hasta Boston, y en todas las estaciones había familias que lloraban, en todas menos en Ludlow… En Ludlow estaba Bill Baterman que, según él, parecía que estuviera muerto por dentro y sólo esperara que el alma empezara a olerle mal. Huey me contó después que cuando acabó el viaje fue a despertar al del ejército y juntos recorrieron quince o veinte bares, y Huey agarró la borrachera más grande de su vida, y después fue a ver a una puta, algo que no había hecho nunca, y luego despertó con una gonorrea fenomenal, y dijo que si eso era un tren fantasma, no quería volver a llevar trenes fantasma en lo que le restara de vida.
»El cadáver de Timmy fue depositado en la funeraria Greenspant (que estaba frente a la lavandería Franklin) y dos días después era enterrado en el cementerio de Pleasantview con todos los honores militares.
»Verás, Louis, Mrs. Baterman había muerto diez años antes, al tratar de traer al mundo a su segundo hijo, y eso tuvo mucho que ver con lo que ocurrió después. Otro hijo hubiera sido un consuelo, ¿no crees? Otro hijo hubiera hecho comprender al viejo Bill que otros compartían su dolor y le hubiera ayudado a sobreponerse. Creo que en eso tú eres más afortunado, porque tienes a tu hija y a tu esposa, y las dos están bien.
»Según la carta que Bill recibió del teniente que mandaba el destacamento de su chico, Timmy murió el 15 de julio de 1943, en el avance hacia Roma. Su cadáver fue embarcado dos días después y llegó a Limestone el diecinueve. Lo cargaron en el tren fantasma de Huey Garber al día siguiente. La mayoría de los soldados que murieron en Europa fueron enterrados en Europa, pero los chicos que volvieron a casa en aquel tren eran casos especiales: Timmy murió al tratar de capturar un nido de ametralladoras y le concedieron la Estrella de Plata a título póstumo.
»Timmy fue enterrado el 22 de julio, aunque no podría jurarlo. Pues bien, cuatro o cinco días después, Marjorie Washburn, que entonces era la encargada de repartir el correo, vio a Timmy por la carretera, camino del establo de York. Bueno, Margie por poco se sale de la carretera con el coche, y se comprende. La mujer volvió directamente a la oficina de correos, dejó la cartera con todo el correo todavía dentro encima de la mesa de George Anderson y dijo que se iba a su casa, a meterse en la cama.
»“¿Qué te pasa, Margie? ¿Estás enferma? —le pregunta George—. Estás más blanca que un ala de gaviota”.
»“Acabo de llevarme el mayor susto de mi vida, y no quiero decir ni una palabra más —responde ella—. Y no se lo diré a Brian, ni a mi madre, ni a nadie. Cuando suba al cielo, si Jesús me pregunta, tal vez a Él se lo cuente. Pero no estoy segura”. Y se marchó.
»Todo el mundo sabía que Timmy había muerto. Salió su esquela en el Daily News de Bangor y en el “American” de Ellsworth hacía apenas una semana, con fotografía y todo, y la mitad de la ciudad asistió al funeral. Y ahora Margie acababa de verle, andando por la carretera, rondando por la carretera, como dijo al fin a George Anderson, pero se lo dijo al cabo de veinte años, cuando ella se estaba muriendo, y George me dijo que parecía que estaba deseando decir a alguien lo que había visto aquel día. Dijo George que le dio la impresión de que aquello la obsesionaba, ¿sabes?
»Dijo Margie que estaba muy pálido y que llevaba unos viejos pantalones de algodón y una camisa de franela descolorida, a pesar de que aquel día debían de estar casi a cuarenta a la sombra. Dijo Margie que tenía el pelo de punta en la coronilla, como si llevara más de un mes sin peinarse. “Sus ojos eran como dos pasas clavadas en una masa de pan. Aquel día vi a un fantasma, George. Por eso me asusté. Yo nunca lo hubiera imaginado, pero ya ves”.
«Bueno, se corrió la voz. Pronto otros vieron a Timmy. Mrs. Stratton… en fin, la llamábamos “señora” pero por lo que nosotros sabíamos tanto podía ser soltera, como divorciada, como abandonada. Tenía una casita de dos habitaciones en el cruce de la carretera de Pedersen con la de Hancock, y un montón de discos de jazz, y a veces, si podías distraer un billetito de diez dólares, te daba una fiestecita. Bueno, ella lo vio desde el porche de su casa, y dijo que él fue hasta el borde de la carretera y allí se paró.
»Dijo ella que Timmy se quedó allí, con los brazos colgando y la barbilla un poco adelantada, como el boxeador que está a punto de caer en la lona. Y que a ella el corazón le iba a cien, y que se quedó plantada en el porche, sin poderse mover del susto. Luego, él giró en redondo, y era como ver a un borracho tratando de dar la media vuelta, sacando una pierna y girando el otro pie. Estuvo a punto de caerse. Y ella dijo que entonces la miró y ella sintió que la fuerza se le iba de las manos y soltó el cesto de la colada, y toda la ropa quedó tirada por el suelo y llena de hollín. Dijo la mujer que los ojos de Timmy eran como dos canicas, mates, apagados, Louis. Al verla… sonrió y dijo ella que le habló. Le preguntó si aún tenía los discos, y añadió que le gustaría celebrar una fiestecita con ella, tal vez aquella misma noche. Y Mrs. Stratton se metió en su casa y no salió en una semana, aunque, para entonces, todo había terminado.
«Mucha gente vio a Timmy Baterman. La mayoría ya han muerto, uno de ellos, Mrs. Stratton, y otros se fueron a vivir a otro sitio, pero aún quedaban unos cuantos carcamales como yo que podrían contarte el caso, si se lo pides bien.
»Le vieron paseando arriba y abajo de la carretera de Pedersen, delante de la casa de su padre, un kilómetro y medio hacia el este y otro kilómetro y medio hacia el oeste. Arriba y abajo, arriba y abajo todo el día y, seguramente, toda la noche. Con la camisa fuera, la cara descolorida, el pelo revuelto, a veces, con la bragueta desabrochada, y aquella expresión en la cara… aquella expresión.
Jud hizo una pausa para encender un cigarrillo, y Louis intervino entonces por primera vez para preguntar:
—¿Le viste tú?
Jud apagó la cerilla agitándola y miró a Louis a través del humo azulado. Y, a pesar de que el relato no podía ser más disparatado, su mirada era sincera.
—Sí; le vi. Bueno, se han hecho películas y se han contado historias, que no sé si serán ciertas, acerca de los zombies de Haití. En las películas no hacen más que caminar como autómatas con la mirada extraviada, muy despacio y bastante patosos. Eso era Timmy Baterman, Louis, un zombie de película. Pero no exactamente. Había algo más. Por el fondo de sus ojos pasaba algo, algo que a veces veías y a veces, no. Algo en el fondo de sus ojos, Louis. Pero no creo que pueda llamarlo pensamiento. No sé cómo llamarlo.
»Había cierta malicia, eso por un lado. Como cuando dijo a Mrs. Stratton que quería celebrar una fiestecita. Allí dentro había algo, pero no creo que fuera pensamiento, y no creo que tuviera mucho, quizá nada, que ver con Timmy Baterman. Era más bien como… una señal de radio que le llegara de otro sitio. Al mirarle, pensabas: “Como me toque, grito”. Eso.
»Arriba y abajo, arriba y abajo de la carretera; así estaba siempre. Un día, al volver del trabajo… sería hacia el treinta de julio… encontré aquí a George Anderson, el cartero, sentado en mi porche de atrás, bebiendo té helado con Hannibal Benson, que entonces era el secretario municipal, y Alan Purinton, el jefe de bomberos. Norma también estaba, pero ella no decía ni una palabra.
»George no hacía más que frotarse el muñón de la pierna derecha, la que perdió trabajando para el ferrocarril, que con el calor y la humedad le daba muchas molestias. Pero aquí estaba, aunque le doliera.
»“Esto ya pasa de la raya —me dice George—. La encargada del reparto no quiere acercarse por Pedersen, pero hay más. Lo peor es que ahora hay jaleo con el gobierno, y eso puede traer cola”.
»“¿Jaleo? —pregunté yo—. ¿Qué jaleo?”.
»“Dice Hannibal que le han llamado del Departamento de Guerra. Era un tal teniente Kinsman que se dedica a investigar denuncias y separar lo que son simples inocentadas de los delitos. Cuatro o cinco personas han escrito anónimos al Departamento de Guerra y el tal teniente Kinsman empieza a estar escamado. Si no fuera más que una carta, no le hubieran hecho caso. Si fueran varias cartas escritas por una misma persona, hubieran avisado a la policía del estado de que podía haber un psicópata que odiara a la familia Baterman de Ludlow. Pero las cartas estaban escritas por personas diferentes. Dijo que eso se veía por la letra, aunque no estuvieran firmadas, y todas decían lo mismo: que si Timmy Baterman está muerto nadie lo diría al verle pasear por la carretera de Pedersen a cara descubierta”.
»“Como esto continúe, el tal Kinsman nos va a enviar a alguien o se nos va a presentar aquí en persona —concluyó Hannibal—. Esa gente quiere saber si Timmy está muerto, o ha desertado, o qué ha pasado, porque no les hace ninguna gracia pensar que sus archivos estén hechos un lío. Y también querrán saber quién estaba en el ataúd de Timmy Baterman, si no era Timmy Baterman”.
»Ya ves qué fregado, Louis. Estuvimos allí sentados más de una hora, tomando té helado y hablando del caso. Norma preguntó si queríamos bocadillos, pero le dijimos que no. Y es que lo de Timmy Baterman nos tenía a mal traer. Era como encontrar a una mujer con tres tetas… que sabes que no puede ser, pero ¿qué puede hacer uno?
«Estuvimos hablando y hablando y por fin decidimos que había que ir a casa de los Baterman. Nunca olvidaré aquella noche, aunque llegue a vivir otros tantos años como los que tengo ahora. Hacía calor, un calor infernal, y el sol era como un barreño de sangre que cayera por detrás de las nubes. Ninguno de nosotros tenía muchas ganas de ir, pero no había más remedio. Norma lo comprendió antes que nosotros. Se me llevó adentro con un pretexto y me dijo: “Que no te convenzan de dejarlo para otro día, Judson. Hay que ocuparse de ello cuanto antes. Es una abominación”.
Jud miró a Louis sin pestañear.
—Así lo llamó ella, Louis. Ésa fue la palabra que usó. Abominación. Y luego me dijo al oído: «Si ocurre algo, Jud, tú sal corriendo. No te preocupes de los demás; cada cual tendrá que ocuparse de sí mismo. Acuérdate de lo que te digo y, si ocurre algo, tú ahueca».
»Fuimos en el coche de Hannibal Benson; el muy canalla siempre tenía cupones de gasolina, no sé cómo se las ingeniaba. No hablábamos mucho, pero fumábamos como chimeneas. Estábamos asustados, Louis, asustados de verdad. El único que abrió la boca fue Alan Purinton, que dijo a George: “Bill Baterman ha estado trajinando por los bosques que hay al norte de la carretera 15, de eso estoy seguro”. Nadie le contestó, pero recuerdo que George dijo que sí con la cabeza.
»Bueno, cuando llegamos, Alan llamó a la puerta, pero nadie contestó, así que dimos la vuelta a la casa y allí los vimos a los dos: Bill Baterman, sentado en el porche de atrás, con una jarra de cerveza, y Timmy, de pie en el fondo del jardín, mirando cómo se ponía aquel sol de sangre. Tenía la cara color naranja, como si le hubieran desollado vivo. Y Bill… parecía que el diablo le hubiera pillado después de sus siete años de vacas gordas. El cuerpo le bailaba dentro de las ropas. Por lo menos había perdido veinte kilos. Los ojos se le habían hundido en las cuencas y parecían dos animalitos dentro de su cueva… Y la boca le temblaba tic-tic-tic hacia la izquierda.
Jud hizo una pausa, reflexionó y luego asintió casi imperceptiblemente:
—Louis, parecía un condenado.
»Timmy volvió la cara y nos sonrió. Sólo de verle sonreír te daban ganas de gritar. Luego, siguió contemplando la puesta de sol. Billy dijo: “No os oí llamar, chicos”, lo cual era una mentira descarada, pues Alan había aporreado la puerta con tal fuerza que hubiera podido despertar a un…, a un sordo.
»Como ninguno parecía decidirse a hablar, yo dije: “Billy, dicen que tu chico murió en Italia”.
»“Eso fue un error”, me contestó mirándome a los ojos.
»“¿Sí?”, digo yo.
»“¿Es que no le ves ahí delante?”, dice él.
«“Entonces, ¿quién crees tú que estaba en el ataúd que enterraste en Pleasantview”?, le pregunta Alan Purinton.
»“Maldito si lo sé —dice Billy—. Y maldito si me importa”. Va a sacar un cigarrillo y se le caen todos al suelo y, al recogerlos, rompe dos.
«“Probablemente, tendrá que haber una exhumación —dice Hannibal—. Eso tú ya lo sabes, ¿no? Me han llamado del Departamento de Guerra, Bill. Quieren saber si con el nombre de Timmy enterraron a otro”.
»“Bueno, ¿y eso qué me importa a mí? —dice Bill en voz alta—. Eso no me interesa. Yo tengo a mi hijo. Timmy volvió a casa el otro día. Había perdido la memoria por una explosión y está un poco raro, pero se pondrá bien”.
»“Basta de pamplinas, Billy —le digo. De repente, me puse furioso con él—. Cuando desentierren ese ataúd, lo encontrarán vacío, a no ser que cuando sacaste al chico te tomaras la molestia de llenarlo de piedras, y no lo creo. Ya sé lo que ha pasado, y aquí Hannibal, y George, y Alan lo saben, y tú lo sabes. Has estado trajinando por esos bosques, Bill, y has causado muchos problemas, tanto para ti como para esta ciudad”.
»“Ya sabéis dónde está la puerta, chicos —dice él—. No tengo por qué daros explicaciones ni justificarme ante vosotros. Cuando recibí aquel telegrama fue como si se me fuera la vida. La sentí que se me iba del cuerpo como cuando uno se orina piernas abajo. Bueno, ahora ya tengo otra vez a mi chico. Ellos no debieron quitármelo. Un muchacho de diecisiete años. Era lo único que me quedaba, y lo que hice fue perfectamente legal. Conque, a la mierda el ejército, a la mierda el Departamento de Guerra, y a la mierda Estados Unidos de América. Y a la mierda vosotros, chicos. Ahora ha vuelto y se pondrá bien. Es todo lo que tengo que decir. Ya podéis iros por donde habéis venido”.
»Y la boca le hacía tic-tic-tic y tenía la frente empapada en sudor. Entonces me di cuenta de que se había vuelto loco. A mí también me hubiera vuelto loco el vivir con… con aquello.
Louis estaba mareado. Demasiada cerveza en tan poco tiempo. Pronto tendría que echarla. El peso que sentía en el estómago le decía que no tardaría mucho.
—Bueno, no podíamos hacer nada más. Cuando nos íbamos, Hannibal dijo: «Bill, que Dios te ayude».
»Y Bill contestó: “Dios nunca me ha ayudado. Yo me he ayudado a mí mismo”.
»Fue entonces cuando Timmy se acercó a nosotros. Hasta andaba mal, Louis. Andaba como un viejo. Levantaba un pie, lo bajaba y luego lo arrastraba un poco, entonces levantaba el otro. Era como ver andar a un cangrejo. Y llevaba los brazos colgando. Cuando se acercó, vimos que tenía unas marcas rojas que le cruzaban la cara en diagonal como granos o quemaduras. Seguramente, las señales de la ametralladora alemana. Casi debió de volarle la cabeza.
»Y olía a tumba. Era un olor a podrido, como si todo lo que tenía dentro estuviera corrompiéndose. Vi que Alan Purinton se tapaba la nariz con la mano. El olor era espantoso. Casi esperaba uno verle andar los gusanos entre el pelo…
—Calla —dijo Louis con voz ronca—. Ya he oído suficiente.
—No —dijo Jud—; todavía no. —Hablaba con voz grave y cansada—. Todavía no. No puedo explicarte el horror. Nadie que no estuviera allí podría hacerse una idea de lo que era. Estaba muerto, Louis. Pero, al mismo tiempo, vivía. Y… y… sabía muchas cosas.
—¿Muchas cosas? —Louis inclinó el cuerpo hacia adelante.
—Ajá. Se quedó mirando a Alan durante mucho rato, como si sonriera…, bueno, por lo menos enseñando los dientes…, y en una voz muy baja que apenas te llegaba, como si tuviera tierra en las cuerdas vocales, dijo: «Purinton, tu mujer se acuesta con el dueño de la tienda donde trabaja. ¿Qué te parece? Y da gritos de gusto. ¿Qué dices a esto?».
»Alan dio un respingo. Se veía que aquello le había herido de verdad. Ahora está en un asilo de Gardner, o estaba… Debe de andar cerca de los noventa. Entonces tenía alrededor de cuarenta, y la gente murmuraba de su segunda mujer. Era una prima lejana que había venido a vivir con Alan y su primera mujer poco antes de la guerra. Luego, Lucy murió, y al año y medio Alan se casó con la chica. Laurine, se llamaba. Cuando se casaron no tendría arriba de veinticuatro años. Pero había dado que hablar. Los hombres decían que era una muchacha un poco libre y despreocupada. Pero las mujeres decían que era una golfa. Y quizá el propio Alan hubiera tenido sus dudas, pero entonces gritó: “¡Cállate! ¡Cállate o te parto la boca, seas lo que seas!”.
»“Sssh, Timmy —dice Bill, con peor aspecto que nunca, como si estuviera a punto de vomitar, o desmayarse, o las dos cosas—. Sssh, Timmy”.
»Pero Timmy no le hizo caso. Entonces mira a George Anderson y le dice: “Ese nieto del que estás tan orgulloso, sólo espera que te mueras, viejo. Lo único que quiere es el dinero, el dinero que él cree que guardas en la caja del Banco de Bangor. Por eso está tan cariñoso contigo. Pero a espaldas tuyas se burla de ti, lo mismo que su hermana. Viejo patapalo, así te llaman” —dijo Timmy, y, Louis, entonces le cambió la voz. Se hizo burlona y sonaba como si el que hablase fuera el nieto de George.
»“Viejo patapalo —dijo Timmy—, y cómo rabiarán y se cagarán en ti cuando descubran que eres más pobre que las ratas, porque lo perdiste todo en 1938. ¡Cómo se cagarán, George!”.
»Entonces George dio un paso atrás y se le dobló la pierna y se cayó de espaldas en el porche de Bill, tirándole la jarra de cerveza, y estaba tan blanco como tu camiseta, Louis.
»Bill lo levantó como buenamente pudo, mientras gritaba a su hijo: “¡Basta, Timmy! ¡Basta!”. Pero Timmy no le hacía caso. Dijo algo malo de Hannibal y también de mí, y entonces estaba… frenético. Sí, estaba rabioso y daba gritos. Y nosotros empezamos a andar hacia atrás y luego a correr, arrastrando a George al que se le habían torcido las correas de la pierna y la tenía vuelta del revés, con el zapato hacia atrás.
»La última vez que vi a Timmy Baterman estaba en el jardín de atrás, al lado del tendedero, con la cara roja a la luz del último sol de la tarde, y aquellas señales, y el pelo erizado y lleno de polvo…, y se reía y chillaba una y otra vez: “¡El patapalo! ¡Y el cornudo! ¡Y el putañero! ¡Adiós, señores! ¡Adiós! ¡Adiós!”. Y se reía, pero en realidad lo que hacía era chillar… Algo dentro de él… chillaba y chillaba.
Jud se detuvo, jadeando.
—Jud —dijo Louis—, lo que Timmy Baterman dijo de ti, ¿era verdad?
—Era verdad —murmuró Jud—. ¡Caray! Era verdad. De vez en cuando, yo iba a un prostíbulo de Bangor. No es cosa que no hayan hecho muchos hombres, aunque supongo que tampoco faltan los que no se apartan del camino recto. De vez en cuando, me entraba el deseo, o quizá el impulso, de hacerlo con una desconocida. O de pagar para que me hicieran lo que uno no se atreve a pedirle a la esposa. Al hombre también le gusta cultivar su jardín, Louis. No era tan terrible lo que hacía, y no he vuelto desde hace ocho o nueve años. Y Norma no me hubiera abandonado, de haberse enterado. Pero algo hubiera muerto dentro de ella. Algo dulce y precioso.
Jud tenía los ojos irritados, hinchados y legañosos. «Las lágrimas de los viejos son muy poco hermosas», pensó Louis. Pero cuando Jud buscó a tientas la mano de Louis, éste se la estrechó firmemente.
—Sólo nos dijo lo malo —continuó al cabo de un momento—. Sólo lo malo. Bien sabe Dios que hay muchas cosas malas en la vida de todo hombre. Dos o tres días después, la esposa de Alan Purinton se fue de Ludlow para siempre, y los que la vieron antes de que subiera al tren decían que llevaba dos buenos cardenales y el trasero forrado de algodón. Alan no quiso decir ni una palabra del asunto. George murió en 1950, y si dejó algo a sus nietos, yo no me enteré. Hannibal fue cesado del cargo por algo parecido a aquello de lo que Timmy Baterman le había acusado, no te diré lo que era exactamente, porque no viene al caso, pero algo así como apropiación indebida de fondos del municipio. Incluso se habló de procesarlo por estafa, pero no llegaron a hacerlo. Bastante castigo fue la pérdida del cargo, con lo que a él le gustaba darse importancia.
»Pero, en todos aquellos hombres, también había cosas buenas. Y eso es lo que la gente suele olvidar. Fue Hannibal el que abrió la suscripción para el Hospital General del Este, poco antes de la guerra. Alan Purinton era uno de los hombres más desinteresados y generosos que he conocido. Y el viejo George Anderson no quería más que seguir siendo toda la vida el jefe de correos.
»Y aquel ser sólo hablaba de lo malo. Nos recordaba lo malo porque él era malo… y porque veía en nosotros a sus enemigos. El Timmy Baterman que se fue a la guerra era un muchacho corriente, Louis, tal vez un poco aburrido, pero bueno. La cosa que vimos aquel atardecer, a la luz roja del sol… era un monstruo. Tal vez fuera un zombie o un “dybuk” o un demonio. Quizá no haya nombre para una cosa así, pero los micmacs habrían sabido lo que era, tuviera nombre o no.
—¿Qué era? —preguntó Louis, embotado.
—Algo que había sido tocado por el «wendigo» —dijo Jud con voz átona. Aspiró profundamente, retuvo el aire un momento, lo soltó y miró el reloj—. Es muy tarde, Louis. He hablado nueve veces más de lo que pensaba.
—Lo dudo —dijo Louis—. Has estado muy elocuente. Cuenta cómo terminó.
—Dos noches después, hubo un incendio —dijo Jud—. La casa de los Baterman ardió hasta los cimientos. Alan Purinton dijo que no había la menor duda de que el fuego fue provocado. La casa había sido inundada de fuel de la calefacción. Estuvo oliendo tres días.
—Y ardieron los dos.
—Ajá. Ardieron los dos. Pero ya estaban muertos antes de arder. Timmy tenía dos balas en el pecho, disparadas con una vieja pistola Colt de Bill Baterman. La pistola estaba en la mano de Bill. Al parecer, él mató a su hijo, lo echó en la cama, esparció el fuel, luego se sentó en su butaca al lado de la radio, encendió una cerilla y se metió en la boca el cañón de la Colt.
—¡Dios! —murmuró Louis.
—Estaban carbonizados, pero el forense del condado dijo que a él le parecía que Timmy Baterman llevaba muerto dos o tres semanas.
Silencio y el tictac del reloj.
Jud se puso en pie.
—No exageraba cuando dije que tal vez yo había matado a tu hijo, Louis, o había colaborado. Los micmacs conocían ese lugar, pero eso no quiere decir necesariamente que ellos hicieran de él lo que es. Los micmacs no estuvieron allí siempre. Llegaron del Canadá, quizá de Rusia, o quizá de Asia hace miles de años. Se quedaron aquí, en Maine, mil o tal vez dos mil años; es difícil determinarlo, porque no dejaron una huella profunda de su paso. Y se fueron…, como nos iremos nosotros un día, aunque nuestra huella, para bien o para mal, habrá calado más que la de ellos. Pero sea quien sea el que esté aquí, Louis, ese lugar seguirá existiendo. No es como si alguien lo poseyera y pudiera llevarse su secreto al marcharse. Es un lugar maldito y corrompido, y yo no debí llevarte allí para que enterraras a ese gato. Ahora lo sé. Tiene un maleficio y tú harás bien en guardarte de él si sabes lo que os conviene a ti y a tu familia. Yo no fui lo bastante fuerte como para combatirlo. Tú salvaste la vida a Norma y yo quería hacer algo por ti, y ese sitio se aprovechó de mis buenas intenciones para sus malos propósitos. Ese poder… creo que tiene fases, como la luna. Ya había sido fuerte, y me parece que ahora ha vuelto a aumentar. Temo que se haya servido de mí para atacarte a través de tu hijo. ¿Comprendes lo que te quiero decir? —Sus ojos suplicaban.
—Imagino que quieres decir que ese lugar sabía que Gage iba a morir —dijo Louis.
—No; quiero decir que ese lugar «hizo morir» a Gage porque yo te revelé su poder. Quiero decir que, con mis buenas intenciones, yo asesiné a tu hijo, Louis.
—No lo creo —dijo Louis al fin con voz insegura. No lo creía. No quería, no podía creerlo.
Oprimió fuertemente la mano de Jud.
—Mañana enterramos a Gage. En Bangor. Y en Bangor se quedará. No pienso volver a Pet Sematary ni al otro sitio.
—¡Promételo! —dijo Jud roncamente—. ¡Promételo!
—Te lo prometo —dijo Louis.
Pero en el fondo de su mente subsistía una especulación, como un leve destello que no acababa de apagarse.