Se sentaron a la mesa de la cocina, con una cerveza cada uno. «La primera vez que bebemos aquí», pensó Louis ligeramente sorprendido. Ellie gritó en sueños y los dos se quedaron quietos como estatuas en un juego infantil. El grito no se repitió.
—Bien —dijo Louis—, ¿qué haces aquí a las cero horas quince minutos del día en que vamos a enterrar a mi hijo? Eres un amigo, Jud, pero esto es llevar las cosas demasiado lejos.
Jud bebió, se limpió los labios con la palma de la mano y miró fijamente a Louis. Había algo claro y concreto en aquella mirada y, al fin, Louis tuvo que desviar los ojos.
—Tú sabes por qué estoy aquí —dijo Jud—. Estás pensando cosas que no debes, Louis. Peor aún, estás haciendo planes.
—En lo único que pensaba era en irme a la cama —dijo Louis—. Mañana tengo un entierro.
—Yo tengo parte de culpa de esa pena que sientes esta noche —dijo Jud en voz baja—. Tal vez yo sea el responsable de que haya muerto tu hijo.
Louis le miró, asombrado.
—¿Qué? ¡No digas disparates, Jud!
—Estás pensando en llevarlo allá arriba —dijo Jud—. No niegues que lo has pensado, Louis.
Louis no respondió.
—¿Hasta dónde se extiende su maleficio? —dijo Jud—. ¿Puedes contestarme a eso? No. Ni yo mismo lo sé, y yo no me he movido de este rincón del mundo en toda mi vida. Sé cosas de los micmacs, y sé que ese sitio era para ellos un lugar sagrado… Pero no en el buen sentido. Me lo dijo Stanny B. También me lo dijo mi padre… después. Cuando «Spot» murió por segunda vez. Ahora los micmacs, el estado de Maine y el gobierno de Estados Unidos tienen un litigio para decidir quién es el dueño de esas tierras. ¿De quién son? Nadie lo sabe a ciencia cierta, Louis. Ya no. Las han reclamado varias personas en distintas épocas, pero ninguna reclamación prosperó.
Una de ellas fue Anson Ludlow, biznieto del fundador de esta ciudad. Tal vez la suya fue la reivindicación más fundada hecha por un hombre blanco, ya que el viejo Joseph Ludlow recibió la concesión del propio rey Jorge III cuando Maine no era más que una provincia de la colonia de la bahía de Massachusetts. Pero aun entonces hubiera tenido que pleitear de firme, porque otros Ludlow las reclamaban también, al igual que un tal Peter Dimmart, que afirmaba poder demostrar convincentemente que él era un Ludlow ilegítimo. Y el viejo Joseph Ludlow tenía muchas tierras pero muy poco dinero y en sus últimos tiempos, cuando tomaba unas copas de más, solía regalar doscientos o trescientos acres a quien se le antojaba.
—Pero ¿no se hacían escrituras? —preguntó Louis, fascinado a pesar suyo.
—Oh, sí, nuestros abuelos se pintaban solos redactando escrituras de compraventa —dijo Jud encendiendo otro cigarrillo con la colilla—. La concesión original de tu propiedad dice, más o menos, así —Jud entornó los ojos y recitó de memoria—: «Desde el viejo arce que está en lo alto del cerro de Quinceberry hasta la margen del arroyo Orrington, es la extensión que abarca el terreno de norte a sur». —Jud sonrió sin humor—. Lo malo es que el arce cayó en 1882, digamos, y en 1900 estaba reducido a musgo, y que el arroyo Orrington se empantanó en los diez años transcurridos entre el final de la Gran Guerra y el hundimiento de la Bolsa. Y no quieras saber el zafarrancho. Pero al viejo Anson acabó por no importarle, porque en 1921 lo mató un rayo, precisamente por donde está el cementerio.
Louis miraba fijamente a Jud. Jud tomó un sorbo de cerveza.
—Pero no importa. Hay muchos sitios en los que la cuestión de la propiedad está muy embarullada y no hay quien saque nada en limpio, sólo los abogados hacen su buen dinero. Eso lo sabía bien Dickens. Yo supongo que, al final, irán a parar a los indios. Pero, en realidad, eso no importa, Louis. Esta noche yo he venido a hablarte de Timmy Baterman y su padre.
—¿Quién es Timmy Baterman?
Timmy Baterman era uno de la veintena de muchachos de Ludlow que fueron a Europa a luchar contra Hitler. Se marchó en 1942 y en 1943 regresó dentro de una caja envuelta en una bandera. Había muerto en Italia. Bill Baterman, su padre, no salió de este pueblo en toda su vida. Cuando recibió el telegrama por poco se vuelve loco… pero luego se apaciguó. Él sabía lo del cementerio micmac, y había decidido lo que iba a hacer.
Había vuelto la tensión. Louis miró fijamente a Jud, tratando de descubrir un indicio de que estuviera mintiendo, pero no lo vio. De todos modos, era mucha casualidad que fuera a hablarle de aquello precisamente ahora.
—¿Por qué no me lo contaste aquella noche? —preguntó al fin—. Después… después de que lleváramos al gato. Cuando te pregunté si se había enterrado allí a alguna persona me dijiste que no.
—Porque entonces no hacía falta que lo supieras —dijo Jud—. Pero ahora es distinto.
Louis guardó silencio un buen rato.
—¿Y ése fue el único?
—El único al que conocí personalmente —dijo Jud gravemente—. ¿El único en intentarlo? Lo dudo, Louis. Lo dudo mucho. Yo soy como el predicador del «Eclesiastés», que decía que no hay nada nuevo bajo el sol. Oh, a veces el barniz que ponen a las cosas cambia, pero eso es todo. Lo que se intenta una vez ya se intentó antes…, y antes…, y antes.
Se miró las manos cubiertas de manchas amarillentas. En la sala, el reloj dio suavemente las doce y media.
—Ahora me digo que un hombre de tu profesión tiene que estar acostumbrado a mirar los síntomas y deducir cuál es la enfermedad que hay tras ellos…, y decidí hablarte claro cuando Mortonson, el de la funeraria, me dijo que encargaste para la tumba recubrimiento de placas en lugar de bóveda sellada.
Louis se quedó mirando a Jud sin decir nada. Jud enrojeció pero no desvió la mirada.
Al cabo, Louis dijo:
—Al parecer, estuviste fisgando, Jud. Eso me duele.
—No creas que le pregunté qué habías comprado.
—Tal vez no directamente.
Pero Jud no contestó, y aunque se había sonrojado más aún —ahora tenía la cara casi color ciruela—, no bajó los ojos.
Finalmente, Louis suspiró. Se sentía indescriptiblemente cansado.
—Oh, a la mierda, y qué más da. Puede que tengas razón. Tal vez estaba en mi ánimo. Si así era, no me di cuenta. No pensaba en lo que estaba encargando; sólo pensaba en Gage.
—Ya sé que pensabas en Gage. Pero conocías la diferencia. Tu tío tenía una funeraria.
Sí; Louis conocía la diferencia. Una bóveda sellada era una pieza de construcción hecha para que durase mucho, mucho tiempo. Se echaba hormigón en un molde rectangular, reforzado con varillas de hierro y, una vez terminada la ceremonia del entierro, una grúa hacía descender una tapa de hormigón levemente curvada. La tapa se sellaba con una sustancia parecida al material que se usa para reparar los baches de las carreteras. El tío Carl había dicho a Louis que aquel sellador —marca registrada Ever Lock— se agarraba de tal modo, con el peso, que no había quien lo despegara.
El tío Carl, que gozaba como el primero contando historias (por lo menos, cuando estaba entre colegas, y Louis, que trabajó con él durante varios veranos, podía ser considerado como una especie de aprendiz de enterrador), relató a su sobrino una exhumación que tuvo que hacer por orden de la oficina del fiscal del condado de Cook. El tío Carl se trasladó a Groveland para dirigir personalmente la operación. Estas cosas podían ser bastante complicadas. La gente, cuando se hablaba de desenterrar a alguien, solía pensar en las películas de terror, con Boris Karloff en el papel del doctor Frankenstein y Dwight Frye en el de Igor, y se equivocaba. Abrir una bóveda sellada no era trabajo para dos hombres, a no ser que pudieran dedicar a ello seis semanas. Aquella exhumación parecía ir bien… al principio. Se abrió la tumba y la grúa asió la parte superior de la bóveda. Pero la tapa no se abrió, tal como todos esperaban, sino que empezó a subir toda la cámara. Las paredes laterales estaban ya un poco húmedas y descoloridas. El tío Carl gritó al operario que manejaba la grúa que diera marcha atrás. Él traería de la funeraria algo que ablandara el pegamento.
Pero el operario, o no le oyó, o decidió seguir adelante por su cuenta y riesgo, como un niño que jugara con una grúa de juguete a pescar regalos en una feria. El tío Carl dijo que aquel idiota estuvo a punto de no contarlo. Cuando ya asomaban de tierra las tres cuartas partes de la bóveda —el tío Carl y su ayudante oían gotear el agua de la base al fondo de la tumba (aquélla fue una semana muy lluviosa en la zona de Chicago)—, la grúa basculó e hincó el brazo en la tumba. El operario chocó contra el parabrisas y se rompió la nariz. Los festejos de aquel día costaron al condado de Cook unos tres mil dólares: dos mil más que el coste medio de estas alegres actividades. El tío Carl le relató el incidente a raíz de la elección del operario de la grúa para el cargo de presidente de la asociación local de conductores de carretas, acaecida seis años después.
Las cubiertas de placas eran más sencillas. Consistían en una simple cubeta de hormigón abierta por arriba, que se introducía en la tumba la mañana del entierro. Después de la ceremonia, se depositaba el féretro en su interior. Luego, los sepultureros colocaban la tapa que solía estar dividida en dos piezas. Estas piezas se bajaban verticalmente, una a cada extremo de la tumba, hasta que descansaban como extraños soportes de libros. En el extremo de cada pieza había una anilla de hierro por la que los sepultureros pasaban una cadena y hacían descender las piezas lentamente para cerrar la cubeta. Cada pieza pesaría unos treinta o treinta y cinco kilos…, cuarenta, a lo sumo. Y no se utilizaba sellador.
Era relativamente fácil para un hombre solo levantar aquellas placas; eso era lo que Jud quería decir.
Era relativamente fácil para un hombre desenterrar el cuerpo de su hijo para enterrarlo en otro lugar.
«Ssssh… ssssh. De estas cosas no se habla. Son secretos».
—Sí, por supuesto que conozco la diferencia entre una bóveda sellada y una cubierta de placas —dijo Louis—. Pero yo no pensaba… Yo no pensaba lo que tú piensas que pensaba.
—Louis…
—Es tarde —dijo Louis—. Es tarde, estoy borracho y me ahoga la pena. Si te parece que tienes que contarme eso, pues cuéntamelo y acabemos.
«Debí empezar con martinis —pensó—. Así hubiera estado roque cuando él llamó a la puerta».
—De acuerdo, Louis. Y gracias.
—Adelante.
Jud se quedó pensativo unos momentos y empezó a hablar.