—Sabía que tenía que ocurrir algo así —dijo Irwin Goldman. Y de este modo empezó el incidente—. He estado esperándolo desde que se casó contigo. «No vas a tener más que disgustos», le dije. Y ahora mira esto. Mira este… desastre.
Louis se volvió lentamente hacia su suegro que había aparecido de improviso, como un tentetieso con bonete; luego, instintivamente, buscó con la mirada a Rachel, que tenía que estar al lado de la mesa del álbum —por la tarde le tocaba a ella—, pero había desaparecido.
El velatorio estuvo menos concurrido por la tarde y, al cabo de una hora aproximadamente, Louis bajó por el pasillo y se sentó en la primera fila de sillas, sin darse cuenta de lo que ocurría alrededor (notaba, sí, vagamente, el hedor persistente de las flores). Sólo sabía que estaba muy cansado y que tenía sueño. Probablemente, la cerveza era responsable sólo en parte. Por fin su cabeza se aprestaba a echar el cierre. Probablemente, era buena señal. Tal vez después de doce o dieciséis horas de sueño, fuera capaz de consolar un poco a Rachel.
Al poco rato, fue inclinando la cabeza y se quedó mirando sus manos, flojamente entrelazadas entre las rodillas. El murmullo de voces que se oía detrás resultaba sedante. Fue un alivio ver, al volver del almuerzo, que Irwin y Dory ya no estaban. Pero, por lo visto, era mucho pedir que se hubieran ido para no volver.
—¿Y Rachel? —preguntó Louis.
—Con su madre. Donde debe estar. —Goldman hablaba en el tono triunfal del hombre que acababa de hacer un gran negocio. El aliento le olía a whisky. A mucho whisky. Miraba a Louis como un mezquino fiscal de distrito a un reo convicto y confeso. Se tambaleaba un poco.
—¿Qué le has dicho? —preguntó Louis, sintiendo un principio de indignación. Sabía que Goldman habría dicho algo. Lo tenía escrito en la cara.
—Sólo la verdad. Le he dicho: Esto te pasa por haberte casado contra la voluntad de tus padres. Le he dicho…
—¿Eso le has dicho? —preguntó Louis con incredulidad—. No es posible. ¿De verdad le has dicho eso?
—Eso y algunas cosas más —repuso Irwin Goldman—. Siempre supe que ocurriría una cosa así. La primera vez que te vi me di cuenta de la clase de hombre que eres. —Se inclinó hacia adelante, exhalando vapores de whisky—. A mí no me engañaste, medicucho presuntuoso. Tú arrastraste a mi hija a un matrimonio estúpido y disparatado, luego hiciste de ella una fregona y, por último, ahora has dejado que tu hijo fuera atropellado en la carretera como…, como un perro vagabundo.
Louis se perdió la mayor parte de la parrafada. Aún no acababa de creer que aquel imbécil hubiera sido capaz de…
—¿Tú le «dijiste» eso? —repetía—. ¿Eso le dijiste?
—¡Ojalá te pudras en el infierno! —exclamó Goldman, y las cabezas de los presentes se volvieron rápidamente hacia la voz. Los ojos pardos y sanguinolentos de Irwin Goldman estaban húmedos de lágrimas y la calva tenía un tono rosa encendido bajo los fluorescentes amortiguados por difusores—. Tú convertiste a mi pobre hija en una fregona… arruinaste su vida… te la llevaste… y ahora has consentido que mi nieto muriera aplastado en la carretera. —Su voz subió de tono hasta hacerse un chillido furioso—. Di, ¿dónde estabas tú mientras el niño jugaba en medio de la carretera? ¿Pensando en tus estúpidos artículos de medicina? ¿Qué hacías, sabandija? ¡Cerdo asqueroso! ¡Infanticida! ¡In…!
Allí estaban, en la capilla ardiente los dos, y Louis vio que el brazo se le disparaba. Vio que la manga de la americana se le subía, dejando al descubierto el puño de su camisa blanca. Vio brillar ligeramente un gemelo. Rachel le regaló aquellos gemelos en su tercer aniversario de boda, sin saber que un día su marido se los pondría para asistir a las honras fúnebres por el hijo que aún no habían tenido. Su puño no era más que una cosa sujeta al extremo del brazo. Y conectó con la boca de Goldman. Louis sintió cómo los labios del viejo se aplastaban y se abrían. Sintió una viva repulsión, como si hubiera apretado una babosa con la mano. En realidad, el puñetazo no significó el menor desahogo para él. Detrás de la carne de los labios de su suegro sintió la pétrea dentadura postiza.
Goldman se tambaleó hacia atrás y golpeó con el brazo el ataúd de Gage que quedó torcido. Uno de los floreros se volcó con gran estrépito. Alguien gritó.
Era Rachel, que estaba forcejeando para desasirse de su madre. Los presentes —unas diez o quince personas en total— estaban paralizados por el susto y la vergüenza. Steve había acompañado a Jud, a Ludlow, y Louis, vagamente, se alegró de ello. Mejor que Jud no hubiera presenciado la escena. Era denigrante.
—¡No le pegues! —gritó Rachel—. ¡Louis, no pegues a mi padre!
—¿Te gusta pegar a los viejos? —preguntó con voz chillona Irwin Goldman, el del talonario exuberante. Sonreía con la boca ensangrentada—. ¿Disfrutas con ello? En un canalla repugnante como tú no me sorprende. ¡Qué va a sorprenderme!
Louis se volvió hacia él y Goldman le golpeó en el cuello. Fue un golpe desmañado, torcido como un hachazo, pero le pilló desprevenido. Sintió en la garganta una explosión de dolor que casi le impidió tragar durante las dos horas siguientes. Se le dobló el cuello hacia atrás y cayó en el pasillo sobre una rodilla.
«Antes las flores y ahora yo», pensó. Le pareció que sentía deseos de echarse a reír, pero no había risa en él. Lo que le salió de la garganta fue un leve gemido.
Rachel volvió a gritar.
Irwin Goldman, sangrando por la boca, cruzó en dos zancadas hacia el lugar del pasillo en donde su yerno había quedado de rodillas y le descargó un puntapié en los riñones. El dolor fue como el de un latigazo. Louis apoyó las manos en la alfombra para no caer de bruces.
—¡Y ni con los viejos puedes, gallina! —gritó Goldman roncamente. Volvió a golpear a Louis con su zapato negro de viaje. Esta vez no le dio en el riñón sino en la parte alta de la nalga izquierda. Louis gruñó de dolor y ahora sí cayó, golpeándose la barbilla contra el suelo y mordiéndose la lengua—. ¡Toma! —gritó Goldman—, la patada en el culo que debí darte la primera vez que apareciste husmeando por mi casa, ¡cerdo! —Volvió a golpear, ahora en la otra nalga. Lloraba y reía. Louis advirtió ahora que Goldman iba sin afeitar: señal de luto. El director de la funeraria corría hacia ellos. Rachel se había zafado de los brazos de Mrs. Goldman y también corría, gritando.
Louis giró desgarbadamente y se sentó. Su suegro había vuelto a levantar la pierna y Louis le asió el zapato con las dos manos —el cuero, hizo un ruido seco, como el de un balón bien blocado— y lo lanzó con todas sus fuerzas.
Goldman, con un alarido, salió disparado hacia atrás, haciendo girar los brazos para recobrar el equilibrio, y fue a caer sobre el ataúd modelo Eternal Rest de Gage, fabricado en la ciudad de Storyville, Ohio, y que había costado muy caro.
«Oz el Ggande y Teggible acaba de caer encima del ataúd de mi hijo», pensó Louis, atontado. El féretro se vino abajo con estrépito. Primero se cayó el caballete de la izquierda y después, el de la derecha. Saltó la cerradura. A pesar de los gritos y los llantos, a pesar de los aullidos de Goldman que, al fin y al cabo, no era más que un niño viejo que jugaba a buscar un culpable para desahogarse, Louis oyó el chasquido de la cerradura al saltar.
El ataúd no llegó a abrirse, desparramando los maltrechos restos de Gage para que todos pudieran contemplarlos, pero Louis comprendió que aquello había estado a punto de ocurrir. No fue así gracias a que el ataúd cayó plano y no de lado. No obstante, durante la fracción de segundo en que la tapa estuvo abierta, Louis divisó una mancha gris: el traje que compraron para envolver el cuerpo de Gage. Y una cosita rosa. La mano de Gage.
Sentado en el suelo, Louis ocultó la cara entre las manos y se echó a llorar. Ya no le importaba su suegro, ni los misiles MX, ni las suturas permanentes o solubles, ni el calentamiento atmosférico. En aquel momento, Louis Creed quería morir. Y, de pronto, apareció ante sus ojos una escena extraña: Gage, con unas orejas de Mickey Mouse, riendo y dando la mano a un gran Goofy en la avenida principal de Disney World. Lo vio con perfecta claridad.
Uno de los caballetes estaba en el suelo y el otro había quedado apoyado en el estrado desde el que los ministros pronunciaban la oración fúnebre. Tumbado sobre las flores, y llorando también, estaba Goldman. Goteaba el agua de los floreros. Las flores, algunas aplastadas, exhalaban su agobiante olor con más fuerza todavía.
Rachel gritaba y gritaba.
Louis no podía reaccionar a sus gritos. La imagen de Gage con las orejas de Mickey Mouse se borraba, pero, antes de que se esfumara del todo, Louis oyó una voz que anunciaba que aquella noche habría fuegos artificiales. Se quedó sentado, con la cara entre las manos, deseando que nadie le viera, que nadie viera sus lágrimas, su pena, su remordimiento, su vergüenza y, sobre todo, aquel cobarde deseo de morir para escapar de aquella angustia.
El director de la funeraria y Dory Goldman se llevaron a Rachel, que seguía gritando. Después, en otra sala (que, según supuso Louis, estaba reservada para los que no podían dominar el dolor: algo así como un «Salón del Histerismo»), enmudeció por completo. Fue el propio Louis, aún aturdido pero ya más sereno, quien le administró el calmante, después de hacer salir a todo el mundo.
Cuando llegaron a casa, él la acompañó al dormitorio y le puso otra inyección. Luego, la tapó con la manta y se quedó mirando su cara pálida y desencajada.
—Rachel, lo lamento —dijo—. Daría todo lo que tengo para hacer que esto no hubiera ocurrido.
—Está bien —dijo ella con una voz extraña y átona y se puso de lado, dándole la espalda.
Él sintió que le asomaba a los labios la consabida pregunta: «¿Estás bien?», pero la rechazó. En realidad, no era una pregunta; no era eso lo que él deseaba saber.
—¿Estás muy mal? —preguntó al fin.
—Bastante mal, Louis —dijo ella, y lanzó un sonido que quería ser una risa—. En realidad estoy jodida.
Parecía faltar algo, pero Louis no podía aportarlo. De pronto, sintió irritación hacia ella, hacia Steve Masterton, hacia Missy Dandridge y su marido, el de la nuez puntiaguda, y hacia toda la condenada pandilla. ¿Por qué tenía él que ser siempre el ángel tutelar? ¡A la mierda!
Apagó la luz y salió de la habitación. Luego, descubrió que tampoco a su hija podía darle mucho más.
Durante un momento de perplejidad, en la habitación casi a oscuras, la tomó por Gage. —Le asaltó la idea de que todo había sido una horrible pesadilla, como aquel sueño en el que Pascow le llevó al bosque, y su mente fatigada se aferró a ella. Las sombras contribuían a crear la ilusión—. Sólo había en la habitación el reflejo del televisor portátil que había traído Jud para distraerla durante las largas, largas horas.
Pero no era Gage, claro; era Ellie, que ahora no sólo apretaba en la mano la foto de ella y Gage en el trineo, sino que se había sentado en el silloncito de Gage que había sacado del cuarto de su hermano. Era un sillón plegable con el asiento y el respaldo de lona y el nombre de GAGE estampado en el respaldo. Rachel pidió cuatro de aquellos sillones por catálogo, con el nombre de cada uno de ellos.
Ellie casi no cabía en el sillón de Gage. El asiento se combaba como si fuera a romperse de un momento a otro. La niña sostenía la fotografía contra el pecho y tenía los ojos fijos en la pantalla del televisor en la que aparecía una película.
—Ellie, es hora de ir a la cama —dijo Louis apagando el aparato.
Ella se levantó con bastante dificultad y plegó el sillón. Al parecer, pensaba llevárselo a la cama.
Louis titubeó, deseando decir algo acerca del sillón, pero se limitó a preguntar:
—¿Quieres que te tape?
—Sí, gracias.
—¿No… no te gustaría dormir esta noche con mamá?
—No, gracias.
—¿Estás segura?
Ella sonrió ligeramente.
—Sí. Mamá se queda con toda la ropa.
Louis sonrió a su vez.
—Pues vamos.
Ellie no trató de meter el sillón en la cama, sino que lo puso junto a la cabecera. A Louis se le ocurrió entonces una analogía absurda: el consultorio del psiquiatra más pequeño del mundo.
Mientras se desnudaba, Ellie dejó la fotografía encima de la almohada, pero cuando se hubo puesto el pijama, la cogió, se la llevó al cuarto de baño, la dejó mientras se lavaba, se enjuagaba la boca y tomaba su tableta de flúor, y luego volvió a cogerla y se acostó con ella.
Louis se sentó en la cama y le dijo:
—Quiero que sepas, Ellie, que si seguimos queriéndonos podremos resistirlo.
Pronunciar cada una de estas palabras fue como empujar una carretilla cargada de balas de algodón mojadas, y la suma del esfuerzo le dejó exhausto.
—Voy a desearlo mucho y a rezar mucho a Dios para que Gage vuelva.
—Ellie…
—Dios puede llevárselo y puede devolvérnoslo. Él lo puede todo.
—Ellie, Dios no hace esas cosas —dijo Louis, violento, acordándose de Church encaramado en la tapa del inodoro, mirándolo con sus ojos terrosos mientras él se bañaba.
—Sí que las hace —dijo Ellie—. En clase de catecismo, la maestra nos habló de ese sujeto, Lázaro. Estaba muerto, y Jesús lo hizo vivir otra vez. Le dijo «Lázaro, sal fuera», y la maestra nos explicó que si sólo hubiera dicho «Sal fuera», probablemente hubieran salido todos los que estaban allí. Pero Jesús sólo quería a Lázaro.
De la boca de Louis salió entonces una frase absurda (pero el día había sido una sucesión de absurdos):
—Eso fue hace mucho tiempo, Ellie.
—Yo me ocuparé de tener sus cosas preparadas. Llevo su foto, me sentaré en su sillón…
—Ellie, ese sillón es pequeño para ti —dijo Louis oprimiendo la mano febril de la niña—. Lo romperás.
—Dios hará que no se rompa —dijo Ellie. Su voz sonaba serena, pero tenía unas grandes ojeras. Sólo de mirarla, a Louis se le partía el corazón, y tuvo que volver la cara. Quizá cuando se rompiera el sillón de Gage ella empezaría a comprender mejor lo ocurrido—. Llevaré siempre su foto y me sentaré en su sillón. Y también tomaré su desayuno. —Gage y Ellie tomaban distinta clase de cereales. Según Ellie, los de Gage sabían a gusano muerto y, si no había otros, prefería un huevo pasado por agua… o nada—. Y comeré pastillas de lima, aunque no me gusten, y leeré todos sus cuentos, y…, y…, bueno…, lo tendré todo listo por si…
Ahora estaba llorando. Louis no trató de consolarla; sólo le apartó el pelo de la frente. Lo que ella decía tenía su lógica. Mantener la línea abierta. Mantener las costumbres. Mantener a Gage en el presente, en la actualidad, no dejar que se alejara; ¿te acuerdas cuando Gage hacía esto…, o aquello…? Sí, qué risa…, qué fabuloso, Gage, qué chico. Cuando deja de doler, deja de importar. Y Louis pensó que tal vez ella comprendía lo fácil que sería dejar que Gage muriera.
—Ellie, no llores —dijo—. Ya verás cómo se te pasa. Esto no durará toda la vida.
Pero ella estuvo llorando toda la vida… quince minutos. Incluso siguió llorando después de dormirse. Pero al fin se tranquilizó y abajo, en la casa silenciosa, el reloj dio las diez.
«Manténlo vivo, Ellie, si eso es lo que deseas —pensó y le dio un beso—. Probablemente, los psiquiatras dirán que es malsano, pero yo estoy a favor. Porque sé que un día, tal vez muy pronto, tal vez este mismo viernes, te olvidarás la fotografía, y yo la encontraré en tu cama mientras tú vas en bicicleta por la explanada o estás en casa de Kathy McGown, haciendo vestidos para las muñecas con su maquinita de coser. Y Gage ya no estará contigo, y entonces Gage saldrá del presente y se convertirá en “algo que sucedió en 1984”. Una tragedia del pasado».
Louis salió de la habitación y se quedó un momento en lo alto de la escalera, sin acabar de decidirse a ir a la cama.
Sabía lo que en aquel momento necesitaba, y eso estaba abajo.
Louis Albert Creed se dispuso metódicamente a emborracharse. Abajo, en el sótano, había cinco cajas de cerveza Schlitz Light. Louis bebía cerveza, Jud bebía cerveza, Steve Masterton bebía cerveza, Massy Dandridge bebía una o dos cervezas de vez en cuando mientras vigilaba a los niños (a la niña, rectificó Louis mientras bajaba la escalera del sótano). Incluso la misma Miss Charlton, las contadas veces que había estado en la casa, prefería una cerveza (siempre que fuera ligera) a una copa de vino. De manera que un día, el invierno anterior, Rachel fue y compró nada menos que diez cajas de Schlitz Light aprovechando una oferta especial de la cervecería A. & P. «Así no tendrás que salir corriendo a Julio’s de Orrington cada vez que tenemos visita —dijo—. Además, siempre estás con lo que dijo Robert Parker de que cualquier cerveza que esté en la nevera después de cerrar las tiendas es buena cerveza, ¿no? Conque bebe esto y piensa en todo el dinero que estás ahorrando». El invierno anterior. Cuando las cosas estaban bien. «Cuando las cosas estaban bien». Tiene gracia la facilidad y rapidez con que tu mente hace esa crucial distinción.
Louis subió una caja de cerveza y puso las latas en el frigorífico. Luego, tomó una lata, cerró la puerta del frigorífico y abrió la lata. Church salió lentamente de la despensa al oír la puerta y se quedó mirando a Louis interrogativamente. El animal no se acercó. Ya empezaban a ser demasiados puntapiés.
—No tengo nada para ti —dijo al gato—. Hoy ya has comido tu ración de Calo. Si quieres algo más, mata un pájaro.
Church le miraba fijamente sin moverse. Louis bebió la mitad de la cerveza y sintió que se le subía a la cabeza inmediatamente.
—Pero ni siquiera te los comes, ¿verdad? —preguntó Louis—. Te basta con matarlos.
Church pasó a la sala, al comprender que no había nada para él y, al cabo de un momento, Louis le siguió.
«¡Ajajá, vamos allá!», pensó otra vez distraídamente.
Louis se sentó en su butaca y miró a Church. El gato estaba echado en la alfombra, delante del televisor, vigilando a Louis; probablemente, preparado para salir corriendo si Louis se ponía agresivo y decidía soltar el pie.
Pero Louis levantó la cerveza.
—Por Gage —dijo—. Por mi hijo, que hubiera podido ser un gran artista, un nadador olímpico o el jodido presidente de Estados Unidos. ¿Qué dices tú, cretino?
Church le miraba con aquellos ojos apagados y extraños.
Louis bebió el resto de la cerveza a grandes tragos que lastimaban su dolorida garganta, se levantó y fue a buscar la segunda lata al frigorífico.
Cuando Louis llevaba ya tres cervezas, sintió que por primera vez en todo el día, empezaba a conseguir cierto equilibrio y, al terminar la primera media docena, pensó que incluso podría dormir, dentro de una hora aproximadamente. Cuando volvía del frigorífico con la octava o la novena (ya había perdido la cuenta y había dejado de andar derecho), su mirada tropezó con Church que estaba dormitando —o fingiendo dormitar— en la alfombra. La idea se le ocurrió de un modo tan natural que seguramente debía de llevar mucho tiempo en el fondo de su pensamiento esperando el momento propicio para aflorar a la superficie.
«¿Cuándo piensas hacerlo? ¿Cuándo enterrarás a Gage en Pet Sematary?».
Y, a renglón seguido:
«Lázaro, sal fuera».
La voz de Ellie, aturdida y soñolienta:
«La maestra dijo que si sólo hubiera dicho “Sal fuera”, seguramente habrían salido todos los que estaban en el cementerio».
Louis sintió que le recorría todo el cuerpo un escalofrío tan violento que tuvo que asirse los brazos para no echarse a temblar. De pronto, recordó el primer día de colegio de Ellie. Gage se había dormido en sus rodillas mientras él y Rachel escuchaban el parloteo de la niña acerca de la canción del «Viejo MacDonald» y de Mrs. Berryman. «Déjame acostar al niño», le dijo él y, mientras subía la escalera con Gage en brazos, tuvo un horrible presentimiento. Ahora lo comprendía: en septiembre, una parte de su ser sabía que Gage moriría pronto. Una parte de su ser sabía que Oz el Ggande y Teggible andaba por allí. Era una tontería, un disparate, una simple superstición… y era la verdad. Él lo supo.
Louis se derramó un chorro de cerveza en la camisa y Church abrió los ojos recelosos, por si aquello era la señal de que iba a empezar la sesión de puntapiés.
Y Louis recordó también la pregunta que hizo a Jud y cómo se sobresaltó Jud, tirando dos botellas de cerveza. Una se rompió. «De esas cosas, ni se habla, Louis».
Pero él quería hablar o, por lo menos, pensar en ellas. Pet Sematary. Y lo que había más allá de Pet Sematary. La idea ejercía una morbosa atracción. Existía una indiscutible analogía. Church fue muerto en la carretera; Gage fue muerto en la carretera. Church estaba aquí —diferente y hasta repulsivo— pero aquí estaba. Ellie, Gage y Rachel convivían con él sin problemas. Mataba pájaros, sí, y había destripado unos cuantos ratones; pero esas cosas las hacían los gatos. Church no se había convertido en un Frankengato. En muchos aspectos era el mismo de siempre.
«Tratas de convencerte a ti mismo —le susurró una voz—. No es el mismo. Es espectral. El cuervo, Louis, ¿te acuerdas del cuervo?».
—¡Santo Dios! —exclamó Louis con una voz temblorosa y desesperada que ni él mismo reconoció.
Dios, sí, claro. La invocación no podía ser más oportuna. Como en una novela de vampiros y fantasmas. Vamos ya, en el nombre de Dios, ¿qué es lo que estás pensando? Pensaba una horrenda blasfemia, algo que ni aun ahora acababa de creer. O, lo que era peor, se mentía a sí mismo. No era que tratara de convencerse, era que se engañaba deliberadamente.
«¿Y dónde está la verdad? Si tanto te interesa la verdad, ¿cuál es esa verdad?».
Para empezar, que Church ya no era un gato. Parecía un gato y actuaba como un gato, pero en realidad era sólo una pobre imitación. La gente no lo veía, pero lo notaba. Louis recordó una noche en que Miss Charlton estuvo en la casa, con ocasión de una pequeña cena que dieron los Creed poco antes de Navidad. A la hora del café, estaban sentados aquí, charlando, cuando Church saltó al regazo de la Charlton, que se lo sacudió de encima inmediatamente, con una mueca de repugnancia instintiva.
Fue un incidente sin importancia. Ni siquiera lo comentaron. Pero… ocurrió. La Charlton notó algo raro. Louis apuró la cerveza y fue en busca de otra. Si Gage volvía cambiado de aquel modo sería una obscenidad.
Destapó otra lata y bebió largamente. Ahora estaba borracho, francamente borracho, y al día siguiente tendría una cabeza como un bombo. «Cómo asistí al entierro de mi hijo con resaca», por Louis Creed, autor de «Cómo se me escapó de los dedos en el momento crucial» y otras muchas obras.
Borracho. Completamente. Pero intuía que si se había emborrachado era para poder pensar en aquella descabellada idea con serenidad.
A pesar de todo, la idea resultaba morbosamente atractiva, hechicera. Sí, desde luego, por encima de todo, tenía hechizo.
Allí estaba Jud otra vez:
«Lo haces porque es algo que se apodera de ti. Lo haces porque ese cementerio es un lugar secreto, y tú quieres compartir el secreto… Te inventas razones…, parecen buenas razones…, pero en realidad lo haces porque quieres. O porque no tienes más remedio».
La voz de Jud arrastrando las sílabas con su acento yanqui, la voz de Jud que le helaba la sangre y le ponía la carne de gallina y le erizaba los pelillos del cogote.
«Son cosas secretas, Louis… El fondo del corazón del hombre es más árido… como la tierra del viejo cementerio micmac. El hombre cultiva lo que puede…, y lo cuida».
Louis empezó a repasar las otras cosas que Jud le había dicho acerca del cementerio micmac, a relacionar los datos, a sopesarlos. Procedía del mismo modo en que se preparaba para los exámenes finales.
El perro. «Spot».
«Podía ver los sitios en los que se le había clavado el alambre de espino; allí no había pelo, y la carne estaba hendida».
El toro. Otro expediente que acudía a la mente de Louis.
«Lester Morgan enterró allí arriba a su toro campeón. Un black angus que se llamaba «Hanratty»… Lester lo arrastró en un trineo… Le pegó un tiro dos semanas después. Aquel toro se volvió malo, malo de verdad. Pero, que yo sepa, es el único».
«Se volvió malo».
«El fondo del corazón del hombre es más árido».
«Se volvió malo de verdad».
«Que yo sepa, es el único».
«Ante todo lo haces porque, una vez has estado allí, es como si el lugar fuera tuyo».
«Tenía la carne hendida.
«Hanratty», un nombre ridículo para un toro.
«El hombre cultiva lo que puede… y lo cuida».
«Son mis ratas. Y son mis pájaros. Yo soy el responsable».
«Es un lugar secreto, y te pertenece, y tú le perteneces».
«Se volvió malo, pero, que yo sepa, es el único».
¿Qué quieres buscar ahora, Louis, cuando empiece a soplar el viento de la noche y la luna ilumine el sendero del bosque? ¿Quieres volver a subir la escalera? Cuando, en las películas de terror, el héroe o la heroína suben esa escalera, todos los que están en el cine saben que es una estupidez, pero en la vida real ellos las suben también: fuman, no se abrochan el cinturón de seguridad, llevan a la familia a vivir al lado de una carretera por la que día y noche pasan camiones arriba y abajo. Conque Louis, ¿qué piensas hacer? ¿Vas a subir la escalera? ¿Quieres conservar a tu hijo o prefieres perder la razón?
«Ajajá, vamos allá».
«Se volvió malo… Que yo sepa, el único… La carne estaba… El hombre… Te pertenece…».
Louis tiró el resto de la cerveza por el fregadero. De pronto, sintió ganas de vomitar. La habitación le daba vueltas vertiginosamente.
Sonó un golpe en la puerta.
Durante largo rato —por lo menos, a él le pareció largo—, Louis creyó que el golpe había sonado sólo dentro de su cabeza, que era una alucinación. Pero la llamada se repitió una y otra vez, paciente, implacable. Y, de pronto, Louis recordó el cuento de la mano del mono y sintió un terror helado. La sentía como una realidad física; era como una mano muerta que hubiera estado conservada en un frigorífico, una mano muerta que hubiera cobrado vida y se le hubiera metido debajo de la camisa para oprimirle el pecho a la altura del corazón. Era una imagen tonta y repugnante; pero la sensación no era una tontería. Oh, no.
Louis fue hacia la puerta, caminando sobre unos pies que no sentía y levantó el pestillo con dedos fláccidos. Mientras abría la puerta, pensaba: «Será Pascow. Con sus shorts colorados, y con más moho que un pan del mes pasado. Pascow con su cabeza monstruosa, que vuelve para avisarme: No subas ahí. ¿Cómo era la canción de los Animals? Baby please don’t go, baby PLEASE don’t go, you know I love you so, baby please don’t go…[5]
La puerta se abrió, y sobre el fondo de aquella medianoche oscura y ventosa que precedía al día del entierro de su hijo, estaba Jud Crandall. Su fino pelo blanco se agitaba movido por el viento frío.
—Pensando en el diablo, te lo encuentras en la puerta —dijo Louis con voz ronca. Trató de reír. El tiempo parecía haber retrocedido. Era otra vez el día de Acción de Gracias. Ahora mismo meterían el rollizo cuerpo de «Winston Churchill», el gato de Ellie, en una bolsa de basura de plástico verde y se pondrían en marcha. «Oh, no hagas preguntas; vamos a hacer una visita».
—¿Puedo pasar, Louis? —preguntó Jud. Sacó un paquete de Chesterfield del bolsillo de la camisa y se metió uno en la boca.
—Es que ya es muy tarde —dijo Louis—. Y he bebido cantidad de cerveza.
—Ajá, y así huele —dijo Jud. Encendió una cerilla y el viento la apagó. Rascó otra haciendo pantalla con las manos, pero los dedos le temblaban y expusieron la llama al viento. Al ir a encender la tercera, miró a Louis y dijo—: No puedo encender esto. ¿Me dejas entrar o no, Louis?
Louis se hizo a un lado y Jud entró en la casa.