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Sin duda se equivoca quien piense que existe un límite para el horror que puede experimentar la mente humana. Por el contrario, parece ser que, según van cerrándose las tinieblas, empieza a actuar una especie de multiplicador que, por poco que nos agrade admitirlo, la experiencia demuestra de múltiples maneras que, cuando arrecia la pesadilla, el horror engendra horror, que una desgracia fortuita acarrea otras, acaso provocadas, hasta que el horror lo llena todo. Y tal vez la incógnita más estremecedora sea cuánto horror puede soportar la mente humana sin perder la facultad de lúcido raciocinio. Por supuesto, estas situaciones suelen tener un componente absurdo. Y, a partir de un punto determinado, todo puede empezar a resultar incluso humorístico. Tal vez sea éste el punto en el que la razón empieza a imponerse o, por el contrario, a resquebrajarse; el punto en el que interviene el sentido del humor de cada cual.

Louis Creed hubiera podido entenderlo así si aquel diecisiete de mayo, después del funeral de su hijo, Gage William Creed, hubiera sido capaz de razonar; pero Louis dejó de pensar racionalmente —e incluso de intentarlo— en la sala de la funeraria, después de una pelea a puñetazo limpio que acabó con la frágil serenidad de Rachel. Los horrores del día no terminaron hasta que ella fue sacada, gritando, de la capilla de la funeraria, donde Gage estaba de cuerpo presente, en su ataúd cerrado, y Surrendra Hardu le puso una inyección calmante.

La ironía del caso es que ella no hubiera tenido que presenciar el episodio, aquella apoteosis de historieta de horror, si la pelea entre Louis Creed y Mr. Irwin Goldman de Dearborn se hubiera producido durante las horas de visita de la mañana (de 10 a 13.30) en lugar de por la tarde (de 14 a 15.30). Rachel no fue a la capilla por la mañana; sencillamente, no podía. Se quedó en casa, acompañada de Jud Crandall y de Steve Masterton. Louis no tenía ni idea de cómo hubiera podido resistir las cuarenta y ocho precedentes de no ser por Jud y Steve.

Fue una suerte para Louis —una suerte para los tres miembros de la familia que quedaban— que Steve hubiera acudido con tanta prontitud, ya que Louis, momentáneamente al menos, quedó incapacitado para tomar cualquier decisión, incluso, la más simple, como era poner una inyección a su mujer para mitigar su vivo dolor. Louis ni se dio cuenta de que, al parecer, Rachel pretendía ir al velatorio con la bata de casa, y mal abrochada. Tenía la cara demacrada y el pelo enmarañado, y sus oscuros ojos, dilatados e inexpresivos en sus cuencas hundidas, parecían los de una calavera viviente. Aquella mañana, sentada a la mesa del desayuno, mientras mordisqueaba una tostada sin untar, decía frases incoherentes. En un momento dijo de pronto: «A propósito del remolque que piensas comprar, Lou…». Lou no había vuelto a hablar de comprar el remolque desde 1981.

Louis se limitó a mover la cabeza y siguió tomando su desayuno, un tazón de cereal al cacao, el predilecto de Gage. Le revolvía el estómago, pero pensaba tomárselo todo. Louis iba muy acicalado, con su mejor traje —no era negro; él no tenía traje negro, sino gris antracita, algo es algo—, afeitado, duchado y peinado. Tenía un aspecto magnífico, y estaba traumatizado.

Ellie llevaba sus tejanos azules y una blusa amarilla. Acudió a desayunar con una foto en la mano. No consentía en separarse de ella. Era una ampliación de una instantánea que Rachel había tomado con la Polaroid que Louis y los niños le regalaron en su último cumpleaños, y en ella se veía a Gage, sonriendo desde las profundidades de la capucha del anorak y sentado en el trineo de Ellie, y a su hermana tirando de él. Rachel captó a Ellie sonriendo a Gage por encima del hombro mientras él parecía estar gritando de júbilo.

Ellie iba a todas partes con la foto, pero apenas hablaba. Era como si la muerte de su hermano, ocurrida en la carretera, delante de la casa, le hubiera hecho olvidar casi todo su vocabulario.

Louis era incapaz de darse cuenta del estado de su mujer y de su hija. Mientras comía el cereal, su mente repasaba el accidente una y otra vez; pero en su película personal el desenlace era diferente. En su película él era más rápido, y lo único que ocurría era que Gage se llevaba una zurra por no haberse parado cuando ellos le gritaron.

En realidad, fue Steve quien reparó en el estado de Rachel y de Ellie. Prohibió a Rachel asistir al velatorio de la mañana (por más que era bien poco lo que quedaba por velar; si el ataúd estuviera abierto, todos saldrían corriendo, entre ellos el propio Louis) y dispuso que Ellie se quedara en casa todo el día. Rachel protestó. Ellie se quedó sentada, sin decir nada, con la fotografía en la mano.

Fue Steve quien puso a Rachel la inyección que necesitaba y dio a Ellie una cucharada de un jarabe transparente. Ellie, que normalmente protestaba a gritos cada vez que tenía que tomar una medicina, fuese lo que fuese, esta vez se la tragó en silencio y sin una mueca. A las diez de la mañana, la niña dormía en su cama (con la fotografía de Gage todavía en la mano) y Rachel estaba sentada delante del televisor mirando «La rueda de la fortuna». Sus respuestas a las preguntas de Steve eran lentas. Estaba aturdida, pero en su rostro no había ya aquella expresión demente que tanto preocupara —y asustara— al joven médico cuando llegó a casa a las ocho y cuarto de la mañana.

Naturalmente, Jud se encargó de todos los trámites. Los realizó con la serena eficacia que desplegara tres meses antes con motivo de la muerte de su esposa. Pero fue Steve Masterton el que se llevó aparte a Louis antes de que éste saliera hacia la capilla.

—Yo la llevaré esta tarde, si está en condiciones —dijo Steve.

—Bien.

—Para entonces ya se le habrá pasado el efecto de la inyección. Mr. Crandall dice que él cuidará de Ellie esta tarde.

—Bien.

—Dice que jugará con ella al Monopoly o algo así…

—Humm-humm.

—Pero…

—Bien.

Steve enmudeció. Estaban en el garaje, el terreno de Church, el lugar al que llevaba los pájaros y las ratas que mataba. Y de los que Louis tenía que encargarse, porque eran responsabilidad suya. Fuera, sol de mayo y un petirrojo que cruzaba el sendero del jardín, como si tuviera asuntos urgentes que despachar en otro sitio.

—Louis —dijo Steve al fin—, tienes que sobreponerte.

Louis miró a Steve con gesto de cortés interrogación. Apenas había oído lo que le decía —estaba pensando que si hubiera sido más rápido habría salvado la vida de su hijo—, pero esta última frase caló un poco más.

—No creo que tú lo hayas notado —dijo Steve—, pero Ellie no vocaliza. En absoluto. Y Rachel está tan aturdida que no tiene ni noción del tiempo.

—¡Bien! —dijo Louis. Aquí parecía imponerse una respuesta más enérgica. No acababa de comprender por qué. Steve puso una mano en el hombro de Louis.

—Lou, te necesitan más que nunca en la vida. Tal vez más de lo que puedan necesitarte en el futuro. Mira, chico…, yo puedo ponerle una inyección a tu mujer, pero… tú… Louis, tú… ¡Caray! ¡Qué puta mierda!

Louis advirtió, con cierta sensación que podía ser de alarma, que Steve se echaba a llorar.

—Claro —dijo, y estaba viendo a Gage correr por el césped del jardín hacia la carretera. Ellos le gritaban que volviera, pero él no quería; últimamente jugaba a escaparse de papi y mami— y ellos corrían tras él. Louis enseguida sacó mucha ventaja a Rachel, pero Gage estaba muy lejos, Gage se reía, Gage se escapaba de papi —en esto consistía el juego— y Louis le perseguía, estaba acortando la distancia, pero muy despacio. Gage corría por la suave pendiente del jardín en dirección a la carretera 15, y Louis pedía a Dios que Gage se cayera. Cuando los niños pequeños corren tan deprisa, casi siempre se caen, porque la persona no coordina perfectamente los movimientos de las piernas por lo menos hasta los siete u ocho años. Louis pedía a Dios que Gage se cayera, que se cayera, sí, y que se aplastara la nariz o se abriera la cabeza y hubiera que darle puntos o lo que fuera, porque estaba oyendo el rugido de un camión que se acercaba, uno de aquellos diez-ruedas que constantemente iban y venían entre Bangor y la fábrica Orinco de Bucksport, y entonces chilló a Gage y le pareció que Gage le oía y que trataba de parar. Y es que Gage habría comprendido que el juego había terminado, que los padres no chillan así cuando están jugando, y trató de frenar la carrera, pero entonces el ruido del camión estaba muy cerca, era un ruido que llenaba el mundo. Como un trueno. Louis se lanzó hacia adelante, tratando de placar al niño, y su sombra se arrastró paralela al cuerpo, como la sombra de la cometa se arrastraba por el campo de Mrs. Vinton cubierto por la hierba seca de finales de invierno, y él creía (pero no estaba seguro) que había rozado con la yema de los dedos la tela de la fina chaqueta de Gage, pero entonces la inercia arrastró a Gage hacia la carretera, y el camión era como un trueno, el camión era destellos de sol en metal cromado, el camión era el alarido grave de una bocina de aire comprimido, y todo eso fue el sábado, y hacía tres días.

—Estoy bien —dijo a Steve—. Ahora tengo que marcharme.

—Si consiguieras reunir las fuerzas suficientes como para prestarles apoyo, eso sería también un bien para ti —dijo Steve enjugándose las lágrimas con la manga de la americana—. Tenéis que afrontarlo los tres juntos, Louis. Es la única forma. Es lo único que uno puede decir.

—Está bien —convino Louis, y dentro de su cabeza todo volvía a empezar, sólo que esta vez él saltaba medio metro más a la derecha y conseguía agarrarlo y no ocurría nada más.

Ellie se perdió el espectáculo de la capilla de la funeraria Brookins-Smith, pero Rachel, no. Cuando aquello ocurría, Ellie empujaba su ficha del Monopoly por el tablero al tuntún —y en silencio— sentada frente a Jud Crandall. Con una mano tiraba los dados y con la otra sujetaba fuertemente la fotografía en la que ella paseaba a Gage en el trineo.

Steve Masterton estimó que Rachel podía estar en el velatorio por la tarde, decisión que, a la vista de los acontecimientos posteriores, tuvo que lamentar.

Los Goldman habían llegado de Chicago en avión aquella mañana y se hospedaban en el Holiday Inn de Odlin Road. Antes del mediodía, el padre había llamado por teléfono cuatro veces, y Steve había tenido que mostrarse cada vez más firme, a la cuarta, casi amenazador. Irwin Goldman estaba decidido a ver a su hija y ni todos los perros del infierno le impedirían acudir a su lado en sus momentos de dolor, dijo. Steve respondió que Rachel necesitaba sosiego, para recuperarse del trauma antes de ir a la capilla; que él no sabía lo que harían los perros del infierno, pero que, desde luego, aquel médico ayudante sueco-americano no tenía la menor intención de dejar entrar a nadie en casa de los Creed hasta que Rachel apareciera en público por voluntad propia. Después del velatorio de la tarde, añadió Steve, estaría encantado de que el consuelo familiar entrara en funciones. Hasta entonces, tenían que dejarla en paz.

El padre juró en yiddish y colgó el auricular. Steve se mantuvo al acecho, por si aparecía el hombre; pero, evidentemente, Goldman había decidido esperar. A mediodía, Rachel parecía haber mejorado un poco. Por lo menos, ahora tenía idea de la hora que era y hasta fue a la cocina, para ver si había fiambres para preparar bocadillos o alguna cosa para después. Porque más tarde la gente querría ir a la casa, ¿verdad?, preguntó a Steve.

Steve asintió.

No había embutido ni rosbif; pero tenía un pavo relleno en el refrigerador, y lo puso en la rejilla a descongelar. Steve se asomó a la cocina minutos después y la encontró llorando delante del fregadero y mirando el pavo.

—Rachel…

Ella se volvió.

—A Gage le gustaba el pavo relleno. Sobre todo, la pechuga. —Esbozó una sonrisa atroz—. Se me ha ocurrido que ya nunca más lo comerá.

Steve la mandó arriba a vestirse —en realidad, ésta era la prueba final de su serenidad— y cuando la vio bajar con un sencillo vestido negro con cinturón y una pequeña cartera (en realidad, un bolso de noche), estimó que podía dejarla ir, y Jud se mostró de acuerdo.

Steve la llevó a la ciudad y se quedó en el vestíbulo de la capilla con Surrendra Hardy, mirando a Rachel avanzar por el pasillo hacia el féretro cubierto de flores.

—¿Cómo están las cosas, Steve? —preguntó Surrendra en voz baja.

—No pueden estar más jodidas —dijo Steve ásperamente—. ¿Cómo crees tú?

—Pues eso, jodidas —suspiró Surrendra.

En realidad, la cosa empezó por la mañana, cuando Irwin Goldman no quiso dar la mano a su yerno.

Al ver reunidos a tantos amigos y parientes, Louis salió un poco de su aturdimiento y empezó a percibir más claramente lo que ocurría a su alrededor. Había entrado en aquel estado de aflicción dócil que los directores de las funerarias saben aprovechar. Louis era paseado por la capilla como si fuera una ficha de parchís.

Contigua a la capilla, había una salita donde se podía fumar y descansar en mullidas butacas que parecían sacadas de un lúgubre club inglés que hubiera ido a la quiebra. En un atril de metal negro y dorado, colocado a la puerta de la capilla había un pequeño rótulo en el que se leía, simplemente: GAGE WILLIAM CREED. Si uno recorría aquel espacioso edificio blanco con engañoso aspecto de vieja mansión familiar, encontraba otra salita idéntica, junto a otra capilla, con un rótulo que decía: ALBERTA BURNHA NEDEAU. En la capilla de la parte posterior del edificio el atril estaba vacío. Aquel martes por la mañana, esta capilla se encontraba vacante. En el sótano estaba la sala de exposición de féretros, cada modelo, iluminado por un foco instalado en el techo. Si mirabas arriba —y Louis miró, lo que le valió un gesto de reproche del director—, creías descubrir una colección de animalejos acurrucados en el techo.

Jud fue con él el domingo, al día siguiente de la muerte de Gage, para elegir el ataúd. Cuando bajaron al sótano, en lugar de torcer inmediatamente hacia la derecha, donde estaba la sala de exposiciones, Louis siguió pasillo adelante en dirección a una puerta blanca oscilante como las que suele haber entre el comedor y la cocina de los restaurantes. Jud y el director de la funeraria dijeron rápidamente al unísono: «No es por ahí». Y Louis, obediente, se alejó de la puerta oscilante. Pero él sabía lo que había detrás. Su tío tenía una funeraria.

En la capilla había varias filas de sillas plegables, de las caras, con asiento y respaldo tapizados. Delante, en un combinado de altar y glorieta, estaba el féretro: Louis había elegido el modelo Eternal Rest de palo de rosa, de la American Casket Company. Con forro capitoné de seda rosa. El director se mostró de acuerdo en que era un ataúd precioso y lamentó no tenerlo con el forro azul. Louis respondió que ni él ni Rachel se habían preocupado nunca de tales matices. El hombre asintió. Luego, preguntó a Louis si había pensado ya cómo pagaría los gastos del entierro. Si aún no lo tenía decidido, podían pasar un momento al despacho y él le informaría de sus tres modalidades más populares.

En la cabeza de Louis, un locutor anunció de pronto jovialmente: «¡Un ataúd para su hijo, gratis con los cupones Raleigh!».

Como en sueños, Louis respondió:

—Pagaré con tarjeta de crédito.

—Muy bien —dijo el director.

El ataúd tenía poco más de un metro de largo: un miniataúd. El precio, sin embargo, rebasaba los seiscientos dólares. Louis supuso que lo habían puesto sobre unos caballetes, pero las flores los cubrían. De todos modos, no quería acercarse mucho. El olor de aquellas flores le daba ganas de vomitar.

Al extremo del pasillo, junto a la puerta que comunicaba con la salita, había una mesita con un álbum y un bolígrafo sujeto a la mesa con una cadena. Allí situó a Louis el director, para que pudiera «saludar a los parientes y amigos».

Los parientes y amigos debían firmar en el libro, con nombre y dirección. Louis nunca había podido adivinar cuál era el objeto de tan absurda costumbre, y ahora tampoco lo preguntó. Suponía que, después del entierro, él y Rachel tendrían que llevarse el libro a casa. Y esto le parecía aún más disparatado. En algún sitio, él guardaba su álbum de la escuela secundaria, su álbum de la universidad y su álbum de la Facultad de Medicina; había también el álbum de la boda, con la inscripción MI BODA estampada en letras doradas sobre símil-piel, que empezaba con la fotografía de Rachel probándose el velo de novia delante del espejo, ayudada por su madre, y terminaba con la foto de dos pares de zapatos colocados delante de la puerta de la habitación del hotel. También empezaron un álbum de Ellie… pero pronto se cansaron de ir pegando fotos; realmente, éste era una monada, con su página para MI PRIMER CORTE DE PELO (péguese un mechón del bebé) y el espacio rotulado ¡PUMBA! (péguese foto del bebé cayendo de culito).

Y ahora, éste. ¿Cómo lo llamamos?, se preguntaba Louis, yerto al lado de la mesa, esperando que empezara el desfile. ¿MI ÁLBUM DE LA MUERTE? ¿AUTÓGRAFOS FUNERARIOS? ¿EL DÍA EN QUE PLANTAMOS A GAGE? ¿O tal vez algo más solemne, como: UNA MUERTE EN LA FAMILIA?

Miró las tapas del álbum que, al igual que las del de MI BODA eran de símil-piel.

Pero no tenían nada escrito.

Como era de esperar, la primera persona en llegar aquella mañana fue Missy Dandridge, la buena de Missy que había cuidado de los niños docenas de veces. Louis recordó que Missy estaba con ellos la noche del día en que murió Víctor Pascow. Ella se llevó a los niños y Rachel le hizo el amor en la bañera y en la cama.

Missy había llorado, había llorado mucho, y al ver la cara serena e impasible de Louis volvió a echarse a llorar y extendió los brazos hacia él, como buscándole a tientas. Louis la abrazó, pensando que era lo obligado: seguramente, se establecía una especie de corriente humana que abría brecha en el muro del aturdimiento y hacía que, al calor de la pena, se fundiera el hielo del trauma.

Lo siento, decía Missy, apartando su melena rubio ceniza de su pálida cara. Un niño tan bueno y cariñoso. Yo le quería mucho, Louis. Es terrible. Esa carretera es criminal. Ojalá encierren al chófer para toda la vida, iba demasiado deprisa, era un niño tan dulce, tan vivo, ¿por qué ha tenido que llevárselo Dios? No lo sé, no lo comprendemos, pero es terrible, terrible, terrible.

Louis la consolaba. La tenía abrazada y la consolaba. Ella estaba mojándole el cuello de la camisa con sus lágrimas y él sentía en el pecho la presión de sus senos. Le preguntó por Rachel y él le dijo que estaba descansando. Missy prometió ir a verla y se ofreció para cuidar de Ellie siempre que quisieran. Louis le dio las gracias.

Missy ya se alejaba, hiposa, con los ojos más irritados que nunca, enjugándose las lágrimas con un pañuelo negro, en dirección al ataúd, cuando Louis la llamó. El director de la funeraria, cuyo nombre Louis ni recordaba siquiera, le había dicho que les hiciera firmar en el álbum y maldito si no les haría firmar a todos.

«El invitado misterioso tenga la bondad de firmar», pensó y a punto estuvo de soltar una carcajada histérica.

Pero los ojos afligidos de Missy ahuyentaron la risa.

—Missy, ¿harías el favor de firmar? —dijo. Y, puesto que parecía que se imponía añadir algo, explicó—: Para Rachel.

—Oh, pues claro. Pobre Louis y pobre Rachel. —Y, de pronto, Louis supo lo que iba a decirle a continuación, algo que él, sin saber por qué, estaba temiendo. Sí; ya venía, como una negra bala de grueso calibre disparada por un asesino, y él comprendió que aquella bala le heriría una y otra vez durante los interminables noventa minutos siguientes y por la tarde, otra vez mientras sangraban todavía las heridas de la mañana.

—Gracias a Dios, no sufrió, Louis. Por lo menos, fue rápido.

«Sí, muy rápido —le hubiera dicho él, ah, cómo la haría llorar oír aquello. Y Louis sintió el malévolo impulso de decirlo, de escupirle las palabras a la cara—. Fulminante, y por eso está cerrado el ataúd, y es que no había por dónde agarrarlo, aunque Rachel y yo fuéramos de los que visten a los parientes muertos con sus mejores galas, como si fueran maniquíes de escaparate, y les pintan la cara. Fue muy rápido, Missymona, todo fue salir a la carretera y quedar tirado, pero un buen trecho más allá, frente a la casa de los Ringer. Lo golpeó, lo mató y luego lo arrastró y más nos valdrá pensar que fue rápido. Un centenar de metros o más, el largo de un campo de fútbol. Yo corría, Missy, gritando su nombre, como si esperase que aún estuviera vivo; yo, un médico. Corrí diez metros y allí estaba su gorra de béisbol, veinte metros y una zapatilla de “La guerra de las galaxias”, cuarenta metros y el camión ya se había salido de la carretera, y estaba con la caja, doblado hacia un lado, en el campo que hay detrás del granero de los Ringer. De las casas salía la gente y yo seguía gritando su nombre, Missy, y a los cincuenta metros, estaba el jersey, vuelto del revés, y a los setenta, la otra zapatilla y, luego, Gage».

Bruscamente, la capilla se puso toda gris. Los objetos se borraron de su vista. Sentía levemente que el pico de la mesa que sostenía el álbum se le clavaba en la palma de la mano, pero eso era todo.

—¿Louis? —La voz de Missy. Lejana. Arrullo de palomas en los oídos.

—¿Louis? —Ahora, más cerca. Alarmada.

Las formas recobraron su perfil.

—¿Te encuentras bien?

—Muy bien —sonrió él—. Estoy bien, Missy.

Missy firmó por ella y por su marido —David Dandridge y esposa— con su estilográfica Palmer y debajo puso la dirección: Carretera de Bucksport, 67. Luego, levantó los ojos hacia Louis y desvió la mirada rápidamente, como si fuera un crimen vivir en la carretera donde había muerto Gage.

—Valor, Louis —susurró.

David Dandridge le estrechó la mano murmurando por lo bajo mientras la nuez, puntiaguda y prominente, le subía y bajaba. Luego, se fue rápidamente pasillo adelante detrás de su esposa, para cumplir con el rito de la contemplación de un féretro fabricado en Storyville, Ohio, un lugar en el que Gage nunca estuvo y donde nadie le conocía.

Detrás de los Dandridge fueron desfilando todos, lentamente, arrastrando los pies, y Louis recibió sus apretones de manos, sus abrazos, sus lágrimas. El cuello y el hombro de su americana gris oscuro le quedaron húmedos. El olor de las flores llegaba ya a la puerta de la capilla: olor a funeral. Era un olor que Louis recordaba de su niñez: olor empalagoso de flores mortuorias. Louis tuvo que oír treinta y dos veces —llevaba la cuenta— que «menos mal que Gage no había sufrido»; que «los designios de Dios son inescrutables», veinticinco y que «ahora está con los ángeles», doce.

Empezó a afectarle. Aquellos aforismos, en lugar de perder el poco significado que pudieran tener (como el propio nombre llega a perder sentido e identidad si se repite muchas veces), parecían clavársele más y más a cada acometida, avanzando hacia los puntos vitales. Cuando, inevitablemente, llegaron los suegros, Louis empezaba a sentirse como un boxeador muy castigado.

Lo primero que pensó fue que Rachel tenía razón, toda la razón. Irwin Goldman había envejecido. ¿Cuántos años tenía? ¿Cincuenta y ocho? ¿Cincuenta y nueve? Hoy aparentaba setenta, con su pétreo hieratismo. Se parecía casi de un modo absurdo al ex primer ministro de Israel, Menahem Begin, con su calva y sus gruesos lentes. Rachel, al regresar de su viaje, ya le dijo que su padre estaba más viejo, pero Louis no esperaba aquello. Claro que tal vez entonces no estuviera tan mal. Y es que en la época de Acción de Gracias el viejo aún no había perdido a uno de sus dos nietos.

A su lado iba Dory, con la cara oculta bajo dos o tal vez tres capas de crespón negro. Su pelo tenía ese tinte azulado del que tan partidarias se muestran las ancianas americanas de las clases altas. Se apoyaba en el brazo de su marido. Lo único que Louis distinguía a través de los velos era el brillo de las lágrimas.

De pronto, Louis pensó que ya era hora de hacer las paces. Ya no podía seguir guardándoles rencor. No se sentía con fuerzas. Quizá fuera por efecto del peso acumulado de tantas frases hechas.

—Irwin, Dory —murmuró—. Gracias por haber venido.

Hizo un amplio ademán con los brazos, como para estrechar la mano del padre y abrazar a la madre simultáneamente, o tal vez abrazarlos a los dos. Lo cierto es que empezaba a sentir lágrimas en los ojos por primera vez y, durante un instante, tuvo la disparatada ocurrencia de que podían reconciliarse, de que Gage, con su muerte, podía hacer eso por ellos, como en las novelas para señoras románticas, en las que la muerte ponía la paz en las familias, creando algo más constructivo que este dolor inmenso, estéril y demoledor que no cesaba.

Dory inició un movimiento, como si fuera a extender los brazos a su vez. Dijo algo —«Oh, Louis…» y unos sonidos que se le ahogaron en la garganta—, pero Goldman la atajó tirando de ella hacia atrás. Durante un momento, los tres se quedaron quietos como en un cuadro que nadie observó más que ellos (y quizá el director de la funeraria que se mantenía disimuladamente en un ángulo de la capilla: Louis pensó que el tío Carl lo habría observado), Louis, con los brazos entreabiertos y los Goldman, rígidos como una pareja de muñecos en una tarta nupcial.

Louis vio que los ojos de su suegro estaban secos y tenían una mirada adusta y hostil («¿Piensas que maté a Gage para fastidiarte?», le preguntó Louis mentalmente). Aquellos ojos parecían ver en él al mismo sujeto insignificante que raptó a su hija y que ahora le había ocasionado este sufrimiento… Luego, despectivamente, se volvieron hacia la izquierda —hacia el ataúd de Gage— y su expresión se suavizó.

A pesar de todo, Louis hizo una última tentativa.

—Irwin —dijo—, Dory. Creo que en estos momentos deberíamos estar unidos.

—Louis —dijo Dory otra vez, y amablemente, según pensó Louis; pero ya se alejaban: probablemente, Irwin iba tirando de su mujer sin mirar a derecha ni izquierda y, desde luego, sin mirar a Louis Creed. Se situaron frente al ataúd y Goldman sacó un bonete negro del bolsillo de la americana.

«No habéis firmado en el libro», pensó Louis, y le subió a la boca un eructo sordo y tan amargo que la cara se le contrajo en una mueca.

Por fin acabó el velatorio matinal. Louis llamó a su casa. Jud contestó al teléfono y le preguntó cómo había ido.

Muy bien, respondió a Louis. Pidió a Jud que llamara a Steve.

—Si es capaz de vestirse, esta tarde la dejaré ir —dijo Steve—. ¿Te parece bien?

—Sí —dijo Louis.

—¿Y tú cómo estás, Louis? Sin pamplinas, ¿cómo estás?

—Bien —dijo Louis lacónicamente. Resistiendo—. «Les he hecho firmar en el libro. Y han firmado todos menos Dory e Irwin, que no han querido».

—Está bien —dijo Steve—. Oye, ¿quieres que nos reunamos contigo para almorzar?

Almorzar. Reunirse para almorzar. Parecía una idea tan fuera de lugar, que Louis recordó las novelas de ciencia-ficción que solía leer de adolescente —novelas de Robert A. Heinlein, Murray Leinster, Gordon R. Dickson—. «Teniente Abelson, los habitantes del planeta Cuarco tienen una extraña costumbre cuando se les muere un hijo: se reúnen para almorzar. Ya sé que parece grotesco y bárbaro, pero recuerde que este planeta todavía no ha sido colonizado por la Tierra».

—Claro que sí —dijo Louis—. ¿Qué restaurante recomiendas para un descanso entre dos sesiones de velatorio?

—Calma, Louis —dijo Steve, pero no parecía molesto. En aquel estado de callada desesperación, Louis advirtió que podía ver en el interior de la gente con más claridad que nunca. Quizá fuera una ilusión, pero en aquel momento intuyó que Steve estaba pensando que era mejor un exabrupto sarcástico lanzado como una súbita bocanada de bilis, que su anterior estado de total apatía.

—No te preocupes —dijo a Steve—. ¿Te parece bien que nos encontremos en Benjamin’s?

—De acuerdo. Benjamin’s, entonces.

Louis había hecho la llamada desde el despacho del director. Ahora, al pasar por delante de la capilla, vio que estaba casi vacía, pero Irwin y Dory seguían sentados en primera fila, con la cabeza inclinada. A Louis le pareció que iban a quedarse allí para siempre.

Benjamin’s fue una buena elección. En Bangor se almorzaba temprano, y a eso de la una ya no quedaba casi nadie en el restaurante. Jud fue también, con Rachel y Steve, y los cuatro pidieron pollo frito. En un momento dado, Rachel se fue al tocador, y tardaba tanto en volver que Steve empezó a ponerse nervioso. Ya iba a pedir a una camarera que fuera a ver si le ocurría algo cuando ella volvió a la mesa, con los ojos irritados.

Louis apenas arañó el pollo, pero bebió mucha cerveza Schlitz. Jud se mantenía a su altura, botella a botella, sin hablar apenas.

Las cuatro raciones de pollo frito quedaron casi intactas, y Louis, con su nueva clarividencia, observó que la camarera, una muchacha gordita y mona, luchaba consigo misma sobre si preguntar o no si habían quedado satisfechos y, al ver los ojos enrojecidos de Rachel, decidía que la pregunta no procedía. Durante el café, Rachel dijo de pronto con una osadía que les impresionó a todos, especialmente a Louis, que por fin empezaba a amodorrarse con la cerveza:

—Voy a dar toda su ropa a la parroquia.

—¿Sí? —dijo Steve, después de una pausa.

—Sí; aún está en muy buen uso. Los jerséis…, los pantalones de pana…, las camisas… Alguien los aprovechará. Todos están muy bien; todos menos los que llevaba puestos, claro. Ésos quedaron… destrozados.

La última palabra se le ahogó en la garganta. Trató de tomar un sorbo de café, pero no pudo. Un momento después estaba sollozando con la cara entre las manos.

Entonces se produjo una tensión extraña. Había varias corrientes que parecían converger en Louis. Él con la fina percepción que le acompañara durante todo el día, las notaba claramente. Hasta la camarera se dio cuenta. Él vio que les observaba desde una mesa del fondo, en la que estaba colocando manteles individuales y cubiertos. Louis se quedó desconcertado un momento y luego comprendió: esperaban que él consolara a su mujer.

No podía. Quería hacerlo. Comprendía que era una obligación. Pero no podía. Era el gato lo que se lo impedía. De improviso y sin venir a cuento. El gato. El jodido gato. Church con sus ratones destripados y los pájaros derribados para siempre. Cada vez que los encontraba, Louis limpiaba diligentemente el cisco, sin rechistar. Al fin y al cabo, él era el responsable. Pero ¿era el responsable de esto?

Louis se miró los dedos. Se miró los dedos y los vio rozar la chaqueta de Gage. Y luego la chaqueta desapareció. Y desapareció Gage.

Se quedó quieto, mientras ella lloraba, desamparada.

Al cabo de un momento —tal vez reloj en mano fuera corto, pero tanto entonces como en el recuerdo le pareció larguísimo—, Steve echó un brazo sobre los hombros de Rachel, oprimiéndola cariñosamente y lanzó a Louis una airada mirada de reproche. Louis buscó los ojos de Jud, pero Jud mantenía la vista baja, como avergonzado. De allí no podía esperar ayuda.