35

Louis Creed pensaría después que el último día realmente feliz de toda su vida fue el 24 de marzo de 1984.

Las cosas que iban a ocurrir y que se cernían sobre ellos como una mortífera avalancha, aún tardarían siete semanas en llegar; pero durante aquellas siete semanas no hubo nada que se destacara con aquel color y aquella fuerza. Aunque aquellos horrores no hubieran ocurrido, él habría recordado siempre aquel día. Los días realmente buenos —buenos de verdad— son escasos, pensaba él. Tal vez los de toda una vida, reunidos, no llegaran al mes, en las mejores circunstancias. A Louis le parecía que Dios, en su infinita sabiduría, se mostraba mucho más generoso cuando se trataba de repartir sufrimiento.

Aquel día era sábado y, por la tarde, él se quedó en casa, cuidando de Gage, mientras Rachel y Ellie hacían la compra semanal. Habían ido con Jud en su vieja camioneta IH 59, no porque estuviera averiado el coche grande de la familia, sino porque al anciano le gustaba su compañía. Rachel preguntó a Louis si tendría inconveniente en quedarse con Gage, y Louis contestó que ninguno, desde luego. Se alegraba de que ella pudiera salir; después de todo un invierno en Maine, casi sin moverse de Ludlow, pensaba que su mujer necesitaba distracción. Aunque Rachel en ningún momento se quejó, a Louis le parecía que empezaba a mostrar síntomas de inquietud.

Gage despertó de su siesta a eso de las dos, de muy mal humor. Louis hizo varias tentativas de distraerle, pero el niño no se dejaba impresionar. Para colmo de males, el muy repelente hizo una deposición monumental, cuya calidad artística no ganó en mérito a ojos de Louis por estar rematada por una canica azul. Una de las canicas de Ellie. El crío podía haberse ahogado. Louis decidió que en lo sucesivo, basta de canicas —todo lo que caía en manos de Gage iba directamente a la boca—, pero aquella decisión, aunque muy laudable, no le ayudaría a mantener distraído al niño hasta el regreso de su madre.

Louis oía silbar en torno a la casa el viento de la recién llegada primavera que hacía danzar las sombras de las nubes en el campo de Mrs. Vinton, contiguo a la casa, y de pronto se acordó de la cometa en forma de buitre que comprara por capricho hacía cinco o seis semanas, al regresar de la universidad. ¿Había comprado también cordel? En efecto. ¡Magnífico!

—¡Gage! —dijo. Gage había encontrado un lápiz de cera verde debajo del sofá y estaba rayando uno de los cuentos favoritos de Ellie. «Un nuevo motivo para alimentar los sentimientos de rivalidad fraternos», pensó Louis con una sonrisa. Si Ellie se ponía muy pesada cuando descubriera las filigranas que Gage había dibujado en el libro, él no tenía más que aludir al adornito que había aparecido en los pañales del niño.

—¿Qué? —contestó Gage. Ya hablaba bastante bien, y Louis empezaba a pensar que tal vez fuera más que medianamente inteligente.

—¿Quieres salir?

—¡Quiere salir! —respondió Gage con entusiasmo—. ¡Quiere salir! ¿Patillas, papi?

La pregunta, traducida, era: ¿Dónde están mis zapatillas, papi? Con frecuencia, Louis se admiraba del modo de hablar de Gage, no porque fuera gracioso, sino porque le parecía que todos los niños pequeños hablaban como inmigrantes que estuvieran aprendiendo un idioma extranjero con un método anárquico y ameno. Él sabía que los bebés producían todos los sonidos que puede emitir la voz humana: el trino nasal tan difícil para los estudiantes de primer año de francés, los gruñidos y chasquidos guturales de los aborígenes australianos y las ásperas consonantes del alemán. Era una facultad que perdían al aprender la lengua materna y Louis se preguntaba a menudo si lo que se hacía durante la niñez no sería olvidar, más que aprender.

Las «patillas» de Gage aparecieron por fin… también debajo del sofá. Otra de las sospechas de Louis era la de que en las familias con niños pequeños, la zona situada debajo del sofá de la sala poseía una misteriosa fuerza magnética que succionaba toda clase de objetos, desde botellas e imperdibles hasta lápices de colores y tebeos con restos de comida rancia entre sus páginas.

Pero la chaqueta de Gage no estaba debajo del sofá: estaba a mitad de la escalera. Fue más difícil dar con la gorra de béisbol, sin la que Gage no consentía en salir de casa, porque estaba en su sitio, el armario que, naturalmente, fue el último lugar en el que miraron.

—¿Dónde vamos, papi? —preguntó Gage amistosamente, dando la mano a su padre.

—Al campo de Mrs. Vinton. A lanzar una cometa, amigo.

—¿Comeeta? —preguntó Gage, receloso.

—Te gustará. Un momento, chico.

Estaban en el garaje. Louis sacó su llavero, abrió el armario del garaje y encendió la luz. Después de revolver en el armario, encontró al «buitre», todavía dentro de la bolsa, con el ticket de caja prendido. Lo compró durante el crudo febrero, una tarde en que su alma necesitaba mantener un destello de esperanza.

—¿Eto? —preguntó Gage. O sea: «¿Qué diantres es eso que tienes ahí, padre?».

—Es la cometa —dijo Louis sacándola de la bolsa. Gage observaba con interés cómo Louis desplegaba el buitre, cuyas alas, de resistente plástico, tenían una envergadura de un metro y medio. Sus ojos, saltones y sanguinolentos, parecían mirarles desde la pequeña cabeza situada al extremo de un cuello flaco y desplumado.

—¡Pácaro! —gritó Gage—. ¡Pácaro, papá!

—Sí, un pájaro —dijo Louis introduciendo las varillas en las jaretas del dorso de la cometa y revolviendo otra vez en el armario en busca del ovillo de cordel que compró el mismo día. Por encima del hombro, repitió—: Verás cómo te gusta, compañero.

A Gage le gustó.

Llevaron la cometa al campo de Mrs. Vinton y Louis consiguió hacerla volar al viento de finales de marzo al primer intento, a pesar de que no lanzaba una cometa desde… ¿pero era posible?, desde que tenía doce años. ¿Habían pasado diecinueve años? Dios, qué espanto.

Mrs. Vinton era una anciana que tenía casi la edad de Jud, pero no su fortaleza. Vivía en una casa de ladrillo situada al borde del campo, aunque casi nunca salía. Detrás de la casa empezaba el bosque, el bosque en el que se encontraba Pet Sematary y, más allá, el cementerio micmac.

—¡La cometa vuela, papi! —chilló Gage.

—¡Mira cómo sube! —gritó Louis a su vez, riendo entusiasmado. Soltaba hilo tan deprisa que el roce casi le quemaba la palma de la mano—. ¡Mira el buitre, Gage! Se va a hacer caca de miedo…

—¡Caca de mieo…! —gritó Gage con una gran carcajada. El sol asomó por detrás de una esponjosa nube de primavera, y pareció que la temperatura subía cinco grados casi de repente. Estaba a la diáfana luz de un marzo templado y traidor que se las daba de abril, en medio del campo de Mrs. Vinton, cubierto de hierbas secas y altas, mientras el buitre subía y subía hacia el azul, con sus alas de plástico tensas contra el viento, y Louis, como hacía de niño, se alzó en espíritu hacia la cometa, fundiéndose con ella y contempló la verdadera faz del mundo, la que sin duda ven en sueños los cartógrafos: el campo de Mrs. Vinton, blanquecino y dormido después del deshielo, que ya no era un campo, sino un paralelogramo limitado por paredes de piedra en dos de sus lados y, en la base, la raya negra de la carretera y la cuenca del río. Eso veía el buitre con sus ojos saltones. Veía la cinta gris del río que aún arrastraba trozos de hielo y, al otro lado, Hampton, Newburgh, Winterport, con un barco en el puerto, tal vez incluso veía la fábrica St. Regís, en Bucksport, bajo su bandera de humo, y hasta el cabo, en el que el Atlántico embestía los acantilados.

—¡Mira cómo sube, Gage! —gritó Louis, riendo.

Gage echaba el cuerpo hacia atrás de tal manera que parecía que, de un momento a otro, iba a caerse de espaldas. Sonreía de oreja a oreja y saludaba a la cometa con la mano.

Cuando se aflojó la tensión del hilo, Louis dijo a Gage que pusiera la mano. Gage extendió el brazo, sin mirar siquiera. No podía apartar los ojos de la cometa que giraba y danzaba al viento mientras su sombra corría por el campo de un lado a otro.

Louis dio dos vueltas alrededor de la mano de Gage con el hilo y entonces sí que el pequeño bajó la mirada con un gracioso gesto de perplejidad al sentir el tirón.

—¡Oh!

—Ahora la haces volar tú —dijo Louis—. Tú mandas, compañero. Es tu cometa.

—¿Gage hace volar? —preguntó él. Aunque más que a su padre parecía preguntárselo a sí mismo. Tiró del hilo para probar y la cometa osciló al viento. Dio otro tirón más fuerte y el buitre hizo una pirueta. Louis y su hijo rieron al unísono. Gage extendió la mano libre y Louis se la tomó. Y así se quedaron, en medio del campo de Mrs. Vinton, mirando al buitre.

Fue un momento que Louis nunca olvidaría. Si cuando era niño se alzaba hasta la cometa, ahora sintió que se fundía con Gage, su hijo. Le pareció que se achicaba hasta caber dentro del pequeño cuerpo de Gage y que podía mirar por los ojos del niño aquel mundo inmenso y luminoso, un mundo en el que el campo de Mrs. Vinton era casi tan grande como las salinas de Bonneville, en el que la cometa volaba a kilómetros de altura, mientras el hilo le temblaba en la mano como si estuviera vivo y el viento le despeinaba.

—¡Vuela, cometa! —gritó Gage mirando a su padre, y Louis le rodeó los hombros con el brazo le dio un beso en la mejilla encendida por el viento.

—Te quiero mucho, Gage —dijo. Al fin y al cabo, quedaría entre los dos, y nadie podía decir nada.

Y Gage, a quien quedaban menos de dos meses de vida, reía con estrépito y alborozo.

—¡Vuela la cometa! ¡Vuela la cometa, papi!

Aún estaba la cometa en el aire cuando Rachel y Ellie volvieron a casa. Tan alta la tenían que casi se les había acabado el hilo y al buitre no se le veía la cara; era una pequeña silueta negra en el cielo.

Louis se alegró de verlas y soltó una carcajada cuando Ellie dejó escapar el hilo y lo persiguió entre la hierba, atrapándolo en el momento en que el ovillo iba a devanarse del todo, dando tumbos por el suelo. Pero la presencia de ellas dos cambiaba un poco las cosas, y Louis no lamentó mucho entrar en casa cuando, al cabo de veinte minutos, Rachel dijo que le parecía que Gage ya tenía bastante viento y que podía resfriarse.

Así que hubo que recoger el hilo y la cometa fue bajando. A cada vuelta del ovillo, pugnaba por volver al cielo, hasta que al fin se rindió. Louis se llevó debajo del brazo a aquel enorme pajarraco de los ojos saltones y volvió a guardarlo en el armario del garaje. Aquella noche, Gage tomó una cena enorme, a base de perros calientes y alubias y, mientras Rachel le ponía el pelele para acostarle, Louis se llevó aparte a Ellie y tuvo con ella una charla confidencial sobre las consecuencias de dejar las canicas por ahí tiradas. En otras circunstancias, tal vez hubiera acabado por gritarle, pues Ellie se ponía muy soberbia —y hasta impertinente— cuando se le reprochaba algo. Era sólo su forma de reaccionar a las críticas, pero ello no impedía que Louis perdiera los estribos cuando la niña se extralimitaba o él estaba cansado.

Pero, aquella noche, gracias a la cometa, estaba de muy buen humor y Ellie se mostró razonable. Prometió tener más cuidado y luego bajó a ver la tele hasta las ocho y media, una concesión del sábado por la noche a la que no hubiera renunciado por nada del mundo. «En fin, asunto terminado y puede que hasta haya sido una suerte», pensó Louis, sin sospechar que el peligro no estaba en las canicas, ni en los resfriados, sino en un gran camión de la Orinco y en aquella carretera…, tal como les advirtiera Jud Crandall un día de agosto.

Aquella noche, Louis subió la escalera unos quince minutos después de que Rachel acostara a Gage. Encontró al niño quieto en su cuna pero todavía despierto, apurando un biberón y con los ojos fijos en el techo en actitud contemplativa.

Louis le tomó un pie, lo levantó, le dio un beso y volvió a depositarlo en la cuna.

—Buenas noches, Gage.

—Vuela la cometa, papi.

—¡Cómo volaba! ¿Eh? —dijo Louis y, sin saber por qué, sintió lágrimas en el fondo de los ojos—. Hasta el cielo subió.

—Vuela la cometa. Hasta el cielo.

Se puso de lado, cerró los ojos y se durmió. Así, sin más.

Al salir al pasillo, Louis miró atrás y vio brillar unos ojos amarillentos dentro del armario de Gage. La puerta estaba entreabierta… sólo una rendija. Sintió que el corazón se le subía a la garganta y torció los labios en una mueca. Abrió la puerta del armario pensando no sabía qué.

(Zelda, Zelda está en el armario, con la lengua ennegrecida asomando entre los labios)

Naturalmente, era Church, el gato, que se había metido en el armario y al ver a Louis arqueó el lomo y dio un bufido enseñando unos dientecitos como alfileres.

—Fuera de ahí —susurró Louis.

Church volvió a bufar y no se movió.

—Fuera he dicho. —Louis agarró lo primero que le vino a mano del montón de juguetes de Gage: una locomotora de plástico rojo que a aquella luz débil tenía el color escarlata de la sangre coagulada, y amenazó con ella al animal. Church no sólo se quedó donde estaba, sino que, además, volvió a bufar.

De pronto, sin pensar, Louis arrojó el juguete al gato, y no para ahuyentarlo sino apuntando a dar, furioso y asustado porque se hubiera escondido en el armario del niño y, además, se negara a marcharse, como si tuviera derecho a estar allí.

La locomotora dio de lleno al animal que lanzó un maullido y huyó y, con su acostumbrada agilidad, tropezó con la puerta y estuvo a punto de caer.

Gage se movió, balbuceó, cambió de postura y volvió a quedarse quieto. Louis se sentía un poco mareado. Tenía la frente empapada en sudor.

—¿Louis? —preguntó Rachel desde abajo, alarmada—. ¿Se ha caído Gage de la cuna?

—No pasa nada, cariño. Church, que tropezó con unos juguetes.

—¡Ah, bien!

Louis sentía la misma sensación que hubiera experimentado si, al entrar a ver a su hijo, hubiera encontrado una serpiente deslizándose sobre él o una enorme rata agazapada en el estante situado sobre la cuna. Quizá fuera algo irracional, y quizá no. Pues, por supuesto que tenía que ser irracional. Pero cuando le bufó de aquel modo desde dentro del armario…

(¿Zelda, pensaste, Zelda, pensaste Ozz el Ggande y Teggible?)

Cerró la puerta del armario, empujando con el pie varios juguetes. Escuchó el chasquido del picaporte y, después de unos segundos de vacilación, echó el seguro. Louis volvió a acercarse a la cuna. Gage, al moverse, se había bajado las mantas hasta las rodillas. Louis volvió a arroparle con cuidado y se quedó largo rato allí plantado, contemplando a su hijo.