34

Ellie cumplió seis años. El día de su cumpleaños, volvió de la escuela con un sombrero de papel ladeado, varios retratos dibujados por sus compañeros (en el mejor de los cuales Ellie parecía un espantapájaros risueño) y terribles relatos de caídas en el patio durante el recreo. La epidemia de gripe pasó. Tuvieron que enviar a dos estudiantes al Centro Médico de Bangor, y Surrendra Hardu probablemente le salvó la vida a un estudiante de primero que se llamaba nada menos que Peter Humperton y cayó gravemente enfermo, con convulsiones, poco después de ingresar. Rachel se prendó del rubio repartidor del supermercado A & P de Brewer y una noche estuvo ponderando a Louis lo relleno que tenía el pantalón vaquero. «Tal vez sea sólo papel higiénico» —agregó—. «Pues pellízcale —propuso Louis—. Si grita, es todo auténtico». Rachel lloró de risa. Pasó febrero, azul, quieto y con temperaturas de muchos grados bajo cero y llegó marzo, con sus heladas y lluvias alternativas, los hoyos en el hielo y las señales anaranjadas en la carretera en homenaje al dios del PATINAZO. El dolor lacerante y angustioso de Jud Crandall fue mitigándose. Es el dolor que, según los psicólogos, empieza a los tres días de la muerte del ser querido y, en la mayor parte de los casos, dura seis semanas, como ese período que los habitantes de Nueva Inglaterra llaman «lo más crudo del invierno». Pero el tiempo pasa, encargándose de soldar entre sí los distintos estados de ánimo como una especie de arco iris. La pena aguda va haciéndose más roma, se convierte en añoranza y la añoranza, en recuerdo… Es un proceso que puede durar entre seis meses y tres años y aún quedar dentro de lo normal. Llegó el día del primer corte de pelo de Gage, y cuando Louis advirtió que a su hijo empezaba a oscurecérsele el cabello bromeó, pero lo sintió, aunque no lo manifestara.

Llegó la primavera y se quedó algún tiempo.