«Porque el hombre (y la mujer) son como las flores del valle, que hoy se abren y mañana son echadas al fuego: la vida del hombre es sólo una estación, que llega y pasa». Oremos.
Ellie, resplandeciente con su vestido azul marino comprado ex profeso para el acto, agachó la cabeza tan bruscamente que Louis le oyó crujir la nuca. Ellie había estado muy pocas veces en la iglesia y éste era su primer funeral. Las circunstancias la habían reducido a un insólito silencio.
Aquellas circunstancias permitían a Louis mirar a su hija de un modo distinto. Normalmente, el amor que sentía por ella, como el que sentía por Gage, le impedía observarla fríamente; pero hoy creía tener delante lo que era casi un ejemplo típico de la niña que está a punto de terminar su primera fase de desarrollo: un organismo todo pura curiosidad que almacena información en unos circuitos casi sin fin. Ellie se mantenía quieta y callada y no dijo nada ni siquiera cuando Jud, muy raro pero elegante con su traje negro y zapatos con cordones (Louis pensó que era la primera vez que no le veía con zapatillas o botas) se inclinó para darle un beso y le dijo:
—Estoy muy contento de que hayas venido, cariño. Y supongo que Norma se alegrará también.
Ellie le miró con los ojos muy abiertos.
Ahora, el reverendo Laughlin, el pastor metodista, pronunció la bendición, pidiendo a Dios que volviera su rostro hacia ellos y les diera la paz.
—¿Hacen el favor de adelantarse los portadores? —preguntó.
Louis fue a levantarse, pero Ellie le tiró de la manga con fuerza. Parecía asustada.
—¡Papi! —dijo en un fuerte susurro—. ¿A dónde vas?
—Soy uno de los portadores, cielo —dijo Louis sentándose un momento y rodeándole los hombros con el brazo—. Eso quiere decir que tengo que ayudar a llevar a Norma hasta el coche. Somos cuatro: el cuñado de Jud, dos de sus sobrinos y yo.
—¿Dónde nos encontraremos? —La cara de Ellie aún estaba tensa y preocupada.
Louis miró hacia adelante. Los otros tres portadores ya estaban allí, junto a Jud. El resto de los asistentes salían ya. Algunos lloraban. Vio a Missy Dandridge, que no lloraba pero tenía los ojos irritados y que le saludó alzando levemente una mano.
—Si te quedas en la escalera, enseguida voy a buscarte. ¿De acuerdo, Ellie?
—Sí. Pero no te olvides de mí.
—No, descuida.
Él volvió a levantarse y ella le tiró de la mano.
—Papi.
—¿Qué, cielo?
—No la sueltes —susurró Ellie.
Louis se unió a los demás, y Jud le presentó a sus sobrinos, que en realidad eran primos en segundo o tercer grado…, descendientes del hermano del padre de Jud. Eran dos mocetones de unos veintitantos años con un aire de familia muy marcado. El hermano de Norma frisaba los sesenta, según supuso Louis, y si bien en su cara se advertían las huellas del disgusto, parecía sobrellevarlo bastante bien.
—Celebro conocerles —dijo Louis. Se sentía un poco violento. Al fin y al cabo, era un extraño a la familia.
Ellos le saludaron con un movimiento de cabeza.
—¿Ellie está bien? —preguntó Jud haciéndole una seña con el mentón. La niña remoloneaba en el vestíbulo y los miraba.
«Desde luego; sólo quiere asegurarse de que no me esfumo en el aire», pensó Louis casi con una sonrisa. Pero aquel pensamiento le sugirió otro: «Oz, el Ggande y Teggible». Y la sonrisa se desvaneció.
—Sí, creo que sí —dijo Louis agitando la mano hacia ella. La niña hizo otro tanto y dio media vuelta para salir, haciendo volar la falda de su vestido azul marino. Louis observó en ella, con cierta dolorosa sorpresa, un aire de madurez. Fue sólo un momento, pero momentos como aquél le hacen a uno recapacitar.
—¿Qué? ¿Estamos listos? —preguntó uno de los sobrinos.
Louis asintió y lo mismo hizo el hermano menor de Norma.
—Con cuidado —dijo Jud. Tenía la voz ronca. Luego, dio media vuelta y subió por el pasillo lentamente, con la cabeza inclinada.
Louis se situó en el ángulo posterior izquierdo del féretro gris acero modelo American Eternal que Jud había elegido para su esposa. Agarró el asa que le correspondía y entre los cuatro hombres sacaron lentamente el ataúd de Norma a la mañana gélida y luminosa del primero de febrero. Alguien —seguramente el sacristán— había echado una gruesa capa de ceniza sobre el sendero resbaladizo de nieve pisada y helada. Junto a la acera, un furgón Cadillac despedía un humo blanco por el tubo de escape. A su lado, observándolos y preparados para ayudar por si alguno resbalaba o desfallecía (quizá el hermano), estaban el director de la funeraria y su hijo, un muchacho afónico.
Jud, de pie junto a ellos, contempló cómo introducían el féretro en el coche.
—Adiós, Norma —dijo encendiendo un cigarrillo—. Hasta pronto, muchacha.
Louis abrazó a Jud por los hombros, y el hermano de Norma se le acercó por el otro lado, relegando a segundo término al director y a su hijo. Los fornidos sobrinos (o primos segundos, o lo que fueran) ya habían hecho mutis, una vez realizado el simple trabajo del acarreo. Ellos no frecuentaban aquella rama de la familia. A Norma la conocían por las fotografías y alguna que otra visita de cumplido: largas tardes pasadas en la sala, comiendo las galletas de Norma y bebiendo la cerveza de Jud, no precisamente aburridos por las viejas historias de tiempos y personas que ellos no habían conocido, pero sí pensando en lo que hubieran podido hacer aquella tarde (lavar y abrillantar el coche, jugar una partida de bolos o, simplemente, ver por la tele un combate de boxeo con los amigos) y contentos de marcharse una vez satisfechas las formalidades.
Para ellos, la familia de Jud ya era cosa del pasado; era como un planetoide erosionado que se alejaba de la masa principal, a la deriva, disminuyendo de tamaño hasta convertirse en una mota. El pasado. Fotos en un álbum. Viejas historias contadas en habitaciones excesivamente caldeadas: ellos no eran viejos; sus articulaciones no estaban artríticas ni su sangre se había enfriado. El pasado se reducía a unas asas que había que agarrar de vez en cuando y luego soltar. Al fin y al cabo, si el cuerpo humano era la envoltura que contenía al alma humana, la carta que Dios enviaba al universo, según enseñaban la mayor parte de las religiones, el American Eternal sería la envoltura que contenía el cuerpo humano, y para aquellos aguerridos sobrinos o primos o lo que fueran, el pasado era una carta vieja que había que archivar.
«Dios salve el pasado», pensó Louis, estremeciéndose sin más motivo que el pensar que llegaría el día en que él se sentiría igual de desligado de su propia sangre, del fruto de los hijos de su hermano… o de sus propios nietos, si Ellie o Gage tenían hijos y él llegaba a conocerlos. El centro de gravedad se desplazaba. Los vínculos familiares se deterioraban. Caras jóvenes en fotos viejas.
«Dios salve el pasado», pensó nuevamente oprimiendo con más fuerza los hombros del anciano.
Los pajes colocaron las flores en la trasera del coche fúnebre y la luneta se alzó eléctricamente y quedó encajada en su ranura. Louis retrocedió para recoger a Ellie y juntos se dirigieron al coche. Louis sujetaba a la niña por el brazo, para que no resbalara con sus zapatos nuevos de suela de cuero. Arrancaban los motores de los coches.
—¿Por qué encienden las luces, papi? —preguntó Ellie con extrañeza—. ¿Por qué, si es de día?
—Lo hacen en señal de respeto por la muerta —dijo Louis, y notó que su voz sonaba ronca, mientras tiraba de la palanca que encendía los faros del Ford—. Vámonos.
Cuando, al fin, regresaban a casa —una vez terminada la ceremonia del cementerio, celebrada en la pequeña capilla de Mount Hope, ya que la tumba de Norma no podría cavarse hasta la primavera—, de pronto, Ellie se echó a llorar.
Louis la miró, sorprendido pero no muy alarmado.
—¿Qué tienes, Ellie?
—Ya no habrá más galletas —sollozó Ellie—. Ella hacía las mejores galletas de avena que he comido. Y ahora ya no podrá hacerlas nunca más, porque está «muerta». ¿Por qué tiene que morirse la gente, papá?
—En realidad, no lo sé —dijo Louis—. Supongo que para dejar sitio a los jóvenes, a la gente nueva como tú y como Gage.
—¡Yo no me casaré nunca, ni haré lo del sexo, ni tendré hijos! —declaró Ellie, llorando con más fuerza—. Entonces quizá a mí no me pase eso. ¡Es u-u-una guarrada!
—Pero también es la forma de acabar con el sufrimiento —dijo Louis en voz baja—. Y yo, como médico, he visto mucho sufrimiento. Si me busqué ese trabajo en la universidad fue porque estaba harto de ver sufrir a la gente, día tras día. Los jóvenes también tienen dolores, y a veces muy fuertes, pero es otra cosa.
Hizo una pausa.
—Aunque tú no lo creas, cielo, cuando uno es muy, muy viejo, la muerte no parece tan mala ni tan terrible como ahora te resulta a ti. Y tú aún tienes muchos, muchos años por delante.
Ellie lloró, luego hipó y por fin se calló. Antes de llegar a casa, preguntó si podía poner la radio. Louis le dijo que sí y ella encontró a Shakin’s Stevens que cantaba «This Ole House» por la WACZ. Al poco rato, estaba coreando la letra. Cuando llegaron a casa, la niña fue en busca de su madre y empezó a darle detalles del funeral. En honor a Rachel, Louis reconoció que escuchaba con tranquilidad y hasta con interés, aunque un poco pálida y pensativa.
Luego, Ellie le preguntó si sabía hacer galletas de avena, y Rachel dejó inmediatamente la labor de punto que estaba tejiendo y se levantó como si no esperase otra cosa.
—Sí —respondió—. ¿Quieres que preparemos una fuente?
—¡Yay! —gritó Ellie—. ¿Ahora, mamá?
—Ahora, si tu padre vigila a Gage durante una hora.
—Será un placer —dijo Louis.
Louis pasó la tarde leyendo y tomando notas de un largo artículo que publicaba «The Duquesne Medical Digest». Había vuelto a plantearse el viejo tema de las suturas solubles; en el mundillo de las contadas personas que se interesaban en el cosido de las pequeñas heridas, la cuestión parecía tan interminable como aquella antigua controversia psicológica que enfrentaba a los partidarios de la crianza natural y a los de la educación reglamentada.
Louis decidió escribir una carta aquella misma noche, en la que demostraría que los argumentos del autor eran endebles, los ejemplos, amañados, y la documentación, casi criminalmente somera. En suma, se relamía de gusto ante la perspectiva de torpedear aquella estúpida monserga de una vez por todas. Estaba buscando su ejemplar de «El tratamiento de las heridas» de Troutman en la librería del estudio, cuando Rachel bajó hasta media escalera.
—¿Subes, Lou?
—Aún tardaré un rato. —Él la miró—. ¿Todo va bien?
—Ya duermen. Los dos.
Él la observó detenidamente.
—Duermen los dos, pero tú, no,
—Me encuentro bien. Estaba leyendo.
—¿Te encuentras bien? ¿De verdad?
—De verdad —sonrió ella—. Te quiero, Louis.
—Y yo a ti, nena. —Lanzó una rápida mirada al anaquel. Allí estaba Troutman, en su sitio de siempre. Louis puso la mano sobre el libro.
—Church trajo una rata a casa mientras tú y Ellie estabais fuera —dijo ella tratando de sonreír—. Uf, qué porquería.
—Caray. Rachel, sí que lo siento. —Louis procuró que su voz no dejara traslucir lo culpable que se sentía en aquel momento—. ¿Fue muy asqueroso?
Rachel se sentó en la escalera. Con su bata de franela rosa, la cara limpia de maquillaje, la frente brillante y el pelo recogido en una coleta con una goma, parecía una niña.
—Ya lo limpié. Pero tuve que echar de la puerta a ese gato estúpido dándole con la boquilla del aspirador, para que dejara de montar guardia al lado del… del cadáver. Y me gruñó. Church nunca me había gruñido. Últimamente está muy raro. ¿Crees que puede tener el moquillo, Louis?
—No; pero, si tú quieres, lo llevaré al veterinario.
—Supongo que no será nada —dijo, y entonces le miró con disimulo—. ¿Por qué no subes? Es que yo… Ya sé que estás trabajando, pero…
—Pues claro —dijo él levantándose como si no tuviera nada que hacer. Y, en realidad, tampoco era tan importante; pero él sabía que ya nunca escribiría aquella carta, porque el desfile nunca se detiene, y mañana habría otras cosas que hacer. Pero la rata era toda suya, ¿no? La rata que Church había traído a casa, seguramente hecha trizas, con los intestinos colgando y tal vez sin cabeza, era suya. Sí; él había adquirido los derechos.
—Vámonos a la cama —dijo, apagando las luces. Él y Rachel subieron la escalera. Louis la abrazó y le hizo el amor lo mejor que pudo…, pero incluso cuando entraba en ella, duro y erecto, escuchaba el gemido del viento al otro lado de los cristales cubiertos de escarcha y pensaba en Church, el gato que fuera de su hija y ahora era suyo, preguntándose dónde estaría y qué acecharía o mataría esta vez. «El fondo del corazón del hombre es más árido», pensó, y el viento silbaba su lúgubre música, y a no muchos kilómetros de allí, Norma Crandall, que había tejido unos gorros de punto a juego para sus hijos, yacía en su féretro de acero gris modelo American Eternal sobre una losa de mármol del depósito de Mount Hope, y el algodón con que le habían rellenado las mejillas habría empezado a ennegrecerse.