32

No fue un ataque al corazón. Fue un derrame cerebral. Súbito y, probablemente, indoloro. Cuando Louis llamó a Steve Masterton a primera hora de la tarde para darle detalles, Steve dijo que a él no le importaría irse de aquel modo.

—Hay veces en las que Dios le da largas al asunto y otras se limita a hacerte una seña para que te largues.

Rachel no quiso hablar del asunto ni consintió que Louis lo mencionara siquiera.

Ellie, más que afligida, se mostró sorprendida e intrigada. En opinión de Louis, fue una reacción perfectamente sana y natural para una criatura de seis años. Preguntó si Mrs. Crandall había muerto con los ojos cerrados o abiertos. Louis contestó que no lo sabía.

Jud reaccionó lo mejor que cabía esperar, teniendo en cuenta que había compartido cama y mesa con aquella mujer durante casi sesenta años. Louis encontró al anciano —porque aquel día parecía realmente un anciano de ochenta y tres años— sentado junto a la mesa de la cocina, fumando un Chesterfield, bebiendo cerveza y contemplando la puerta de la sala con mirada ausente.

Cuando entró Louis, le miró y dijo:

—Bueno, se fue, Louis. —Lo dijo con una voz tan clara y en un tono tan natural que Louis pensó que aún no se había percatado de lo sucedido. Luego, empezó a mover los labios y se cubrió los ojos con un brazo. Louis se acercó a él y lo abrazó por los hombros. Jud entonces claudicó y se echó a llorar. Sí se había percatado. Jud comprendía perfectamente que su esposa había muerto.

—Eso te hará bien —dijo Louis—. Sigue. Además, ella querría que llorases. A lo mejor se ofende si no lo haces. —También él tenía los ojos llorosos. Jud se asió a él con fuerza y Louis le estrechó a su vez.

Jud estuvo llorando unos diez minutos, y luego se serenó. Louis escuchaba con gran atención todo lo que decía Jud. Le escuchaba como amigo y como médico, tratando de descubrir reiteraciones y, sobre todo, síntomas de si había perdido la noción del tiempo (la del lugar no podía perderla, porque para Jud Crandall nunca hubo más lugar que Ludlow, Maine) y si utilizaba el presente al hablar de Norma. No descubrió el menor indicio de que Jud estuviera perdiendo el control de sus facultades mentales. Louis sabía que no era insólito que una pareja que habían convivido durante tantos años murieran con un intervalo de un mes, una semana o, incluso, un día. Tal vez el trauma, o el afán de reunirse con el ausente (ésta era una idea que no se le hubiera ocurrido antes de lo de Church; Louis advertía que su modo de pensar sobre el mundo espiritual y sobrenatural había experimentado un cambio profundo). La conclusión que sacó fue que Jud estaba muy afligido, pero por lo menos, por el momento, su mente regía perfectamente. No detectó en Jud aquella fragilidad que mostrara Norma la víspera de Año Nuevo, cuando los dos matrimonios estuvieron bebiendo ponche de huevo en casa de los Creed.

Jud, aún con la cara congestionada, le sacó una cerveza del frigorífico.

—Aún es temprano; pero en algún sitio ya se habrá puesto el sol y, dadas las circunstancias…

—No digas más —le atajó Louis destapando la cerveza. Miró a Jud—. ¿Brindamos por ella?

—Pues claro —dijo Jud—. Si la hubieras visto a los dieciséis años, Louis, cuando volvía de la iglesia con la chaqueta desabrochada y aquella blusa blanca…, se te hubieran ido los ojos tras ella. Hasta el mismo diablo hubiera dejado la bebida por ella. Gracias a Dios, a mí nunca me lo pidió.

Louis movió la cabeza y levantó la botella.

—Por Norma —dijo.

Jud hizo chocar su cerveza con la de Louis. Estaba llorando otra vez, pero también sonreía y asentía.

—Que goce de la paz dondequiera que esté, y que no tenga artritis.

—Amén —dijo Louis. Y bebieron.

Fue la única vez que Louis vio a Jud más que medianamente achispado; pero ni aun así disparataba. De sus labios brotaba un torrente de anécdotas y recuerdos, cariñosos, vividos y, en ocasiones, conmovedores. Pero no por hablar del pasado descuidaba el presente, y Louis no podía sino admirar su entereza. Dudaba mucho que él hubiera reaccionado con tanta serenidad si Rachel hubiera caído fulminada aquella mañana, después del pomelo y el cereal.

Jud llamó a la funeraria Brookings-Smith de Bangor, avanzó por teléfono todos los datos y quedó en ir al día siguiente para ultimar detalles. Sí; quería que la embalsamaran. El vestido se lo daría él. Ropa interior, también. No, no quería que la funeraria le pusiera de esos zapatos que se abrochan detrás. ¿Podrían encargarse de que le lavaran el cabello? Ella se lo había lavado el lunes por la noche, de manera que ya lo tendría sucio. Se quedó escuchando y Louis, que conocía el ramo, supuso que el empleado de la funeraria estaba diciendo a Jud que el último lavado y marcado estaba incluido en el servicio. Jud asintió y dijo que muchas gracias. Sí, que la maquillaran; pero con discreción «Está muerta y todo el mundo lo sabe —dijo encendiendo otro Chesterfield—. No hace falta que le pongan muchos potingues». El féretro estaría cerrado durante el funeral, dispuso en tono tranquilo y tajante, y abierto la víspera, durante el velatorio. Sería enterrada en el cementerio de Mount Hope, donde habían comprado tumbas en 1951. Tenía los papeles a mano y dio al empleado el número de la tumba, para que pudieran empezar los preparativos: H-101. Él, según dijo después a Louis, tenía el H-102.

Cuando colgó el teléfono, Jud miró a Louis y dijo:

—Para mí que el cementerio más bonito del mundo está precisamente aquí, en Bangor. Sácate otra cerveza, Louis, que esto va para largo.

Louis, que ya empezaba a estar mareado, iba a rehusar cuando ante sus ojos apareció de improviso una imagen grotesca: vio a Jud arrastrando el cadáver de Norma por el bosque en unas parihuelas, camino del cementerio micmac, más allá de Pet Sematary.

Aquella visión le produjo el efecto de una bofetada. Sin decir palabra, se levantó y sacó otra cerveza del frigorífico. Jud movió la cabeza afirmativamente y marcó otro número. Cuando, alrededor de las tres de la tarde, Louis se fue a su casa a comer un bocadillo y tomar un tazón de sopa, Jud tenía ya muy adelantada la labor de organización de los funerales por su esposa. Pasaba de una cosa a la siguiente como el que prepara una cena importante. Llamó a la iglesia metodista de North Ludlow, donde se celebraría el oficio, y a la oficina del cementerio Mount Hope. La funeraria llamaría de todos modos, pero Jud prefirió avisar personalmente por cortesía. Era éste un gesto que pocos deudos solían tener; unos, porque no caían en ello y otros, porque no se sentían con fuerzas. Louis admiraba a Jud por este detalle. Después avisó a los escasos parientes de Norma y a los suyos, hojeando una decrépita agenda de piel. Y, entre llamada y llamada, bebía cerveza y recordaba el pasado.

Louis sentía una gran admiración… ¿Y afecto?

Sí; le decía su corazón. Y afecto.

Aquella noche, cuando Ellie bajó ya con el pijama para darle un beso, preguntó a Louis si Mrs. Crandall iría al cielo. Lo dijo casi en un susurro, como si supiera que era preferible que su madre no lo oyera. Rachel estaba en la cocina, preparando un pastel de pollo que pensaba llevar a Jud al día siguiente.

Al otro lado de la calle, en casa de los Crandall, estaban encendidas todas las luces. Había coches aparcados en la senda del jardín y en hilera, junto a la carretera, a lo largo de unos treinta metros a cada lado de la casa. El velatorio oficial tendría lugar al día siguiente, en la funeraria, pero aquella noche la gente había ido a consolar a Jud lo mejor posible, a ayudarle a recordar, y hacerle compañía. Entre una y otra casa soplaba un gélido viento de febrero. En la carretera había placas de hielo negro. Ahora tenían encima lo más crudo del invierno de Maine.

—Bueno, cariño, pues no sé qué decirte —respondió Louis sentando a Ellie en sus rodillas.

En la tele había un tiroteo. Un hombre giró sobre sí mismo y se desplomó sin que ninguno de los dos le prestara atención. Louis se dijo entonces —un tanto incómodo— que probablemente Ellie sabía muchas más cosas acerca de Spiderman, Ronald McDonald y Burger King, que sobre Moisés, Jesús y san Pablo. Era hija de una judía no practicante y de un metodista apartado de su Iglesia, y suponía que las ideas de la niña acerca del mundo espiritual no podían ser más vagas —no ya mitos, ni sueños, sino sueños de sueños—. «Ya es tarde para eso —pensó Louis, desconcertado—. No tiene más que cinco años, pero ya es tarde. ¡Y es que se hace tarde tan pronto, rediez!».

Pero Ellie estaba mirándole, y había que decir algo.

—La gente cree muchas cosas acerca de lo que nos ocurre cuando morimos —dijo—. Unos piensan que vamos al cielo o al infierno. Otros, que volvemos a nacer.

—Sí, la carnación. Lo que le pasa a Audrey Rose en la película de la tele.

—¡Pero si tú no la has visto! —Louis pensó que si Rachel llegaba a sospechar que Ellie había visto Audrey Rose, seguro que tenía su propio derrame cerebral.

—Me lo contó Marie en el colegio —dijo Ellie. Marie era una niña desnutrida y desaliñada que parecía amenazada de impétigo, tiña e incluso escorbuto y que se había como autoproclamado la mejor amiga de Ellie. Tanto Louis como Rachel procuraban fomentar aquella amistad con la mejor voluntad, pero un día Rachel confesó a Louis que cuando Marie se marchaba sentía siempre el impulso de mirarle la cabeza a Ellie en busca de liendres y piojos. Louis se echó a reír moviendo afirmativamente la cabeza—. A Marie su mamá le deja ver todas las películas de la tele.

Había en estas palabras una implícita crítica que Louis prefirió pasar por alto.

—Se dice reencarnación, pero imagino que ya tendrás una idea. Los católicos creen que hay cielo e infierno, pero, además, limbo y purgatorio. Y los hindúes y los budistas creen en el nirvana…

Una sombra se proyectó en la pared del comedor.

Rachel estaba escuchando.

Louis prosiguió, más despacio:

—… y probablemente hay otras muchas creencias. Pero en definitiva, Ellie, nadie lo sabe. La gente dice saberlo, pero lo que quiere decir es que lo cree por la fe. ¿Tú sabes lo que es la fe?

—Pues…

—Mira, tú y yo estamos ahora sentados en mi butaca. ¿Tú crees que mañana la butaca seguirá aquí?

—Sí.

—Eso es la fe. Tú confías en que seguirá aquí. Yo también. Tener fe es creer que va a pasar lo que tú imaginas. ¿Comprendido?

—Sí. —Ellie movió la cabeza, convencida.

—Pero ni tú ni yo sabemos si la butaca va a estar. Esta noche podría entrar en casa un ladrón de butacas y llevársela, ¿verdad?

Ellie ahogó la risa.

—Pero nosotros tenemos fe en que no ocurra eso. La fe es algo grande, y las personas auténticamente religiosas quisieran hacernos creer que la fe y la certidumbre son una misma cosa, pero yo no lo creo así. Porque existen demasiadas opiniones al respecto. Lo que sabemos es: cuando nos morimos, una de dos, o nuestra alma y nuestro pensamiento sobreviven a la muerte, o no. Si sobreviven, puede ocurrir cualquier cosa. Si no, pues punto. Fin.

—¿Como si te quedaras dormido?

Él reflexionó y dijo:

—Mejor, como si te dieran éter.

—¿Tú en cuál de las dos cosas tienes fe, papi?

La sombra de la pared se movió y volvió a quedarse quieta.

Durante casi toda su vida adulta, por lo menos desde su época de estudiante, Louis creyó que la muerte era el fin. Él había visto morir a mucha gente y nunca sintió el paso de un alma camino de… donde fuera. ¿No pensó lo mismo a la muerte de Víctor Pascow? Louis opinaba, como su profesor de psicología, que las experiencias de la vida después de la muerte, recogidas en revistas especializadas y divulgadas por la prensa popular, indicaban, probablemente, un último intento de la mente por resistir la acometida de la muerte: la mente humana, con su inagotable inventiva, se sustraía a la desesperación construyendo una alucinación de inmortalidad. Louis también estaba de acuerdo con lo que dijo un compañero de cuarto que tuvo en Chicago en su segundo año de facultad, durante una reunión que duró toda una noche, de que resultaba muy sospechoso que la Biblia estuviera llena de milagros que cesaron de producirse casi por completo durante la Época de la Razón («cesaron por completo», dijo al principio, pero luego fue obligado a retroceder por lo menos un paso por los que afirmaban, con cierta autoridad, que aún ocurrían multitud de cosas inexplicables, reductos aislados de perplejidad en un mundo cada vez más aséptico y bien iluminado; ahí estaba, por ejemplo, el Sudario de Turín, que había resistido todas las tentativas que se hicieron para desacralizarlo). «Se dice que Jesucristo hizo resucitar a Lázaro de entre los muertos —decía aquel muchacho que se convertiría en un prestigioso ginecólogo de Dearborn, Michigan—. Muy bien. Si no hay más remedio, me lo trago. Es decir, si yo tengo que aceptar el concepto de que algunas veces un gemelo puede engullir el feto de otro “in útero”, digamos en un acto de canibalismo prenatal, no hay nada que oponer si veinte o treinta años después, aquél presenta dientes en los testículos o en los pulmones, para demostrarlo. Y, si me trago eso, puedo tragar cualquier cosa. Pero lo que yo quiero es ver el certificado de defunción. ¿Veis adónde quiero ir a parar? Yo no pongo en duda que saliera de la tumba. Pero que me enseñen el certificado de defunción. Yo soy como Tomás, que decía que no creería que Jesús había resucitado hasta que pudiera mirar por los agujeros de los clavos y meter la mano en la herida del costado del sujeto. Para mi él era el verdadero médico de la pandilla, y no Lucas».

No; Louis nunca creyó en la otra vida. Por lo menos, hasta lo de Church.

—Yo creo que hay algo más allá —dijo a su hija, hablando despacio—. Pero cómo puede ser, eso no lo sé. Tal vez sea distinto para cada cual. Tal vez sea lo que cada uno creyó que sería durante toda su vida. Pero creo que hay algo y creo que Mrs. Crandall debe de estar en algún lugar donde pueda ser feliz.

—Tú tienes fe en eso —dijo Ellie. No era una pregunta. Parecía intimidada. Louis sonrió, entre satisfecho y cohibido.

—Seguramente. Y también tengo fe en que es hora de que te vayas a la cama. Llevas diez minutos de retraso.

Le besó en los labios y en la punta de la nariz.

—¿Tú crees que los animales tienen otra vida?

—Sí —dijo él sin pensarlo, y estuvo a punto de añadir: Sobre todo, los gatos. Las palabras casi le asomaron a sus labios, y sintió que la piel le quedaba rígida y fría.

—Bueno —dijo la niña deslizándose al suelo—. Tengo que dar un beso a mamá.

—Pues, adelante.

Louis la siguió con la mirada. Al llegar a la puerta del comedor, la niña se volvió y dijo:

—Aquel día me puse muy tonta con Church, ¿verdad? ¡Y cómo lloraba!

—No, cariño —dijo él—. A mí no me pareciste tonta.

—Si ahora se muriera, me parece que podría resistirlo —dijo ella, y pareció quedarse un poco sorprendida por lo que acababa de decir. Luego, corroboró—: Sí, podría. —Y se fue en busca de Rachel.

Aquella noche, en la cama, Rachel dijo:

—He oído lo que le decías.

—¿Y no te parece bien? —preguntó Louis. Decidió que sería mejor hablar sin tapujos, si así lo quería ella.

—No es eso —dijo Rachel en un tono de vacilación impropio de ella—. No, Louis; no es eso. Es que… me asusto. Y tú ya me conoces, cuando me asusto me pongo a la defensiva.

Louis no recordaba haber oído nunca a Rachel hablar con tanta desconfianza y, de pronto, se sintió receloso, como si estuviera pisando un campo de minas.

—¿Te asustas? ¿De qué? ¿De la muerte?

—No es mi muerte lo que me asusta. Casi nunca pienso en ella… Ya no. Pero cuando era niña pensaba mucho en eso. Y no podía dormir. Soñaba con monstruos que venían a comerme en la cama. Y todos tenían la cara de mi hermana Zelda.

«Sí —pensó Louis—. Ya salió por fin, al cabo de todos estos años de matrimonio. Ya salió».

—No hablas mucho de ella.

Rachel sonrió y le acarició la mejilla.

—Eres un encanto, Louis. Yo nunca hablo de ella. Y trato de no acordarme siquiera.

—Siempre pensé que tus razones tendrías.

—Y las tengo.

Guardó silencio, pensativa.

—Sé que murió… de meningitis espinal…

—Meningitis espinal —repitió ella, y Louis vio que estaba a punto de llorar—. En casa ya no hay ni una sola foto suya.

—Yo vi la foto de una niña en…

—… en el despacho de papá. Sí; lo había olvidado. Y mi madre lleva otra en el billetero, según creo. Tenía dos años más que yo. Cayó enferma…, y la pusieron en el dormitorio de atrás… en el cuarto de atrás, como un secreto vergonzoso, Louis, mi hermana murió en el cuarto de atrás, y eso ha sido siempre… un secreto vergonzoso.

De pronto, Rachel se vino abajo, y en el tono cada vez más agudo de sus sollozos, Louis detectó, alarmado, un síntoma de histerismo. Extendió la mano y tocó un hombro que se desasió bruscamente. Sintió en las yemas de los dedos el roce de la seda del camisón.

—Rachel…, nena… basta…

Ella aún pudo dominar los sollozos.

—No me impidas hablar, Louis. Sólo me quedan fuerzas para decirlo una vez, y no quiero volver a hablar de ello nunca más. De todos modos, tampoco iba a poder dormir esta noche.

—¿Tan horrible fue? —preguntó Louis, a pesar de que conocía la respuesta. Aquello explicaba muchas cosas, incluso incidentes que no parecían tener la menor relación encajaban ahora perfectamente. Rachel nunca asistió con él a un funeral, ni siquiera al de Al Locke, un compañero que murió en accidente de tráfico cuando el coche en el que viajaba chocó contra un camión. Al iba con frecuencia a visitarles al apartamento y Rachel le apreciaba. Pero no fue a su funeral.

«Aquel día se puso enferma —recordó Louis—. Parecía gripe o algo por el estilo. Bastante grave. Pero al día siguiente estaba perfectamente».

«Estaba perfectamente después del funeral», rectificó. Ahora recordaba que ya entonces pensó que podía tratarse de algo psicosomático.

—Fue horrible, desde luego. Mucho peor de lo que puedas imaginar. Louis, la veíamos empeorar de día en día, sin poder hacer nada. Tenía dolores constantes. Su cuerpo parecía encogerse… contraerse… Se le encorvaron los hombros y se le desfiguró la cara hasta convertirse en una especie de máscara. Sus manos eran como las garras de un pájaro. A veces yo tenía que darle de comer. Me horrorizaba, pero lo hacía sin protestar. Cuando el dolor aumentó, empezaron a darle calmantes, suaves al principio, pero los que le daban después la hubieran dejado perturbada para siempre, por años que hubiera vivido. Aunque todos sabíamos que no viviría. Seguramente por eso es para nosotros un secreto. Porque queríamos que muriera, Louis, deseábamos su muerte, y no era para que ella acabara de sufrir, sino para no tener que sufrir nosotros. Era porque parecía un monstruo y empezaba a ser un monstruo… Oh, Dios, ya sé que parece una espantosa barbaridad…

Se cubrió la cara con las manos.

Louis la tocó con suavidad.

—Rachel, no es una barbaridad.

—¡Lo es! —gritó ella—. ¡Lo es!

—Es la realidad, sencillamente. A veces, las víctimas de una larga enfermedad se convierten en series ariscos y tiránicos. La imagen del enfermo sufrido y santo es falsa. Tan pronto como empiezan a llagarse, ya están amargándoles la vida a los que están a su lado. Y es que no pueden evitarlo. Pero eso no es un consuelo para los demás.

Ella le miraba sorprendida…, casi esperanzada. Luego volvió el gesto de desconfianza.

—Eso te lo inventas ahora.

Él sonrió tristemente.

—¿Quieres que te enseñe los libros? ¿Y la estadística de los suicidios? En las familias que han cuidado en casa a un enfermo desahuciado durante mucho tiempo, la cifra de suicidios se dispara hacia la estratosfera durante las seis semanas siguientes a la muerte del paciente.

—¡Suicidios!

—Se atiborran de pastillas, o abren la espita del gas, o se saltan la tapa de los sesos. Odio…, agotamiento…, repulsión…, tristeza… —Se encogió de hombros y juntó los puños con suavidad—. Los supervivientes empiezan a sentirse como si hubieran cometido un crimen. Y claudican.

En la cara de Rachel, congestionada por el llanto, se pintaba ahora una expresión de dolorido alivio.

—Zelda era exigente…, odiosa. A veces, se orinaba en la cama a propósito. Mi madre siempre le preguntaba si quería que la ayudase a ir al baño y, después, cuando ya no podía levantarse, si quería el orinal… y Zelda decía que no…, y entonces se lo hacía en la cama, para que mi madre o mi madre y yo tuviéramos que cambiarle las sábanas… Y decía que se le había escapado, pero había una sonrisa en sus ojos. Se veía la sonrisa. La habitación olía siempre a orines y medicina. Tomaba unos frascos de calmante que olía a ciruelas silvestres, como las gotas para la tos… Era un olor que no se quitaba con nada. A veces aun ahora me despierto por la noche oliendo a ciruela y, si no estoy despierta del todo, pienso: ¿Aún no ha muerto Zelda? Aún…

Rachel contuvo el aliento y Louis le apretó una mano con vehemencia.

—Cuando la cambiábamos se le veía la espalda retorcida y llena de bultos. Al final, Louis, al final, parecía que…, parecía que el culo se le hubiera subido hasta las paletillas.

Ahora los ojos húmedos de Rachel tenían la mirada horrorizada y vidriosa de los de una niña que recordara una persistente pesadilla.

—A veces, me tocaba con sus manos… sus manos de pájaro… y a mí me faltaba poco para ponerme a gritar, y un día se me cayó la sopa en el brazo porque ella me había tocado la cara, y me quemé, y entonces sí que grité. Y otra vez vi la risa en sus ojos.

»Hacia el final, los calmantes ya no hacían efecto. Y entonces la que gritaba era ella, y ninguno de nosotros podía recordarla como era antes, ni siquiera mi madre. Ya no era más que aquella cosa deforme que gritaba en el cuarto de atrás… Nuestro secreto vergonzoso.

Rachel tragó saliva y la garganta le chasqueó.

—Mis padres habían salido cuando ella, por fin…, cuando ella… bueno, cuando ella…

Con un esfuerzo terrible y desgarrador, Rachel pronunció la palabra.

—Cuando ella murió, mis padres no estaban en casa. Yo me quedé. Era Pascua y habían ido a ver a unos amigos. No iban a estar fuera más que unos minutos. Yo estaba en la cocina, leyendo una revista o, por lo menos, mirándola. Esperaba que fuera hora de darle la medicina, porque ella estaba gritando. Empezó a gritar en cuanto se fueron mis padres. Yo, con aquellos gritos, no podía leer. Y entonces… entonces… bueno… Zelda dejó de gritar. Yo tenía ocho años, Louis, y pesadillas todas las noches… Empezaba a pensar que mi hermana me odiaba porque yo tenía la espalda derecha, porque yo no tenía aquellos dolores, porque yo podía andar, porque yo viviría… Empezaba a pensar que quería matarme. Aún hoy, Louis, aún hoy no puedo creer que todo fueran imaginaciones. Estoy convencida de que me odiaba. No sé si hubiera llegado a matarme, pero si hubiera podido apoderarse de mi cuerpo…, echarme a mí de él como en un cuento de hadas…, eso sí lo habría hecho. Cuando dejó de gritar, subí a ver si le había ocurrido algo, si había caído de lado o resbalado de los almohadones. Entré en la habitación, la miré y pensé que se había tragado la lengua y estaba asfixiándose. Louis —su voz volvía a ser chillona y lacrimosa y tenía un alarmante acento infantil, como si hubiera regresado en el tiempo y reviviera la experiencia—, Louis, yo no sabía qué hacer. ¡Tenía ocho años!

—¡Qué ibas a saber! —dijo Louis abrazándola y Rachel se asió a él con el frenesí del mal nadador cuyo bote acaba de volcarse en medio de un lago—. ¿Alguien te ha hecho algún reproche?

—No —respondió ella—. Nadie me echó la culpa. Pero nadie pudo remediar lo ocurrido. Nadie pudo hacer que no ocurriera, Louis. No se había tragado la lengua. Entonces empezó a hacer un sonido extraño, no sé…, algo así como gaaaaa…

En su atormentada y vivida descripción de los sucesos de aquel día, Rachel debió de imitar bastante bien el ruido que hiciera Zelda, y a Louis le asaltó el recuerdo de Víctor Pascow. Estrechó con más fuerza a su esposa.

—… y babeaba…

—Basta, Rachel —dijo él con la voz no muy firme—. Conozco los síntomas.

—Tengo que explicar —respondió Rachel con testarudez—, explicar por qué no puedo ir a los funerales de la pobre Norma. Y también por qué aquel día tuvimos aquella estúpida pelea…

—Sssh…, eso ya está olvidado.

—Yo no lo he olvidado —dijo ella—. Lo recuerdo muy bien, Louis. Tan bien como recuerdo que mi hermana Zelda murió de asfixia el 14 de abril de 1965.

Durante unos instantes, se hizo el silencio.

—La puse boca abajo y le golpeé la espalda —continuó Rachel al fin—. No sabía qué otra cosa podía hacer. Ella pataleaba con sus piernas deformes…, y recuerdo que sonó un ruido como de pedos… Creí que era ella o tal vez yo; pero no eran pedos, sino las costuras de las mangas de mi blusa que se abrieron cuando le di la vuelta. Ella empezó a tener… espasmos… y vi que tenía la cara ladeada en la almohada, y pensé «Zelda está ahogándose, y cuando vengan dirán que yo la asfixié». «Tú la odiabas, Rachel —me dirán, y era verdad—, y deseabas que muriese», y también era verdad. Porque, Louis, lo primero que pensé cuando ella empezó a agitarse de aquel modo en la cama, fue: «Oh, Dios mío, por fin. Zelda se ahoga y esto va a terminar». La puse otra vez boca arriba. Ahora tenía la cara negra, Louis, y los ojos se le salían de las órbitas y tenía el cuello hinchado. Y entonces murió. Yo di unos pasos atrás, supongo que buscando la puerta, pero choqué contra la pared y tiré un cuadro. Era un dibujo de uno de los cuentos de Oz que a Zelda le gustaban mucho antes de caer enferma con la meningitis. Era un dibujo de Oz el Grande y Terrible, sólo que Zelda decía siempre Oz el Ggande y Teggible, porque no podía pronunciar la erre. Mi madre lo mandó enmarcar… porque a Zelda le gustaba… Oz, El Ggande y Teggible… cayó al suelo, y el cristal se hizo añicos y el marco saltó en pedazos, y yo empecé a gritar, porque comprendí que había muerto y pensé…, creo que pensé que su espíritu quería castigarme, porque su espíritu debía de odiarme tanto como ella, pero su espíritu no estaba atado a la cama… Por eso eché a correr y salí a la calle gritando: «¡Zelda ha muerto! ¡Zelda ha muerto! ¡Zelda ha muerto!». Y salieron los vecinos… y me vieron correr por la calle, con la blusa rota, gritando «¡Zelda ha muerto!», Louis, y pensarían que estaba llorando, pero yo creo…, yo creo que me reía, Louis, sí, me reía.

—Si te reías, me descubro ante ti —dijo Louis.

—No hablas en serio —dijo Rachel con la absoluta certeza del que ha dado vueltas y más vueltas a una idea. Él no insistió. Pensaba que quizá algún día Rachel se librara de aquel recuerdo espantoso y putrefacto que la había atormentado durante tantos años, pero algo quedaría. No se borraría del todo. Louis Creed no era un psiquiatra, pero sabía que en el humus de toda vida hay objetos semienterrados y oxidados y que los humanos sienten una y otra vez el impulso de tirar y tirar de ellos, aunque les corten las manos. Hoy Rachel lo había arrancado casi todo. Era como una muela deforme, y podrida, de raíces ennegrecidas, infectadas, fétidas. Ya estaba fuera. Sólo quedaba una célula nociva que, si Dios era bondadoso, permanecería dormida para no aflorar más que en los sueños más profundos. Era casi increíble que hubiera podido expulsar tanto. Ello no sólo denotaba valor, sino que lo pregonaba a gritos. Louis estaba impresionado. Sentía deseos de lanzar un hurra. Se sentó en la cama y encendió la luz.

—Sí —dijo—; me descubro ante ti. Y, por si me faltaban motivos para…, para detestar a tus padres, ahora los tengo. Nunca debieron dejarte sola con ella, Rachel. NUNCA.

Como una niña —la niña de ocho años que era cuando ocurrió aquella historia increíble y vergonzosa—, ella protestó:

—Lou, era el tiempo de Pascua…

—Como si era el tiempo del Juicio Final —dijo Lou con la voz ronca de un furor candente que la hizo sobresaltarse. Él se acordaba de las dos estudiantes de enfermera, las dos auxiliares que tuvieron la mala fortuna de estar de servicio la mañana en que llevaron a Pascow moribundo. Una de ellas, una jovencita con mucho temple que se llamaba Carla Shavers, volvió al día siguiente y trabajó con tanta eficacia que hasta la misma Charlton quedó impresionada. A la otra no habían vuelto a verla. Louis no se sorprendió ni se lo reprochaba.

«¿Dónde estaba la enfermera? Debían de haber contratado a una enfermera diplomada. Pero no; se marcharon dejando a una criatura de ocho años sola con su hermana moribunda que probablemente estaba ya clínicamente perturbada. ¿Por qué? Porque era Pascua. Y porque, aquella mañana, la elegante Dory Goldman no pudo seguir soportando el mal olor y tuvo que salir un ratito a tomar el aire. Y Rachel se quedó de guardia. ¿Cierto, amigos y vecinos? Rachel se quedó de guardia. Ocho años, coletas y blusa de colegiala. Rachel tuvo que cargar con la jodida guardia. Rachel podía quedarse y aguantar el mal olor. ¿Por qué la enviaban después todos los años seis semanas al campamento Sunset de Vermont, sino porque aguantó los malos olores de su hermana, moribunda y demente? Los nuevos conjuntos de Gage y la media docena de vestidos de Ellie, y yo te pago los estudios si rompes con mi hija… ¿Dónde estaba el sustancioso talonario cuando tu hija se moría de meningitis espinal y tu otra hija estaba sola con ella, cerdo roñoso? ¿Dónde estaba la jodida enfermera diplomada?». Louis saltó de la cama.

—¿Adónde vas? —preguntó Rachel, alarmada.

—A traerte un Valium.

—Ya sabes que yo nunca…

—Esta noche, sí.

Rachel tomó la pildora y le contó el resto. Su voz permaneció tranquila. El calmante hacía su efecto.

Un vecino sacó a la pequeña Rachel de detrás del árbol donde se había acurrucado gritando: «¡Zelda ha muerto!». Le sangraba la nariz y tenía la blusa manchada. El mismo vecino llamó a la ambulancia y a los padres. Después de cortarle la hemorragia y darle una taza de té caliente y dos aspirinas para que se calmara, consiguió que le dijera el paradero de sus padres. Estaban en casa de los Cabrán, que vivían al otro lado de la ciudad. Peter Cabrán era el contable de la empresa del padre.

Antes de la noche, se habían producido grandes cambios en casa de los Goldman. Zelda ya no estaba. Su habitación fue vaciada y fumigada. Se llevaron todos los muebles. El cuarto de atrás era una caja vacía. Después —mucho después—, Dory Goldman instaló allí su cuarto de costura.

Aquella misma noche, Rachel tuvo su primera pesadilla. Cuando despertó, a las dos de la madrugada, llamando a gritos a su madre, descubrió aterrada que apenas podía moverse. La espalda le dolía terriblemente. Se la lastimó al mover a Zelda. En aquel paroxismo de pánico, pudo desarrollar la fuerza suficiente como para levantar a Zelda, abriéndosele la blusa en el esfuerzo.

Que se había producido una lesión al tratar de impedir que Zelda se ahogara estaba clarísimo para todo el mundo. Para todo el mundo, salvo para la propia Rachel. Ella estaba segura de que aquello era la venganza de Zelda. Zelda sabía que Rachel se alegraba de que hubiera muerto; Zelda sabía que cuando Rachel salió corriendo y gritando «¡Zelda ha muerto, Zelda ha muerto!», no lloraba, sino que reía; Zelda sabía que había sido asesinada y por eso ahora le había pasado la meningitis espinal a Rachel, y a Rachel pronto empezaría a deformársele la espalda, y también ella tendría que quedarse en la cama y poco a poco se convertiría en un monstruo y las manos se le retorcerían como garras.

Con el tiempo, gritaría de dolor, como Zelda, y mojaría la cama, y un día se ahogaría con la lengua. Era la venganza de Zelda.

Nadie pudo convencer a Rachel de que estaba equivocada: ni su madre, ni su padre, ni el doctor Murray, que diagnosticó una leve luxación y dijo a la niña con sequedad (cruelmente, en opinión de Louis) que estaba portándose muy mal, que sus padres estaban abrumados por el dolor y que no era el momento de hacer monerías de niña pequeña para llamar la atención. Hasta que remitió el dolor, Rachel no se convenció de que no era víctima de la venganza de Zelda ni de un castigo de Dios por su maldad. Durante muchos meses (eso dijo a Louis; en realidad, fueron ocho años), tuvo pesadillas en las que su hermana moría una y otra vez y, al despertar sobresaltada, se llevaba las manos a la espalda, para cerciorarse de que seguía perfectamente. Luego, en la horrible secuela de aquellas pesadillas, le parecía que la puerta del armario tenía que abrirse violentamente y Zelda se abalanzaría sobre ella, morada y contrahecha, con los ojos en blanco, la lengua fuera y las garras extendidas, para matar a la asesina que se acurrucaba en la cama con las manos pegadas a la espalda…

Rachel no asistió a los funerales de Zelda, ni a ningún otro.

—Si me lo hubieras dicho antes, se habrían aclarado muchas cosas —dijo Louis.

—No podía, Lou. —Su voz sonaba adormilada—. Desde entonces me quedó… una pequeña fobia en este tema.

«Una pequeña fobia —pensó Louis—. Sí, eso».

—No puedo evitarlo… Comprendo que tienes razón, que la muerte es perfectamente natural, y hasta buena. Pero entre lo que me dice la razón y lo que siento… aquí dentro…

—Ya…

—Aquel día en que me puse furiosa contigo, yo sabía que, por más que Ellie llorara ante la posibilidad de que Church muriera, ello no era sino un modo como otro cualquiera de hacerse a la idea, pero no pude contenerme. Perdóname, Louis.

—No hay nada que perdonar —dijo él, acariciándole el pelo—. Pero ¡qué diantre!, acepto las disculpas, si eso hace que te sientas mejor.

Ella sonrió.

—Y así es. Me siento mejor, sí. Es como si hubiera expulsado algo que estuviera envenenando durante años una parte de mí.

—Quizá sea eso lo que has hecho en realidad.

Rachel cerró los ojos y volvió a abrirlos… lentamente.

—Y no le eches a mi padre toda la culpa, Louis. Fue una mala época para ellos. Los gastos de la enfermedad los dejaron casi arruinados. Mi padre no pudo abrir la sucursal que había proyectado poner en las afueras, y las ventas de la tienda del centro flojeaban. Además, mi madre estaba medio loca.

»Después, todo empezó a arreglarse. Fue como si la muerte de Zelda marcara el comienzo de una buena racha. Se acabó la recesión, volvió a circular el dinero, mi padre consiguió el préstamo y, desde entonces, los negocios le han ido bien. Pero todo aquello hizo que mis padres tendieran siempre a protegerme excesivamente. No es sólo que yo fuera lo único que les quedaba, sino también…

—Remordimiento —dijo Louis.

—Probablemente. ¿Y no te enfadarás si el día en que entierren a Norma me pongo enferma?

—No, cariño; no me enfadaré. —Le tomó una mano—. ¿Puedo llevar a Ellie?

La mano de ella se cerró con fuerza sobre la de Louis.

—Oh, pues no sé qué decirte. —Volvía a temblarle la voz a causa del miedo—. Aún es muy niña.

—Hace más de un año que sabe de dónde vienen los niños —le recordó él.

Ella guardó silencio, mirando al techo y mordiéndose los labios.

—Si a ti te parece bien —dijo al fin—. Si crees que no ha de afectarle…

—Ven aquí, Rachel —dijo él, y aquella noche durmieron espalda contra estómago, y cuando ella despertó temblando, una vez disipado el efecto del Valium, él la tranquilizó con sus caricias, susurrándole al oído que todo iba bien, y ella volvió a dormirse.