El virus de Gage persistió durante una semana y luego cedió. A la semana siguiente, el niño pilló una bronquitis. Ellie se contagió y, luego, Rachel. Durante el período anterior a la Navidad, los tres tosían como perros de caza achacosos. Louis se libró, y Rachel pareció tomárselo a mal.
La última semana de clases fue de verdadero agobio para Louis, Steve, Surrendra y Miss Charlton. No había gripe —por lo menos, todavía— pero sí muchos casos de mononucleosis y congestión pulmonar. Dos días antes de que terminaran las clases, seis estudiantes, quejumbrosos y borrachos, fueron llevados a la enfermería por sus atribulados amigos. Hubo unos momentos de desbarajuste, espantosamente similares a los provocados por el caso Pascow. Aquellos seis idiotas se habían metido en una vagoneta mediana (el sexto iba sentado en los hombros del hombre de cola, por lo que Louis pudo deducir) y lanzado pendiente abajo, más arriba de la planta generadora de vapor. De fábula. Sólo que, cuando la vagoneta tomó velocidad, se salió de la pista y fue a chocar contra uno de los cañones de la guerra civil. El balance fue de dos brazos, una muñeca y un total de siete costillas rotas, una conmoción e infinidad de contusiones. Sólo escapó ileso el que iba en los hombros de su compañero. El afortunado mortal salió despedido por el aire y fue a caer de cabeza en un montón de nieve. No fue tarea divertida la reparación de tanto desperfecto, y Louis echó un buen rapapolvo a la pandilla mientras cosía, vendaba e inspeccionaba fondos de ojo; pero después, al contárselo a Rachel, estuvo otra vez riendo hasta que se le saltaron las lágrimas. Ella lo miró con extrañeza, sin verle la gracia, y Louis no podía decirle que aquello había sido un accidente estúpido con heridos, pero que todos habían podido salir por su propio pie. La risa estaba provocada en parte por el alivio y en parte también por la satisfacción: hoy te anotaste un tanto, Louis.
La bronquitis de la familia había empezado a remitir cuando, el 16 de diciembre, el colegio de Ellie empezó las vacaciones y los cuatro se dispusieron a celebrar una Navidad alegre y rural, a la antigua usanza. La casa de North Ludlow que tan extraña les pareciera aquel día de agosto en que tomaron posesión (extraña e incluso hostil, cuando Ellie se hizo daño en la rodilla y una abeja picó a Gage casi al mismo tiempo) nunca estuvo tan hogareña y acogedora.
En Nochebuena, una vez los niños estuvieron dormidos al fin, Louis y Rachel bajaron sigilosamente del desván como dos ladrones, cargados de cajas de colores: una colección de bólidos Matchbox para Gage que acababa de descubrir el encanto de los coches de juguete, muñecas Barbie y Ken para Ellie, varios juegos, un triciclo enorme, vestiditos para las muñecas, una cocina con una bombilla que se encendía, etcétera.
Los dos se sentaron a la luz del árbol, Rachel con un pijama de seda y Louis con la bata, a armar los cachivaches. Él no recordaba haber pasado en toda su vida una velada más agradable. Había fuego en la chimenea y, de vez en cuando, uno de los dos se levantaba y echaba un tronco de abedul.
«Winston Churchill» pasó rozando a Louis una vez, y él lo apartó con una sensación de repugnancia casi instintiva… Aquel olor. Luego, vio que el animal trataba de echarse al lado de Rachel, pero ella lo ahuyentó con un «¡Fuera!» impaciente. Un momento después, Louis observó que su mujer se pasaba la palma de la mano por el muslo con el ademán del que cree haber tocado algo sucio o infecto. Él habría jurado que lo hacía maquinalmente.
Church se fue hacia la chimenea y se dejó caer pesadamente delante del fuego. El gato había perdido toda su elegancia de movimientos: la perdió una noche de la que Louis prefería no acordarse. Y perdió algo más. Louis sabía que le faltaba algo, pero tardó casi un mes en advertir lo que era. El gato ya no ronroneaba; él, que parecía un motor, especialmente cuando dormía. Había algunas noches en las que Louis tenía que levantarse a cerrar la puerta de la habitación de Ellie, para poder dormir.
Pero ahora el gato dormía en silencio. Como un muerto.
Aunque hubo una excepción. Fue la noche en que Louis despertó en el sofá-cama con el gato enroscado encima del pecho, como una manta pestilente… Aquella noche Church ronroneaba o, por lo menos, hacía ruido.
Pero, tal como suponía Jud Crandall, no todo fueron inconvenientes. Louis descubrió que una de las ventanas del sótano, la que quedaba detrás de la caldera, tenía un cristal roto. Cuando el vidriero lo cambió, el consumo de fuel descendió apreciablemente. Louis pensaba que tenía que estar agradecido a Ckurch por haber llamado su atención hacia aquella abertura que él, de no ser por el animal, tal vez hubiera tardado semanas, o meses, en descubrir.
Ellie ya no consentía que Church durmiera con ella, desde luego; pero, a veces, mientras miraba la tele, dejaba que el gato echara un sueñecito en su regazo. Aunque, según pensaba Louis mientras buscaba en la bolsa los mecanismos de plástico para armar el triciclo de Ellie, la niña casi siempre acababa por echarlo diciendo: «Vete, Church, que hueles mal». De todos modos, seguía dándole de comer a diario cariñosamente, y hasta el propio Gage propinaba al animal algún que otro tirón de cola…, más amistoso que mal intencionado, de eso estaba seguro Louis. Parecía un minifraile sacudiendo una peluda cuerda de campana. Entonces Church se refugiaba lánguidamente bajo un radiador, fuera del alcance de Gage.
«Tal vez en un perro hubiéramos notado más la diferencia —pensó Louis—. Los gatos son esquivos por naturaleza. Esquivos y extraños. Incluso huraños». No le sorprendía que los faraones y las reinas de Egipto los hicieran momificar y enterrar consigo en sus pirámides, para que les sirvieran de guía en el otro mundo. Los gatos parecían poseer dotes sobrenaturales.
—¿Cómo va ese triciclo, jefe?
Louis mostró la máquina con ademán de prestidigitador:
—¡Ta-tá!
Rachel señaló la bolsa en la que habían quedado tres o cuatro piezas de plástico.
—¿Y eso?
—Son repuestos —dijo Louis con una sonrisa de conejo.
—Es que, como no lo sean, tu hija se romperá la crisma.
—Eso, más adelante —dijo Louis aviesamente—. Cuando tenga doce años y quiera hacer pinitos con el patín.
—Por favor, doctor —gimió ella—. Tenga compasión.
Louis se puso en pie con las manos en los riñones, doblando la cintura hacia atrás. Le crujieron las vértebras.
—Listos los juguetes.
—Se acabó el montaje. ¿Te acuerdas del año pasado? —Rachel soltó una risita y Louis sonrió. Todo lo que compraron el año anterior tuvieron que montarlo ellos. Estuvieron trabajando hasta casi las cuatro de la madrugada y acabaron frenéticos. Y a media tarde del día de Navidad Ellie decidió que eran más divertidas las cajas que los juguetes.
—¡Qué GUARRADA! —dijo Louis, imitando a Ellie.
—Anda, vamos a la cama —dijo Rachel—. Yo tengo una cosa para ti.
—Mujer —dijo Louis ahuecando el torso—, eso me pertenece por derecho.
—Eso crees tú —rio ella, cubriéndose la boca con la mano. En aquel momento, tenía un gran parecido con Ellie… y con Gage.
—Un minuto —dijo él—. Aún queda algo por hacer.
Se fue corriendo al ropero del recibidor y volvió con una bota en la mano. Apartó el guardafuegos de la chimenea, en la que acababa de consumirse el último leño.
—Louis, ¿qué…?
—Ya lo verás.
A mano izquierda del hogar había una gruesa capa de ceniza y en ella hundió Louis la bota, dejando una profunda huella. Luego, utilizando la bota a modo de estampilla, grabó otra huella en los ladrillos del zócalo.
—Bueno —dijo Louis después de guardar la bota en el ropero—, ¿qué te parece?
Rachel se reía.
—Louis, Ellie se va a volver loca.
Durante las dos últimas semanas de colegio, Ellie había captado un perturbador rumor que circulaba por el parvulario, a saber, que Papá Noel eran los padres. La sospecha adquirió más consistencia cuando, pocos días antes, vio a un Papá Noel, bastante flaco por cierto, sentado en un taburete del mostrador de Deering comiendo una hamburguesa al queso, con la barba en una oreja. Aquello impresionó profundamente a Ellie (al parecer, más por la hamburguesa que por la barba torcida), a pesar de las explicaciones de Rachel, de que los Papá Noel de los grandes almacenes no eran sino «ayudantes» del verdadero, que por aquellas fechas estaba atareadísimo allá en el norte, terminando el inventario y leyendo las cartas de última hora enviadas por los niños, y no podía perder tiempo andando por ahí en campañas de relaciones públicas.
Louis volvió a colocar el guardafuegos con todo cuidado. Ahora había en su chimenea dos huellas clarísimas, una en la ceniza y otra en el zócalo de ladrillo. Las dos apuntaban al árbol, como si Papá Noel hubiera aterrizado sobre el rescoldo e ido directamente al árbol, a depositar los regalos que traía para los Creed. El efecto no podía ser más convincente, salvo para el que advirtiera que ambas huellas correspondían al pie izquierdo. Y Louis no creía que Ellie fuera tan observadora.
—Louis Creed, te adoro —dijo Rachel dándole un beso.
—Te casaste con un tío listo, nena. Tú quédate a mi lado y prosperarás.
—Sabes que puedes estar conmigo.
Fueron hacia la escalera. Él señaló la mesita que Ellie había preparado delante de la tele, con un platillo de galletas y rosquillas, una lata de cerveza y una cartulina en la que, en letras mayúsculas de trazo irregular, Ellie había escrito: PARA TI, Papá Noel.
—¿Una galleta o una rosquilla? —preguntó Louis.
—Una rosquilla —dijo ella, tomando la mitad. Louis abrió la lata y bebió media cerveza.
—Cerveza a esta hora me dará acidez —dijo.
—Bobadas. Vamos, doctor.
Louis dejó la lata y, bruscamente, se echó mano al bolsillo de la bata, como si en aquel momento se acordara del paquetito, cuyo leve peso no había dejado de percibir toda la noche.
—Toma —dijo—. Esto es para ti. Ya puedes abrirlo, son más de las doce. Feliz Navidad, cariño.
Ella empezó a dar vueltas a la cajita, envuelta en papel plateado y atada con una ancha cinta de satén azul.
—¿Qué es, Louis?
Él se encogió de hombros.
—Jabón, una muestra de champú… no recuerdo.
Rachel la abrió en la escalera y, al ver el estuche de Tiffany, lanzó un gritito. Luego, retiró la capa de algodón y se quedó inmóvil, con la boca entreabierta.
—¿Bueno? —preguntó él, intranquilo. Era la primera vez que le regalaba una alhaja y estaba nervioso—. ¿Te gusta?
Ella extrajo la cadenita de oro enredándola en los dedos e hizo brillar el pequeño zafiro a la luz de la lámpara del recibidor. La piedra oscilaba suavemente, lanzando fríos destellos azules.
—Oh, Louis, qué bárbaro…
Él vio que estaba a punto de echarse a llorar y se sintió conmovido y alarmado a la vez.
—Eh, nena, no… Anda, póntelo.
—Louis, no podemos. Tú no puedes…
—Sssh… He estado ahorrando desde la Navidad del año pasado. Además, no es tan caro.
—¿Cuánto te ha costado?
—Eso no pienso decírtelo, Rachel —dijo Louis con solemnidad—. Ni una legión de verdugos conseguirían arrancármelo. Dos mil dólares.
—¡Dos mil…! —Ella le dio un abrazo tan brusco y tan fuerte, que estuvo a punto de tirarle por la escalera—. Louis, ¡estás «loco»!
—Póntelo —dijo él otra vez.
Él la ayudó a abrocharlo.
—Voy a mirarme en el espejo —dijo ella volviéndose hacia él—. Tengo ganas de pavonearme.
—Puedes pavonearte mientras yo saco al gato y apago las luces.
—Te advierto que pienso quitármelo todo menos esto —dijo ella mirándole a los ojos.
—Pues, pavonéate deprisa —dijo Louis, y ella se echó a reír.
Louis levantó a Church, colocándoselo sobre el antebrazo; últimamente ya había prescindido de la escoba. A pesar de todo, casi había vuelto a acostumbrarse al gato. Se dirigió a la cocina, apagando luces a su paso. Cuando abrió la puerta que comunicaba con el garaje, notó una corriente de aire frío en los tobillos.
—Feliz Navidad, Ch…
No pudo terminar. En el felpudo había un cuervo muerto. Era muy grande. Tenía la cabeza destrozada y un ala arrancada. El ala estaba detrás del cuerpo, como un trozo de papel chamuscado. Church saltó al suelo y se puso a olisquear ávidamente el pájaro congelado. Antes de que Louis pudiera desviar la mirada, el gato avanzó la cabeza con las orejas gachas y arrancó uno de los vidriosos y lechosos ojos del ave.
«Church ataca de nuevo —pensó Louis con una vaga náusea, volviendo la cabeza, pero no sin ver la ensangrentada cuenca—. Eso no tendría por qué afectarme. He visto cosas peores. Oh, sí, lo de Pascow, por ejemplo. Aquello fue peor, mucho peor…».
Pero le afectaba. Se le había revuelto el estómago y se había enfriado su excitación sexual. «Caray, ese pájaro es casi tan grande como él. Lo habrá pillado desprevenido. Y tan desprevenido».
Había que limpiar aquello. A nadie le haría gracia encontrar semejante regalo la mañana de Navidad. Y él era el responsable, ¿no? Naturalmente. Él y sólo él. Así lo reconoció tácitamente la misma tarde en que regresó su familia, al tirar los neumáticos sobre el cuerpo del ratón despedazado por Church.
«El fondo del corazón humano aún es más árido, Louis».
Este pensamiento fue tan claro, tan audible, que Louis se sobresaltó ligeramente, como si Jud hubiera aparecido a su lado de improviso y hablado en voz alta.
«El hombre cultiva lo que puede…, y lo cuida».
Church seguía inclinado golosamente sobre el pájaro. Ahora la había emprendido con la otra ala. Se oía un tétrico roce mientras tiraba de ella adelante y atrás, adelante y atrás. No te sulfures, chico, el pajarraco está más tieso que una boñiga de perro. ¿Qué puede importar que se lo coma el gato?
Louis dio al gato un puntapié. Un fuerte puntapié. Los cuartos traseros del animal se elevaron y chocaron contra el suelo esparrancados. Church lanzó a Louis otra de sus malévolas miradas amarillentas y se alejó.
—Anda, cómeme —dijo Louis con un siseo felino.
—¿Louis? —La voz de Rachel llegaba débilmente desde el dormitorio—. ¿Vienes a la cama?
—Ahora mismo —respondió él. «Un momento, que tengo aquí un pequeño fregado. Y es sólo mío, Rachel; así que a mí me toca limpiarlo». Buscó el interruptor de la luz del garaje y volvió a la cocina, a buscar una de las bolsas verdes que se guardaban debajo del fregadero. Aquello le recordó otra noche… Llevó la bolsa al garaje y descolgó la pala de su gancho de la pared. Raspó el felpudo con el borde de la pala y echó el pájaro a la bolsa. Luego, recogió el ala y la metió también. Cerró la bolsa con un fuerte nudo y la depositó en el cubo que estaba al otro lado del Civic. Cuando terminó, los tobillos se le habían quedado helados.
Church le miraba desde la puerta. Louis le amenazó con la pala y el gato se esfumó como una sombra.
Rachel estaba en la cama y, según lo prometido, no llevaba nada más que el zafiro. Le sonrió suavemente.
—¿Por qué tardaste tanto, jefe?
—Estaba fundida la bombilla del fregadero, y he tenido que cambiarla —dijo Louis.
—Ven aquí —dijo ella tirándole y no precisamente de la mano—. Él sabe si estás dormido —canturreó ella, doblando las comisuras de los labios en una leve sonrisa—. Él sabe si estás despierto… ¡Oh, chico! Louis, ¿qué te ha pasado?
—Es algo que despertó de pronto —dijo él quitándose la bata—. Tendremos que intentar que se duerma otra vez antes de que llegue Papá Noel, ¿no te parece?
Ella se incorporó apoyándose en un codo. Él sintió su aliento cálido y dulce.
—Él sabe si has sido bueno o malo… Conque procura ser bueno…, anda… ¿Has sido bueno, Louis?
—Creo que sí —respondió él con voz no muy firme.
—Vamos a ver si estás tan bueno como aparentas. Mmmmm…
Todo fue muy bien, pero, después, Louis no se durmió enseguida apaciblemente como solía ocurrirle cuando todo iba bien y él se sentía en paz consigo mismo, con su mujer y con la vida. Pasó las primeras horas de aquella Navidad despierto en la cama, escuchando la respiración lenta y profunda de Rachel y pensando en el pájaro muerto que había encontrado en su puerta: el regalo de Navidad que le hacía Church.
«No se olvide de mí, doctor Creed. Yo vivía, luego morí y ahora vuelvo a vivir. He hecho el viaje de ida y vuelta y estoy aquí para decirle que del otro lado se vuelve sin ganas de ronronear y con la afición de la caza, para decirle que el hombre cultiva lo que puede, y lo cuida. No lo olvide, doctor Creed, ahora yo formo parte de lo que usted ha cultivado. Usted tiene esposa, una hija, un hijo… Y ahora me tiene a mí. Recuerde nuestro secreto y cuide bien su huerto».
Al fin Louis se quedó dormido.