—¡Papi! —chilló Ellie.
Corría hacia él por el pasillo de desembarque, sorteando a los demás pasajeros con regates de futbolista. La mayoría se apartaba sonriendo. Louis se sintió un poco cohibido ante tanta vehemencia, pero notó que a su cara asomaba una sonrisa amplia y boba.
Rachel llevaba a Gage en brazos. El niño le vio cuando Ellie gritó:
—¡Payii! —aulló con exuberancia, debatiéndose en los brazos de Rachel. Ella sonrió (con un poco de cansancio, según creyó advertir Louis) y lo puso en el suelo. El niño corrió tras ella moviendo sus piernas regordetas—. ¡Payii! ¡Payii!
Louis aún tuvo tiempo de advertir que Gage llevaba un pichi nuevo —otra gracia del abuelito, pensó— antes de que Ellie le embistiera y empezara a trepar por él como por un árbol.
—¡Eh, papi! —vociferó, dándole un beso tan fuerte que estuvo reseñándole en el tímpano por lo menos quince minutos.
—Hola, cariño —dijo él, agachándose para levantar a Gage y abrazándolos a los dos—. Ya tenía ganas de veros.
Rachel llegó junto a ellos. Traía la bolsa de viaje y el bolso colgado de un brazo y la bolsa de los pañales de Gage en el otro. PRONTO SERÉ MAYOR se leía en la bolsa de pañales, frase que, sin duda, tenía por objeto animar a los padres más que al usuario de los pañales. Parecía una fotógrafo profesional al regreso de una larga y agotadora misión.
Louis, con un niño en cada brazo, le dio un beso en los labios.
—Hola.
—Hola, doctor —sonrió ella.
—Pareces reventada.
—Estoy reventada. Fuimos hasta Boston sin complicaciones. Hicimos transbordo sin complicaciones. Despegamos sin complicaciones. Pero, cuando volábamos por encima de la ciudad, Gage mira abajo, dice «Corre, corre» y se vomita encima.
—Oh, Dios —gimió Louis.
—Le cambié en el lavabo. No creo que sea un virus. Seguramente, se mareó.
—Vamos a casa —dijo Louis—. Tengo unos chiles en el fuego.
—¡Chiles! ¡Chiles! —vociferó Ellie al oído de Louis, en un transporte de júbilo.
—¡Chiche! ¡Chiche! —gritó Gage, perforándole el otro tímpano.
—Ahora vamos a recoger las maletas y andando —dijo Louis.
—Papi, ¿cómo está Church? —preguntó Ellie cuando él la dejó en el suelo.
Louis estaba preparado para esta pregunta, pero no para el gesto de ansiedad ni el profundo pliegue de preocupación que vio entre los ojos azul oscuro de su hija. Louis frunció el entrecejo y miró a Rachel.
—La otra mañana Ellie se despertó llorando —dijo Rachel en voz baja—. Tuvo una pesadilla.
—Soñé que atropellaban a Church —dijo Ellie.
—Demasiados bocadillos de pavo, seguramente —dijo Rachel—. También tuvo un poco de diarrea. Tranquilízala, Louis, y vámonos de aquí. Durante esta última semana he visto aeropuertos suficientes para cinco años.
—Bueno, Church está bien, cariño —dijo Louis lentamente.
«Muy bien, sí. Se pasa el día tumbado por toda la casa, mirándote con los ojos turbios, como si hubiera visto algo que pulverizó por completo su inteligencia de gato. Está estupendamente. Por las noches lo saco empujándolo con la escoba para no tocarlo. Es como si lo barriera, y él se marcha. Y el otro día, cuando le abrí la puerta, Ellie, tenía delante un ratón…, o lo que quedaba de él. Se había zampado las vísceras para desayunar. Y, a propósito de desayuno, aquel día yo me lo salté. Por lo demás…».
—Está muy bien.
—Oh —dijo Ellie, y desapareció el pliegue que tenía entre los ojos—. Uf, qué alegría. Cuando tuve aquel sueño, estaba segura de que había muerto.
—¿De verdad? —sonrió Louis—. Son curiosos los sueños.
—¡«Chueños»! —aulló Gage. Estaba en la fase de la cotorra, que Louis recordaba de cuando Ellie empezaba a hablar—. ¡«Chueños»! —Y le dio un efusivo tirón de pelo que casi le hizo llorar.
—Vámonos, tropa —dijo Louis. Y se fueron hacia la zona de equipajes.
Estaban llegando al coche cuando Gage empezó a decir: «Corre, corre», con una voz fina e hiposa. Esta vez vomitó encima de Louis que, para ir a esperar a su familia, se había puesto su pantalón nuevo de tricot doble faz. Al parecer, para Gage «corre, corre» era sinónimo de: «Lo siento mucho, pero tengo que vomitar, conque hagan el favor de apartarse».
Y resultó que, efectivamente, era un virus.
Cuando habían recorrido los veinticinco kilómetros que separaban el aeropuerto de Bangor de su casa de Ludlow, Gage empezaba a mostrar síntomas de fiebre y había caído en un sueño intranquilo. Louis entró en el garaje dando marcha atrás y por el rabillo del ojo vio a Church deslizarse pegado a la pared con la cola levantada y sus extraños ojos fijos en el coche. El gato desapareció al sol de la tarde y, un momento después, Louis descubrió un ratón despanzurrado junto a una pila de cuatro neumáticos; había hecho poner los neumáticos de invierno mientras Rachel y los niños estaban fuera. Las vísceras del ratón relucían con una fosforescencia rosada en la penumbra del garaje. Y le faltaba la cabeza.
Louis se apeó rápidamente y tropezó adrede con los neumáticos. Los dos de encima cayeron tapando el ratón.
—¡Pumba! —exclamó.
—Eres un pato, papi —dijo Ellie cariñosamente.
—Tienes razón —dijo Louis con forzada jovialidad. Tenía ganas de decir «corre, corre» y echar todo lo que tenía dentro del cuerpo—. Papi es un pato. —Que él recordara, antes de su extraña resurrección, Church sólo había matado un ratón. Generalmente, los acorralaba y jugaba con ellos a la macabra manera de los gatos que solía terminar en tragedia; pero casi siempre él, Rachel o la propia Ellie intervenían antes del final. Y Louis sabía que, una vez capado, un gato se limitaba a mirar a los ratones con cierto interés. Eso, si estaba bien alimentado.
—¿Piensas quedarte ahí, soñando despierto, o vas a venir a ayudarme con este niño? —preguntó Rachel—. Regrese ya del planeta Mongo, doctor Creed. Los terrícolas le necesitan. —Parecía cansada e irritable.
—Perdona, nena —dijo Louis. Tomó en brazos a Gage que estaba ardiendo.
Por lo tanto, sólo tres personas degustaron aquella noche los famosos chiles a la sureña de Louis. Gage, febril y apático, estaba recostado en el sofá de la sala, mirando un programa de dibujos animados de la tele y tomando un biberón tibio de caldo de pollo.
Después de la cena, Ellie se acercó a la puerta del garaje y llamó a Church. Louis, que estaba fregando los cacharros mientras Rachel deshacía las maletas en el piso de arriba, pensó que ojalá el gato no acudiera; pero acudió. Entró con su nuevo y desgarbado contoneo casi enseguida, como si…, como si hubiera estado acechando. Acechando. La palabra brotó espontáneamente.
—¡Church! —exclamó Ellie—. ¡Hola, Church! —Levantó al gato y lo abrazó. Louis la observaba por el rabillo del ojo. Sus manos, que buscaban los cubiertos que pudieran quedar en el fondo del fregadero, se habían quedado inmóviles. Vio cómo la expresión de dicha de Ellie se mudaba lentamente en perplejidad. El gato estaba quieto, con las orejas gachas, mirándola a los ojos.
Al cabo de un largo momento —a Louis le pareció larguísimo—. Ellie dejó al gato en el suelo. El animal se fue al comedor sin mirar atrás. «Verdugo de ratones —pensó Louis distraídamente—. Oh, Dios, ¿qué es lo que hicimos aquella noche?».
Con la mejor voluntad, trataba de recordarlo, pero todo aquello se le antojaba ya tan lejano y borroso como la turbulenta escena de la muerte de Víctor Pascow en la sala de espera de la enfermería. Recordaba ráfagas de viento cruzando el cielo nocturno y el resplandor de la nieve en la explanada de atrás. Nada más.
—¿Papi? —dijo Ellie con voz apagada.
—¿Sí, Ellie?
—Church huele raro.
—Ah, ¿sí? —dijo Louis con estudiada indiferencia.
—¡Sí! —respondió Ellie, apenada—. Sí. Él nunca había olido así. Huele a… Huele a caca.
—Se habrá revolcado en alguna porquería, cariño —dijo Louis—. Ese olor ya se le quitará.
—Así lo «espero» —dijo Ellie con cómica voz de gran dama. Y se fue.
Louis encontró el último tenedor, lo fregó y tiró del tapón. Se quedó mirando por la ventana mientras se vaciaba en el fregadero con un gorgoteo.
Cuando se apagó el sonido del desagüe, Louis oyó silbar el viento que venía del norte trayendo el invierno, y comprendió que estaba asustado, tontamente asustado sin saber por qué, como cuando una nube cubre de pronto el sol y oyes un crujido que no sabes de dónde viene.
—¿Treinta y nueve? —preguntó Rachel—. ¡Jesús, Louis! ¿Estás seguro?
—Es un virus —dijo Louis. Trató de no irritarse por el tono de Rachel, que era casi acusador. Estaba cansada. Había tenido un día agotador. Había cruzado la mitad de la nación con los dos niños, ahora eran las once de la noche y aún no había terminado la jornada. Ellie dormía profundamente en su habitación. Gage estaba acostado en la cama de matrimonio, aletargado. Hacía una hora, Louis había empezado a darle Liquiprin—. La aspirina le bajará la fiebre. Mañana estará mejor, cariño.
—¿No piensas darle ampicilina ni nada de eso?
—Se lo daría si tuviera gripe o una infección por estrepto —dijo Louis pacientemente—. Pero no es así. Se trata de un virus, y eso no sirve para los virus. No serviría más que para darle diarrea y deshidratarle más aún.
—¿Estás seguro de que es un virus?
—Si quieres otra opinión, podemos celebrar consulta —dijo Louis ásperamente.
—¡Haz el favor de no gritarme! —gritó Rachel.
—¡No te he gritado! —gritó Louis a su vez.
—Claro que sí —dijo Rachel—. Me has gri-gri-gritado. —Empezaban a temblarle los labios y se llevó una mano a la cara. Louis reparó entonces en sus profundas ojeras y se sintió avergonzado de sí mismo.
—Perdona —dijo, sentándose a su lado—. No sé lo que me pasa, ¡canastos! Perdóname, Rachel.
—No te lamentes ni des explicaciones —sonrió ella débilmente—. ¿No es eso lo que me dijiste una vez? El viaje ha sido agotador. Y estaba temiendo que cogieras el cielo con las manos cuando vieras el armario de Gage. Será mejor que te lo diga ahora, mientras me tienes lástima.
—¿Por qué tengo que coger el cielo con las manos?
Ella sonrió tímidamente.
—Mis padres le han comprado diez conjuntos. Hoy llevaba uno.
—Ya me di cuenta —dijo Louis lacónicamente.
—Y yo me di cuenta de que te dabas cuenta —repuso ella frunciendo el entrecejo en un cómico gesto de enfado que le hizo reír sin la menor gana—. Y también seis vestidos para Ellie.
—¡Seis vestidos! —exclamó él, dominando el impulso de lanzar un alarido. De pronto sentía un furor violento, malsano y un dolor vivo y profundo que no podía explicar—. Rachel, ¿por qué? ¿Por qué se lo consentiste? Nosotros no necesitamos… Nosotros podemos comprar…
Calló. La indignación le había dejado sin palabras. Durante un momento, se vio a sí mismo acarreando a través del bosque el gato muerto, cambiando de mano la bolsa de plástico… Y, mientras tanto, Irwin Goldman, aquel indecente pedazo de cabrito de Lake Forest, trataba de comprar el amor de su hija a golpes de su archifamoso talonario y archifamosa estilográfica.
En aquel momento, Louis estuvo a punto de gritar: «Él le ha comprado seis vestidos, pero yo he hecho que su cochino gato resucitara de entre los muertos, así que, ¿cuál de los dos la quiere más?».
Se tragó las palabras. Él nunca diría nada semejante. Nunca.
Rachel le acarició suavemente la nuca.
—Louis, no fue sólo mi padre; fueron los dos. Trata de comprenderlo. Por favor. Mis padres quieren mucho a los niños, y casi nunca los ven. Además, están muy viejos, Lou. A mi padre no lo reconocerías. De verdad.
—Sí lo reconocería —murmuró Louis.
—Cariño, compréndelo. Trata de hacerte cargo. Trata de ser caritativo. No te hará ningún daño.
Él la miró largamente.
—Pues me hace daño —dijo al fin—. Tal vez no tenga por qué hacérmelo, pero me hace daño.
Ella abrió la boca para contestar, y entonces Ellie gritó desde su cuarto:
—¡Papi! ¡Mami! ¡Que venga alguien!
Rachel fue a levantarse, pero Louis se lo impidió.
—Tú quédate con Gage. Yo iré. —Creía saber lo que ocurría. Pero ya había sacado al gato, ¡maldito! Después de que Ellie subiera a acostarse, lo encontró en la cocina husmeando su plato y lo sacó de la casa. No quería que el gato durmiera con la niña. Eso, nunca más. La idea de que el animal subiera a la cama de Ellie le sugería pensamientos de enfermedad y suscitaba recuerdos de la funeraria del tío Carl.
«Ella tiene que darse cuenta de que algo ha ocurrido y que el gato estaba mejor antes».
Louis había sacado al gato, pero encontró a Ellie sentada en la cama, más dormida que despierta, y al gato tendido en la colcha, una sombra negra que recordaba la silueta de un gigantesco murciélago. Los ojos del animal estaban abiertos y, a la luz del pasillo, relucía con ellos una mirada estúpida.
—Papi, llévatelo de aquí —casi gimió Ellie—. Huele mal.
—Sssh, Ellie, duerme —dijo Louis, asombrado de la calma que denotaba su voz. Entonces recordó la mañana siguiente a su noche de sonámbulo, después de la muerte de Pascow, cuando, al llegar a la enfermería, se fue directamente al cuarto de baño para mirarse al espejo, convencido de que tendría un aspecto infernal. Sin embargo, estaba prácticamente normal. Estas cosas te hacían preguntarte cuántas personas andarían por ahí disimulando espantosos secretos.
«¡Pero esto no es un secreto, puñeta! ¡Es sólo el gato!».
Ellie tenía razón. Apestaba.
Agarró al gato y lo llevó abajo, tratando de respirar por la boca. Había olores peores que aquél; sin ir más lejos, el de la mierda, hablando en plata. Hacía un mes, vaciaron la fosa séptica y, como dijo Jud cuando se acercó a ver funcionar la bomba de Puffer e Hijos, «No huele precisamente a Chanel Cinco, ¿eh, Louis?». El olor de la gangrena —«carne caliente» como decía el viejo doctor Bracermunn de la facultad— también era peor. Incluso el olor del convertidor catalítico del Civic, cuando llevaba un rato funcionando en el garaje, era peor.
De todos modos, era un olor bastante asqueroso. Pero ¿cómo se había metido en casa el gato? Él lo sacó con la escoba hacía rato, cuando los tres —su familia— estaban arriba. Era la primera vez que tocaba al gato desde el día en que el animal volvió a casa hacía casi una semana. Se dejaba llevar en brazos dócilmente, y Louis creía estar transportando un foco de infección latente. «¿Por qué agujero te has colado, canalla?», pensaba Louis.
Entonces recordó el sueño en el que Pascow se filtrara a través de la puerta de la cocina.
Quizá no había agujero. Quizá había entrado como un fantasma.
—Lo que faltaba —murmuró Louis, con la voz un poco ronca.
De pronto, Louis pensó que el gato podía revolverse y arañarle. Pero Church se mantenía muy quieto, irradiando aquel calor estúpido y aquel tufo infecto y mirando fijamente a Louis como si pudiera leerle el pensamiento.
Abrió la puerta y echó el gato al garaje, tal vez con excesiva brusquedad.
—Anda —le dijo—, vete a matar ratones o lo que te dé la gana.
Church cayó pesadamente. Las patas traseras se le doblaron y quedó agazapado en el suelo. Lanzó a Louis una mirada verde que parecía estar cargada de hostilidad, se levantó y se alejó con paso de borracho.
«Caray, Jud —pensó Louis—, ¿por qué no te callaste?».
Se fue al fregadero y se lavó las manos y los antebrazos restregando vigorosamente, como para una operación. «Lo haces porque algo se apodera de ti… Las razones te las inventas…, se te antojan lo bastante buenas… Lo haces porque quieres…, pero sobre todo porque ese cementerio es un lugar secreto… Y tú quieres compartir con alguien ese secreto…».
No; no podía reprocharle nada a Jud. Él fue por su propia voluntad, y no podía echarle la culpa a Jud.
Cerró el grifo y empezó a secarse. De pronto, la toalla se inmovilizó y él se quedó con la mirada fija en el trozo de noche enmarcado en la ventana situada encima del fregadero.
«Entonces, ¿se ha apoderado también de mí ese lugar? ¿También es mío ahora?».
«No, si yo no lo consiento».
Colgó la toalla y subió a su habitación.
Rachel estaba en la cama, con el edredón hasta la barbilla y Gage a su lado, bien arropado. Ella miró a Louis con aire contrito.
—¿Te molesta, cariño? Sólo por esta noche. Estaré más tranquila si lo tengo a mi lado. Está ardiendo.
—De acuerdo —dijo Louis—. No te preocupes. Dormiré abajo, en el sofá-cama.
—¿De verdad no te importa?
—No; a Gage no le hará ningún daño, y si tú estás más tranquila… —Hizo una pausa y sonrió—. Pero te contagiará el virus, eso casi puedo garantizarlo, aunque no creo que sirva de algo.
Ella sonrió a su vez moviendo la cabeza.
—¿Qué le pasaba a Ellie?
—Quería que me llevara a Church de su habitación.
—¿Ellie quería que te llevaras a Church? Ésa sí que es buena.
—Sí —convino Louis, y añadió—: Dice que huele mal, y, desde luego, el bicho está fragante. Se habrá revolcado en algún montón de estiércol.
—Qué lástima —dijo Rachel, poniéndose de lado—. Yo diría que Ellie echaba de menos a Church casi tanto como a ti.
—Humm-humm. —Louis la besó suavemente en los labios—. Que duermas bien, Rachel.
—Te quiero, Lou. Me alegro de estar otra vez en casa. Y siento que tengas que dormir en el sofá. Daremos una pequeña fiestecita mañana por la noche, ¿sí?
—Encantado —dijo Louis apagando la luz.
Louis quitó los almohadones del sofá, extendió el somier y trató de hacerse a la idea de tener toda la noche el travesaño de hierro clavado en los riñones a través del fino colchón. Por lo menos, la cama tenía puestas las sábanas y no sería necesario hacerla del todo. Sacó dos mantas del estante del armario del recibidor y las extendió. Ya había empezado a desnudarse cuando se quedó en suspenso.
«¿Te parece que Church ha vuelto a entrar? Muy bien. Entonces, echa un vistazo. No estará de más. Y al comprobar que todos los pestillos están echados no te expones ni a pillar un virus».
Hizo una concienzuda ronda por toda la planta baja, repasando puertas y ventanas. Todo estaba perfectamente y a Church no se le veía por ninguna parte.
—Muy bien —dijo—. A ver si entras ahora, gato imbécil. —Mentalmente, hizo votos para que al gato se le congelasen las bolas. Claro que ya no las tenía.
Apagó las luces y se metió en la cama. El travesaño empezó a clavársele casi inmediatamente, y Louis ya estaba pensando que iba a pasar la noche en vela cuando se quedó dormido. Se durmió de lado, incómodo en la cama auxiliar, pero cuando despertó estaba…
«… en el cementerio micmac. Esta vez estaba solo. Había matado a Church con sus propias manos y ahora quería hacerle resucitar de nuevo. Dios sabría por qué; Louis, no, desde luego. Pero esta vez lo había enterrado más profundamente y Church no podía salir. Louis le oía maullar bajo tierra. Sonaba como el llanto de un niño. Los maullidos, salían por los poros de la tierra pedregosa, y también el olor, aquel tufillo agridulce a putrefacción. Sólo de respirarlo sentía una opresión en el pecho, un peso».
«Y el llanto…, el llanto…».
… el llanto continuaba…
… y el peso le oprimía el pecho.
—¡Louis! —Era Rachel, y parecía alarmada—. Louis, corre, sube.
Más que alarmada, parecía asustada. Y el llanto era espasmódico, de alguien que se ahogaba. Era Gage.
Louis abrió los ojos y vio ante sí los amarillentos ojos de Church. Estaban a menos de diez centímetros de los suyos. Tenía el gato enroscado encima del pecho, robándole el aliento, como en los cuentos de viejas. El animal despedía su olor en lentas y nauseabundas vaharadas. Estaba ronroneando.
Louis lanzó un grito de sorpresa y asco y levantó las manos en instintivo ademán de defensa. Church se tiró de la cama aterrizando de costado y se alejó con su torpe contoneo.
«¡Dios, oh, Dios, si lo tenía encima! ¡Encima de mí, Dios mío!».
No habría sido mayor el asco si se hubiera despertado con una araña en la boca. Pensó que iba a vomitar.
—¡Louis!
Apartó la ropa de la cama y fue hacia la escalera tambaleándose. Del dormitorio salía una luz tenue. Rachel estaba en el descansillo, en camisón.
—Louis, está vomitando otra vez… Y se ahoga… Tengo miedo.
—Ya estoy aquí —dijo él, acercándose y pensando: «Entró. No sé por dónde, pero entró. Por el sótano, seguramente. Estará rota alguna ventana. Tiene que haber una ventana rota. Mañana lo comprobaré cuando vuelva. No; antes de marcharme. Miraré…».
Gage dejó de llorar y empezó a hacer un alarmante gorgoteo de asfixia.
—¡Louis! —chilló Rachel.
Louis se movió con rapidez. Gage estaba echado de lado, babeando en una toalla vieja que Rachel había extendido junto a él. Vomitaba, sí, pero no lo suficiente. La mayor parte seguía dentro y el niño empezaba a ponerse morado.
Louis lo levantó por las axilas, sintiéndolo muy caliente a través de la tela del pelele y se lo apoyó en el hombro, como para hacerle eructar. Luego, Louis saltó bruscamente hacia atrás, sacudiéndolo con fuerza. La cabeza de Gage se bamboleó violentamente, el niño soltó un rugido que tenía mucho de eructo y expulsó una gran masa de un vómito casi sólido que se esparció por el suelo y la cómoda. Gage volvió a llorar. Era un berrido estridente que a Louis le sonó a música. Para gritar así tenía que estar recibiendo un ilimitado suministro de oxígeno.
A Rachel se le doblaron las rodillas. Se dejó caer en la cama con la cara entre las manos. Temblaba violentamente.
—Ha estado a punto de morir, ¿verdad, Louis? Se ahog… ¡Oh, Dios mío!
Louis paseaba al niño por la habitación. Los berridos de Gage habían menguado hasta convertirse en hiposos suspiros. Ya casi dormía otra vez.
—Las probabilidades son de cincuenta a uno que hubiera podido sacarlo él solo, Rachel. Yo no hice más que echarle una mano.
—Pero le anduvo cerca —dijo ella mirándole con consternación e incredulidad—. Louis, le ha estado rondando.
De pronto, él la recordó gritándole en la soleada cocina: «Él no va a morir, nadie de esta casa va a morir…».
—Cariño —dijo Louis—, nos ronda a todos. Constantemente.
Sin duda fue la leche lo que provocó aquel segundo vómito. Rachel le dijo que Gage se había despertado alrededor de las doce, aproximadamente una hora después de que Louis se acostara, había lanzado su «grito de hambre» y Rachel le dio un biberón. Luego, antes de que acabara de tomárselo, se quedó traspuesta. Una hora después, habían empezado los espasmos.
Nada de leche, dijo Louis, y Rachel asintió casi con humildad. Nada de leche.
Louis volvió a bajar alrededor de las dos y cuarto y pasó quince minutos buscando al gato. Durante la búsqueda, encontró entreabierta la puerta que comunicaba la cocina con el sótano. Lo que él se había figurado. Recordó que su madre solía decir que había tenido un gato que se daba muy buena maña en levantar las aldabas antiguas, como la que ellos tenían en la puerta del sótano. El gato trepaba por el canto de la puerta y empujaba la aldaba con la pata hasta hacerla saltar. Una maniobra muy hábil, pensó Louis. Pero no estaba dispuesto a conseguir que Church se valiera de ella. Al fin y al cabo, la puerta del sótano también tenía cerradura. Encontró a Church dormitando debajo del fogón y lo echó sin contemplaciones por la puerta principal. Al volver al sofá-cama, cerró la puerta del sótano.
Y esta vez corrió el cerrojo.