26

Jud encendió un cigarrillo con una cerilla de madera de la cocina que luego apagó agitándola y depositó en un cenicero de latón que tenía en el fondo un anuncio de Jim Beam casi borrado.

—Ajá. A mí me llevó allí Stanley Bouchard. —Se quedó pensativo un momento.

Estaban en la cocina de Jud. Delante de ellos, sobre el hule a cuadros que cubría la mesa, había unos vasos de cerveza casi intactos. El depósito de fuel fijado a la pared gorgoteó tres veces reposadamente y enmudeció. Louis había cenado con Steve en el casi desierto autoservicio de la Guarida del Oso. Con un poco de comida en el cuerpo, Louis había empezado a reconciliarse con la idea del regreso de Church, le parecía ver la situación con más claridad; sin embargo, no tenía ninguna prisa por volver a su casa, oscura y vacía, donde —admitámoslo, camaradas— podía tropezarse con el gato en cualquier sitio.

Norma estuvo un buen rato con ellos, viendo la tele y bordando un cuadro con una puesta de sol y una capilla. La cruz del tejado se recortaba en negro sobre los fulgores del ocaso. Dijo a Louis que era para el bazar que iban a poner en la iglesia la semana antes de Navidad. Era un acontecimiento importante. Movía bien los dedos al meter y sacar la aguja de la tela puesta en el bastidor. Esta noche apenas se le notaba la artritis. Louis lo atribuyó al tiempo que, aunque frío, había sido seco. La mujer se había recuperado perfectamente del ataque al corazón y aquella noche, menos de diez semanas antes de que un derrame cerebral la matara, Louis la veía rejuvenecida. Aquella noche podía uno incluso hacerse una idea de cómo había sido de joven.

A las nueve y cuarto, la mujer les dio las buenas noches y se fue a la cama, y Louis estaba ahora con Jud que había dejado de hablar y miraba cómo subía y subía el humo del cigarrillo, como un niño que contemplara la enseña de una barbería, para ver a dónde van las rayas.

—Stanny B. —dijo Louis suavemente, instándole a seguir hablando.

Jud parpadeó, saliendo de su abstracción.

—Oh, ajá. En Ludlow, en Bucksport, Prospect y hasta en Orrington, todo el mundo le llamaba Stanny B. El año en que murió «Spot», mi perro, me refiero a la primera vez que murió, en 1910, Stanny ya era viejo y estaba bastante loco. Por estos contornos había otros que conocían el viejo cementerio micmac, pero yo me enteré por Stanny B. A él se lo había dicho su padre, y a su padre, el abuelo. Toda una estirpe de borrachines.

Louis rio y bebió un sorbo de cerveza.

—Aún me parece oírle hablar con su acento francés, comiéndose la mitad de las palabras. Me encontró sentado detrás del establo que había en la carretera 15, y que entonces era, simplemente, la carretera Bangor-Bucksport, mismamente ahí donde ahora está la fábrica Orinco. «Spot» no había muerto aún, pero se estaba acabando, y mi padre me mandó a comprar comida para las gallinas al viejo Yorky. Nosotros no necesitábamos comida para las gallinas más que una vaca una pizarra, y yo sabía muy bien por qué me mandaba.

—¿Iba a matar al perro?

—Mi padre sabía lo mucho que yo quería a «Spot» y por eso me alejó de casa. Mientras el viejo Yorky me ponía el grano, yo me fui a la parte de atrás y me senté en la vieja piedra de molino que había allí, llorando.

Jud movió lentamente la cabeza, aún con una leve sonrisa.

—Entonces se me acercó el viejo Stanny B. La mitad del vecindario creía que era inofensivo y la otra mitad, peligroso. Su abuelo había sido trampero y traficante de pieles a principios del 1800. El abuelo de Stanny iba desde la costa hasta Bangor y Derry, llegando a veces hasta Skowhegan hacia el sur, para comprar pieles, o eso decía la gente. Llevaba un gran carromato con una cubierta hecha de tiras de piel, como los de los charlatanes que vendían curalotodo. Tenía cruces por todas partes, porque era buen cristiano y, cuando estaba lo bastante borracho, predicaba sobre la Resurrección. Eso decía Stanny, a quien le gustaba mucho hablar de su abuelo.

»Pero también tenía señales indias, porque creía que todos los indios, cualquiera que fuera su tribu, formaban en realidad una sola tribu, aquella de Israel que dice la Biblia que se perdió. Decía que todos los indios estaban condenados, pero que su magia era eficaz porque, a su manera, ellos también eran cristianos.

»El abuelo de Stanny seguía traficando con los micmacs y haciendo negocio con ellos mucho después de que la mayoría de tramperos y traficantes abandonaran o se fueran al oeste, porque pagaba un precio justo y, según Stanny, se sabía la Biblia de memoria de cabo a rabo, y a los micmacs les gustaba oírle hablar, porque les decía las mismas palabras que les predicaban los hombres vestidos de negro antes de que llegaran los cazadores y los granjeros.

Jud calló. Louis esperaba.

—Los micmacs hablaron al abuelo de Stanny B. del cementerio, que ellos ya no usaban porque el «wendigo» había corrompido el suelo, y del dios Pantano, y de la escalera, y demás.

»Por cierto, en aquella época, la historia del “wendigo” era muy corriente en todo el norte. Supongo que ellos necesitarían una historia como aquélla, del mismo modo que nosotros, los cristianos, hemos de tener las nuestras. Norma me llamaría sacrílego si me oyera; pero, Louis, es la verdad. A veces, cuando el invierno era muy largo y crudo y la comida escaseaba, los indios del norte tenían que elegir entre morir de hambre o… hacer ciertas cosas.

—¿Canibalismo?

—Tal vez. —Jud se encogió de hombros—. Tal vez elegían a algún viejo ya gastado, y así tenían comida por algún tiempo. Y la historia que contaban era que una noche, mientras todos dormían, el «wendigo» había pasado por la aldea o campamento y los había tocado. Y todo el mundo sabía que el «wendigo» daba a aquellos que tocaba el gusto por la carne de su propia especie.

—Lo que equivalía a decir que el diablo les había inducido a ello —asintió Louis.

—Más o menos. Personalmente, yo sospecho que los micmacs de por aquí tuvieron que hacerlo en alguna ocasión y que enterraron los huesos de las víctimas, una o dos o quizá una docena, en el cementerio de ahí arriba.

—Y luego dijeron que se había corrompido la tierra —murmuró Louis.

—Y aquel día Stanny B. se presentó en el almacén, seguramente en busca de una botella —dijo Jud—. Ya venía un poco achispado. La gente decía que su abuelo dejó al morir más de un millón de dólares… Y Stanny B. era el mendigo del pueblo. Al verme llorar me dijo que él sabía cómo arreglar el asunto, pero que yo tenía que ser valiente y estar bien seguro de desear que lo arreglara.

»Yo le dije que haría cualquier cosa para que «Spot» se curara y le pregunté si conocía a algún veterinario que pudiera conseguirlo. “Yo no conozco a ningún veterinario, pero sé cómo arreglar lo de tu perro —dijo él. Y añadió—: Vete a casa y di a tu padre que meta al perro en un saco, pero no se te ocurra enterrarlo, ¿eh? Lo llevas a Pet Sematary y lo dejas al pie de los troncos. Cuando lo hayas hecho, ven a avisarme”.

»Yo le pregunté de qué serviría eso, y Stanny me dijo que aquella noche me quedara despierto y que cuando él me tirara una piedra a la ventana, bajara a reunirme con él. “Y quizá sea más de medianoche, chico. Pero si te olvidas de Stanny B. y te duermes, Stanny B. se olvidará de ti y entonces adiós, perro, y al infierno con él”.

Jud miró a Louis y encendió otro cigarrillo.

—Todo ocurrió tal como dijo Stanny. Cuando llegué a casa, mi padre me dijo que había disparado un tiro en la cabeza a «Spot» para ahorrarle sufrimientos. Y fue él mismo el que me habló de Pet Sematary. Me dijo si no me parecía que «Spot» querría que lo enterrase allí y yo le contesté que seguramente. Y allí me fui, arrastrando el saco con el perro dentro. Mi padre me preguntó si necesitaba ayuda y yo, recordando las palabras de Stanny B., contesté que no.

»Aquella noche estuve despierto una eternidad, o así me parecía a mí. Ya sabes lo que es la espera para un niño. Yo me figuraba que ya tenía que amanecer de un momento a otro y entonces el reloj daba las diez, o las once. Un par de veces casi di una cabezada, pero siempre volvía a espabilarme como si alguien me hubiera sacudido por un hombro diciendo: “¡Despierta, Jud! ¡Despierta!”. Parecía que había allí algo que quería asegurarse de que no me dormía.

Louis arqueó las cejas al oír esto, y Jud se encogió de hombros como diciendo que ya sabía que era un solemne disparate.

—Cuando dieron las doce en el reloj del recibidor, me levanté y me quedé esperando, vestido, sentado a los pies de la cama, a la luz de la luna que entraba por la ventana. Luego, el reloj dio la media, y la una, y Stanny B. no venía. Ese estúpido francés se ha olvidado de mí, pensé. Ya iba a desnudarme otra vez cuando en el cristal de la ventana rebotaron dos piedras que a punto estuvieron de romperlo. Una hizo una grieta, pero yo no la vi hasta la mañana siguiente, y mi madre no se dio cuenta hasta el invierno, y pensó que habría sido la helada. Fue una suerte para mí.

»Yo me lancé hacia la ventana casi volando y levanté el cristal. Las guías chirriaron como sólo chirrían cuando eres un crío y quieres salir de casa después de la medianoche…

Louis rio, aunque no recordaba haber deseado nunca salir de casa de noche, cuando tenía diez años. Pero estaba seguro de que la ventana hubiera chirriado.

—Yo estaba seguro de que mis padres pensarían que estaban entrando en casa los ladrones, pero cuando se me apaciguó un poco el corazón oí que mi padre seguía roncando en su cuarto. Me asomé y vi a Stanny B. en el sendero del jardín, mirando hacia arriba y tambaleándose como si hiciera un gran vendaval, pero no corría ni un soplo de aire. Creo que estuvo a punto de no venir, Louis, pero la borrachera que llevaba era de las que te mantienen más despierto que un mochuelo con diarrea y hacen que todo te importe un rábano. Y entonces me dijo a gritos, aunque supongo que él creía estar susurrando: «¿Qué, chico? ¿Bajas o tengo que subir a buscarte?».

»¡Sssh!, hice yo, temiendo que se despertara mi padre y me diera la tunda de mi vida. “¿Qué dices?”, preguntó Stanny B. en un tono de voz aún más alto. Si mis padres hubieran dormido a este lado de la casa, Louis, donde estamos ahora, creo que me la hubiera cargado. Pero estaban en la habitación de atrás, la que ahora tenemos Norma y yo, la que mira al río.

—Apuesto a que bajarías esa escalera como el rayo —dijo Louis—. ¿No tendrías otra cerveza, Jud? —Ya llevaba dos más del cupo, pero aquella noche eso parecía no importar. Al contrario, era casi obligado.

—La tengo. Y tú sabes dónde están —dijo Jud encendiendo otro cigarrillo. Esperó a que Louis volviera a sentarse—. No; no me atreví a bajar por la escalera. Hubiera tenido que pasar por delante de la habitación de mis padres. Me descolgué por la enredadera lo más aprisa que pude. Estaba asustado, sí, pero en aquel momento temía más a mi padre que ir a Pet Sematary con Stanny B.

Aplastó el cigarrillo.

—Allá nos fuimos los dos. Creo que Stanny B. se cayó por el camino más de media docena de veces. Realmente, estaba como una cuba y olía como si acabara de salir de un barril de whisky. A punto estuvo de ensartarse el cuello en una rama. Pero llevaba un pico y una pala. Cuando llegamos al cementerio, yo esperaba que me pasara las herramientas y se tumbara a dormir la borrachera mientras yo cavaba la fosa.

»Pero, al contrario, pareció que se serenaba un poco. Me dijo que teníamos que continuar un trecho por el bosque, más allá de los troncos, donde había otro cementerio. Yo miré a Stanny, que apenas se tenía en pie, miré el montón de troncos y dije: “Tú no puedes subir por ahí, Stanny B., te romperás la crisma”.

»Y él me contestó: “Yo no voy a romperme la crisma, ni tú tampoco. Yo iré delante y tú me seguirás arrastrando el saco”. Efectivamente, pasó los troncos sin la menor dificultad y sin mirar ni dónde ponía los pies. Yo fui tras él, llevando al perro a rastras, que debía de pesar sus buenos dieciséis kilos, y yo no llegaba ni a los cuarenta y cinco. Pero al día siguiente me dolía todo el cuerpo. A propósito, ¿cómo te sientes tú hoy?

Louis movió la cabeza afirmativamente sin decir nada.

—Seguimos andando y andando —dijo Jud—. A mí me parecía que el camino no se acababa nunca. Entonces los bosques impresionaban aún más que hoy. Había más pájaros chillando en los árboles, pájaros que uno no conocía. Ahora hay animales, pero casi todo son ciervos, mientras que entonces había alces, y osos, y linces. Yo arrastraba a «Spot». Al cabo de un rato me dio por pensar que no estaba siguiendo al viejo Stanny B., sino a un indio. Seguía a un indio que de un momento a otro se volvería enseñando unos dientes muy blancos y unos ojos muy negros, con la cara pintada con ese ungüento que hacían los indios de grasa de oso, y que en la mano tendría un «tommahawk» hecho con una piedra afilada atada con tiras de piel a un mango de madera de fresno y que me agarraría por el cuello y me arrancaría la cabellera, llevándose medio cráneo. Stanny ya no se tambaleaba ni se caía, sino que caminaba derecho y con la cabeza alta, y eso fue lo que me dio la idea del indio. Pero cuando llegamos al borde del dios Pantano y él se volvió para hablarme, entonces vi que era Stanny desde luego, y que si ahora no tropezaba ni se caía era porque tenía miedo. Del miedo se le había pasado la borrachera.

»Me dijo lo mismo que yo te dije a ti anoche, acerca de los somormujos y del fuego de San Telmo y que no tenía que hacer caso a nada de lo que pudiera ver u oír. Y, sobre todo, si algo te habla, tú no contestes. Y empezamos a cruzar el pantano. Y vaya si vi. No voy a decirte lo que vi, pero desde que tenía diez años he estado allí cinco veces más y nunca he visto nada igual. Ni lo veré, Louis, porque la de anoche fue mi última visita al cementerio micmac.

«Yo no estoy aquí sentado creyéndome todas estas cosas, ¿verdad? —se preguntó Louis casi con sorna. Las tres cervezas que llevaba le ayudaban a adoptar aquel tono ligero, o que a él le sonaba ligero—. Yo no me creo esta novela de tramperos franceses, cementerios indios, de esa cosa llamada “wendigo” y mascotas resucitadas, ¿verdad? Qué porras, el gato quedó inconsciente. Un coche le dio un golpe y lo dejó atontado, eso es todo. Lo demás son monsergas de viejo».

Pero no lo eran, y Louis lo sabía. Y eso no lo modificaban tres cervezas, ni treinta y tres.

Church estaba muerto, ésa era una; ahora estaba vivo y ésa era otra; el animal había cambiado, había cambiado a peor, y ésa era la tercera. Había ocurrido algo. Jud quiso corresponder a lo que él consideraba un favor…, pero la medicina que se daba en el cementerio micmac no era tan buena al fin y al cabo, y lo que Louis veía ahora en los ojos de Jud le decía que el viejo lo sabía. Louis pensó en lo que había visto —o creído ver— la víspera en los ojos de Jud. Aquella mirada regocijada y maliciosa. Ahora recordaba haber pensado que tal vez no fuera Jud quien tomó la decisión de llevar a Louis y al gato de Ellie en aquella expedición nocturna.

«Si no fue él, entonces, ¿quién?», se preguntó. Al no encontrar respuesta, Louis desechó la pregunta.

—Enterré a «Spot» y construí un «cairn» —prosiguió Jud llanamente—. Cuando terminé, Stanny B. dormía como un leño. Tuve que sacudirle de firme para que se despertara, pero cuando llegamos al pie de esos cuarenta y cuatro escalones…

—Cuarenta y cinco —murmuró Louis.

—Ajá —asintió Jud—. Cuarenta y cinco, ¿verdad? Cuando llegamos al pie de los cuarenta y cinco escalones, el hombre andaba otra vez tan ligero como si estuviera sobrio. Regresamos por el pantano, los bosques y el montón de troncos, y luego cruzamos la carretera y llegamos a mi casa. Me parecía que habían pasado por lo menos diez horas, pero aún era noche cerrada.

«¿Y ahora, qué?», pregunté a Stanny B. «Ahora tú no tienes más que esperar», me dijo él, y se marchó haciendo eses otra vez. Supongo que aquella noche él dormiría detrás del almacén. Por cierto, Stanny B. murió dos años antes que mi perro «Spot». El hígado se le descompuso y lo envenenó. El 4 de julio de 1912, dos chiquillos lo encontraron, más tieso que un atizador, detrás del almacén.

»Pero, aquella noche, yo trepé hasta la ventana de mi cuarto por la enredadera, me metí en la cama y me quedé dormido en cuanto la cabeza me cayó en la almohada.

»A la mañana siguiente, no me desperté hasta casi las nueve. Mi madre estaba llamándome. Mi padre trabajaba en el ferrocarril y se habría ido a las seis. —Jud se interrumpió unos momentos, pensativo—. Mi madre no es que me llamara, Louis, es que chillaba mi nombre.

Jud se acercó al frigorífico, sacó una Miller’s y la abrió con el tirador del cajón situado debajo de la caja del pan y la tostadora. A la luz de la lámpara del techo, tenía la cara amarilla como de nicotina. Bebió media cerveza, soltó un eructo que sonó como un cañonazo y miró por el pasillo hacia la habitación donde dormía Norma. Luego, mirando a Louis, dijo:

—Me cuesta trabajo hablar de esto. He pensado mucho en ello, durante años y años, pero nunca se lo conté a nadie. Los que sabían lo ocurrido tampoco me hablaban de ello. Más o menos, lo mismo ocurre con el sexo. Si te lo cuento a ti, Louis, es porque ahora tú tienes un animal diferente. No forzosamente peligroso, pero… diferente. ¿No te has dado cuenta?

Louis recordó el torpe salto que había dado Church al bajar del inodoro, golpeándose el costado contra la bañera, recordó aquellos ojos turbios y casi estúpidos, aunque no del todo, fijos en los suyos.

Al fin asintió.

—Cuando llegué abajo, encontré a mi madre acorralada en un rincón de la despensa, entre la nevera y un mostrador. Había en el suelo una cosa blanca…, unas cortinas que ella iba a colgar. En la puerta de la despensa vi a «Spot», mi perro. Estaba cubierto de tierra y con las patas llenas de barro. Tenía el pelo del vientre pegado y enredado. No gruñía ni se movía; sólo estaba allí parado, pero, queriendo o sin querer, a mi madre la había asustado. Estaba aterrorizada, Louis. No sé lo que tú sentirías por tus padres, Louis, pero yo quería mucho a los míos. La idea de que había hecho algo que había puesto a mi madre en aquel estado, me impidió alegrarme de ver a «Spot». Ni siquiera estaba sorprendido.

—Conozco la sensación —dijo Louis—. Cuando vi a Church esta mañana, yo… Me pareció algo… —se interrumpió. «¿Perfectamente natural?». Fueron las primeras palabras que se le ocurrieron, pero no eran las más indicadas— …que tenía que suceder.

—Sí —dijo Jud. Encendió otro cigarrillo. Las manos le temblaban un poco—. Cuando mi madre me vio, todavía sin vestir, me gritó: «¡Da de comer a tu perro, Jud! Tu perro tiene que comer. ¡Llévatelo antes de que ensucie, las cortinas!».

»Recogí unas sobras y le llamé. Al principio, no venía. Era como si no supiera su nombre, y yo casi pensé: “Éste no es «Spot». Es un perro vagabundo que se le parece, nada más…”.

—¡Sí! —exclamó Louis con tanta vehemencia que se sorprendió a sí mismo.

Jud asintió.

—Pero a la segunda o tercera vez de llamarle, acudió. Vino como movido por un resorte. Y cuando lo saqué al porche, tropezó con la puerta y casi se cae. Se comió las sobras, mejor dicho, las devoró. Entonces ya se me había pasado la primera impresión y empezaba a hacerme una idea de lo ocurrido. Me arrodillé y le abracé. Estaba contento de volver a verle. Durante un segundo, sentí miedo al darme cuenta de que estaba abrazándole y… Tal vez fueran sólo imaginaciones, pero me pareció que el perro gruñía. Fue sólo un segundo. Luego, me lamió la cara y…

Jud se estremeció y apuró la cerveza.

—Louis, tenía la lengua helada. Era como si alguien me pasara por la mejilla una carpa muerta.

Los dos hombres se quedaron en silencio unos instantes. Luego, Louis dijo:

—Continúa.

—Cuando hubo comido, saqué un barreño viejo que teníamos para él y le di un baño. A «Spot» nunca le gustó el baño. Por regla general, teníamos que bañarlo entre mi padre y yo, y acabábamos los dos sin camisa y con el pantalón chorreando, y mi padre, echando pestes, y el perro, con ese aire compungido que suelen tener los perros. Y casi siempre se iba directamente a revolcarse en la tierra y se sacudía al lado de la ropa que mi madre tenía tendida, llenando de tierra las sábanas, y ella entonces nos gritaba que el día menos pensado le dispararía un tiro al perro.

»Pero, aquel día, «Spot» se sentó en el barreño y me dejó hacer. No se movió para nada. A mí no me gustó aquello. Era como…, como bañar un trozo de carne. Luego, lo sequé bien con una toalla vieja. Vi las señales de la alambrada. Tenía hendiduras en la carne y, aunque no estaban cubiertas de pelo, parecían cicatrices de más de cinco años, no sé si sabes lo que quiero decir.

Louis asintió. En su profesión, había visto aquellas cicatrices hendidas. Era como si la carne no acabara de crecer. Ello le hizo pensar en las tumbas de sus días de aprendiz de enterrador, y en que siempre faltaba tierra para rellenarlas.

—Luego le miré la cabeza. Allí, detrás de la oreja, tenía un pequeño hoyo, pero estaba cubierto de pelo blanco.

—Donde tu padre le disparó —dijo Louis.

—Ajá.

—Un tiro en la cabeza no siempre es definitivo, Jud. Hay suicidas frustrados que vegetan en los hospitales, alimentados por tubos, y otros que andan por ahí tan frescos. Y es que el proyectil puede rebotar en el cráneo, desplazarse pegado a él en semicírculo y salir por el otro lado sin penetrar en el cerebro. Yo vi a un hombre que se disparó un tiro encima del oído derecho y murió porque la bala le atravesó la yugular, después de dar toda la vuelta a la cabeza. La trayectoria de la bala parecía una carretera.

Jud asintió sonriendo.

—Sí, leí algo parecido en un periódico de Norma, el «Star» o el «Enquirer». Pero si mi padre decía que «Spot» estaba muerto, es que estaba muerto, Louis.

—De acuerdo.

—¿Estaba muerto el gato de tu hija?

—A mí me pareció que sí.

—Un poco más de precisión, Louis, que eres médico.

—Soy médico, pero no Dios. Estaba oscuro…

—Sí, estaba oscuro, y la cabeza le giraba como si tuviera cojinetes, y cuando lo levantaste del suelo, estaba pegado al hielo, Louis. Hizo un ruido como de esparadrapo. Lo que está vivo no suena así. Para no fundir el hielo que tienes debajo has de estar muerto.

En la habitación contigua, el reloj dio las diez y media.

—¿Qué dijo tu padre al volver a casa y ver el perro? —preguntó Louis con curiosidad.

—Yo estaba en el jardín, jugando a las canicas y esperándole. Me sentía como si hubiera hecho algo malo y supiera que, probablemente, iba a recibir unos azotes. Él cruzó la verja a eso de las ocho, con su mono de peto y la gorra de cotín… ¿Sabes lo que quiero decir?

Louis asintió ahogando un bostezo con el dorso de la mano.

—Sí —dijo Jud—. Se hace tarde. Tengo que abreviar.

—No es tan tarde —dijo Louis—. Lo que ocurre es que llevo más cervezas de las que acostumbro. Continúa, Jud, y a tu ritmo. Eso me interesa.

—Mi padre cruzó la verja balanceando la fiambrera por el asa y silbando. Estaba oscureciendo, pero me vio y dijo: «¡Hola, Judkins!» como siempre, y luego: «¿Dónde está…?».

»No dijo más, porque entonces «Spot» salió de la sombra, no venía corriendo, como siempre, dispuesto a brincar de alegría, sino andando despacio y moviendo la cola. Mi padre dejó caer la fiambrera y dio un paso atrás. Creo que hubiera dado media vuelta y echado a correr, pero su espalda tropezó con la cerca y se quedó quieto, mirando al perro. Y cuando «Spot» se alzó por fin sobre los cuartos traseros, mi padre le tomó la patas como si fueran las manos de una señorita con la que fuera a bailar. Se quedó mirando al perro mucho rato y luego me miró a mí y dijo: “Necesita un baño, Jud. Aún tiene el hedor de la tierra en la que lo enterraste”. Y entró en casa.

—¿Y tú qué hiciste? —preguntó Louis.

—Darle otro baño. Y él lo aceptó, sentado en el barreño. Y cuando entré en casa mi madre ya se había acostado, a pesar de que no eran las nueve todavía. Mi padre me dijo: «Tenemos que hablar, Judkins». Yo me senté frente a él, y él me habló como a un hombre, por primera vez en mi vida, mientras del otro lado de la carretera, donde ahora está tu casa, venía el perfume de la madreselva y, de nuestro propio jardín, el de las rosas silvestres. —Jud Crandall suspiró—. Yo siempre pensé que me gustaría que él me hablara así, pero no, no me gustó nada. Lo de esta noche, Louis, ha sido como asomarse a un espejo que está colocado frente a otro espejo y verse proyectado por un interminable corredor. Me pregunto cuántas veces se habrá transmitido esta historia. Una historia en la que sólo cambian los nombres. Es como la cosa del sexo, ¿no te parece?

—Tu padre lo sabía.

—Ajá. «¿Quién te ha llevado allí arriba, Jud?», me preguntó. Yo se lo dije. Él movió la cabeza como dando a entender que ya se lo había figurado. No obstante, después averigüé que en aquel tiempo había en Ludlow seis u ocho personas que hubieran podido llevarme. Supongo que pensó que Stanny B. era el único que estaba lo bastante loco como para hacerlo.

—¿Le preguntaste por qué no te había llevado «él», Jud?

—Sí; durante nuestra larga conversación de aquella noche se lo pregunté, y él me dijo que era un lugar malo, muy malo, y que casi nunca le hacía bien ni a la gente que había perdido a su animal ni al animal. Me preguntó si me gustaba «Spot» tal como estaba y, Louis, me costó mucho trabajo contestar a esto… Y tengo que decirte lo que yo sentí entonces, porque tú vas a preguntarme ahora por qué te llevé allí si sabía que el sitio era malo, ¿no?

Louis asintió. ¿Qué pensaría Ellie de Church cuando regresara? Aquella tarde, mientras jugaba con Steve Masterton, no podía pensar en otra cosa.

—Quizá lo hice porque a los niños les conviene saber que a veces es preferible la muerte —dijo Jud lentamente—. Eso es algo que tu Ellie ignora, seguramente porque su madre lo ignora también. Dime que estoy equivocado y lo dejamos.

Louis abrió la boca y volvió a cerrarla.

Jud siguió hablando muy despacio, pasando de una palabra a otra como pasara la víspera sobre las ondulaciones del pantano.

—Lo he visto varias veces en el curso de los años —dijo—. Me parece que ya te conté que Lester Morgan enterró allí arriba su toro campeón. Era de raza black angus y se llamaba «Hanratty». ¿No crees que es un nombre ridículo para un toro? Murió de una úlcera interna, y Lester lo subió hasta allí en un trineo. No sé cómo pudo llegar, ni me explico cómo pasaría el montón de troncos. Pero dicen que querer es poder, y por lo que respecta a ese cementerio, creo que es verdad.

»Bien, «Hanratty» volvió, pero Lester le pegó un tiro a las dos semanas. Aquel toro se volvió malo, realmente malo. Que yo sepa, es el único animal al que le pasó eso. La mayoría parecen sólo… un poco tontos…, un poco… lentos…, un poco…

—¿Un poco muertos?

—Ajá. Un poco raros. Un poco muertos. Como si hubieran estado en algún sitio y no hubieran vuelto del todo. Pero tu hija no sabe nada, Louis. No sabe que al gato lo mató un coche y luego volvió. Y tú me dirás que a una criatura no se le puede enseñar una lección si ella no sabe lo que tiene que aprender. Aunque…

—Aunque a veces sí se puede —dijo Louis, hablando más consigo mismo que con Jud.

—Sí; a veces sí se puede. Ella notará algo. Se dará cuenta de que Church estaba mejor antes. Tal vez aprenda algo sobre el carácter de la muerte, que es allí donde termina el dolor y empiezan los buenos recuerdos. Que no es el final de la vida, sino el final del dolor. No tienes que decirle esas cosas. Ella sola las descubrirá.

»Y, si se parece a mí, seguirá queriendo a su animalito. El gato no se volverá malo, ni morderá, ni nada de eso. Ella seguirá queriéndole… y sacando conclusiones… y suspirará aliviada cuando el animal se muera por fin.

—Por eso me llevaste allí —dijo Louis. Ahora se sentía mejor. Ya conocía la explicación. Era un poco vaga y se apoyaba más en los sentimientos que en la razón; pero, dadas las circunstancias, estaba dispuesto a admitirla. Ahora ya podía olvidar aquella expresión que creyó ver fugazmente en la cara de Jud la noche antes…, aquel siniestro y malicioso regocijo—. Está bien. Esto…

De pronto, con una brusquedad pasmosa, Jud se cubrió la cara con las manos. Louis pensó que le había dado algún ataque, y fue a levantarse, alarmado cuando, al observar las convulsiones de su pecho, comprendió que el anciano estaba tratando de contener los sollozos.

—Es por eso y no es por eso —dijo con voz ahogada—. Lo hice por la misma razón que Stanny B. y que Lester Morgan. Lester llevó allí a Linda Levesque cuando atropellaron a su perro. Y la llevó a pesar de que había tenido que matar al toro por perseguir a los chicos por el campo como un loco. Lo hizo a pesar de todo, «a pesar de todo», Louis. —Jud casi gemía ahora—. ¿Cómo diablos te explicas eso?

—Jud, ¿de qué estás hablando? —preguntó Louis, alarmado.

—Lester y Stanny lo hicieron por lo mismo que yo. Lo haces porque algo se apodera de ti. Lo haces porque ese cementerio es un lugar secreto, y quieres compartir con alguien ese secreto y cuando encuentras una razón que se te antoja lo bastante buena, pues entonces… —Jud bajó las manos y miró a Louis con unos ojos que parecían increíblemente viejos y cansados—. Entonces lo haces y se acabó. Y las razones te las inventas… Y es que lo haces porque quieres hacerlo. O porque tienes que hacerlo. Mi padre no me llevó porque él había oído hablar del sitio, pero no había estado allí. Stanny B., sí…, y me llevó a mí… Y setenta años después…, de pronto…

Jud movió la cabeza y ahogó una tos seca con la palma de la mano.

—Escúchame —dijo—. Escúchame, Louis. El toro de Lester es, que yo sepa, el único animal que se volvió malo de verdad. Puede que el pequinés de Miss Levesque mordiera un día al cartero, después… Y hubo alguna que otra cosa más… de animales que se volvían huraños…, pero «Spot» fue siempre un buen perro. Siempre siguió oliendo a tierra, por más que lo bañara, pero era un buen perro. Mi madre no volvió a tocarlo nunca más, pero era un buen perro. Ahora bien, Louis, si esta noche tú coges al gato y lo matas, yo no diré ni una palabra.

»Ese sitio… De pronto sientes que te domina… y fabricas las razones más lindas…, pero he podido equivocarme, Louis. Es lo único que puedo decir. Lester pudo equivocarse. Stanny B. pudo equivocarse. Qué diablo, yo tampoco soy Dios. Y eso de devolver la vida a los muertos es pisarle el terreno a Dios, ¿no?

Louis volvió a abrir y cerrar la boca. Lo que iba a decir hubiera sonado mal, muy mal, y hubiera sido cruel: «Jud, yo no pasé todo aquello para luego matar al cochino gato».

Jud terminó su cerveza y alineó cuidadosamente el envase con todos los que habían vaciado aquella noche.

—Y eso es todo, creo yo —dijo—. Se me acabó la cuerda.

—¿Puedo hacerte sólo otra pregunta? —preguntó Louis.

—Adelante.

—¿Nunca enterraron ahí arriba a una persona?

El brazo de Jud se movió convulsivamente, cayeron al suelo dos botellas de cerveza y una se rompió.

—¡Por los clavos de Cristo! —exclamó—. ¡No! ¡Ni pensarlo! ¡De esas cosas ni se habla, Louis!

—Era simple curiosidad —dijo Louis, violento.

—Hay cosas que es mejor no tocar ni por curiosidad —dijo Jud Crandall, y por primera vez, Louis Creed lo vio realmente anciano y desvalido, como si estuviera al borde de su propia tumba recién abierta.

Y después, ya en casa, Louis reparó en otro matiz del aspecto que tenía Jud en aquel momento.

Daba la impresión de estar mintiendo.