Alrededor de las nueve y media, le llamó Steve Masterton para preguntar si quería jugar un partido de frontón; la cancha estaba disponible y podrían jugar todo el día, si les apetecía, añadió con alborozo.
Louis comprendió su alegría —cuando la Universidad funcionaba, la lista de espera para el frontón abarcaba hasta dos días—, pero declinó la invitación, pretextando que tenía que trabajar en un artículo que preparaba para la «Revista de Medicina Universitaria».
—¿Estás seguro? —preguntó Steve—. Mucho trabajo y poca distracción no es bueno para la salud.
—Llámame luego —dijo Louis—. A lo mejor me tientas.
Steve prometió hacerlo así y colgó. Esta vez Louis había dicho sólo una media mentira; efectivamente, tenía intención de trabajar en aquel artículo, que se refería al tratamiento de las enfermedades contagiosas como varicela y mononucleosis en una enfermería, pero la razón principal por la que había renunciado a jugar con Steve era la de que tenía todo el cuerpo dolorido. Lo averiguó cuando, después de hablar con Rachel, entró en el cuarto de baño para limpiarse los dientes. Los músculos de la espalda le tiraban y pinchaban, tenía los hombros magullados de acarrear la maldita bolsa de plástico y las corvas eran como cuerdas de guitarra tensadas para tres octavos más de lo normal. «Joder, y tú que pensabas estar en forma». Bonito papel habría hecho en el frontón, persiguiendo la pelota como un viejo artrítico.
A propósito de viejos, aquella excursión al bosque no la hizo solo, sino con un sujeto que frisaba los ochenta y cinco. Le hubiera gustado saber si Jud estaba aquella mañana tan cascado como él.
Estuvo una hora y media trabajando en el artículo, pero la cosa no iba bien. La soledad y el silencio empezaban a ponerle nervioso y acabó guardando los blocs de notas y las gráficas que había pedido al John Hopkins en el estante situado encima de la máquina de escribir, se puso el chaquetón y cruzó la carretera.
Jud y Norma habían salido, pero encontró un sobre con su nombre, prendido en la puerta del porche. Lo quitó y levantó la solapa con el pulgar.
Louis:
La santa esposa y yo nos hemos ido a Bucksport de compras y ver una cómoda que tienen en el Emporium Galorium a la que Norma le tiene echado el ojo desde hace cien años, o así parece. Seguramente, nos quedaremos a almorzar en McLeod’s y regresaremos a media tarde. Pasa esta noche a tomar un par de cervezas, si quieres.
Tu familia es tu familia. No quiero ser entrometido, pero si Ellie fuera hija mía yo aún no le diría que su gato había sido atropellado. ¿Para qué estropearle las vacaciones?
A propósito, Louis, yo tampoco mencionaría por estos contornos lo que hicimos anoche. Hay otras personas que conocen ese viejo cementerio micmac y algunos han enterrado allí a sus animales. Es como un arrabal de Pet Sematary. ¡Lo creas o no, allí arriba han enterrado hasta un toro! El viejo Zack McGovern, que vivía en Stackpole Road, enterró en el cementerio micmac a su toro «Hanratty», que fue premiado en un concurso de ganado. Debió de ser en 1967 o 68. ¡Ja, ja! Cuando me dijo que él y sus dos hijos habían llevado al toro hasta allí arriba, casi me hernio de tanto reír. Pero a la gente de por aquí no le gusta hablar de ello, ni es que estén enterados los que ellos consideran «forasteros», no porque sean supersticiones que datan de hace más de trescientos años, sino porque, en cierto modo, ellos las creen y les parece que un «forastero» tiene que reírse de esas cosas. ¿Consideras que esto tiene sentido? Yo creo que no, pero así están las cosas. Conque hazme el favor de no decir nada. ¿De acuerdo?
Ya hablaremos de ello, probablemente, esta misma noche, y entonces lo comprenderás mejor; pero, entretanto, quiero decirte que te portaste muy bien. Estaba seguro.
JUD.
PS. — Norma no sabe lo que dice esta carta —le he contado otro cuento— y, si a ti no te importa, prefiero que no se entere. En los cincuenta y ocho años que llevamos casados le he dicho a Norma más de una mentira. Supongo que la mayoría de los hombres mienten a sus esposas, pero me parece que casi todos ellos podrían presentarse ante Dios y confesar sus mentiras sin tener que bajar la cabeza.
Bueno, ven esta noche y pimplaremos un poco.
J.
Louis se quedó en lo alto de la escalera que conducía al porche —ahora vacío, pues los confortables sillones de mimbre estaban guardados hasta otra primavera— mirando la carta con el entrecejo fruncido. ¿No decir a Ellie que el gato había muerto? No se lo había dicho. ¿Otros animales enterrados allí? ¿Supersticiones que databan de hacía más de trescientos años?
«… y entonces lo comprenderás mejor».
Resiguió aquella línea con el dedo y, por primera vez, se puso a pensar deliberadamente en lo que habían hecho la noche anterior. Los recuerdos estaban borrosos, difuminados, como las imágenes de los sueños o de los actos que se realizan bajo los efectos de un estupefaciente. Se acordaba de haber subido al montón de troncos, y de aquel leve resplandor que había en el pantano, y de que allí había por lo menos de cinco a diez grados más de temperatura, pero todo ello era como esa conversación que mantienes con el anestesista antes de que te haga dormir.
«… y supongo que la mayoría de los hombres mienten a su mujer…».
«A su mujer y a su hija», pensó Louis, pero parecía cosa de magia la forma en que Jud había adivinado lo ocurrido aquella mañana, tanto en el teléfono como dentro de su cabeza.
Louis dobló la carta lentamente, que estaba escrita en papel rayado como de una libreta de colegial, y volvió a meterla en el sobre. Luego, guardó el sobre en el bolsillo de atrás del pantalón y cruzó la carretera para volver a su casa.