22

La comida de Acción de Gracias que prepararon Jud y Norma fue excelente. Después de comer, Louis se fue a su casa, ahito y amodorrado. Subió al dormitorio, saboreando aquella paz, se descalzó y se tumbó en la cama. Eran poco más de las tres. Hacía un sol tenue e invernal.

«Sólo un sueñecito», pensó, y se quedó profundamente dormido.

Le despertó el timbre del teléfono. Alargó el brazo hacia la extensión del dormitorio, tratando de coordinar ideas, desconcertado al observar que ya era casi de noche. Oía el silbido del viento en el alero de la casa y el leve y ronco borboteo de la caldera.

—¿Diga? —Sería Rachel, que le llamaba desde Chicago, para desearle feliz día de Acción de Gracias. Luego pasaría el auricular a Ellie, y Ellie le hablaría, y luego, a Gage, y Gage parlotearía… ¿Y cómo diablos había podido pasar toda la tarde durmiendo, si quería ver el partido…?

Pero no era Rachel. Era Jud.

—¿Louis? Lo siento, pero voy a darte un pequeño disgusto.

Louis saltó de la cama, mientras trataba de despejarse.

—¿Qué disgusto, Jud?

—Bueno, hay un gato muerto en nuestro jardín —dijo Jud—. Parece el de tu hija.

—¿Church? —Sintió una súbita opresión en el vientre—. ¿Estás seguro, Jud?

—No al ciento por ciento; pero, desde luego, se le parece.

—Oh. Oh, mierda. Ahora mismo voy, Jud.

—Está bien, Louis.

Louis colgó el auricular y se quedó sentado un minuto. Luego, fue al retrete, se puso los zapatos y bajó.

«Quizá no sea Church. Dice Jud que no está seguro. Caray, si ese gato ya ni sube la escalera, a no ser que alguien le lleve en brazos… ¿A qué iba a salir a la carretera?».

Pero en su interior algo le decía que sí era Church. Y si Rachel llamaba aquella noche, como era lo más seguro, ¿qué podía él decirle a Ellie?

Aturdido, se oyó decir a Rachel: «Yo sé que a los seres vivos puede ocurrirles cualquier cosa. Soy médico y lo sé… ¿Quieres ser tú quien le explique lo ocurrido, si atropellan al gato?». Pero en el fondo él no creía que a Church pudiera pasarle algo, ¿o sí?

Recordaba que Wicky Sullivan, uno de sus compañeros de póquer, le preguntó una vez cómo podía Louis calentarse por su mujer y no calentarse por todas las mujeres desnudas que veía a diario. Louis trató de explicarle que las cosas no eran como imaginaba la gente; la que va a hacerse un Papanicolau o aprender a explorarse los pechos no tira bruscamente de la sábana y se presenta como una Venus sobre la concha. Uno ve un pecho, una vulva, un muslo. El resto está cubierto por una sábana. Además, siempre hay una enfermera delante, más para salvaguardar la reputación del médico que para otra cosa. Pero Wicky no se dejó convencer. Una teta siempre es una teta, era su tesis, y un chocho, un chocho. Y tú o tienes que estar caliente a todas horas o no estarlo nunca. Lo único que Louis supo responder fue que la teta de tu mujer es diferente.

«Del mismo modo que uno supone que su familia es diferente», pensaba ahora. Todos daban por sentado que a Church no podía pasarle nada porque estaba dentro del círculo mágico de la familia. Lo que Louis no consiguió hacer comprender a Wicky era que los médicos hacían distinciones lo mismo que todo el mundo. Una teta no era una teta como no fuera la de tu mujer. En el consultorio, una teta era un caso. Uno podía hablar de la leucemia infantil y dar cifras durante un simposio; pero si uno de tus chavales la pillaba te quedabas lívido y sin poder creerlo. ¿Mi hijo? O, incluso: ¿el gato de mi hija? Doctor, usted no puede hablar en serio.

«Bueno, tranquilo. Las cosas, por sus pasos contados».

Pero era difícil conservar la calma al recordar cómo se puso Ellie sólo de pensar que Church podía morir un día.

«Estúpido gato de mierda. ¿Por qué tendríamos un jodido gato? Eso es lo que yo quisiera saber».

«Pero el jodido gato ya no jodía Y eso debía impedir que se muriese».

—¿Church? —llamó Louis, pero sólo se oía el roncar de la caldera, quemando dólares y dólares. El sofá de la sala, donde últimamente Church pasaba casi todo el día, estaba vacío. No estaba en ninguno de los radiadores. Louis hizo sonar el plato del gato, el único medio infalible para hacerle acudir; pero esta vez no vino gato alguno… ni vendría ya nunca más, por desgracia.

Louis se puso el chaquetón y el gorro y se fue hacia la puerta. Luego, volvió sobre sus pasos. Admitiendo el dictado del sentido común, abrió el armario del fregadero y se agachó. Allí se guardaban bolsas de plástico de dos clases: pequeñas y blancas para las papeleras de la casa y grandes y verdes para el cubo de la basura. Louis tomó una de las verdes, Church había engordado desde la operación.

Guardó la bolsa en el bolsillo del chaquetón, pues no le gustaba sentir en los dedos el contacto frío y resbaladizo del plástico. Salió por la puerta principal y se dirigió a casa de Jud.

Eran alrededor de las cinco y media y casi estaba oscuro. El paisaje tenía un aspecto tétrico. El último resplandor de ocaso era una extraña franja anaranjada en el horizonte, al otro lado del río. El viento soplaba en paralelo a la carretera, cortando las mejillas de Louis y arrastrando las nubéculas blancas de su aliento. Él tiritó, pero no del frío. Fue una sensación de soledad lo que le hizo estremecerse. Era algo fuerte y perceptible, pero él no encontraba metáfora que lo concretara. Algo amorfo. Se sentía aislado, eso era: incapaz de conectar.

Divisó a Jud al otro lado de la carretera, envuelto en su gran chaquetón verde de pluma. La capucha ribeteada de piel le sombreaba la cara. Allí, de pie en el helado jardín, parecía una estatua, otra cosa sin vida en aquel paisaje crepuscular, en el que no cantaba ni un pájaro.

Cuando Louis iba a cruzar, Jud se movió haciéndole retroceder con un ademán. Le gritó algo que Louis no entendió porque el viento le zumbaba en los oídos. Louis dio un paso atrás, advirtiendo de pronto que el silbido del viento había aumentado. Un instante después sonó un fuerte claxon y pasó rugiendo un camión de la Orinco, tan cerca que el aire le pegó los pantalones a las piernas. Caray, por poco no se había metido debajo de las ruedas.

Cuando se dispuso otra vez a cruzar, miró en ambos sentidos. Sólo se veían las luces traseras de la cisterna que se diluían en la penumbra.

—Creí que te pillaba el camión —dijo Jud—. Has de tener cuidado, Louis. —Ni aun estando tan cerca distinguía Louis las facciones de Jud, y persistía en él la extraña sensación de que aquella figura podía ser cualquiera.

—¿Y Norma? —preguntó Louis, sin mirar el bulto peludo que estaba a los pies de Jud.

—Se ha ido al oficio de Acción de Gracias —dijo Jud—. Y luego se quedará a la cena de la parroquia, imagino, aunque estoy seguro de que no va a probar bocado. No tiene apetito. —Una ráfaga de viento levantó la capucha y Louis vio que era Jud, en efecto. ¿Y quién podía ser, si no?—. No es más que una excusa para quedarse a cotorrear. No creo que, después de la comilona del mediodía, tomen más que unos bocadillos. Regresará a eso de las ocho.

Louis se arrodilló para mirar al gato. «Que no sea Church —pensaba, mientras le volvía suavemente la cabeza con una mano enguantada—. Que sea otro gato. Ojalá Jud esté equivocado».

Pero era Church, desde luego. El animal no estaba reventado ni desfigurado, como si le hubiera pasado por encima alguno de aquellos camiones-cisterna y grandes remolques que circulaban por la carretera 15. («¿Y qué hacía aquel camión Orinco en la carretera el día de Acción de Gracias?», se preguntó Louis distraídamente). Había quedado con los ojos entreabiertos, mates como dos canicas verdes. Había sacado sangre por la boca; no mucha, la suficiente para mancharle su peto blanco.

—¿Es el vuestro, Louis?

—El nuestro —suspiró él.

Por primera vez, advertía que también él quería a Church, no con el apasionamiento de Ellie, sino a su manera, distraídamente. Durante las semanas que siguieron al capado, Church cambió, se hizo lento y perezoso y engordó. Estableció una rutina que le llevaba de la cama de Ellie al sofá y del sofá al plato. Nunca salía de casa. Ahora, muerto, se parecía al viejo Church. La boca, pequeña y ensangrentada, llena de dientecitos como alfileres, estaba abierta en una mueca pendenciera. Los apagados ojos parecían furiosos. Era como si, tras la abulia de su breve existencia de castrado, en el momento de su muerte, Church hubiera recobrado su verdadera naturaleza.

—Sí, es Church —dijo Louis—. Maldito si sé cómo darle la noticia a Ellie.

Se le ocurrió una idea. Enterraría a Church arriba, en Pet Sematary, pero sin estela ni bobadas. Aquella noche, cuando hablaran por teléfono, no diría nada a Ellie acerca de Church, mañana mencionaría de pasada que no había visto al gato en todo el día, y pasado insinuaría que tal vez Church se había ido. Algunos gatos hacían eso. Ellie se llevaría un disgusto, sí, pero no se lo plantearía como algo irremediable y definitivo… Él no tendría que volver a enfrentarse con la negativa actitud de Rachel frente a la muerte…, y poco a poco se olvidarían del animal…

«Cobarde», sentenció una parte de su mente.

«Sí… no lo discuto. Pero ¿de qué iba a servir armar alboroto?».

—Ellie quiere mucho al gato, ¿no? —preguntó Jud.

—Sí —dijo Louis, ausente—. Volvió a mover la cabeza de Church. El animal empezaba a estar rígido, pero la cabeza le bailaba. El cuello roto. Eso. Ahora Louis creía poder adivinar lo sucedido. Church estaría cruzando la carretera —el motivo sólo Dios lo sabía—, cuando un coche o un camión, de un topetazo, le rompió el cuello y lo lanzó al jardín de Jud Crandall. O quizá el animal se había partido el cuello al caer sobre el hielo. Eso carecía de importancia; lo cierto era que Church estaba muerto.

Louis levantó la cabeza hacia Jud, pero el viejo miraba la pálida franja anaranjada del horizonte. Tenía la capucha ligeramente echada hacia atrás y su rostro estaba pensativo, severo, casi hosco.

Louis sacó del bolsillo la bolsa de plástico verde y la desdobló, sosteniéndola con fuerza para que el viento no se la arrancara de las manos. El penetrante crujido del plástico sacó a Jud de su abstracción.

—Sí, estoy seguro de que le quiere mucho.

Resultaba extraño oírle hablar en presente… Toda la escena, con la luz del crepúsculo, el frío y el viento parecía extraña y rocambolesca.

«Aquí está Heathcliff, en el páramo desolado de Cumbres Borrascosas —pensó Louis contrayendo la cara contra el viento—. Ahora se dispone a meter al gato de la familia en una bolsa de basura. Sí, señor».

Agarró al animal por la cola, abrió la bolsa y levantó al gato. Frunció el entrecejo con expresión de repulsión y pena al oír el sonido que hizo el cuerpo del gato al desprenderse del hielo al que había adherido… crrrass. El animal pesaba de un modo increíble, como si la muerte hubiera puesto una carga material en su cuerpo. «Canastos, parece un saco de arena».

Jud sostenía el otro extremo del saco y Louis dejó caer a Church, contento de librarse de aquel extraño y desagradable peso.

—¿Qué piensas hacer ahora con él? —preguntó Jud.

—Lo dejaré en el garaje y lo enterraré por la mañana —dijo Louis.

—¿En Pet Sematary?

Louis se encogió de hombros.

—Probablemente.

—¿Se lo dirás a Ellie?

—Eso… tengo que pensarlo.

Jud guardó silencio unos momentos y pareció tomar una decisión.

—Espera un par de minutos, Louis.

Jud se alejó, sin tener en cuenta, al parecer, que tal vez Louis no deseara quedarse allí esperando un par de minutos, con aquella noche tan cruda. Caminaba con una firmeza y una elasticidad asombrosas para un hombre de su edad. Y Louis descubrió que no tenía inconveniente en esperar. Se sentía como si no fuera él. Siguió con la mirada a Jud, perfectamente conforme con quedarse allí.

Cuando la puerta se cerró con un chasquido, él se volvió de cara al viento, con la bolsa de la basura que contenía a Church a los pies.

«Conforme».

Sí, lo estaba. Por primera vez desde que llegaron a Maine, se sentía plenamente encajado, en su casa. En aquella soledad, a la luz grisácea del anochecer, en el umbral del invierno, se sentía triste y extrañamente excitado a la vez. Y también colmado, colmado como nunca se había sentido, o no recordaba haberse sentido.

«Aquí va a pasar algo, hermano. Y algo muy extraño».

Echó la cabeza hacia atrás y vio las frías estrellas del invierno en un cielo que se oscurecía por momentos.

No habría podido decir cuánto tiempo estuvo allí, aunque no debió de ser mucho, calculado en minutos y segundos. Luego, en el porche de Jud parpadeó una luz que oscilaba, se acercaba a la puerta y bajaba las escaleras. Era una gran linterna de cuatro elementos que Jud traía en la mano. Con la otra mano sostenía algo que a Louis le pareció una X grande… y luego vio que era un pico y una pala.

Jud le tendió la pala a Louis, que la tomó con su mano libre.

—Jud, ¿qué te propones? No podemos enterrarlo esta noche.

—Sí podemos y lo enterraremos. —La cara de Jud quedaba en la sombra, detrás del deslumbrante haz de la linterna.

—Jud, está oscuro. Es tarde. Y hace frío…

—Vamos —dijo Jud—. Manos a la obra.

Louis sacudió la cabeza y trató de resistirse, pero no encontraba palabras, palabras razonables, explicaciones. Parecían carentes de sentido en medio del ulular del viento y bajo aquel dosel de estrellas centelleantes.

—Eso puede esperar hasta mañana, cuando haya luz…

—¿Ellie quiere al gato?

—Sí, pero…

La voz de Jud era suave y la entonación, lógica.

—¿Y tú la quieres a ella?

—Naturalmente, es mi hi…

—Pues ven conmigo.

Y Louis fue con él.

Dos veces —tal vez tres— Louis trató de hablar a Jud aquella noche, camino de Pet Sematary, pero Jud no respondió y Louis desistió. Seguía sintiendo aquel sosiego, extraño, dadas las circunstancias, pero real. Parecía dimanar de todas partes. Lo percibía incluso en la fatiga de acarrear en una mano a Church y en la otra, la pala. Lo percibía en el viento helado que le insensibilizaba las partes de su cuerpo que estaban al descubierto. Y en los mismos árboles. Y en la luz oscilante de la linterna de Jud. Louis sentía la presencia indiscutible, omnímoda y magnética de un misterio. Un misterio tenebroso.

Dejaron atrás el bosque, en el que apenas había nieve. Habían llegado al claro. Allí se adivinaba el leve resplandor de la nieve.

—Vamos a hacer un alto para descansar —dijo Jud, y Louis dejó la bolsa. Se enjugó el sudor de la frente con la manga. «¿Un alto?». Pero si ya habían llegado. Louis distinguió las estelas a la luz de la linterna que describió un círculo errabundo cuando Jud se sentó y apoyó la cara entre los brazos.

—Jud, ¿te encuentras bien?

—Perfectamente. Sólo necesitaba recobrar el aliento.

Louis se sentó a su lado e hizo media docena de inspiraciones profundas.

—En estos momentos, me siento divinamente —dijo Louis—. Hacía más de seis años que no me encontraba tan bien. Ya sé que parece un disparate decir eso, cuando uno va a enterrar al gato de su hija, pero es la pura verdad, Jud.

Jud respiró profundamente un par de veces.

—Sí; sé a lo que te refieres. Sucede de vez en cuando. Uno no elige el momento para sentirse bien ni para sentirse de otro modo. Y el lugar influye, pero tampoco hay que atribuirlo a eso. La heroína da una sensación de bienestar al adicto mientras se la inyecta en el brazo y, no obstante, le está envenenando. Le envenena el cuerpo y le envenena el pensamiento. Este lugar puede tener el mismo efecto, Louis, no lo olvides. Ojalá no me equivoque en lo que voy a hacer. Creo que no, pero no estoy seguro. A veces soy incapaz de pensar con claridad. Debe de ser la senilidad.

—No sé a qué te refieres.

—Este lugar tiene poder, Louis. Aquí aún no es muy fuerte, pero… donde ahora vamos…

—Jud…

—Sígueme. —Jud se había puesto en pie. La luz de la linterna iluminó el montón de árboles derribados. Jud se dirigía hacia allí. Louis recordó de pronto su noche de sonámbulo. ¿Qué le había dicho Pascow en aquel sueño?

«No pase de ahí, por más que crea necesitarlo, doctor. No se debe pasar la barrera».

Pero ahora, esta noche, aquel sueño, advertencia o lo que fuere, parecía haber ocurrido varios años atrás, no sólo unos meses. Louis se sentía sereno y lleno de energía, dispuesto a enfrentarse a todo e intrigado. Pensó que esto también parecía un sueño.

Entonces Jud se volvió hacia él. La capucha parecía rodear una cavidad vacía y, durante un momento, Louis imaginó que era el propio Pascow el que estaba ahora frente a él y que de un momento a otro el haz luminoso de la linterna alumbraría una sonrisa descarnada y burlona, y sintió que se le helaba la sangre.

—Jud, no podemos trepar por ahí —dijo—. Nos romperemos una pierna cada uno y nos moriremos de frío al tratar de volver.

—Tú sígueme —dijo Jud—. Sígueme sin mirar abajo. No vaciles ni mires abajo. Yo conozco el camino, pero hay que pasar deprisa y con seguridad.

Louis empezó a pensar que quizá, al fin y al cabo, aquello fuera realmente un sueño. Sin duda, aún no había despertado de la siesta. «Si estuviera despierto —pensó—, no me subiría a ese montón de troncos ni borracho. Pero voy a subir. Creo que sí. Por consiguiente, estoy soñando, ¿no?».

Jud se desvió ligeramente hacia la izquierda. El haz luminoso enfocó el montón de (huesos) árboles derribados y troncos secos. El círculo de luz iba concentrándose a medida que se acercaban. Sin detenerse ni por asomo, sin mirar siquiera para cerciorarse de que estaba en el sitio justo, Jud empezó a subir. No trepaba con el cuerpo doblado hacia adelante, como el que asciende por una cuesta empinada o por una ladera arenosa. Parecía estar subiendo una escalera. El que sube escaleras no se preocupa de mirar abajo, porque sabe dónde está cada peldaño. Jud subía seguro de dónde ponía el pie.

Louis le seguía con idéntica seguridad.

No miraba dónde pisaba. Sin saber por qué, tenía la certidumbre de que los troncos no podrían lastimarle si él no lo consentía. Era una majadería, desde luego, como la estúpida confianza del que cree no hay peligro alguno en conducir estando borracho siempre que uno lleve la medalla de san Cristóbal.

Pero estaba dando resultado.

Ni hubo estampido seco cual disparo de pistola al partirse una rama, ni angustioso desplome en hoyo provisto de afiladas astillas dispuestas a pinchar y desgarrar.

Sus zapatos (mocasines Hush Puppy, muy poco recomendables para pisar troncos) no resbalaron en el musgo seco que cubría muchos de los árboles caídos. No vacilaba ni hacia adelante ni hacia atrás. El viento rugía entre los abetos que les rodeaban.

Louis vio a Jud de pie en lo alto de la montaña de troncos. Luego, su guía empezó a bajar por el otro lado y de la vista de Louis desaparecieron las pantorrillas, las caderas, y luego el pecho del hombre. La luz bailaba entre las ramas de los árboles agitadas por el viento al otro lado de la… la barrera. Sí; era eso, ¿por qué tratar de negarlo? La barrera.

Louis llegó arriba y se detuvo un momento, con el pie derecho descansando sobre un viejo tronco colocado en un ángulo de treinta y cinco grados y el izquierdo en otro algo más flexible… ¿Un amasijo de viejas ramas de abeto? No miró para averiguarlo, y se limitó a cambiar de mano el pesado saco que contenía el cuerpo de Church y la pala, más liviana. Alzó la cara al viento que soplaba ininterrumpidamente, alborotándole el pelo. Era tan frío, tan limpio, tan… constante.

Moviéndose con soltura, casi con paso elástico, Louis empezó a bajar. Una rama, del grueso de la muñeca de un hombre robusto, se partió bajo sus pies con un fuerte chasquido, pero él no se asustó y su pie encontró el soporte de una rama más gruesa unos diez centímetros más abajo. Louis ni se tambaleó. Ahora creía comprender cómo los jefes de compañía de la Primera Guerra Mundial podían pasear por el borde de las trincheras silbando «Tipperary» mientras las balas zumbaban alrededor. Era demencial, pero, por lo mismo, electrizante.

Bajó mirando hacia adelante, donde brillaba la luz de la linterna de Jud que se había parado a esperarle. Cuando llegó abajo se sintió inundado de una euforia que era como la llamarada que brota de las brasas al rociarlas con fuel.

—¡Lo conseguimos! —gritó. Puso la pala en el suelo y dio a Jud una palmada en el hombro. Ahora recordaba el día en que, de niño, cruzó un puente ferroviario y el día en que trepó a la rama más alta de un manzano que se balanceaba al viento como el mástil de un barco. Hacía más de veinte años que no se sentía tan joven ni tan visceralmente vivo—. ¡Jud, lo conseguimos!

—¿Lo habías dudado? —preguntó Jud.

Louis abrió la boca para responder —«¿Lo habías dudado? ¡Podíamos habernos matado!»—, pero volvió a cerrarla. En realidad, no lo dudó ni un momento desde que vio a Jud acercarse a los troncos. Y no le preocupaba el regreso.

—Creo que no —dijo.

—Vamos. Aún queda un trecho. Unos cinco kilómetros.

Siguieron andando. El sendero continuaba, en efecto. En algunos tramos parecía muy ancho, aunque, a aquella luz movediza no se distinguía claramente; era más bien una sensación de espacio, la sensación de que los árboles retrocedían. Una o dos veces, Louis levantó la mirada y vio parpadear las estrellas entre las copas oscuras de los abetos. Una sombra cruzó el sendero y la luz se reflejó fugazmente en unos ojos verdosos.

En otros puntos, el sendero se estrechaba y los matorrales arañaban la tela del chaquetón de Louis. Ahora se cambiaba de mano el saco y la pala con más frecuencia, pero el dolor de los hombros era constante. Ajustó el paso a una cadencia rítmica que casi llegó a hipnotizarle. Allí había una fuerza, sí, la sentía. Recordó un día en que, estando en tercer año de la escuela secundaria salió con una muchacha y con otra pareja de paseo por el campo y fueron a parar a un camino que terminaba en una central eléctrica. Estaban arrullándose cuando, al poco rato, la muchacha que estaba con Louis dijo que quería irse a casa o, por lo menos, a otro sitio, porque le dolían las muelas (las que tenían empaste, que eran casi todas). Louis se alegró de marcharse de allí. El aire que rodeaba la central le hacía sentirse nervioso y en vilo. Aquí le ocurría lo mismo, pero el efecto era aún más fuerte. Más fuerte, pero en modo alguno desagradable. Era…

Jud se había parado al pie de una cuesta. Louis tropezó con él.

—Casi hemos llegado —dijo Jud volviéndose—. El trecho que viene ahora es como los troncos. Hay que andar con serenidad y firmeza. Tú sígueme y no mires abajo. Hasta ahora hemos andado cuesta abajo, ¿lo has notado?

—Sí.

—Ahora estamos al borde de lo que los micmacs llamaban el Pequeño Dios Pantano. Los tratantes de pieles que pasaban por aquí lo llamaban el Paso del Muerto, y la mayoría de los que conseguían cruzarlo ya nunca más volvían por aquí.

—¿Arenas movedizas?

—Oh, sí, cantidad. Hay corrientes que suben burbujeando a través de una capa de arena de cuarzo que dejó el glaciar. Nosotros la llamamos arena de sílice, aunque probablemente tiene otro nombre.

Jud le miraba fijamente y, durante un momento, Louis creyó percibir un brillo no del todo agradable en los ojos del viejo.

Entonces, Jud movió la linterna y el brillo se apagó.

—Por estos contornos hay cosas muy raras, Louis. El aire es más denso…, tiene electricidad…, qué sé yo.

Louis se sobresaltó.

—¿Qué te pasa?

—Nada —respondió Louis.

—Podrías ver el fuego de San Telmo. Dibuja formas muy curiosas, pero no pasa nada. Si te fastidia, no tienes más que mirar a otro lado. También podrías oír un rumor como de voces, pero no son más que los somormujos del lado de Prospect. El eco llega lejos. Curioso, ¿no?

—¿Somormujos? —preguntó Louis con escepticismo—. ¿En esta época?

—Oh, sí —dijo Jud con una voz totalmente inexpresiva. Durante un momento, Louis deseó vivamente ver la cara del viejo. Aquella mirada…

—Jud, ¿adónde vamos? ¿Qué puñetas hacemos a oscuras, en estos parajes de ultratumba?

—Te lo diré cuando lleguemos. —Jud dio media vuelta y siguió andando—. Ten cuidado con los desniveles.

Siguieron avanzando, asentando los pies en las protuberancias del suelo pantanoso. Louis no miraba por dónde iba. Parecía encontrar automáticamente, sin el menor esfuerzo, el lugar más seguro para poner el pie. Sólo resbaló una vez, cuando su zapato izquierdo rompió una fina lámina de hielo y se hundió en un charco frío. Lo sacó de allí rápidamente y siguió andando tras la luz oscilante. Aquel haz luminoso que bailoteaba entre los árboles le traía recuerdos de las novelas de piratas que leía de chico. Forajidos que iban a enterrar los doblones a la luz de la luna… y, naturalmente, uno de ellos sería arrojado al hoyo con el cofre, con una bala en el corazón, porque los piratas creían —por lo menos, así lo afirmaban solemnemente los autores de aquellos tétricos relatos— que el espíritu del camarada muerto permanecería allí, guardando el botín.

«Pero el caso es que nosotros no vamos a enterrar un tesoro. Lo que nosotros llevamos es el gato capado de mi hija».

Tuvo que hacer un esfuerzo para no soltar la risa.

No oyó ningún «rumor como de voces» ni vio el fuego de San Telmo; pero, tras salvar una media docena de ondulaciones, miró al suelo y vio que sus pies, pantorrillas, rodillas y la parte baja de los muslos estaban envueltos en una niebla blanca, densa y opaca. Era como andar por un ventisquero impalpable.

El aire parecía tener ahora una leve fosforescencia, y Louis hubiera jurado que era más cálido. Veía a Jud caminar con paso uniforme y él pico al hombro. Aquel pico le daba estampa de enterrador de tesoros.

Louis seguía sintiendo aquella extraña euforia, y de pronto se le ocurrió que, tal vez, Rachel estuviera llamando por teléfono, que en su casa estuvieran sonando unos timbrazos machacones y prosaicos, que…

Casi se echó encima de Jud. El viejo estaba parado en medio del sendero con la cabeza ladeada y los labios apretados.

—Jud, ¿qué es…?

—¡Sssh!

Louis miró en torno con inquietud. La niebla se había diluido un poco, pero él aún no podía verse los pies. Entonces oyó crujir unas ramas. Algo se movía en la espesura, algo bastante grande.

Abrió la boca para preguntar a Jud si podía ser un alce (en realidad, estaba pensando en un oso), pero volvió a cerrarla sin decir nada. «Es el eco», había dicho Jud.

Louis ladeó la cabeza a su vez, imitando a Jud instintivamente sin darse cuenta, y tendió el oído. El sonido, al principio lejano, estaba ahora muy cerca, iba hacia ellos de un modo alarmante. Louis sintió que el sudor le manaba de la frente y le resbalaba por las mejillas agrietadas por el frío. Se cambió de mano la pesada bolsa que contenía el cuerpo de Church. El plástico le resbalaba por la húmeda palma. Ahora la cosa parecía estar tan cerca que Louis esperaba verla de un momento a otro alzarse sobre los cuartos traseros, tapando las estrellas con la mole de su cuerpo peludo.

Ahora ya no pensaba en un oso.

Ahora ya no sabía en qué pensaba.

Y entonces se esfumó.

Louis volvió a abrir la boca con la pregunta de «¿Qué ha sido eso?» en la punta de la lengua, cuando de la oscuridad brotó una risa estridente y frenética que subía y bajaba de tono con histéricas oscilaciones taladrándole los tímpanos y helándole la sangre. A Louis le parecía que todas las articulaciones de su cuerpo se habían congelado y que había aumentado de peso hasta el extremo de que si daba media vuelta y echaba a correr se lo tragaría el lodo.

La risa se quebró en un áspero cacareo como se parte una roca por una falla múltiple, subió en un chillido agudo y se cuarteó en un gorgoteo que, antes de apagarse del todo, sonó como un sollozo.

Se oyó un chapoteo, y sobre sus cabezas rugió el viento como un río que corriera por el lecho del cielo. Por lo demás, el Pequeño Dios Pantano quedó en silencio.

Louis empezó a tiritar de pies a cabeza. Se le puso la piel de gallina. Era como si se le abrieran las carnes, sobre todo en el bajo vientre. Tenía la boca seca. No le quedaba ni una gota de saliva. A pesar de todo, persistía aquella euforia demencial.

—¿Qué diablos…? —susurró roncamente.

Jud se volvió a mirarle. En aquel tenue resplandor, parecía tener ciento veinte años. En sus ojos no había ya ni asomo de aquel brillo. Estaba demacrado y su mirada reflejaba puro terror. Pero con voz bastante firme dijo:

—No era más que un somormujo. Vamos, ya casi hemos llegado.

Continuaron. El suelo volvía a ser firme. Durante unos momentos, Louis experimentó la sensación de encontrarse en un espacio abierto, aunque el aire ya no tenía aquella débil fosforescencia, y lo único que distinguía era la espalda de Jud, a menos de un metro de distancia. Ahora pisaban una hierba rala, endurecida por la escarcha, que se quebraba como el cristal. Luego, volvieron a meterse entre árboles. Olía a pino y, de vez en cuando, le rozaba alguna rama.

Louis había perdido la noción del tiempo y de la dirección, pero, al poco rato, Jud volvió a pararse y le dijo:

—Escalones. Están tallados en la roca. Hay cuarenta y dos o cuarenta y cuatro, no recuerdo exactamente. Tú sígueme. Cuando lleguemos arriba ya no habrá que andar más.

Empezó a subir y Louis le siguió.

Los escalones eran bastante anchos, pero la sensación de apartarse del suelo resultaba inquietante. De vez en cuando, bajo sus suelas crujían guijarros y fragmentos de piedra.

«… doce… trece… catorce…».

El viento era ahora más fuerte y más frío. Louis tenía la cara insensible. «¿Estaremos por encima de las copas de los árboles?», se preguntó. Levantó la mirada y vio millones de estrellas, luces frías en la oscuridad. Nunca en la vida las estrellas le habían hecho sentirse tan pequeño, infinitesimal, insignificante. Se formuló la vieja pregunta: «¿Habrá seres inteligentes ahí arriba?». Y la idea, en lugar de suscitar una ensoñadora curiosidad, le produjo un vivo horror, como si acabara de preguntarse a sí mismo qué le parecería comerse un puñado de hormigas.

«… veintiséis… veintisiete… veintiocho…».

«¿Quién tallaría estos escalones, por cierto? ¿Los indios? ¿Los micmacs? ¿Manejaban herramientas? Tengo que preguntárselo a Jud». Entonces se acordó de la cosa que se había acercado a ellos en el bosque. Tropezó con un escalón y con el dorso de su enguantada mano buscó el apoyo de la pared que tenía a la izquierda. La notó áspera, estriada y rugosa. «Como una piel reseca y gastada», pensó.

—¿Vas bien, Louis? —murmuró Jud.

—Muy bien —dijo, aunque estaba casi sin aliento y tenía los brazos dormidos por el peso de Church.

«… cuarenta y dos… cuarenta y tres… cuarenta y cuatro…».

—Cuarenta y cinco —dijo Jud—. Lo había olvidado. Hace doce años que no subía, y no creo que vuelva. Ajá… ¡Arriba!

Agarró del brazo a Louis para ayudarle a subir el último escalón.

—Ya hemos llegado —dijo Jud.

Louis miró en derredor. Se veía bastante bien a la luz de las estrellas. Estaban en una plataforma rocosa sembrada de cascajo, que asomaba de la tierra que se extendía más allá como una lengua oscura. Al otro lado, por donde habían venido, se veían las copas de los abetos. Al parecer, habían subido a lo alto de una especie de mesa, un accidente geológico más propio de Arizona o Nuevo México. Allí arriba, en lo alto de la mesa —o colina achatada o lo que fuera—, no había árboles, sino sólo hierba, por lo que el sol había fundido la nieve. Al volverse hacia Jud, Louis vio unos matorrales que se agitaban al viento y descubrió que no se encontraban en una cumbre aislada, sino que delante de ellos el terreno volvía a elevarse hacia unos árboles. Pero era tan extraña la configuración de aquella plataforma entre las suaves ondulaciones de las viejas colinas de Nueva Inglaterra…

«Indios que manejaban herramientas», pensó de pronto.

—Sígueme —dijo Jud, y recorrió unos veinte metros hacia los árboles. El viento soplaba con fuerza, pero parecía más puro. Louis distinguió unas formas oscuras al pie de los abetos más altos que viera en su vida. La impresión que producía aquel lugar elevado y solitario era de vacío…, pero un vacío que vibraba.

Las formas oscuras eran «cairns», montones de piedras que marcaban tumbas.

—Los micmacs cubrieron de arena la cima de esta colina —dijo Jud—. No se sabe cómo lo hicieron, pero tampoco se sabe cómo construían los mayas sus pirámides. Los mismos micmacs lo han olvidado, al igual que los mayas.

—¿Por qué?

—Éste era su cementerio —dijo Jud—. Te he traído para que entierres aquí al gato de Ellie. Los micmacs no hacían distinciones; enterraban a los animales al lado de sus amos.

Esto hizo a Louis pensar en los egipcios; pero éstos aún iban más lejos: los egipcios mataban a los animales favoritos de la realeza, para que las almas de las mascotas pudieran acompañar a las de sus amos al Más Allá. Recordaba haber leído que en una ocasión, con motivo de la muerte de una hija del faraón, fueron sacrificados más de diez mil animales domésticos: entre otros, seiscientos cerdos y dos mil pavos reales. Antes del degüello, se perfumó a los cerdos con esencia de rosas, la favorita de la princesa.

«Y también construían pirámides. Nadie sabe a ciencia cierta para qué servían las pirámides mayas —dicen algunos que para la navegación y la medición del tiempo, como Stonehenge—, pero todo el mundo sabe lo que eran y son las pirámides de Egipto: monumentos funerarios, las mayores tumbas del mundo. Aquí reposa Ramsés II, era muy “ovediente”», pensó Louis sin poder contener la risa.

Jud le miró sin la menor sorpresa.

—Anda, entierra a tu animal —dijo—. Yo voy a fumar un pitillo. Te ayudaría, pero tienes que hacerlo tú solo. Cada cual entierra a los suyos. Así se hacía entonces.

—Jud, ¿qué pasa? ¿Por qué me has traído aquí?

—Porque tú salvaste la vida a Norma —dijo Jud, y aunque parecía sincero, y Louis estaba convencido de que creía ser sincero, él no pudo menos que pensar que el viejo mentía…, o que él mismo era objeto de un engaño y que transmitía el engaño a Louis. Recordó la mirada que vio, o creyó ver, en los ojos de Jud.

Pero allí arriba aquello parecía carecer de importancia. Allí lo más importante era el viento, aquella corriente incesante que le alborotaba el pelo.

Jud se sentó con la espalda apoyada contra un árbol, encendió una cerilla en el hueco de las manos y prendió un Chesterfield.

—¿Quieres descansar un poco antes de empezar a cavar?

—No; estoy bien —dijo Louis. Hubiera podido seguir preguntando, pero en aquel momento le tenían sin cuidado las respuestas. No le parecía bien, pero tampoco le parecía mal, y decidió dejarlo…, por el momento. En realidad, sólo una cosa le interesaba—. ¿Tú crees que voy a poder cavar una tumba aquí? La capa de tierra parece muy delgada. —Señaló con un movimiento de cabeza el lugar en el que la roca emergía de la tierra, al borde de la escalera.

Jud movió la cabeza despacio.

—Sí —dijo—. Si hay tierra suficiente para que crezca la hierba, tiene que haberla para cavar una tumba, Louis. Y hace mucho tiempo que la gente cava tumbas en este sitio. Aunque fácil no será.

No fue fácil. La tierra era dura y pedregosa, y Louis comprendió enseguida que, para abrir una fosa lo bastante honda para Church, iba a necesitar el pico. Usó el pico y la pala alternativamente, para remover y quitar la tierra y las piedras. Le dolían las manos. Había entrado en calor. Sentía la imperiosa necesidad de hacer bien el trabajo. Empezó a canturrear entre dientes, como hacía algunas veces cuando suturaba una herida. Cuando el pico tropezaba con una piedra saltaban chispas y una vibración se transmitía a sus brazos por el mango de la herramienta. Se le formaban ampollas en las palmas de las manos, pero no le importaba, a pesar de que, como la mayoría de los médicos, se cuidaba mucho las manos. El viento seguía silbando y silbando su melodía de tres notas.

Los golpes del pico eran el contrapunto. Al mirar por encima del hombro, vio que Jud estaba agachado, reuniendo las piedras más grandes que había excavado y formando con ellas un montón.

—Son para el «cairn» —dijo al notar que le observaba.

—Oh —dijo Louis. Y volvió a su trabajo.

Cavó una fosa de unos sesenta centímetros de ancho por ochenta de largo —«un Cadillac de fosa para un cochino gato», pensaba él— y, cuando llegó a unos setenta centímetros de profundidad y el pico empezó a hacer saltar chispas casi a cada golpe, dejó las herramientas a un lado y preguntó a Jud si era suficiente.

Jud se levantó y echó una mirada indiferente al hoyo.

—A mí me parece que está bien —dijo—. De todos modos, lo que importa es lo que creas tú.

—¿No vas a explicarme qué es esto?

Jud sonrió levemente.

—Los micmacs consideraban a este monte un lugar mágico. Para ellos todo el bosque, desde el pantano hacia el norte y el este, era mágico. Construyeron esto y aquí enterraban a sus muertos, lejos de todo. Las otras tribus se mantenían apartadas. Los penobscots decían que estos bosques estaban llenos de fantasmas. Después, los traficantes de pieles decían lo mismo. Algunos veían el fuego de San Telmo en el pantano y creyeron ver fantasmas.

Jud sonrió y Louis pensó: «Eso no es lo que crees tú».

—Con el tiempo, ni los propios micmacs se atrevían a venir por aquí. Uno aseguraba haber visto a un «wendigo» y decía que esta tierra se había corrompido. El Gran Consejo se reunió para hablar de ello…, o así me lo contaron cuando era chico, Louis, pero el que me lo contó era el borrachín de Stanny B., como llamábamos a Stanley Bouchard, y lo que Stanny B. no sabía lo inventaba.

Louis, que sólo sabía que un «wendigo» era un espíritu de las tierras del norte, dijo:

—¿Y tú crees que esta tierra está corrompida?

Jud sonrió, o, por lo menos, sus labios se movieron.

—Yo creo que es un lugar peligroso —dijo suavemente—, pero no para gatos, perros o hámsters. Anda, entierra al bicho, Louis.

Louis introdujo la bolsa verde en el hoyo y, lentamente, empezó a echar tierra. Ahora tenía frío y estaba cansado. Era deprimente oír golpear la tierra en el plástico, y, si bien no se arrepentía de haber venido, su euforia se esfumaba por momentos y él deseaba terminar cuanto antes la aventura. Le esperaba una buena caminata de regreso.

El repiqueteo fue amortiguándose hasta cesar por completo; ya sólo se oía el roce de la tierra sobre la tierra. Raspó el suelo con la pala, para aprovechar toda la tierra removida («nunca hay bastante —pensó, recordando lo que su tío, el enterrador, le dijo una vez hacía casi mil años—, nunca hay bastante para volver a llenar el hoyo») y se volvió hacia Jud.

—Ahora el «cairn» —dijo Jud.

—Oye, estoy cansado y…

—Es el gato de Ellie —dijo Jud, y su voz, aunque suave, era implacable—. Ella querría que lo hicieras como es debido.

Louis suspiró.

—Me figuro que sí.

Le llevó otros diez minutos apilar las piedras que Jud iba dándole, una a una. Cuando hubo terminado, sobre la tumba de Church había un cono de piedras. Realmente, Louis, a pesar del cansancio, lo miraba con cierto placer. Ahora armonizaba con las demás, a la luz de las estrellas. Aunque Ellie nunca la vería —la sola idea de que la niña cruzara aquel pantano de arenas movedizas le pondría los pelos de punta a Rachel—, la había visto él, y le parecía bien.

—La mayor parte se han derrumbado —dijo a Jud, poniéndose en pie y sacudiéndose la tierra de las rodillas. Ahora las veía más claramente y distinguía las piedras esparcidas. Pero Jud puso buen cuidado en que para construir su «cairn» utilizara sólo las piedras que había sacado de la fosa excavada por él mismo.

—Ajá —dijo Jud—. Ya te dije que el lugar era muy viejo.

—¿Hemos terminado ya?

—Ajá. —Dio a Louis una palmada en un hombro—. Has hecho un buen trabajo, Louis. Estaba seguro. Vamos a casa.

—Jud… —empezó Louis. Pero el viejo ya iba hacia la escalera, con el pico en la mano. Louis recogió la pala y tuvo que trotar para darle alcance. Luego, prefirió reservarse el aliento para caminar. Miró atrás una vez, pero el cairn que marcaba la tumba del gato de su hija se había diluido en la oscuridad.

«Fue como pasar la película al revés», pensó Louis un rato después, cuando salieron del bosque a la explanada situada detrás de su casa. No sabía cuánto tiempo habían estado fuera. Se había quitado el reloj cuando se acostó después de comer, y lo dejó en el alféizar de la ventana, al lado de la cama. Sólo sabía que estaba reventado, molido. No recordaba haberse sentido tan cansado desde el primer día que trabajó con una cuadrilla del servicio de limpieza de Chicago un verano, hacía dieciséis o diecisiete años.

Regresaron por el mismo camino, pero Louis recordaba muy poco del trayecto. Había tropezado cuando cruzaban el montón de troncos, eso lo recordaba: salió disparado hacia adelante y, absurdamente, le vino a la memoria una frase de «Peter Pan»: «Oh, Jesús, dejé escapar mis alegres pensamientos y ahora me caigo», pero allí estaba la mano de Jud, firme y recia, e instantes después pasaban junto a la última morada del gato «Smucky», de «Trixie» y de «Marta, nuestra conejita» y entraban en el sendero que Louis recorriera no sólo con Jud, sino con toda su familia.

Le parecía ahora que, casi insensiblemente, había tenido presente el sueño de Víctor Pascow que provocó su episodio de sonambulismo, pero sin encontrar ningún punto de enlace entre aquel paseo y la expedición de hoy. También comprendía que la aventura había sido peligrosa, realmente peligrosa. Y lo de menos era que se hubiera llagado las manos mientras se hallaba en un estado casi de sonambulismo. Podía haberse matado al pasar por los troncos. Podían haberse matado los dos. Costaba trabajo asociar semejante conducta con la sensatez. El estado de agotamiento en que se encontraba, lo atribuía al aturdimiento y al disgusto causado por la muerte de un animal querido de toda la familia.

Y, al cabo de un rato, ya estaban otra vez en casa.

Juntos se acercaron a la casa, sin decir nada, y se pararon en la entrada de coches. El viento rugía y silbaba. Sin una palabra, Louis tendió el pico a Jud.

—Será mejor que entre en casa cuanto antes —dijo Jud al fin—. De un momento a otro, Louella Bisson y Ruthie Parks traerán a Norma y ella se extrañaría de no encontrarme.

—¿Tienes hora? —preguntó Louis. Le sorprendía que Norma no estuviera ya en casa. Sus músculos le decían que debía de ser más de medianoche.

—Ajá. Llevo la cuenta del tiempo mientras estoy vestido. Luego, lo dejo escapar.

Extrajo un reloj del bolsillo del pantalón y lo abrió.

—Son más de las ocho y media —dijo cerrándolo de nuevo con un chasquido.

—¿Las ocho y media? —repitió Louis estúpidamente—. ¿Nada más?

—¿Qué hora creías tú que era? —preguntó Jud.

—Más tarde.

—Hasta mañana, Louis —dijo Jud dando media vuelta.

—Jud.

El viejo volvió la cabeza, con un leve gesto de interrogación.

—Jud, ¿qué es lo que hemos hecho esta noche?

—¿Qué? Enterrar al gato de tu hija.

—¿Eso es todo?

—Todo. Eres buena persona, Louis, pero haces demasiadas preguntas. A veces uno tiene que hacer lo que cree que es justo. Lo que el corazón le dice que es justo. Y si, después de hacerlo, uno no se siente del todo bien, como si tuviera indigestión, pero no en el buche, sino en la cabeza, entonces empieza a hacer preguntas y a pensar que quizá se ha equivocado. ¿Sabes lo que quiero decir?

—Sí —respondió Louis, pensando que Jud debía de haberle leído el pensamiento mientras cruzaban la explanada, hacia las luces de la casa.

—Pero quizá se les escapa que, antes de dudar de sí mismos, deberían desconfiar de sus propias dudas —dijo Jud mirándole fijamente—. ¿Tú qué opinas, Louis?

—Opino que tal vez tengas razón —dijo Louis lentamente.

—Y en cuanto a lo que uno siente en su corazón, no es muy bueno hablar de ello, ¿verdad?

—Depende…

—No —dijo Jud, como si Louis se hubiera mostrado plenamente de acuerdo—. No es bueno. —Y con aquella voz serena, firme e implacable, aquella voz que daba escalofríos a Louis, agregó—: Esas cosas son secretos. Se supone que son las mujeres las que mejor guardan los secretos, y algunos tendrán, pero cualquier mujer sensata te dirá que nunca ha podido averiguar lo que hay en el fondo del corazón del hombre. El fondo del corazón del hombre es árido, Louis, como el suelo de ese viejo cementerio micmac de ahí arriba. Es casi roca viva. El hombre cultiva lo que puede…, y lo cuida.

—Jud…

—No hagas preguntas, Louis. Acepta los hechos y déjate llevar por tu corazón.

—Pero…

—Pero nada. Acepta los hechos, Louis, y déjate llevar por tu corazón. Esta vez lo que hemos hecho está bien… Por lo menos, así lo espero por mi vida… Otra vez puede estar rematadamente mal.

—¿No me contestarás ni a una pregunta?

—Según lo que sea.

—¿Cómo conociste ese sitio? —La pregunta se le ocurrió durante el regreso, al especular sobre si el propio Jud no tendría sangre micmac, aunque no lo parecía; su aspecto no podía ser más anglosajón.

—Anda, pues por Stanny B. —dijo Jud con gesto de sorpresa.

—¿Él te habló del cementerio?

—No —dijo Jud—. No es un lugar del que uno habla por las buenas. Allí enterré yo, cuando tenía diez años, a mi perro «Spot» que se arañó con un alambre de espino oxidado mientras perseguía a un conejo. La herida se infectó y lo mató.

Allí había algo que no encajaba con lo que Louis había oído antes; pero el cansancio no le permitía pensar con claridad. Jud no dijo más, sólo le miraba con sus impenetrables ojos de anciano.

—Buenas noches, Jud.

—Buenas noches.

El anciano cruzó la carretera cargado con el pico y la pala.

—¡Gracias! —gritó impulsivamente Louis.

Jud no volvió la cabeza; sólo levantó una mano, para indicar que le había oído.

De pronto, en la casa, empezó a sonar el teléfono.

Louis echó a correr haciendo una mueca por el dolor que se le despertó en muslos y caderas; pero cuando entró en la caldeada cocina, el aparato había llamado ya seis o siete veces y, en el momento en que Louis le puso la mano encima, enmudeció. Él contestó a pesar de todo, pero sólo se oía el zumbido de la señal para marcar.

«Era Rachel —pensó—. Ahora mismo la llamo».

Pero de repente le parecía un trabajo excesivo tener que marcar, intercambiar unas envaradas frases con la madre —o, peor aún, con el padre esgrimidor de talonarios—, esperar a que se pusiera Rachel…, y luego Ellie. Porque la niña aún estaría levantada; era una hora antes en Chicago. Y Ellie le preguntaría por Church.

«Está divinamente. Lo atropelló un camión de la Orinco. No sé por qué, estoy seguro de que ha sido un Orinco. Si no, sería una incongruencia, no sé si me entiendes. ¿Que no? Bueno, no importa. Murió en el acto, pero no quedó desfigurado. Jud y yo lo hemos enterrado en el cementerio micmac de la montaña… Una especie de anexo de Pet Sematary, como si dijéramos. El camino es chulísimo, tesoro. Cualquier día te llevo, para que pongas unas flores en la tumba, o sea, en el cairn. Pero eso, cuando se hielen las arenas movedizas y los osos se hayan ido a dormir para todo el invierno».

Louis colgó el teléfono, cruzó hacia el fregadero y llenó la pila de agua caliente. Se quitó la camisa y se lavó. A pesar del frío, había sudado como un cerdo y a eso olía, a cerdo.

Había restos de asado de carne en el frigorífico. Louis los cortó en lonchas que puso sobre una rebanada de pan y agregó dos rodajas de cebolla. Se quedó contemplando unos momentos el plato y luego lo roció de ketchup y lo cubrió con otra rebanada de pan. Si Rachel y Ellie hubieran estado allí, habrían fruncido la nariz con idéntica mueca de repugnancia: ¡púa, qué basto!

«Pues ustedes se lo pierden, señoras —pensó Louis con vivo regodeo, mientras devoraba el bocata. Estaba de fábula—. Dice Confucio que quien huele como un cerdo come como un lobo», pensó sonriendo. Hizo bajar el bocadillo con varios tragos de leche que bebió directamente del cartón —otra costumbre que Rachel detestaba—, subió a su habitación, se desnudó y se metió en la cama sin cepillarse los dientes. El dolor muscular se había reducido a un hormigueo que casi resultaba grato.

El reloj seguía donde lo había dejado. Louis miró la hora. Las nueve y diez. Increíble.

Louis apagó la luz, se volvió de lado y se quedó dormido.

Se despertó a eso de las tres de la madrugada y se levantó para ir al baño. Mientras orinaba, haciendo guiños a la blanca luz fluorescente del cuarto de baño, de pronto cayó en la cuenta de qué era lo que no concordaba, y sus ojos se agrandaron. Era como si dos piezas que debían encajar entre sí hubieran chocado rebotando.

Aquella noche, Jud le había dicho que su perro murió cuando él tenía diez años: murió de la infección de las heridas que se produjo con un alambre de espino oxidado. Pero aquel día de finales de verano, en que subieron todos juntos a Pet Sematary, Jud dijo que su perro había muerto de viejo y que estaba enterrado allí…, hasta señaló la estela de la que el tiempo había borrado la inscripción.

Louis descargó el depósito, apagó la luz y volvió a la cama. Había otra discrepancia… y la descubrió enseguida. Jud había nacido con el siglo y aquel día, en el cementerio, dijo a Louis que su perro murió durante el primer año de la Gran Guerra. Si se refería al primer año de guerra en Europa, Jud tenía entonces catorce y, si había querido decir el primer año de guerra para Estados Unidos, diecisiete.

Pero esta noche dijo que tenía diez años cuando murió «Spot».

«Bueno, Jud es un viejo, y a veces los viejos se hacen un lío con las fechas —pensó Louis, intranquilo—. Él mismo dice que se ha vuelto olvidadizo, que a veces le cuesta trabajo dar con nombres y direcciones que antes se sabía de memoria y que hay días en los que al levantarse no se acuerda de lo que la víspera había proyectado hacer. De todos modos, para su edad eso no es nada…, no llega a senilidad, sólo son pequeños despistes. No tiene nada de particular que una persona olvide la edad de un perro que murió hace más de setenta años. Ni de qué murió. No le des más vueltas, Louis».

Pero no podía volver a quedarse dormido. Se quedó despierto mucho rato, sintiendo el vacío de la casa y oyendo silbar el viento en los aleros.

De pronto, se durmió sin darse cuenta; así debió de suceder porque, cuando ya iba a caer, le pareció oír unos pies descalzos que subían lentamente la escalera y pensó: «Déjame en paz, Pascow, déjame en paz. Lo hecho, hecho está y los muertos, muertos». Y las pisadas se extinguieron.

Aunque, a medida que iban acortándose los días, ocurrieron otras muchas cosas inexplicables, Louis no volvió a ser molestado por el espectro de Pascow, ni despierto ni dormido.