Al día siguiente, Louis llamó por teléfono a la unidad de cuidados intensivos del Centro Médico de Maine Oriental. El estado de Norma aún se consideraba crítico, pero esto era lo habitual durante las veinticuatro horas siguientes a un ataque al corazón. Louis escuchó una opinión mucho más optimista del doctor Weybridge, el médico de Norma.
—Yo no lo llamaría ni un pequeño infarto —dijo—. No hay necrosis. Gracias a usted, doctor Creed.
Impulsivamente, Louis pasó por el hospital al cabo de unos días con un ramo de flores y descubrió que Norma había sido trasladada a una habitación semiprivada de la planta baja. Buena señal. Jud estaba con ella.
Norma alabó las flores y tocó el timbre para pedir un jarrón a la enfermera. Luego, estuvo dando instrucciones a Jud hasta que estuvieron en agua, arregladas a su gusto y colocadas sobre la cómoda del rincón.
—Mamá se encuentra mucho mejor —comentó Jud secamente, después de haber manoseado las flores por tercera vez.
—No seas impertinente, Judson —dijo Norma.
—No, señora.
Por fin, Norma miró a Louis.
—Quiero darte las gracias por lo que hiciste —dijo con una timidez completamente natural y, por lo tanto, doblemente conmovedora—. Dice Jud que te debo la vida.
—Exagera —dijo Louis, violento.
—Nada de eso —protestó Jud. Miraba a Louis con los ojos entornados y casi con una sonrisa—. ¿No te decía tu madre que nunca se deben rechazar las gracias?
Su madre no decía nada de eso, por lo menos, que Louis recordara. Lo que sí dijo una vez era que la falsa modestia encerraba medio pecado de orgullo.
—Norma —dijo—. Si algo hice fue con mucho gusto.
—Eres una buena persona —dijo Norma—. Y ahora llévate a este hombre donde pueda invitarte a una cerveza. Tengo sueño y no consigo librarme de él.
Jud se levantó rápidamente.
—¡Canastos! No hay más que hablar. Vámonos antes de que cambie de parecer.
La primera nevada cayó una semana antes del día de Acción de Gracias. El veintidós de noviembre cayeron otros diez centímetros, pero el día antes de la fiesta fue claro, azul y frío. Louis llevó a su familia al Aeropuerto Internacional de Bangor, donde embarcarían para la primera etapa del viaje a Chicago. Rachel y los niños iban a pasar unos días con los padres de ella.
—No me gusta —dijo Rachel por enésima vez desde que empezaron a hablar del asunto hacía casi un mes—. No me gusta dejarte solo en casa el día de Acción de Gracias. Es una fiesta familiar, Louis.
Louis se cambió de brazo a Gage, que abultaba mucho con su primer anorak de chico mayor. Ellie estaba en una de las ventanas, viendo despegar a un helicóptero de la Fuerza Aérea.
—No creas que voy a estar llorando en la cerveza —dijo Louis—. Jud y Norma me han invitado a comer el pavo en su casa. Yo soy el que se siente culpable. Nunca me han gustado esas reuniones familiares. Empiezo a beber a las tres de la tarde mientras veo el partido por la tele y me quedo dormido a las siete, y al día siguiente me parece tener dentro de la cabeza a todas las chicas del Rodeo de Dallas bailando y gritando como condenadas. Me revienta que tengas que hacer el viaje sola con los dos niños.
—Estaré perfectamente. Viajo en primera, como una princesa. Y Gage dormirá durante el vuelo de Logan a O’Hare.
—O así lo esperas —dijo él, y los dos se rieron.
Anunciaron el vuelo por los altavoces y Ellie se acercó corriendo.
—Es el nuestro, mami. Vamos, vamos, vamos. Se irán sin nosotros.
—No; no se irán —dijo Rachel. Apretaba con una mano las tres cartulinas rosas de las tarjetas de embarque. Llevaba su abrigo de piel, una imitación de algo de un marrón intenso…, probablemente rata almizclera, según pensó Louis. Pero, fuera lo que fuera, estaba guapísima con él.
Tal vez en sus ojos se reflejó algo de lo que sentía, porque ella le abrazó impulsivamente, comprimiendo a Gage entre los dos. Gage pareció sorprendido pero no molesto.
—Louis Creed, te quiero —dijo ella.
—Ma-mii —dijo Ellie, en el paroxismo de la impaciencia—. Vamos, vamos, va…
—Oh, ya va. Pórtate bien, Louis.
—Ya veremos —sonrió él—. Tendré mucho cuidado. Saluda a tus padres.
—¡Qué cosas tienes! —dijo ella arrugando la nariz. No la había engañado. Ella sabía perfectamente por qué Louis renunciaba al viaje—. ¡Muy gracioso!
Él los siguió con la mirada por la rampa de embarque…, hasta que desaparecieron de su vista para toda una semana. Ya los estaba echando de menos. Se acercó a la ventana donde antes estuviera Ellie, con las manos en los bolsillos y se quedó mirando a los mozos que cargaban el equipaje.
La verdad era muy sencilla. Mr. Irwin Goldman, de Lake Forest, y su esposa, habían tomado a Louis entre ojos[3] desde el principio. Él procedía de un barrio humilde, pero eso era lo de menos. Lo peor era que, por lo visto, esperaba que Rachel le mantuviera mientras él estudiaba su carrera en la que, sin duda, fracasaría.
Louis hubiera podido transigir con esto; en realidad, lo soportaba. Pero entonces ocurrió algo, algo que Rachel no sabía ni sabría nunca… por lo menos, por Louis. Irwin Goldman le ofreció pagarle todos los estudios. El precio de la «beca» (así lo llamó Goldman) era que Louis rompiera con Rachel inmediatamente.
Louis Creed no se encontraba en momento propicio para hacer frente a semejante insulto; pero tan melodramáticas proposiciones (o sobornos, para llamar al pan, pan y al vino, vino) rara vez se plantean a personas que se encuentren en momento propicio, el cual podría darse alrededor de los ochenta y cinco años. Primeramente, estaba cansado. Pasaba dieciocho horas semanales en clase, veinte empollando, otras quince sirviendo mesas en una pizzería situada cerca del hotel Whitehall. Además, estaba nervioso. La insólita jovialidad que mostró Mr. Goldman aquella noche contrastaba violentamente con su frialdad habitual, y cuando Goldman le invitó a pasar al estudio a fumar un cigarro, Louis creyó advertir que el matrimonio Goldman intercambiaban una mirada significativa. Después —mucho después, cuando pudo enfocar el incidente con cierta perspectiva— Louis se diría que algo parecido debían de sentir los caballos al olfatear el primer humo de un incendio en la pradera. Estaba temiendo que, de un momento a otro, Goldman le echase en cara haberse acostado con su hija.
Pero cuando, en lugar de eso, Goldman le hizo aquella inefable oferta —llegando incluso a sacar el talonario de cheques del bolsillo interior del esmoquin, lo mismo que un rufianesco personaje de una comedia de Noel Coward y agitarlo ante sus narices—, Louis estalló. Acusó a Goldman de pretender conservar a su hija como una pieza de museo, de no tener consideración con los demás, y le llamó cerdo arrogante y cerril. Louis tardó mucho tiempo en reconocer que aquella indignación, en gran medida, estaba alimentada por el alivio.
La descripción del carácter de Irwin Goldman, aunque certera, no estuvo acompañada de una pequeña dosis de diplomacia que mitigara su crudeza. Allí terminó toda similitud con Noel Coward; si en el resto de la conversación hubo algo de humor, fue de una calidad mucho más basta. Goldman le dijo que se marchara inmediatamente y que si volvía a verle en la puerta de su casa le mataría como a un perro amarillo. Louis le contestó que podía meterse el talonario en el culo. Goldman repuso que en su vida había visto vagabundos que valían más que Louis Creed. Louis dijo a Goldman que, donde el cheque, se metiera también sus tarjetas American Express y Bank Americard.
Nada de esto podía favorecer el establecimiento de unas buenas relaciones entre Louis y sus futuros suegros.
Al fin, Rachel consiguió apaciguarlos (cuando los dos habían tenido tiempo de arrepentirse de lo dicho, aunque ninguno modificó la opinión que tenía del otro). No hubo más melodrama, ni, desde luego, frases abominablemente teatrales como «desde este momento, ya no tengo hija». Probablemente, Goldman no habría renegado de su hija ni aunque Rachel se hubiera casado con el monstruo de la laguna Negra. No obstante, la cara que asomaba entre las solapas del chaqué de Irwin Goldman el día en que su hija contrajo matrimonio con Louis, tenía un gran parecido con las que están esculpidas en algunos sarcófagos egipcios. Su regalo de bodas fue una vajilla de porcelana Spode de seis servicios y un horno microondas. De dinero, nada. Durante la mayor parte de los agitados años de facultad de Louis, Rachel trabajó de dependienta en una tienda de modas. Y desde aquel día hasta hoy Rachel no supo sino que las relaciones entre sus padres y su marido seguían siendo «tensas»…, especialmente entre su padre y Louis.
Louis hubiera podido ir a Chicago con su familia. Si bien el calendario de la universidad le obligaba a regresar tres día antes que Rachel y los niños, no era eso lo malo; para él, lo malo habría sido tener que pasar cuatro días con Imhotep y su esposa, la Esfinge.
Los niños habían conquistado a los abuelos, como suele ocurrir. Y Louis sospechaba que él hubiera podido consumar la total reconciliación sólo con simular que había olvidado la escena de aquella noche en el estudio de Goldman. Aunque su suegro comprendiera que no era más que simulación. Pero la verdad era (y él tenía por lo menos el valor de admitirlo) que Louis no deseaba aquella reconciliación. Diez años es mucho tiempo, pero no el suficiente como para quitarle el mal sabor de boca que le entró cuando, ante unas copas de coñac, el viejo metió la mano en aquel ridículo esmoquin y sacó el talonario que anidaba en su interior. Sí; Louis sintió un gran alivio al comprobar que no se habían descubierto las noches —cinco en total— que Rachel pasó en su pequeño y astroso apartamento; pero el asco y la indignación estaban justificados, y los años no los habían mitigado.
Louis hubiese podido ir a Chicago; pero prefirió enviar a su suegro los nietos, la hija, y recuerdos.
El Delta 727 se apartó de la rampa, viró… y Louis distinguió a Ellie en una de las ventanillas de delante, agitando la mano frenéticamente. Él saludó también, sonriendo, y entonces alguien —Ellie o Rachel— arrimó a Gage a la ventanilla. Louis agitó el brazo y Gage hizo otro tanto, quizá porque le había visto o quizá imitando a Ellie.
—Buen viaje —murmuró Louis. Luego, se subió la cremallera del chaquetón y se dirigió al parking. Allí el vendaval que silbaba y rugía con fuerza, casi le arrancó el gorro de caza, y él lo apretó con la mano. Mientras sacaba las llaves, el reactor asomó por detrás de la terminal atronando con sus turbos y Louis se volvió y lo vio elevarse con la proa levantada hacia el azul intenso del cielo.
Louis, sintiéndose muy solo —y con unas ridículas ganas de llorar— volvió a agitar la mano.
Aún se sentía deprimido cuando, por la noche, cruzó la carretera 15 hacia su casa, después de tomar un par de cervezas con Jud y Norma; Norma bebió un vasito de vino, algo que el doctor Weybridge le había recomendado. Hoy, obligados por la temperatura, habían pasado la velada en la cocina.
Jud cargó la vieja estufa de leña y los tres se sentaron alrededor. La cerveza estaba fresca y la cocina, bien caldeada. Jud les contó que, hacía doscientos años, los indios micmacs habían rechazado un desembarco de los ingleses en Machias. En aquellos tiempos, los micmacs eran temibles, dijo, y agregó que los abogados encargados del litigio sobre las tierras estatales y federales aún los consideraban así.
Hubiera podido ser una agradable velada, pero Louis no hacía más que pensar que le aguardaba una casa vacía. Mientras cruzaba el jardín haciendo crujir la escarcha con los pies, oyó que empezaba a sonar el teléfono. Echó a correr, entró por la puerta principal, cruzó la sala precipitadamente (tirando un revistero) y atravesó patinando casi toda la cocina, al resbalar en el linóleo por causa del hielo que tenía adherido a las suelas. Arrancó el auricular de la horquilla.
—¿Diga?
—¿Louis? —Era la voz de Rachel, lejana pero absolutamente perfecta—. Ya hemos llegado. Ningún contratiempo.
—¡Magnífico! —dijo él sentándose para hablar, mientras pensaba: «Ojalá estuvierais aquí».