Pasó el verano indio. A los árboles les salieron vivos colores que brillaron efímeramente y se diluyeron. A mediados de octubre, tras unas lluvias frías y torrenciales, empezaron a caer las hojas. Ellie volvía a casa cargada de adornos para la víspera de Todos los Santos que hacía en la escuela y contaba a Gage el cuento del Jinete sin Cabeza. Gage se pasó una tarde discurseando animadamente a cerca de un tal Chiete Sinuesa. A Rachel le entró la risa y no podía parar. Aquel principio de otoño fue una época muy grata para todos.
El trabajo de Louis se había encauzado en una rutina exigente pero agradable. Visitaba a los pacientes, asistía a las reuniones del Consejo de Colegios Universitarios, escribía las cartas de rigor al periódico universitario para advertir a los estudiantes de que la enfermería trataba las enfermedades venéreas con la máxima discreción o recomendarles que se vacunaran contra la gripe, ya que para el invierno se esperaba otra epidemia del tipo A. Asistía a juntas. Presidía comités. Durante la segunda semana de octubre, asistió a la Conferencia sobre Medicina Universitaria en Nueva Inglaterra, que se celebró en Providence, y presentó un trabajo acerca de las repercusiones jurídicas de la asistencia médica a estudiantes. En su trabajo mencionaba a Víctor Pascow con el seudónimo de «Henry Montez». El trabajo fue bien recibido. Empezó a preparar el presupuesto de la enfermería para el siguiente año académico.
También sus tardes seguían una rutina: cena, niños, un par de cervezas con Jud Crandall… A veces, si Missy podía quedarse un rato con los niños, Rachel iba con él, y Norma se unía al grupo; pero casi siempre estaban Louis y Jud solos. Louis se encontraba a sus anchas en compañía del viejo, que contaba historias de Ludlow que databan hasta de trescientos años antes, como si las hubiera vivido. Jud hablaba mucho, pero nunca divagaba. Louis no se cansaba de escucharle, aunque más de una vez había sorprendido a Rachel ahogando un bostezo.
Casi todas las noches, Louis regresaba a su casa antes de las diez y, casi todas las noches, hacía el amor con Rachel. Nunca, desde el primer año de matrimonio, lo habían hecho tan a menudo y, nunca, tan satisfactoriamente. Rachel decía que debía de ser por el agua del pozo artesiano y Louis lo atribuía a los aires de Maine.
La trágica muerte de Víctor Pascow, acaecida el primer día del curso empezó a borrarse de la memoria del alumnado y de la de Louis. La familia, sin duda, seguiría llorándole. Louis habló por teléfono con el padre de Pascow, le impresionó oír su voz rota —y menos mal que no tuvo que verle la cara—, llamó para cerciorarse de que se había hecho todo lo humanamente posible, y Louis le aseguró que así era. No le habló de la confusión, ni de la mancha que iba creciendo en la moqueta, ni le dijo que el muchacho prácticamente murió en el acto, aunque éstas eran cosas que el propio Louis nunca podría olvidar. Sin embargo, para aquellos que sólo lo consideraban otra víctima de la carretera, el recuerdo ya se iba difuminando.
Louis aún recordaba su noche de sonámbulo y el sueño que la acompañó, pero ya era casi como si aquello le hubiera ocurrido a otro o fuera una secuencia de un telefilme. Su única visita a una puta de Chicago, hecha seis años atrás, le había dejado la misma impresión; ambos episodios le parecían ahora totalmente insignificantes, dos incidentes desligados de la realidad, falsos sonidos producidos en una caja de resonancia.
Y en cuanto a lo que el moribundo pudiera haber dicho o dejado de decir, en eso ya ni pensaba siquiera.
La noche de Todos los Santos hubo una fuerte helada. Louis y Ellie emprendieron la típica ronda de la noche de Difuntos, en busca de las golosinas propias de la festividad, por la casa de los Crandall. Ellie soltó una risita de bruja muy aceptable, cabalgó en su escoba por la cocina de Norma y recibió los elogios de rigor.
—¡Qué graciosa está! ¿Verdad, Jud?
Jud se mostró de acuerdo y encendió un cigarrillo.
—¿Y dónde está Gage, Louis? Creí que también le disfrazaríais.
En un principio, pensaba llevarle con ellos. Rachel estaba muy ilusionada, porque ella y Missy Dandridge habían confeccionado una especie de disfraz de escarabajo, con unas perchas retorcidas y forradas de papel de crespón a modo de antenas; pero Gage había pillado un fuerte resfriado con bronquitis y, después de auscultarle —los pulmones le sonaban un poco— y mirar el termómetro que estaba colgado en el vano de la ventana y que marcaba sólo cuatro grados a las seis de la tarde, Louis desistió de llevárselo. Rachel, aunque decepcionada, se mostró de acuerdo.
Ellie prometió repartir con él las golosinas; pero, al observar sus exageradas muestras de pesar, Louis se preguntó si, en el fondo, no se alegraba de que Gage no fuera con ellos: habría sido una rémora y un competidor.
—Pobre Gage —dijo la niña en el tono de voz que generalmente se reserva para hablar de los desahuciados. Gage, ajeno a lo que se perdía, estaba sentado en el sofá mirando los dibujos de la tele. Church dormitaba a su lado.
—Ellie, bruja —dijo Gage con indiferencia, y volvió a la tele.
—Pobre Gage —repitió Ellie con otro suspiro. Louis pensó en las lágrimas de los cocodrilos y sonrió. Ellie empezó a tirarle de la mano—. Vamos, papi. Vamos, vamos, vamos.
—Gage tiene un poco de bronquitis —dijo Louis a Jud.
—Qué lástima —dijo Norma—. Pero el año próximo disfrutará más. Pon la cesta, Ellie… ¡Oooop!
Norma había tomado una manzana y un caramelo de un cuenco que había encima de la mesa, pero las dos cosas le resbalaron de la mano. Louis se sintió impresionado al ver lo deformada que estaba aquella mano. Se agachó a recoger la manzana que rodaba por el suelo. Jud puso el caramelo en la cesta de Ellie.
—Oh, te daré otra manzana, guapa —dijo Norma—. Ésa tiene un golpe.
—Está perfecta —dijo Louis, tratando de echarla a la cesta, pero Ellie retrocedió, manteniendo la cesta bien cerrada.
—Yo no quiero manzanas pochas, papá —dijo mirándole como si se hubiera vuelto loco—. Les salen manchas negras, ¡uf…!
—Ellie, no seas maleducada.
—No la regañes por decir la verdad, Louis —dijo Norma—. Sólo los niños dicen toda la verdad. Por algo son niños. Y las manchas negras son feas.
—Muchas gracias, Mrs. Crandall —dijo Ellie mirando a su padre con ojos ofendidos.
—De nada, cariño —dijo Norma.
Jud los acompañó al porche. Por el sendero del jardín venían dos fantasmitas en los que Ellie reconoció a compañeros de clase y los acompañó a la cocina. Jud y Louis se quedaron solos en el porche un momento.
—Está peor de la artritis —dijo Louis.
Jud movió la cabeza, sacudiendo la ceniza del cigarrillo en un cenicero.
—Sí. En otoño y en invierno siempre se pone peor, pero esta vez le ha dado más fuerte que nunca.
—¿Qué dice el médico?
—Nada. No puede decir nada, porque Norma no ha ido a visitarse.
—¿Qué? ¿Por qué no?
Jud miró a Louis. A la luz de los faros de la furgoneta que esperaba a los dos fantasmas, su expresión denotaba un profundo abatimiento.
—Quería pedírtelo en mejor ocasión, Louis; pero me parece que ninguna ocasión es buena para abusar de la amistad. ¿Querrías reconocerla?
En la cocina, los dos fantasmas aullaban lúgubremente y Ellie soltaba su risa de bruja —llevaba ensayándola toda la semana. Todo muy tétrico y apropiado.
—¿Qué más le pasa a Norma? —preguntó—. ¿Tiene miedo de algo?
—Le duele el pecho —dijo Jud en voz baja—. No quiere volver más al doctor Weybridge. Estoy preocupado.
—¿Y ella? ¿Está preocupada?
Jud titubeó.
—Yo diría que está asustada y que por eso no quiere ir al médico. Betty Coslaw, una de sus mejores amigas, murió el mes pasado en el hospital. Cáncer. Tenía la misma edad que Norma. Está asustada.
—La veré encantado. No hay inconveniente.
—Gracias, Louis —dijo Jud con alivio—. Cualquier noche la pillamos desprevenida y entre los dos…
Jud se interrumpió, ladeó la cabeza y miró a Louis a los ojos con expresión interrogante.
Después, Louis sería incapaz de recordar lo que sintió en aquellos momentos ni cómo se sucedieron sus emociones. Cada vez que trataba de analizarlas acababa confuso. Lo único que sabía era que la curiosidad se trocó rápidamente en la sensación de que había ocurrido algo malo. Su mirada tropezó con la de Jud. Ninguno de los dos disimulaba la angustia. Louis tardó un momento en reaccionar.
—Uuuu, uuuu —aullaban los fantasmas en la cocina—. Uuuu, uuu. —De pronto, el grito subió de tono y se hizo realmente espeluznante—. Uuuu A A AA…
Y uno de los fantasmas se puso a chillar.
—¡Papá! —La voz de Ellie era desgarrada y tensa—. ¡Papá! ¡La señora Crandall se ha caído!
—¡Oh, Dios! —casi gimió Jud.
Ellie salió corriendo al porche, con su falda negra ondeando. Con una mano, oprimía fuertemente el mango de la escoba. Su carita pintada de verde y consternada parecía la de un enano en la última fase de intoxicación alcohólica. Los dos fantasmas la seguían llorando.
Jud se lanzó hacia la puerta con una agilidad asombrosa para un hombre de más de ochenta años. Más que correr, parecía volar. Iba llamando a su mujer.
Louis se inclinó y puso las manos en los hombros de Ellie.
—No te muevas de aquí, Ellie. ¿Me has comprendido?
—Papi, tengo miedo —susurró ella.
Los dos fantasmas corrían por el camino haciendo sonar las bolsas de caramelos y llamando a gritos a su mamá.
Louis cruzó el pasillo a toda velocidad y entró en la cocina, sin hacer caso de los gritos de Ellie que le pedía que volviera.
Norma estaba tendida sobre el ondulado linóleo, al pie de la mesa, entre un montón de manzanas y barritas de caramelo. Sin duda, al caer se agarró a la fuente de las golosinas esparciendo su contenido. La fuente había quedado boca abajo, como un pequeño platillo volante de Pyrex. Jud le frotaba una muñeca a su mujer. Miró a Louis con la cara crispada.
—Ayúdame, Louis. Ayuda a Norma. Me parece que se está muriendo.
—Apártate —dijo Louis. Al arrodillarse aplastó un caramelo relleno, sintió que el zumo se le filtraba a través de la pana de su viejo pantalón, y un olor a manzana inundó la cocina.
«Otra vez. Lo mismo que Pascow», pensó Louis. Pero desechó el pensamiento con tal violencia que la idea se fue de su mente como si llevara ruedas.
Le buscó el pulso y encontró algo muy débil y rápido: aquello no eran pulsaciones sino simples espasmos. Arritmia extrema, lo inminente, el paro cardíaco. «Tú y Elvis Presley, Norma», pensó.
Le desabrochó el vestido, descubriendo una combinación de seda crema. Con movimientos certeros, le ladeó la cabeza y empezó a administrarle masaje al corazón.
—Escúchame, Jud —dijo. La palma de la mano izquierda, a un tercio de la base del esternón, cuatro centímetros por encima del proceso xifoideo. Con la derecha, sujetar la muñeca izquierda para darle firmeza y presión. «Con firmeza, pero cuidado con esas viejas costillas: nada de pánico, todavía. Y, por el amor de Dios, no hagas que se contraigan los pobres pulmones».
—Di lo que sea —murmuró Jud.
—Llévate a Ellie —dijo Louis—. Mucho cuidado al cruzar la calle, no vayan a atropellaros. Dile a Rachel lo que pasa y que te dé mi maletín. No el que está en el estudio; el otro, el que puse en el estante de arriba del cuarto de baño. Ella sabe cuál. Que llame a una ambulancia del Servicio Médico de Bangor.
—Bucksport está más cerca —dijo Jud.
—Bangor es más rápido. Ve. No llames tú; que llame Rachel. Necesito el maletín: «Y, cuando ella se entere de lo que pasa aquí, no creo que quiera acercarse», pensó Louis.
Jud se fue. Louis oyó golpear la puerta mosquitera. Estaba solo con Norma Crandall y el olor a manzana. En la sala de estar sonaba el monótono tictac del reloj.
De pronto, Norma emitió un largo ronquido y movió los párpados, y Louis se estremeció con una funesta certidumbre.
«Ahora abrirá los ojos… Oh, Dios mío, abrirá los ojos y empezará a hablar de Pet Sematary».
Pero ella sólo le miró con una velada expresión de reconocimiento y volvió a cerrar los ojos. Louis se sintió avergonzado de sí mismo por aquel miedo estúpido, tan impropio de él. Al mismo tiempo, experimentó un esperanzado alivio. En aquellos ojos había dolor pero no angustia. A primera vista, el ataque no parecía grave.
Louis jadeaba y sudaba. El masaje cardíaco sólo parecía fácil en la tele. En realidad, consumías cantidad de calorías. Al día siguiente, le dolerían los brazos y los hombros.
—¿Puedo ayudar en algo?
Louis volvió la cabeza. Una mujer, vestida con un pantalón de casa y jersey marrón le miraba desde la puerta apretando un puño sobre el busto. «La madre de los fantasmas», pensó Louis. Su criterio le dijo rápidamente que la mujer estaba asustada, pero no histérica.
—No —dijo, y enseguida—: Sí. Moje un paño, por favor. Escúrralo bien y póngaselo en la frente.
La mujer se puso en movimiento. Louis miró a Norma. Ella había vuelto a abrir los ojos.
—Louis, me caí —susurró—. Creo que me desmayé.
—Has tenido algo de coronarias —dijo Louis—. No parece grave. Ahora quédate tranquila y callada, Norma.
Louis descansó unos momentos y le tomó el pulso otra vez. Las pulsaciones eran muy rápidas. Hacían lo que el doctor Tucker de la Facultad de Medicina de Chicago llamaba el mensaje en morse: el corazón latía varias veces con regularidad, luego hacía algo que era casi como una fibrilación y volvía a latir normalmente. Pumba-pumba-pumba, cras-cras-cras, pumba-pumba-pumba. No era muy bueno, pero mejor que la arritmia.
La mujer puso el paño húmedo en la frente de Norma y se retiró titubeando. Entonces entró Jud con el maletín.
—¿Louis?
—Se pondrá bien —dijo Louis mirando a Jud, pero hablando a Norma—. ¿Viene la ambulancia?
—Tu mujer estaba hablando con ellos. No esperé a que terminara.
—Hospital… no —susurró Norma.
—Hospital, sí —dijo Louis—. Cinco días en observación, tratamiento y luego a casa a descansar, Norma, guapa. Y como digas una palabra más, te hago comer todas esas manzanas con el corazón y todo.
Ella sonrió débilmente y volvió a cerrar los ojos.
Louis abrió el maletín, revolvió en su interior, sacó el frasco del Isodil y extrajo una pastilla. Era tan pequeña como la media luna de una uña. Tapó el frasco y tomó la pastilla entre el índice y el pulgar.
—Norma, ¿me oyes?
—Sí.
—Quiero que abras la boca. Tú has hecho tu numerito y ahora vas a recibir el premio. Te pondré una pastilla debajo de la lengua. Es muy pequeña. Mantenla ahí hasta que se disuelva. Es un poco amarga, pero eso es lo de menos, ¿de acuerdo?
Ella abrió la boca. El aliento le olía a dentadura rancia, y Louis sintió una profunda compasión hacia aquella mujer que estaba tendida en el suelo de su cocina, entre un revoltijo de manzanas y caramelos. Pensó que un día habría tenido diecisiete años y que los chicos del vecindario le habrían mirado el escote con interés, y todos los dientes serían suyos, y aquel corazón, un robusto motor.
Ella puso la lengua encima de la pastilla e hizo una pequeña mueca. La pastilla amargaba, sí. Pero, por lo menos, ella no estaba como Víctor Pascow; aún se la podía ayudar, aún la tenía a su alcance. Louis pensaba que Norma superaría el ataque. Ella palpaba el aire y Jud le asió la mano, suavemente.
Louis se levantó, encontró la fuente y empezó a recoger las golosinas. La mujer, que dijo ser Mrs. Buddinger, que vivía un poco más abajo, junto a la carretera, le ayudó y se despidió. Tenía que volver al coche. Sus dos hijos estaban asustados.
—Muchas gracias por todo, Mrs. Buddinger —dijo Louis.
—Yo no he hecho nada —respondió ella categóricamente—. Pero esta noche daré gracias a Dios de rodillas porque estuviera usted aquí, doctor Creed.
Louis agitó una mano, violento.
—Lo mismo digo yo —agregó Jud. Miró fijamente a Louis. El momento de confusión y temor ya había pasado—. Te debo una, Louis.
—Déjalo ya —dijo Louis y saludó a Mrs. Buddinger con la mano. Ella le sonrió y saludó a su vez. Louis mordió una manzana bañada en arrope. Estaba tan dulce que le insensibilizó momentáneamente el paladar…, pero no era una sensación desagradable. «Esta noche puedes apuntarte un tanto, Lou», pensó mientras devoraba la manzana. Estaba hambriento.
—Nada de eso —dijo Jud—. Si un día necesitas un favor, dímelo antes que a nadie.
—Está bien —dijo Louis—. De acuerdo.
Veinte minutos después, llegó la ambulancia de Bangor. Mientras observaba a los enfermeros cargar la camilla, Louis vio a Rachel en la ventana de la sala y agitó una mano. Ella alzó la mano a su vez.
Él y Jud siguieron con la mirada a la ambulancia que se alejaba lanzando destellos pero sin la sirena.
—Me parece que me voy al hospital —dijo Jud.
—No te dejarán verla esta noche, Jud. Nada más llegar, le harán un electrocardiograma y la pondrán en Cuidados Intensivos. Durante doce horas, nada de visitas.
—¿Tú crees que se pondrá bien, Louis? ¿Bien del todo?
Louis se encogió de hombros.
—No se puede garantizar. Ha tenido un ataque al corazón. Yo personalmente creo que se recuperará. Y quizá esté mejor que nunca, después del tratamiento.
—Ajá —dijo Jud encendiendo un Chesterfield.
Louis sonrió y miró el reloj. Le sorprendió comprobar que no eran más que las ocho menos diez. Parecía que tenía que ser mucho más tarde.
—Jud, tengo que ir a buscar a Ellie para terminar la ronda de visitas.
—Pues claro que sí. Dile de mi parte que deseo que se divierta.
—Así lo haré —prometió Louis.
Cuando Louis llegó a casa, Ellie seguía vestida de bruja. Rachel trató de convencerla de que se pusiera el pijama, pero la niña se resistió, por si existía la posibilidad de que la fiesta, suspendida por ataque al corazón, aún se celebrara. Cuando su padre le dijo que se pusiera el abrigo, ella lanzó un grito de alegría.
—Se va a hacer muy tarde, Louis.
—Iremos en el coche —dijo él—. Por favor, Rachel, lleva un mes esperándolo.
—Bueno… —Rachel sonrió y Ellie volvió a gritar y echó a correr hacia el ropero—. ¿Cómo está Norma?
—Mejor. —Él se sentía satisfecho. Cansado, pero satisfecho—. No ha sido muy fuerte. De ahora en adelante tendrá que cuidarse; pero a los setenta y cinco años tampoco va uno a hacer cabriolas.
—Ha sido una suerte que tú estuvieras allí. Parece cosa de la Providencia.
—Dejémoslo en suerte. —Sonrió a Ellie que volvía con el abrigo—. ¿Lista, bruja Hazel?
—Lista. ¡Vamos, vamos, vamos!
Cuando, una hora después, volvían a casa con la cesta a medio llenar (Ellie protestó cuando Louis decidió dar por terminada la fiesta, pero se dejó convencer fácilmente, pues estaba cansada), la niña le sorprendió al preguntar:
—¿Fue culpa mía que Mrs. Crandall tuviera el ataque al corazón, papi? ¿Fue porque no quise la manzana que tenía el golpe?
Louis la miró con extrañeza, preguntándose de dónde sacaban los niños aquellas ideas semisupersticiosas. Trae desgracia pisar raya… Me quiere, no me quiere… Aquello le recordó el Sematary y sus círculos chapuceros. Quiso sonreír y no acabó de conseguirlo.
—No, cariño —dijo Louis—. Cuando tú entraste con los dos fantasmas…
—No eran fantasmas. Eran los gemelos Buddinger.
—Está bien. Mientras vosotros estabais en la cocina, Mr. Crandall me decía que su esposa tenía pequeños dolores en el pecho. En realidad, puede decirse que tú le salvaste la vida o, por lo menos, impediste que se pusiera peor.
Ahora fue Ellie quien se sorprendió.
Louis asintió.
—Ella necesitaba un médico. Yo soy médico, pero sólo estaba allí porque había ido a acompañarte en la ronda de Todos los Santos.
Ellie reflexionó largamente y asintió.
—De todos modos, se morirá —dijo llanamente—. Todos los que tienen un ataque al corazón se mueren. Aunque parece que van a vivir, tienen otro, y otro, y otro hasta que… ¡buum!
—¿Y dónde has aprendido tú tanta ciencia?
Ellie se encogió de hombros con una actitud que parecía calcada de su padre, según observó Louis con regocijo.
La niña le dejó llevar la cesta —suprema prueba de confianza—, y Louis meditó sobre su reacción. La idea de que Church pudiera morir casi le provocó una crisis de histerismo, pero la posibilidad de que muriera la abuela Crandall… eso lo aceptaba con toda calma, como algo natural. ¿Qué fue lo que dijo? Otro y otro, y otro, hasta que… ¡buum!
La cocina estaba desierta, pero se oía a Rachel andar por el piso de arriba. Louis dejó la cesta en el mostrador y dijo:
—No siempre ocurre eso, Ellie. Ha sido un ataque muy leve y yo pude darle el tratamiento enseguida. Es posible que su corazón no haya sufrido ningún daño. Ella…
—Oh, bueno, ya lo sé —dijo Ellie casi con alegría—. Pero ya es vieja y, de todos modos, se morirá pronto. Y Mr. Crandall también. ¿Puedo comer una manzana antes de acostarme, papi?
—No —dijo él, mirándola pensativo—. Sube a limpiarte los dientes, cariño.
«¿Habrá alguien que crea comprender realmente a los niños?».
Cuando la casa estuvo recogida y se acostaron, Rachel preguntó en voz baja:
—Lou, ¿se impresionó mucho Ellie? ¿Estaba muy trastornada?
«No —pensó él—. Ella sabe que los viejos la palman uno tras otro, del mismo modo que sabe que hay que soltar al saltamontes cuando echa baba…, o que si caes en el número trece cuando juegas a la rayuela se muere tu mejor amigo…, o que en el cementerio las tumbas tienen que ponerse en círculos…».
—No —dijo—. Se portó muy bien. Vamos a dormir, Rachel, ¿de acuerdo?
Aquella noche, mientras ellos dormían y Jud velaba, hubo otra helada fuerte. De madrugada se levantó un viento que arrancó de los árboles la mayor parte de las hojas que quedaban, ya ocres y poco vistosas.
El viento despertó a Louis y él se incorporó apoyándose en los codos, medio dormido y desconcertado. Se oían las pisadas en la escalera… Alguien subía lentamente, arrastrando los pies. Pascow había vuelto. Pero ahora, pensó Louis, ahora hacía ya dos meses. Cuando se abriera la puerta, él no vería más que podredumbre, los shorts rojos estarían cubiertos de moho, le faltarían trozos de carne, el cerebro no sería más que una pasta putrefacta. Sólo los ojos tendrían vida… y un brillo escalofriante. Esta vez Pascow no hablaría: sus cuerdas vocales ya no estarían en condiciones de producir sonidos. Pero sus ojos… le obligarían a seguirle.
—No —jadeó Louis, y los pasos se apagaron.
Se levantó, se fue a la puerta y la abrió bruscamente, apretando los labios en una mueca de miedo y resolución y sintiendo un hormigueo en todo el cuerpo. Allí estaría Pascow, con los brazos levantados como el espectro de un director de orquesta a punto de atacar la atronadora obertura de La noche de «Walpurgis».
De eso nada, como hubiera dicho Jud. El corredor estaba vacío y silencioso. Sólo se oía el rumor del viento. Louis volvió a la cama y se durmió.