18

El representante de la Upjohn no se presentó a las diez en punto y Louis, sin poder resistir más, llamó a secretaría. Habló con una tal Mrs. Stapleton, quien prometió enviarle inmediatamente una copia del expediente de Víctor Pascow. Cuando Louis colgó el teléfono, allí estaba ya el de la Upjohn. No le ofreció ningún regalo; sólo le preguntó si quería comprar un abono para los partidos de los Patriots de Nueva Inglaterra con descuento.

—No, señor —dijo Louis.

—Lo que yo suponía —dijo tristemente el hombre, y se fue.

A mediodía, Louis se acercó a la Cueva del Oso a comprar un bocadillo de atún y una Coke. Se los llevó al despacho y mientras almorzaba estuvo leyendo el expediente de Víctor Pascow. Buscaba alguna relación entre el muerto y su persona, o North Ludlow, donde estaba el Sematary… puesto que incluso para un fenómeno tan disparatado tenía que haber alguna explicación racional. Quizá el chico se había criado en Ludlow e, incluso, tenía a un perro o gato enterrado allí arriba.

Louis no encontró el punto de contacto que buscaba. Pascow era de Bergenfield, Nueva Jersey, y fue a la universidad para estudiar electrotecnia. En aquellas pocas páginas mecanografiadas, Louis no encontró nada que lo asociara con aquel muchacho que había muerto en la sala de espera, excepto, naturalmente, las circunstancias de la muerte en sí.

Louis apuró su bebida dando un sonoro sorbetón con la caña en el fondo del vaso de cartón y tiró todo el servicio a la papelera. El almuerzo había sido frugal, pero se lo comió con apetito. Por ahí todo iba bien; y por lo demás, también. Ahora ya sí. No le habían repetido los espasmos y hasta el horror de aquella mañana se le antojaba como un simple bache, una jugarreta de los nervios sin más consecuencias.

Tamborileó con las yemas de los dedos en el bloc, se encogió de hombros y descolgó el teléfono. Marcó el número del Centro Médico de Maine Oriental y pidió por el depósito.

Cuando le pusieron con el empleado de patología, se identificó y dijo:

—Tienen ustedes ahí a uno de nuestros estudiantes, Víctor Pascow.

—Ya no está —dijo la voz—. Se fue.

A Louis se le cerró la garganta. Por fin, consiguió articular:

—¿Cómo dice?

—El cadáver salió anoche en avión consignado a sus padres. Se hizo cargo de él uno de Pompas Fúnebres Brookings-Smith. Lo embarcaron en un Delta mmm… —Ruido de papeles—. Delta, vuelo 109. ¿Dónde imaginó que se había ido? ¿Al baile?

—No —dijo Louis—. Claro que no. Es sólo que… —¿Qué? ¿A santo de qué había llamado? No había forma de indagar en el caso con sensatez. Había que desistir, borrarlo, olvidar. De lo contrario, sólo conseguiría crear problemas inútilmente—. Sólo que todo parece haber ido muy deprisa. —Terminó en tono conciliador.

—Bueno, la autopsia se hizo ayer tarde. —Otra vez el rumor de papeles—. Alrededor de las tres y veinte, doctor Rynzwyck. Para entonces el padre ya había hecho todos los trámites. Supongo que el cadáver llegaría a Newark sobre las dos de la madrugada.

—Oh. Bien, en el tal caso…

—Eso, si los transportistas no metieron la pata y lo enviaron a otro sitio —dijo el empleado animadamente—. No sería la primera vez. Aunque, con Delta nunca hubo problemas. Son bastante buenos. Tuvimos a uno que murió mientras pescaba en el condado de Aroosto, en uno de esos lugarejos que no tienen más nombre que un par de coordenadas en el mapa. El infeliz se atragantó con el tapón de la cerveza. Sus compañeros tardaron dos días en llegar a la civilización, y usted ya sabe que para entonces ya es problemático que el embalsamado surta efecto. De todos modos, se lo inyectaron, esperando que todo fuera bien, y metieron el cadáver en el compartimiento de carga de un avión de línea regular, consignado a Grand Falls, Minnesota. Pero alguien la cagó y el féretro fue a parar a Miami y de allí, a Des Moines y a Fargo, en Dakota del Norte. Cuando por fin lo localizaron ya habían pasado otros tres días. El embalsamado no actuó. El tío estaba negro y olía a guiso de cerdo descompuesto. Por lo menos, eso me dijeron. Seis mozos de equipajes se marearon. —La voz del otro lado del hilo rio alegremente.

Louis cerró los ojos y dijo:

—Bien, muchas gracias.

—Puedo darle el número particular del doctor Rynzwyck, si lo desea, doctor; pero él suele ir a Orono a jugar al golf por la mañana. —Otra carcajada.

—No —dijo Louis—; está bien.

Colgó el teléfono. «Ponle ya el finiquito —pensó—. Cuando tú tenías ese sueño estúpido, o lo que fuere, seguramente el cuerpo de Pascow estaba ya en una funeraria de Bergenfield. Asunto concluido. Punto».

Mientras volvía a casa aquella tarde, se le ocurrió la explicación lógica de por qué había amanecido con aquel barro en las sábanas, y se sintió inmensamente aliviado.

Fue un caso de sonambulismo, provocado por la impresión sufrida al ver morir en su enfermería a un estudiante, en su primer día de trabajo efectivo.

Eso lo explicaba todo. El sueño parecía real, porque había en él elementos reales: el contacto de la alfombra, la humedad del rocío y, naturalmente, la rama que le había arañado el brazo. Ello explicaba por qué Pascow pudo pasar a través de la puerta y él, no.

Imaginó la escena si Rachel hubiera bajado en el momento en que él se daba de narices contra la puerta de la cocina. La idea le hizo sonreír. El susto que se hubiera llevado.

Una vez fijada la hipótesis del sonambulismo, ya pudo examinar con tranquilidad las causas del sueño, y lo hizo de buen grado. Fue al Pet Sematary porque él asociaba aquel lugar a experiencias desagradables vividas recientemente. En realidad, fue la causa de una fuerte disputa con su mujer… y, además, hizo que su hija se planteara por primera vez la idea de la muerte. Todo eso debía de llevar él en el subconsciente cuando subió a acostarse.

«Menos mal que volví a casa sano y salvo. No recuerdo esa parte. Pondría el piloto automático».

Pues fue una suerte. No quería ni pensar lo que habría sido despertar por la mañana al lado de la tumba del GATO SMUCKY, desorientado, empapado de rocío y, probablemente, cagado de miedo: lo mismo que Rachel, a buen seguro.

Pero ya había pasado.

«Se acabó —pensó Louis con profundo alivio—. Pero ¿y las cosas que dijo antes de morir?», trató de preguntarle a su mente, pero Louis le puso una mordaza.

Aquella tarde, mientras Rachel planchaba y Ellie y Gage, sentados en la misma butaca, seguían atentamente el programa de los «teleñecos», Louis dijo con naturalidad que iba a salir a dar una vuelta: para respirar un poco.

—¿Volverás antes de que acueste a Gage? —preguntó ella sin levantar la mirada de la plancha—. Ya sabes que se duerme antes si estás tú.

—Descuida.

—¿Adónde vas, papi? —preguntó Ellie sin quitar ojo de la tele, donde «Miss Piggy» se disponía a dar un tortazo a «Kermit».

—Por ahí detrás, cariño.

—Oh.

Louis salió.

Quince minutos después, estaba en el Pet Sematary, mirando en derredor con curiosidad y tratando de sobreponerse a la sensación de haber estado allí muy recientemente. Pero era evidente que había estado. La pequeña estela que honraba la memoria del gato «Smucky» estaba tumbada. La había tirado él cuando, hacia el final de la parte del sueño que él recordaba, se le acercó la visión de Pascow. Louis la enderezó distraídamente y se acercó a la barrera de árboles derribados.

No le gustaba aquello. El recuerdo de aquel montón de troncos y ramas blanqueadas por la intemperie, convertidos en huesos, aún le daban escalofríos. Haciendo un esfuerzo, se acercó y tocó uno de aquellos troncos que, colocado en precario equilibrio, cedió al contacto de su mano y cayó rodando. Louis dio un salto atrás y el leño le pasó rozando el zapato.

Trató de rodear el montón, primero por la izquierda y después por la derecha. A uno y otro lado, la maleza era impenetrable. Además, no eran matorrales por los que uno pudiera tratar de abrirse paso. No, si tenía uno sentido común. Cerca del suelo, había unas exuberantes masas de hiedra venenosa (durante toda su vida, Louis había oído a personas que presumían de ser inmunes a ella, pero él sabía que casi nadie lo era) y más allá se veían unos espinos enormes, de pésima catadura.

Luis volvió a situarse frente al centro del montón. Se quedó mirándolo con las manos en los bolsillos de atrás de los tejanos.

«No estarás pensando en subir ahí, ¿verdad?».

«¿Yo? Ni hablar. ¿Por qué había de cometer semejante estupidez?».

«Magnífico. Me habías dado un susto, Lou. Parece el medio más seguro de ir a parar a tu propia enfermería con una pierna rota, ¿verdad?».

«Por supuesto. Además, está anocheciendo».

Satisfecho de estar de acuerdo consigo mismo, Louis empezó a trepar por los troncos.

Estaba por la mitad cuando sintió que los troncos temblaban bajo sus pies, con un crujido peculiar.

«Huesos rodando».

Cuando el montón volvió a temblar, Louis dio marcha atrás a toda prisa. Tenía los faldones de la camisa por fuera del pantalón.

Llegó a tierra firme sin incidentes y se frotó las manos para desprender fragmentos de corteza. Tomó por el sendero que le llevaría de regreso a casa, donde estaban sus hijos, que querrían que les leyera un cuento antes de irse a la cama, y Church que vivía su último día de macho reglamentario, y donde, cuando hubieran acostado a los niños, él y su mujer tomarían una taza de té en la cocina.

Antes de alejarse, se volvió a mirar el claro por última vez, admirado de su silencio y su verdor. Jirones de niebla flotaban a ras del suelo entre las estelas. Aquellos círculos concéntricos… Era como si, involuntariamente, las manecitas de varias generaciones de niños de Ludlow hubieran construido una especie de Stonehenge en pequeño.

«Pero ¿es eso todo, Louis?».

Aunque sólo pudo entrever fugazmente lo que había al otro lado del montón de troncos antes de que aquel movimiento le pusiera nervioso, habría jurado que el sendero continuaba, bosque adentro.

«Eso a ti no te importa, Louis. Déjalo ya».

«Está bien, jefe».

Louis dio media vuelta y regresó a casa.

Aquella noche, Louis se quedó leyendo una hora después de que Rachel subiera a acostarse, leyendo una serie de revistas médicas que ya había visto y negándose a reconocer que la idea de irse a la cama —de dormir— le ponía nervioso. Nunca había tenido una experiencia de sonambulismo, y no había forma de saber si iba a repetirse…, hasta que se repetía.

Oyó que Rachel se levantaba y le llamaba suavemente desde lo alto de la escalera.

—¿Lou? ¿Subes, cariño?

—Ahora mismo —dijo él, apagando la luz de sobremesa de su estudio y poniéndose en pie.

Aquella noche tardó mucho más de siete minutos en desconectar la máquina. Mientras oía respirar profundamente a Rachel a su lado, la aparición de Víctor Pascow le parecía menos cosa de sueño. Cada vez que cerraba los ojos, veía abrirse bruscamente la puerta y allí estaba él, Nuestra Estrella Invitada Víctor Pascow, con sus «shorts», su lívido bronceado y su clavícula salida.

Parecía que iba a quedarse dormido cuando, al pensar lo que sería despertarse en Pet Sematary, entre aquellos círculos concéntricos iluminados por la luna, y tener que volver andando, despierto, por aquel bosque, ya volvía a estar desvelado.

Eran más de las doce cuando, por fin, el sueño le pilló desprevenido y se lo echó al saco. Aquella noche no soñó. A la mañana siguiente, despertó puntualmente a las siete y media y oyó repicar en los cristales la fría lluvia del otoño. Levantó la ropa de la cama con cierta zozobra. Las sábanas estaban impecables. Sus pies, con el dedo martillo y los callos, no podían optar a este calificativo; pero, por lo menos, estaban limpios.

Cuando quiso darse cuenta, Louis estaba silbando en la ducha.