17

Una persona normal tarda siete minutos en dormirse; pero, según la «Fisiología humana» de Hand, la misma persona tarda entre quince y veinte minutos en despertar. Al parecer, el sueño es un lago del que cuesta más salir que entrar. El ser humano despierta por etapas, pasando del sueño profundo al sueño ligero y a ese estado llamado «duermevela» en el que la persona oye sonidos y hasta contesta a preguntas que después no recuerda, salvo, si acaso, como un sueño.

Louis oía el castañeteo de huesos, pero el sonido se hacía más metálico y agudo por momentos. Un golpe. Un grito. Más sonidos metálicos… ¿Algo que rodaba? «Claro —convino su aletargado cerebro—. Los huesos, rodando».

Louis oyó la voz de su hija:

—¡Toma, Gage! ¡Toma!

Siguió un gorgorito de alegría de Gage, y entonces Louis abrió los ojos y vio el techo de su habitación.

Se quedó muy quieto, dejándose inundar por la realidad, la estupenda realidad, la bendita realidad.

Todo, un sueño. Espantoso y vivido, pero sueño. Sólo un fósil del subconsciente.

Volvió a oír el sonido metálico. Era un cochecito de juguete de Gage que corría por el pasillo de arriba.

—¡Toma, Gage!

—¡Toma! —gritó Gage—. ¡Toma-toma-toma!

Pumba-pumba-pumba. Los pies descalzos de Gage batían la alfombra. Los niños reían por lo bajo.

Louis miró a su derecha. Rachel ya se había levantado. La cama estaba abierta. El sol brillaba ya muy alto. Louis miró el reloj y vio que eran casi las ocho. Rachel le había dejado dormir… probablemente a propósito.

Normalmente, ello le hubiera irritado, pero no esta mañana. Respiró profundamente, satisfecho por el momento con estar allí, con aquel sol que entraba por la ventana, palpando la inconfundible textura del mundo real. Motas de polvo bailaban en aquel rayo de sol.

—¡El! —gritó Rachel desde abajo—. Ya es hora de que bajes, recojas tu bocadillo y salgas a esperar el autobús.

—Voy, mamá. —Las pisadas de la niña, más fuertes—. Toma tu coche, Gage. Yo tengo que ir a la escuela.

Gage se puso a chillar, indignado. Sus protestas eran enmarañadas. —Las únicas palabras que se distinguían eran: «Gage, coche, toma y Ellie, bus»—. Pero el mensaje estaba bien claro: Ellie debía quedarse, el colegio podía irse a la porra por un día.

Otra vez la voz de Rachel:

—El, despierta a papá antes de bajar.

Entró Ellie, con el pelo recogido en una cola de caballo y su vestido rojo.

—Estoy despierto, cariño —dijo él—. Anda al autobús.

—Sí, papá. —La niña se acercó, le dio un beso en la áspera mejilla y salió corriendo hacia la escalera.

El sueño empezaba a diluirse, a perder coherencia. Magnífico.

—¡Gage! —gritó Louis—. ¡Un beso a papá!

Gage hizo caso omiso. Bajaba la escalera detrás de Ellie tan aprisa como podía, chillando a voz en cuello:

—¡Toma! ¡Toma! ¡TOMA!

Louis apenas alcanzó a entrever la figura rechoncha del niño que sólo llevaba el pañal y las braguitas de plástico.

—¿Estás despierto, Louis? —gritó Rachel desde abajo.

—Sí —dijo Louis sentándose en la cama.

—¡Ya te lo he dicho! —gritó Ellie—. Me voy. ¡Adiós! —Un portazo y un berrido de indignación de Gage subrayaron estas palabras.

—¿Un huevo o dos? —preguntó Rachel.

Louis apartó la ropa de la cama y puso los pies en la alfombrilla de ganchillo y ya iba a responder que nada de huevos, sólo un tazón de cereales antes de salir corriendo…, cuando las palabras se le ahogaron en la garganta.

Tenía los pies sucios de tierra y agujas de pino.

El corazón le hizo una pirueta de saltimbanqui. Con un movimiento brusco, los ojos desorbitados y los dientes clavados en una lengua insensible, Louis arrancó la sábana de encima de un puntapié. La parte baja de la cama estaba sembrada de agujas de pino y las sábanas, manchadas de barro.

—¿Louis?

Entonces vio que también tenía agujas de pino en las rodillas. De pronto, se miró el brazo derecho. Vio un arañazo reciente en el bíceps, exactamente donde se le clavara la rama… en el sueño.

«Voy a gritar. Me lo noto».

El grito retumbaba en su interior, como la detonación del frío proyectil del miedo. Su realidad se tambaleaba: la verdadera realidad eran las agujas de pino, el barro de las sábanas, la herida del brazo.

«Voy a gritar, y luego me volveré loco y ya no tendré que preocuparme más».

—¿Louis? —Rachel estaba subiendo la escalera—. Louis, ¿te has dormido otra vez?

Durante dos o tres segundos, trató de sobreponerse haciendo un esfuerzo, al igual que cuando se organizó aquel barullo en el Centro Médico, poco después de que llevaran a Pascow en la manta, moribundo. Lo consiguió. Le ayudó el afán de impedir que ella le viera en aquel estado, con los pies cubiertos de barro, la ropa de la cama amontonada en el suelo y aquella sábana enlodada.

—Estoy despierto —gritó jovialmente. Le sangraba la lengua, del mordisco que se había dado. Tenía un remolino de ideas en la cabeza y, en el fondo de su mente, lejos de donde se desarrollaba la acción del raciocinio, se preguntaba si habría estado siempre tan próximo a aquella irracionalidad desaforada. Si lo estábamos todos.

—¿Un huevo o dos? —Rachel se había parado en el segundo o tercer peldaño. Gracias a Dios.

—Dos —respondió él casi sin darse cuenta—. Revueltos.

—Así se habla —dijo ella, volviendo a la cocina.

Louis cerró un momento los ojos y respiró aliviado, pero en la oscuridad volvió a ver los ojos plateados de Pascow y volvió a abrirlos inmediatamente. Louis empezó a moverse con rapidez, desterrando todo pensamiento. Quitó las sábanas. Las mantas estaban bien. Hizo un ovillo con las sábanas, salió al pasillo y las arrojó por la trampilla de la ropa sucia.

Casi corriendo, entró en el baño, conectó la ducha manual y se limpió pies y piernas con un agua que casi le escaldó, pero él ni se preocupó de graduar la temperatura.

Empezaba a sentirse mejor, más sereno. Mientras se secaba, le asaltó la idea de que aquella misma sensación debían de experimentar los asesinos cuando creían haberse librado de todas las pruebas comprometedoras. Se echó a reír. Siguió secándose y riendo. Parecía no poder parar.

—¡Eh, el de ahí arriba! —gritó Rachel—. ¿Qué es eso tan divertido?

—Un chiste muy personal —contestó Louis sin dejar de reír. Estaba asustado, pero el miedo no le quitaba la risa. Era una risa que nacía de un vientre más duro que los ladrillos de una pared. Sí; había estado acertado al tirar las sábanas por la trampilla. Missy Dandridge venía cinco días a la semana a pasar el aspirador, limpiar y… hacer la colada. Rachel no vería aquellas sábanas hasta que las pusiera otra vez en la cama… limpias. Era posible que Missy comentara lo de las manchas a Rachel, pero él no lo creía. Probablemente, la buena mujer cuchichearía a su marido que los Creed hacían en la cama cosas muy extrañas con barro y agujas de pino, en lugar de pinturas corporales.

Esta idea hizo que Louis riera aún más fuerte.

Mientras se vestía, la risa fue apagándose hasta extinguirse por completo y Louis se sintió un poco mejor. No comprendía por qué, pero así era. Ahora la habitación volvía a estar normal, aunque sin las sábanas. Se había librado del veneno. Tal vez la palabra adecuada fuera «pruebas», pero para él era un veneno.

«Tal vez esto sea lo que hace la gente con lo inexplicable —pensó—. Tal vez esto haga la gente con lo irracional que no encaja con el principio de causas y efectos que rige el mundo occidental». Tal vez así afrontaba la mente el platillo volante que ves una mañana suspendido en el aire encima de tu jardín de atrás, la lluvia de ranas, la mano que sale de debajo de la cama y te toca el pie a medianoche: una crisis de risa o una crisis de llanto… Y puesto que aquello era un ente inviolable que no podías descomponer, tenías que expulsarlo intacto, como una piedra de riñón.

Gage estaba sentado en su silla alta, tomando la papilla de cereales al cacao con la que embadurnaba la mesa, decoraba la alfombrilla de plástico colocada debajo de su silla y se friccionaba el pelo.

Rachel salió de la cocina con el plato de huevos revueltos y una taza de café.

—¿Qué chiste era ése? —preguntó Rachel—. Te reías como un loco. Hasta me asustaste.

Louis abrió la boca sin saber lo que iba a decir, y lo que salió fue un chiste que había oído la semana anterior en el supermercado de la carretera, sobre un sastre judío que se compró un loro que sólo sabía decir: «Ariel Sharon se hace la paja».

Rachel se reía… y también Gage, por cierto.

«Magnífico. Nuestro héroe se ha deshecho de las pruebas comprometedoras, léase las sábanas, y ha explicado satisfactoriamente el ataque de risa en el baño. Ahora nuestro héroe leerá el periódico matutino, o le echará un vistazo por lo menos, para dar a la mañana un aire de normalidad».

Con este pensamiento, Louis abrió el periódico.

«Así se hace, muy bien —pensaba con un profundo alivio—. Tienes que expulsarlo como si fuera un cálculo y sanseacabó… Si acaso, puedes hablar de ello una noche con los amigos, alrededor de una hoguera de campamento, cuando sople el viento y salgan a relucir hechos inexplicables. Porque junto a un fuego de campamento, en las noches de viento, se habla mucho».

Louis comió los huevos y besó a Rachel y a Gage. Sólo al salir lanzó una mirada al armario de la ropa sucia. Todo estaba perfectamente. Otra mañana espléndida. Parecía que el verano no iba a acabar nunca. Todo, perfectamente. Lanzó una mirada al sendero mientras sacaba el coche del garaje, pero también estaba a la perfección. Y uno, tan tranquilo. Lo expulsas como si fuera una piedra.

Todo siguió bien hasta que hubo recorrido unos quince kilómetros. Entonces le entró un temblor tan fuerte que tuvo que salir de la carretera 2 y parar en el desierto aparcamiento de Sing’s, el restaurante chino que estaba cerca del Centro Médico de Maine Oriental… adonde habrían llevado el cuerpo de Pascow. Al Centro Médico, se entiende, no al restaurante chino. Vic Pascow no volvería a tomar una ración de «mu gu gaipan». Ja, ja.

Aquellos espasmos hacían de su cuerpo lo que querían. Louis se sentía indefenso y aterrado, pero no por algo sobrenatural, que ahora, a la luz del sol, parecía imposible, sino aterrado por la posibilidad de que estuviera volviéndose loco. Le parecía que un alambre invisible se le estaba enrollando en el cuerpo.

—Basta —dijo—. Basta ya.

Buscó en la radio con dedos torpes y tropezó con Joan Báez que cantaba sobre brillantes y herrumbre. Aquella voz dulce y fresca le serenó y, cuando acabó la canción, Louis se sintió con ánimo de seguir conduciendo.

Al entrar en la enfermería, saludó de pasada a la Charlton y se metió directamente en el lavabo, seguro de que tendría un aspecto horrible. Pero no. Sólo unas leves ojeras, y ni la propia Rachel había reparado en ellas. Se echó agua fresca a la cara, se secó, se peinó y se fue a su despacho. Allí estaban Steve Masterton y Surrendra Hardu, el médico indio, tomando café y repasando la carpeta Uno.

—Buenos días, Lou —dijo Steve.

—Buenos días.

—Esperemos que mejores que ayer —dijo Hardu.

—Eso. Pero tú te perdiste el jaleo.

—Surrendra tuvo sus propias emociones anoche —asintió Masterton—. Cuéntaselo, Surrendra.

Hardu se limpió los lentes sonriendo.

—A eso de la una, dos chicos me trajeron a su amiguita. Ella estaba bebida y alegre, celebrando la vuelta a la universidad. Tenía un corte en un muslo y yo le dije que debía darle cuatro puntos, pero no le quedaría cicatriz. Cosa, cosa, me dice ella. Yo me pongo a coser, inclinándome así. —Hardu dobló el tronco sobre un invisible muslo.

Louis, imaginando lo que iba a oír entonces, empezó a sonreír.

—Y, mientras estoy suturando, ella me vomita encima de la cabeza.

Masterton soltó una carcajada. Louis hizo otro tanto. Hardu sonrió apaciblemente, como si aquello le hubiera sucedido miles de veces en miles de vidas.

—¿Desde qué hora estás de guardia, Surrendra? —preguntó Louis.

—Desde la medianoche —dijo Hardu—. Ya me iba. Sólo esperaba para saludarte.

—Pues salúdame —dijo Louis estrechando la mano morena y pequeña del indio—, y anda a acostarte.

—Casi hemos terminado ya con la carpeta Uno —dijo Masterton—. Puedes cantar el aleluya, Surrendra.

—Yo me abstengo —dijo Hardu sonriendo—. No soy cristiano.

—Pues canta el himno de Karma Instantáneo o algo por el estilo.

—Que los dos sigáis brillando —dijo Hardu sin dejar de sonreír. Dio media vuelta y salió sosegadamente.

Louis y Steve Masterton le siguieron con la mirada en silencio, se miraron y se echaron a reír. A Louis la risa nunca le pareció más sana y más… normal.

—Y menos mal que ya hemos terminado con esa carpeta —dijo Masterton—. Hoy es día de recibo de traficantes de droga.

Louis asintió. Los visitadores de los laboratorios farmacéuticos empezarían a llegar a las diez. Como solía decir Steve bromeando, los martes eran día D en la Universidad de Maine, Orono, y la «D» quería decir Dervon, su suministrador predilecto.

—Y un consejito, oh Gran Jefe —dijo Steve—. No sé cómo sería esa gente en Chicago, pero aquí no se paran en barras y te ofrecerán cualquier cosa, desde cacerías en el Allagash en noviembre con todos los gastos pagados, hasta vales para la bolera de Bangor. Una vez uno se empeñó en que le aceptara una muñeca hinchable. ¡Yo! Y eso que no soy más que el ayudante. Como no consigan venderte sus drogas, te obligarán a consumirlas.

—Creo que hubieras debido aceptar la muñeca.

—Naa, era pelirroja. No son mi tipo.

—En fin, como dice Surrendra, esperemos que hoy sea mejor que ayer.