Algo le despertó mucho después. Fue un golpe lo bastante fuerte como para que él se incorporara en la cama pensando si Ellie se habría caído o si se habría desmontado la cuna de Gage. Entonces salió la luna de detrás de una nube, inundando la habitación de una luz fría y pálida, y Louis vio a Víctor Pascow en la puerta. El golpe lo había dado Víctor Pascow al abrir la puerta.
Allí estaba, con la cabeza hundida detrás de la sien izquierda. La sangre se le había secado en la cara dejándole unas rayas moradas que recordaban la pintura de guerra de los indios. Se le veía la protuberancia blanquecina de la clavícula. Estaba sonriendo de oreja a oreja.
—Venga conmigo, doctor —dijo—. Tenemos que ir a un sitio.
Louis miró en derredor. Su mujer no era más que un bulto impreciso bajo el edredón amarillo, y dormía. Volvió a mirar a Pascow, que estaba muerto y no muerto. Sin embargo, Louis no tenía miedo. Enseguida comprendió por qué.
«Es un sueño —pensó. Y el alivio que este pensamiento le produjo le hizo darse cuenta de que sí había tenido miedo al fin y al cabo—. Los muertos no vuelven; fisiológicamente es imposible. Este muchacho está en un cajón frigorífico de Bangor con la marca del patólogo —una costura en forma de Y— en la espalda. Probablemente, el patólogo le habrá metido el cerebro en la cavidad torácica, después de extraer una muestra del tejido para análisis y le habrá rellenado el cráneo de papel marrón para que no gotee —eso es mucho más fácil que tratar de colocar el cerebro otra vez en su sitio, como si fuera una pieza de puzzle». El tío Carl, padre de la infortunada Ruthie, le había contado que los patólogos hacían eso, y le había contado otras muchas cosas que probablemente harían gritar de horror a Rachel, con su necrofobia. Pero Pascow no podía estar aquí. Ni hablar, amigo. Pascow estaba en un cajón frigorífico con una etiqueta colgada del dedo gordo del pie. «Y tampoco tendrá puestos esos “shorts” colorados».
No obstante, sentía el impulso de levantarse. Los ojos de Pascow estaban fijos en él.
Louis apartó la ropa de la cama y puso los pies en la alfombrilla de ganchillo, regalo de boda de la abuela de Rachel. Las borlas se le hundieron en los talones. Aquel sueño era muy real. Tan real que Louis no siguió a Pascow hasta que éste dio media vuelta y empezó a bajar las escaleras. El impulso de seguirle era fuerte, pero Louis no quería que un cadáver ambulante le tocara, ni siquiera en sueños.
Pero se fue tras él. Brillaba la seda de los «shorts» colorados.
Cruzaron la sala de estar, el comedor y la cocina. Louis esperaba que Pascow descorriera el pestillo e hiciera girar el picaporte de la puerta que comunicaba la cocina con el cobertizo que hacía las veces de garaje para la furgoneta y el Civic, pero Pascow atravesó la puerta sin abrirla. Louis pensó entonces con un leve asombro: «¿Conque así es como hay que hacerlo? Sencillísimo. Eso lo hace cualquiera».
Él lo intentó —y le produjo cierto regocijo chocar con la dura madera—. Evidentemente, él era un realista incluso cuando estaba soñando. Louis hizo girar el cerrojo Yale, descorrió el pestillo y entró en el garaje. Pascow no estaba. Louis se preguntó si su visitante habría dejado de existir. Eso acostumbraban hacer los personajes de los sueños. Con la misma facilidad con que uno cambiaba de escenario. Tanto estabas desnudo al lado de una piscina con una erección de campeonato, hablando de la posibilidad de hacer un intercambio de parejas con Roger y Missy Dandridge, por ejemplo, como escalando un volcán hawaiano. Quizá había perdido a Pascow porque ahora iba a empezar el segundo acto.
Pero cuando Louis salió del garaje, volvió a verle. Estaba de pie, en la embocadura del sendero, iluminado por la luna.
Entonces sintió miedo. Se le metía por todos los huecos del cuerpo y los llenaba de un humo sucio. Louis no quería ir allí arriba. Se detuvo.
Pascow miró por encima del hombro. A la luz de la luna, sus ojos parecían de plata. Louis sintió un nudo de angustia en el vientre. Aquel hueso que sobresalía, aquellas manchas de sangre coagulada… Pero era inútil tratar de resistirse a aquellos ojos. Por lo visto, se trataba de un sueño sobre la hipnosis… sobre lo que era sentirse dominado e incapaz de evitar las cosas, como fue incapaz de evitar la muerte de Pascow. Ya puedes haber estudiado veinte años, que si te ponen delante a un tipo con un boquete como aquél en la cabeza, de nada te sirven. Para el caso, lo mismo habría sido llamar a un fontanero, a un zahorí o a Perico de los Palotes.
Pero mientras pensaba en estas cosas ya iba hacia el sendero, siguiendo los «shorts» que, con aquella luz, parecían tan morados como la sangre de la cara de Pascow.
A Louis no le gustaba el sueño aquel. Quiá. Era demasiado real. Las borlas de la alfombrilla, el no haber podido traspasar la puerta. En un sueño como es debido, cualquiera puede filtrarse por puertas y paredes (o debería poder)… y ahora sentía el rocío helado en los pies y la brisa de la noche en el cuerpo, desnudo salvo por los «shorts» del pijama. Y, cuando llegaron a los árboles, las agujas de los pinos se le clavaban en las plantas de los pies. Otro detalle que resultaba más real de lo necesario.
«No importa. No importa. Estoy en casa y en la cama. No es más que un sueño, por muy real que parezca, y, como todos los sueños, mañana parecerá ridículo. Despierto, descubriré sus incongruencias».
Una ramita le arañó en el bíceps y Louis hizo una mueca de dolor. Allí delante, Pascow no era más que una sombra, y ahora el terror de Louis parecía haber cristalizado dentro de su cabeza en estas palabras: «Voy al bosque detrás de un muerto, voy a Pet Sematary andando detrás de un muerto, y no es un sueño. Que Dios me proteja, no es un sueño. Esto está pasando de verdad».
Bajaron por el otro lado de la colina. El sendero serpenteaba entre los árboles y luego cruzaba la espesura. Ahora no llevaba botas. Sintió una fría jalea bajo los pies y tenía que avanzar sujetándose a las ramas para no resbalar. Se oían desagradables chasquidos como de ventosas. Sentía el lodo entre los dedos de los pies, separándoselos.
Trató desesperadamente de aferrarse a la idea de que todo era un sueño.
No cuajaba.
Llegaron al claro y la luna volvió a salir de su arrecife de nubes, inundando el cementerio de una claridad fantasmal. Las estelas —pedazos de madera y de hojalata cortada con las tenazas de papá y luego aplastada con el martillo, losas melladas de pizarra— se destacaban con claridad tridimensional, proyectando sombras negras y nítidas.
Pascow se detuvo junto a SMUCKY GATO OVEDIENTE y miró a Louis. El horror, el terror que sentía entonces… Le parecía que estos sentimientos seguirían creciendo y creciendo hasta que su cuerpo reventara por efecto de su presión implacable. Pascow le sonreía con sus labios ensangrentados enseñando los dientes, y su sano color bronceado adquiría a la luz de la luna el tono marfileño del cadáver que va a ser amortajado.
Pascow levantó el brazo señalando. Louis siguió con la mirada la dirección que le indicaba y lanzó un gemido. Sus ojos se dilataron y se apretó los labios con los nudillos. Sintió algo frío en la cara y se dio cuenta de que estaba llorando de terror.
El montón de troncos del que Jud hiciera bajar a Ellie tan alarmado, se había convertido en un montón de huesos. Y los huesos se movían, retorcían y entrechocaban: mandíbulas, fémures, cúbitos, molares, incisivos; vio las sardónicas calaveras de seres humanos y animales, falanges que tintineaban. Aquí, los restos de un pie flexionaban sus pálidas articulaciones…
Ah, y se movía; estaba reptando.
Pascow venía ahora hacia él, con su cara ensangrentada, sombría a la luz de la luna, y el último vestigio de pensamiento coherente de Louis acabó de diluirse en una idea repetitiva: «Tienes que gritar para despertarte, aunque asustes a Rachel, a Ellie, a Gage y a todo el vecindario, tienes que gritar para despertarte gritargritargritarparadespertartedespertartedespertarte…».
Pero no le salía más que un tenue soplo de aire, como el sonido que hace el niño que trata de aprender a silbar.
Pascow se acercó y empezó a hablar.
—La puerta no debe abrirse —dijo Pascow. Se inclinaba para hablarle, porque Louis había caído de rodillas. Ya no le sonreía de oreja a oreja. Había en su cara una expresión que en un principio Louis tomó por compasión. Pero no era compasión, sino una horrible paciencia. Señaló al montón de huesos que rebullían—. No traspase la barrera, por mucho que lo desee, doctor. La barrera se levantó para ser respetada. Recuerde esto: aquí hay una fuerza superior a lo que usted imagina. Es una fuerza vieja y siempre inquieta. Recuérdelo.
Louis volvió a tratar de gritar, y no pudo.
—Vengo como amigo —dijo Pascow; pero ¿dijo realmente «amigo»? Louis creía que no. Era como si Pascow hablara en una lengua extranjera que Louis interpretaba gracias a una magia especial de los sueños…, y «amigo» era el equivalente más aproximado que podía hallar la atribulada mente de Louis—. Usted y aquellos a los que ama están expuestos a la destrucción, doctor. —Estaba lo bastante cerca como para que Louis notara su olor a muerte.
Pascow extendía el brazo hacia él.
Y aquel leve y alucinante entrechocar de huesos.
Louis se echaba hacia atrás, en su afán por rehuir aquella mano. Su propia mano tropezó con una estela derribándola. El rostro de Pascow, inclinado sobre él, llenaba todo su campo visual.
—Doctor, recuérdelo.
Louis trató de gritar, y el mundo se borró de su vista dando vueltas, pero seguía oyendo el repiqueteo de huesos en la cripta de la noche iluminada por la luna.