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Las cosas no empezaron a calmarse hasta casi las cuatro de la tarde, después de que Louis y Richard Irving, jefe de Seguridad del «campus», hicieran una declaración a la prensa. El joven Víctor Pascow estaba haciendo «jogging» con otras dos personas, una de ellas, su novia. Un automóvil conducido por Tremont Withers, de veintitrés años, de Haven, Maine, que circulaba a velocidad excesiva por la avenida procedente del Gimnasio Femenino Lengyll en dirección al centro del «campus», embistió a Pascow y lo lanzó contra un árbol. Pascow fue llevado a la enfermería en una manta por sus amigos y dos transeúntes y murió diez minutos después. Withers estaba detenido. Podrían formulársele cargos por conducción temeraria, conducción en estado de embriaguez y homicidio por imprudencia.

El redactor del periódico universitario preguntó si podía decir que Pascow había muerto a consecuencia de las heridas recibidas en la cabeza. Louis, pensando en aquella ventana rota por la que se veía el cerebro, dijo que era el forense del condado de Penobscot quien debía dictaminar las causas de la muerte. El redactor preguntó entonces si las cuatro personas que habían transportado a Pascow en la manta no le habrían producido la muerte involuntariamente.

—No —respondió Louis, contento por tener la oportunidad de eximir de culpa a aquellos cuatro jóvenes que habían actuado rápida y humanitariamente—. En absoluto. En mi opinión, la herida que recibió Mr. Pascow era mortal de necesidad.

Se hicieron varias preguntas más, pero en realidad esta respuesta puso fin a la rueda de prensa. Ahora Louis estaba sentado en su despacho (Steve Masterton se había ido a casa hacía una hora, inmediatamente después de la rueda de prensa: para verse en las noticias de la tarde, según sospechaba Louis) tratando de despachar el trabajo del día, o quizá de recubrirlo de una capa de rutina. Él y la Charlton repasaban las fichas de la carpeta Uno: las de los estudiantes que se esforzaban por cursar una carrera a pesar de alguna incapacidad física. En la primera carpeta había veintitrés diabéticos, quince epilépticos, catorce parapléjicos y varios casos de leucemia, parálisis cerebral y distrofia muscular, dos ciegos, dos mudos y un enfermo de anemia celular, una variedad que Louis ni siquiera había visto.

Quizá el peor momento de la tarde fue cuando, poco después de que se fuera Steve, entró la Charlton y dejó un volante rosa en el escritorio de Louis. «Alfombras Bangor vendrán mañana a las 9.00.»

—¿Alfombras? —preguntó él.

—Hay que reparar la moqueta —dijo la enfermera—. Esa mancha no hay quien la quite, doctor.

Naturalmente. Fue entonces cuando Louis entró en el dispensario y se tomó un Tuinal, Entonal lo llamaba su compañero de habitación del primer año de facultad. «Sube al tranvía de Entonalandia, Louis. Vamos a hacer un viajecito». Las más de las veces, Louis declinaba la invitación, y tal vez fuera mejor así. Su compañero colgó los libros en tercero y aquel tranvía lo llevó nada menos que a Vietnam, en calidad de auxiliar de Sanidad. Louis se lo imaginaba a veces atiborrado de droga, «viajando» por la selva.

Pero ahora necesitaba algo. Si tenía que ver el papelito rosa cada vez que levantara los ojos de las fichas, necesitaba la tableta.

Se encontraba viajando, bastante entonado, cuando Mrs. Baillings, la enfermera de la tarde, se asomó a la puerta para decirle:

—Le llama su esposa, doctor Creed. Línea uno.

Louis miró el reloj y vio que eran casi las cinco y media. Tenía intención de marcharse hacía media hora.

Descolgó el aparato y oprimió la línea uno.

—Hola, cariño. Ahora mismo…

—Louis, ¿estás bien?

—Sí, muy bien.

—Lo he oído por la radio, Lou. Lo siento. —Hizo una pausa—. Han dado un reportaje de la rueda de prensa. Has hablado muy bien.

—¿Sí? Me alegro.

—¿Seguro que te encuentras bien?

—Sí, Rachel, muy bien.

—Ven pronto a casa —dijo ella.

—Sí —respondió Louis. Era una buena idea lo de irse a casa.