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Entonces la habitación se llenó de gente. Parecían actores que hubieran estado esperando la entrada. Ello acrecentó el aturdimiento y el desconcierto de Louis: la fuerza de estas sensaciones, que él había estudiado en los cursos de psicología, pero nunca experimentado por sí mismo, le dejó aterrado. Así debía de sentirse uno cuando alguien le echaba una buena dosis de LSD en la bebida.

«Es como una obra de teatro, representada exclusivamente para mí —pensó—. Primeramente, se despeja la escena, a fin de que la sibila moribunda pronuncie una oscura profecía que yo y sólo yo puedo escuchar. Y, en cuanto el hombre muere, todos vuelven».

Entraron las dos aspirantes transportando torpemente la camilla dura que se utilizaba en los casos de lesiones dorsales y cervicales. Las seguía Joan Charlton, que anunciaba la llegada de la policía del «campus». El muchacho había sido atropellado mientras hacía «jogging». Louis se acordó de la pareja que se le había cruzado aquella mañana y sintió una punzada de angustia.

Detrás de la Charlton venían Steve Masterton y dos agentes del servicio de Seguridad.

—Louis, los que trajeron a Pascow están… —Se interrumpió y preguntó vivamente—: Louis, ¿te encuentras bien?

—Estoy perfectamente —dijo él y se levantó. Sintió un vahído, pero se le pasó enseguida. Por decir algo, preguntó—: ¿Se llamaba Pascow?

Uno de los agentes respondió:

—Víctor Pascow, según la chica que corría con él.

Louis miró el reloj y restó dos minutos. En la habitación donde Masterton tenía secuestrados a los que habían traído a Pascow sonaba el llanto desconsolado de una muchacha. «Bienvenida a la universidad, jovencita, pensó él. Que tengas un buen semestre».

—Mr. Pascow falleció a las diez horas y nueve minutos de la mañana —dijo.

Uno de los agentes se pasó el dorso de la mano por los labios.

Masterton insistió.

—Louis, ¿estás bien? Tienes una cara horrible.

Cuando Louis abría la boca para contestar, una de las auxiliares soltó el extremo de la camilla y salió corriendo mientras vomitaba en el delantal. Empezó a sonar un teléfono. La muchacha que lloraba se había puesto a llamar a gritos al muerto: «¡Vic! ¡Vic! ¡Vic!». El barullo era espantoso. Uno de los agentes preguntaba a la Charlton si podía darles una manta para tapar el cadáver, y la Charlton le decía que no sabía si estaba autorizada para disponer de una manta. Louis recordó entonces una frase de Maurice Sendak: «Que empiece la barahúnda».

Volvía a sentir en la garganta aquella risa inoportuna, y consiguió ahogarla. ¿Había pronunciado realmente las palabras Pet Sematary el tal Pascow? ¿Le había llamado realmente por su nombre? Esto era lo que le tenía trastornado, lo que le había hecho salirse de su órbita. Pero su cerebro parecía estar ya envolviendo aquellos momentos en una película protectora, esculpiendo, retocando, sustituyendo. Sin duda, había dicho otra cosa (si realmente había hablado) y, con la impresión y los nervios del momento, Louis había entendido mal. Lo más probable era que Pascow sólo hubiera articulado sílabas incoherentes, tal como pensó al principio.

Louis trató de reaccionar, buscando en sí aquella personalidad que indujo a la junta de la universidad a elegirle a él entre los cincuenta y tres candidatos a la plaza. Allí faltaba alguien que tomara la iniciativa. La sala estaba llena de gente aturullada.

—Steve, dale un tranquilizante a esa chica —dijo. Al oír su propia voz empezó a sentirse mejor. Era como si estuviera en una nave espacial y acabaran de encenderse los cohetes para despegar de un minúsculo asteroide. Y el asteroide era, desde luego, el momento en el que Pascow había hablado. Louis había sido contratado para dirigir aquello. Y eso se proponía hacer.

—Joan, una manta.

—Doctor, no hemos hecho inventario…

—Traiga esa manta de todos modos. Luego vaya a ver qué tiene la aspirante. —Miró a la otra muchacha, que seguía sosteniendo un extremo de la camilla. Miraba el cuerpo de Pascow como si estuviera hipnotizada—. ¡Señorita! —gritó Louis ásperamente, y ella apartó los ojos del cadáver.

—¿Qu… qu…?

—¿Cómo se llama su compañera?

—¿Qu… quién?

—La que vomita —dijo él con deliberada rudeza.

—Ju… Ju… Judy. Judy DeLessio.

—¿Y usted?

—Carla. —La muchacha parecía un poco más tranquila.

—Carla, vaya a ver cómo está Judy. Y traiga la manta. Encontrará un montón de ellas en el armario pequeño de la sala de reconocimientos Uno. Ahora, si son tan amables, salgan todos. Un poco de profesionalidad, por favor.

Los demás se pusieron en movimiento. Al poco, cesaron los gritos en la habitación contigua. El teléfono, que había enmudecido, volvió a sonar. Louis oprimió el botón de espera sin descolgar.

El de más edad de los dos agentes parecía más sereno, y a él le preguntó Louis:

—¿A quién hay que dar parte? ¿Puede facilitarme una lista?

El hombre asintió.

—Es el primer caso en seis años —dijo—. Mal empieza el curso.

—Y tan mal —dijo Louis. Descolgó el teléfono y soltó el botón de espera.

—¿Oiga? ¿Quién está…? —decía una voz excitada.

Louis colgó el aparato y empezó a hacer sus llamadas.