10

—Espero que Ellie no se impresionara mucho —dijo Jud Crandall aquella noche, y una vez más Louis pensó que aquel hombre tenía la rara, e inquietante, habilidad de poner el dedo en la llaga.

Él, Jud y Norma Crandall estaban sentados en el porche, tomando el fresco del anochecer y bebiendo té helado en lugar de cerveza. Por la 15 zumbaba un tráfico bastante intenso de regreso del fin de semana: aquella bonanza no podía durar, y cada fin de semana podía ser el último del verano y había que aprovecharlo, pensaba Louis. Al día siguiente, empezaría a desempeñar plenamente sus funciones en la enfermería de la Universidad de Maine. Durante todo el día de ayer y de hoy habían estado llegando los estudiantes, llenando apartamentos en Orono y dormitorios del campus, haciendo camas, renovando amistades y, sin duda, lamentándose de la llegada de otro curso, con clases desde las ocho de la mañana y comida insípida. Rachel seguía mostrándose fría con él —más que fría, gélida— y Louis estaba seguro de que, cuando volviera a casa aquella noche, la encontraría dormida, probablemente, con Gage y, los dos, acurrucados tan al borde de la cama que el niño correría peligro de caer al suelo. El resto de la cama, casi las tres cuartas partes, sería como un gran desierto desolado.

—Decía que espero…

—Perdona —dijo Louis—. Estaba pensando en las musarañas. Sí, está un poco nerviosa. ¿Cómo lo adivinaste?

—Como ya te dije, por aquí han pasado muchos niños. —Tomó suavemente la mano de su mujer y le sonrió—. ¿Verdad, querida? Llegan y se van.

—Muchos, muchos —dijo Norma Crandall—. A nosotros nos encantan los niños.

—Para algunos, ese cementerio de animales es el primer contacto real con la muerte —dijo Jud—. Ellos ven morir a la gente en la tele, pero saben que eso es de mentirijillas, como en las películas del Oeste que antes ponían los sábados por la tarde. En las películas, la gente se lleva las manos al estómago o al pecho y cae al suelo. Pero ese sitio de ahí arriba, en la colina, a la mayoría les parece mucho más real que todas las películas habidas y por haber, ¿comprendes?

Louis asintió pensando: «¿Por qué no se lo cuentas a mi mujer?».

—A algunos niños no les afecta en absoluto; por lo menos, no lo acusan, aunque imagino que a la mayoría les queda dentro y luego lo van rumiando poco a poco, lo mismo que se meten en el bolsillo todas esas cosas que coleccionan, y se las llevan a casa para mirarlas despacio. La mayoría no tienen problemas. Pero otros… ¿Te acuerdas del pequeño Symonds, Norma?

Ella asintió. El hielo tintineó suavemente en el vaso que tenía en la mano. Llevaba las gafas colgadas de una cadena y los faros de un coche la iluminaron brevemente.

—Tenía cada pesadilla… —dijo—. Soñaba con cadáveres que salían de la tierra, qué sé yo. Luego, se le murió el perro… Comió un cebo envenenado, o eso dijo la gente del pueblo, ¿no, Jud?

—Un cebo envenenado —dijo Jud moviendo afirmativamente la cabeza—. Eso se dijo, sí. Fue en 1925. Billy Symonds tendría entonces diez años. Luego llegó a senador del estado y más tarde se presentó a las elecciones para la Cámara de Representantes, pero las perdió. Fue poco antes de lo de Corea.

—Él y sus amigos organizaron un funeral por el perro —recordó Norma—. No era más que un perro callejero, pero él lo quería mucho. Recuerdo que sus padres se oponían a lo del entierro, por las pesadillas y demás, pero todo salió bien. Dos de los chicos mayores le hicieron un ataúd, ¿verdad, Jud?

Jud asintió y apuró su té helado.

—Dean y Dana Hall —dijo—. Ellos y aquel otro chico que andaba con Billy, ahora no me acuerdo cómo se llamaba, pero me parece que era uno de los hermanos Bowie: ¿Te acuerdas de los Bowie, que vivían en Middle Drive, en la vieja casa Brochette, Norma?

—¡Sí! —dijo Norma tan excitada como si hubiera ocurrido la víspera…, y tal vez así le parecía a ella—. Era un Bowie, Alan o Burt…

—O puede que fuera Kendall —dijo Jud—. De todos modos, recuerdo que tuvieron una discusión sobre quién iba a llevar el ataúd. El perro no era muy grande, por lo que no daba más que para dos personas. Los Hall decían que debían ser ellos los que lo llevaran, porque el ataúd lo habían hecho ellos, y también porque eran gemelos y formaban una pareja a juego. Billy decía que ellos no conocían a Bowser, así se llamaba el perro, lo suficiente para ser quienes lo llevaran. Dice mi padre que son los amigos más íntimos los que llevan el ataúd y no cualquier carpintero, gritaba él. —Jud y Norma se echaron a reír y Louis sonrió.

—A punto estaban ya de liarse a puñetazos, cuando Mandy Holloway, la hermana de Billy, salió con el cuarto tomo de la Enciclopedia Británica —dijo Jud—. Su padre, Stephen Holloway, era el único médico que había entre Bangor y Bucksport en aquella época, Louis, y la suya, la única familia de Ludlow que poseía una enciclopedia.

—También fueron los primeros en tener luz eléctrica —apuntó Norma.

—De todos modos —continuó Jud—, lo cierto es que Mandy salió muy tiesecita, como si se hubiera tragado el palo de la escoba, como decía mi madre, con sus ocho años, las enaguas volando al viento y aquel libro enorme en los brazos. Billy y el chico Bowie (me parece que era Kendall, el que se estrelló y se quemó en Pensacola en 1942, entrenando a pilotos de guerra), iban a zumbar a los gemelos Hall por el privilegio de llevar al cementerio al pobre chucho envenenado.

Louis empezó a reír por lo bajo y luego soltó una carcajada. Sentía relajarse la tensión que le había dejado su pelea de aquella mañana con Rachel.

—La niña salió gritando: «¡Esperad! ¡Esperad! ¡Mirad esto!». Ellos se quedaron quietos y que me ahorquen si…

—Jud —reconvino Norma.

—Perdona, cariño. Cuando me embalo, no puedo reprimirme, ya lo sabes.

—Sí, ya lo sé —dijo ella.

—Bueno, la niña tenía el libro abierto por la página de FUNERALES y allí había una fotografía de la reina Víctoria, recibiendo el último adiós y «bon voyage» con más de cincuenta personas a cada lado del ataúd, unas sudando con el armatoste a cuestas y otras sólo de pie, vestidas de punta en blanco, como para ir a las carreras. Y dice Mandy: «En un entierro de lujo puedes poner a toda la gente que quieras. Lo dice el libro».

—¿Eso resolvió el problema? —preguntó Louis.

—Eso zanjó la cuestión. Al final eran más de veinte chavales y, ¡canastos!, estaban lo mismo que la foto que Mandy había encontrado, aparte las chisteras y las levitas. Mandy lo organizó todo, sí señor. Los puso en fila y dio a cada uno una flor silvestre, un diente de león, una campanilla, una margarita, y allá se fueron. Qué caray, yo he dicho siempre que el país perdió a un buen elemento al no votar a Mandy Holloway para el Congreso de Estados Unidos. —Se echó a reír moviendo la cabeza—. De todos modos, desde entonces Billy Symonds dejó de tener pesadillas sobre el cementerio de los animales. Lloró a su perro, luego se consoló y la vida continuó. Es lo que nos pasa a todos, supongo.

Louis volvió a pensar en la actitud casi histérica de Rachel.

—Tu Ellie lo superará —dijo Norma revolviéndose en el asiento—. Pensarás que no sabemos hablar más que de la muerte, Louis. Jud y yo ya tenemos muchos años, pero no somos macabros.

—Pues claro que no —dijo Louis—. Qué ocurrencia.

—Pero no creas que es mala cosa ir haciéndose a la idea. Hoy en día… no sé… nadie habla de la muerte, ni piensa en ella. La han quitado de la tele porque imaginan que puede impresionar a los niños… Y la gente quiere los ataúdes cerrados, para no ver al muerto, ni decirle adiós… Es como si todo el mundo quisiera olvidarse de ello.

—Pero, al mismo tiempo, van y ponen la tele por cable, con todas esas películas en las que la gente sale… —Jud miró a Norma y carraspeó— haciendo lo que suele hacerse con las persianas echadas. Es curioso cómo cambia todo de una generación a otra.

—Sí —dijo Louis—; muy curioso.

—Bueno, nosotros somos de otra época —dijo Jud, casi en tono de disculpa—. Nosotros estábamos más acostumbrados a la muerte. Después de la Gran Guerra, vino la epidemia de gripe, también morían las mujeres al dar a luz, y los niños se iban al otro mundo con infecciones y fiebres que los médicos curan ahora como por arte de magia. Cuando yo y Norma éramos jóvenes, si pillabas un cáncer, ya tenías el certificado de defunción. En los años veinte no había radioterapia que valiera. Dos guerras, asesinatos, suicidios…

Quedó un momento en silencio.

—Entonces la muerte era enemiga y era compañera —dijo al fin—. Mi hermano Pete murió de apendicitis en 1912, cuando Taft era presidente. Pete tenía catorce años y lanzaba la pelota de béisbol más lejos que ningún otro chico del pueblo. En aquellos tiempos no necesitabas matricularte en la universidad para estudiar lo que es la muerte. Ella se te metía en casa, te saludaba, se sentaba a cenar contigo y hasta sentías su dentellada en el trasero.

Esta vez Norma no le llamó la atención, sino que asintió en silencio.

Louis se puso en pie desperezándose.

—Tengo que marcharme —dijo—. Mañana va a ser un día de mucho trabajo.

—Sí; mañana te empieza el jaleo, ¿no? —dijo Jud levantándose a su vez. Vio que Norma quería levantarse también y le dio la mano. Ella se puso en pie con una mueca.

—Esta noche te duele, ¿verdad? —dijo Louis.

—No mucho —respondió ella.

—Ponte calor al acostarte.

—Así lo haré —dijo Norma—. Es lo que hago siempre. Louis…, no te inquietes por Ellie. Este otoño va a estar muy ocupada con sus nuevos amigos para pensar en ese sitio. Quizá un día vayan todos juntos a repintar las estelas, arrancar hierbas o plantar flores. A veces lo hacen, cuando les da la ventolera. Y ella se sentirá más tranquila. Habrá empezado a acostumbrarse.

«Eso será si mi mujer no lo impide».

—Ven mañana por la noche a contarnos qué tal ha ido el primer día de clases —dijo Jud—. Te daré una paliza al «cribbage».

—Quizá yo te emborrache antes —dijo Louis—. Así podré hacerte trampas.

—Doctor —dijo Jud con gran sinceridad—, el día en que alguien pueda hacerme trampas al «cribbage» será el día en que me ponga en manos de un matasanos como tú.

Louis los dejó riendo y cruzó la carretera, en la oscura noche de verano.

Rachel dormía junto al niño, en su lado de la cama de matrimonio, con las rodillas dobladas, en postura fetal y protectora. Louis pensó que ya se le pasaría: habían tenido en su matrimonio otras peleas y épocas de tirantez; pero ésta había sido la peor de todas. Él estaba triste, irritado y dolido, todo al mismo tiempo; quería hacer las paces, pero no sabía cómo, ni siquiera estaba seguro de que le correspondiera a él dar el primer paso. Parecía todo tan absurdo. Una tormenta en un vaso de agua. Habían tenido otras peleas y discusiones, sí, pero pocas tan fuertes como la suscitada por las lágrimas y las preguntas de Ellie. Louis suponía que no necesitarían muchos golpes como aquél para que un matrimonio sufriera daños graves en su estructura… Y luego un día, en lugar de leerlo en la carta de un amigo («Bueno, creo que es preferible que lo sepas por mí antes que por otra persona, Lou; Maggie y yo vamos a separarnos…») o en el periódico, te había tocado a ti.

Se desnudó en silencio y puso el despertador a las seis. Luego, se duchó, se lavó el pelo, se afeitó y masticó una tableta de Rolaid antes de cepillarse los dientes; el té helado de Norma le había dado acidez. O tal vez fue el llegar a casa y ver a Rachel tan apartada en su lado de la cama. Todo es cuestión de territorio, ¿no lo había estudiado así en una clase de Historia?

Una vez concluido el día con aseo general, Louis se acostó…, y no pudo dormir. Había algo más, algo que le roía. No hacía más que pensar en los dos últimos días mientras oía a Rachel y Gage respirar acompasadamente. GEN PATTON… HANNAH, LA PERRA MÁS BUENA DEL MUNDO… MARTA NUESTRA CONEJITA… Ellie, furiosa: «¡Yo no quiero que se muera Church…! ¡No es el gato de Dios! ¡Que Dios se busque otro gato!». Y Rachel, no menos furiosa: «Tú, como médico, deberías saber…». Norma Crandall diciendo: «Es como si todo el mundo quisiera olvidarse de ello…». Y Jud, con una terrible firmeza en la voz, una voz de otro tiempo: «A veces, se sentaba a cenar contigo y hasta sentías su dentellada en el trasero».

Y aquella voz se confundía con la de su madre, que, cuando Louis Creed tenía cuatro años, le mintió acerca del sexo, pero luego, a los doce, le dijo la verdad cuando su prima Ruthie murió en un estúpido accidente de automóvil, aplastada en el coche de su padre por un tractor de Obras Públicas conducido por un niño que, al ver las llaves puestas, decidió ir a dar un paseo y luego descubrió que no sabía pararlo. El niño sólo sufrió contusiones sin importancia; pero el Fairlane del tío Carl quedó destrozado. «Ruthie no puede haber muerto», respondió él a la escueta afirmación de su madre. Él oía las palabras, pero era incapaz de entender su significado. «¿Qué estás diciendo, muerta? ¿De qué hablas?». Y luego, recapacitando: «¿Y quién la enterrará?». Porque el padre de Ruthie era enterrador, pero Louis no podía imaginar que su tío Carl se encargara de organizar el funeral. Y él, aturdido y asustado, se aferraba a aquella pregunta como si fuera lo más importante. Era una auténtica adivinanza como la de, ¿quién corta el pelo al barbero del pueblo?

«Supongo que lo hará Donny Donahue», repuso su madre. Tenía los ojos irritados; pero, más que otra cosa, parecía cansada. Su madre daba la impresión de estar enferma de cansancio. «Es un buen compañero de tu tío. Oh, Louis…, la pobrecita Ruthie… No soporto pensar que haya sufrido… Ven, Louis, vamos a rezar. Rezaremos por Ruthie. Necesito que me ayudes».

Y él y su madre se arrodillaron en la cocina y rezaron. Fue aquella oración lo que por fin le hizo comprender la verdad. Si su madre rezaba por el alma de Ruthie Hodge, entonces era que su cuerpo había muerto. Ante sus ojos cerrados apareció la imagen horrenda de Ruthie que venía a la fiesta de su decimotercer cumpleaños, con sus ojos descompuestos colgando sobre las mejillas y un musgo azulado creciendo entre su cabellera rojiza, y la imagen provocó una sensación no ya de horror, sino de desesperación por un amor imposible.

Y Louis exclamó con la mayor angustia que experimentara en su vida: «¡No puede haber muerto! ¡MAMÁ, NO PUEDE HABER MUERTO, YO LA QUIERO!».

A lo que su madre respondió con la voz apagada pero cuajada de imágenes: un páramo bajo un cielo de noviembre, pétalos de rosa esparcidos, ocres y con los bordes rizados, estanques vacíos con un poso de algas, podredumbre, descomposición, polvo:

«Ha muerto, cariño. Es muy triste, pero ha muerto. Se ha ido».

Louis se estremeció pensando: «Lo muerto, muerto está… ¿A qué preguntar?».

De pronto, Louis supo qué era lo que había olvidado, por qué seguía despierto, hurgando en viejas heridas, la noche antes de empezar su nuevo trabajo.

Se levantó y se dirigió a la escalera. De pronto, dio media vuelta en el corredor y entró en el cuarto de Ellie. La niña dormía apaciblemente, con su pijama azul de una pieza que ya le estaba pequeño. «Dios mío, Ellie —pensó Louis—, estás creciendo como una espiga. —Church estaba hecho un ovillo entre los arañados tobillos de Ellie, muerto para el mundo—. Perdona, es metáfora».

Abajo, en la pared del teléfono, había un tablero en el que se clavaban avisos, recordatorios y facturas. En la parte superior, Rachel, con su letra clara y pulcra, había escrito: ASUNTOS A RETRASAR TODO LO POSIBLE. Louis sacó la guía de teléfonos, buscó un número y lo anotó en un papel. Debajo del número escribió: Quentin L. Jolander, veterinario —pedir hora para Church— si Jolander no castra animales, dará razón.

Louis miró la nota. Se preguntaba si sería el momento, pero en el fondo sabía que sí. Algo concreto tenía que resultar de aquel disgusto, y durante aquel día había decidido —sin darse cuenta de que estaba decidiéndolo— que tenía que hacer algo para evitar que Church anduviera cruzando la carretera.

Volvió a pensar que capar al gato equivalía a disminuirlo, a convertirlo antes de tiempo en un bicho gordo y viejo, sin más afán que dormir al lado del radiador, hasta que alguien le echara algo al plato. Louis no quería hacerle aquello a Church. Le gustaba el animal tal como era ahora, flaco y canalla.

Fuera, en la oscuridad, por la carretera 15, pasó zumbando un camión, y esto le decidió. Clavó la nota en el tablero y subió a acostarse.