8

Aquel sábado, cuando Ellie había terminado su primera semana de colegio y estaba a punto de empezar el curso de la universidad, Jud Crandall cruzó la carretera y se acercó a la familia Creed que estaba sentada en el jardín. Ellie acababa de bajar de la bicicleta y bebía un vaso de té helado. Gage gateaba por la hierba, examinando insectos y tal vez comiéndose alguno que otro. Gage no era exigente en la selección de sus fuentes de proteínas.

—Hola, Jud —dijo Louis poniéndose en pie—. Te traeré una silla.

—No hace falta. —Jud llevaba jeans, camisa de algodón a cuadros y unas botas verdes. Mirando a Ellie, dijo—: ¿Aún quieres saber adónde lleva ese camino, Ellie?

—¡Sí! —dijo la niña, levantándose de un salto, con los ojos brillantes—. George Buck me dijo en la escuela que iba al cementerio de las mascotas y yo se lo conté a mamá, pero ella dice que será mejor que me lleves tú, porque sabes dónde es.

—Y tiene razón —dijo Jud—. Si no tenéis inconveniente, nos iremos dando un paseo. Pero debes ponerte botas. Hay bastante barro en ese camino.

Ellie corrió hacia la casa.

Jud la siguió con una mirada afectuosa y divertida.

—¿Nos acompañas, Louis?

—Encantado. —Louis miró a Rachel—. ¿Vienes tú, cariño?

—¿Y Gage? Tengo entendido que hay que andar más de dos kilómetros.

—Lo llevaré en la sillita-mochila.

—De acuerdo —rio Rachel—. Pero la espalda es suya, jefe.

Salieron diez minutos después, todos calzados con botas, excepto Gage, que iba colgado de los hombros de su padre, mirándolo todo con ojos redondos. Ellie correteaba delante, persiguiendo mariposas y recogiendo flores.

La hierba del prado estaba muy alta; les llegaba casi por la cintura, y había mucha vara de oro, ese heraldo de finales del verano que todos los años viene anunciando el otoño. Pero aquel día no se advertía en el aire ni asomo del otoño; el sol era todavía de agosto, a pesar de que, según el calendario, llevaban ya casi dos semanas de septiembre. Cuando llegaron a lo alto de la primera cuesta, andando a buen paso por el recortado sendero, Louis tenía manchas de sudor en la camisa, en la zona de las axilas.

Jud hizo un alto. Al principio, Louis pensó que el viejo se había quedado sin aliento, pero luego reparó en el panorama que se ofrecía detrás.

—No está mal la vista, ¿eh? —dijo Jud poniéndose una ramita de tomillo entre los dientes. Louis pensó que la frase era todo un compendio de la sobriedad de expresión yanqui.

—Es soberbio —susurró Rachel, y miró acusadoramente a Louis—. ¿Cómo no me habías dicho nada de esto?

—Es que no sospechaba que estuviera aquí —dijo Louis, un poco avergonzado. Se hallaban dentro de los límites de su propiedad y hasta aquel momento él no se había molestado en subir hasta la cima de la colina que estaba detrás de la casa.

Ellie se había adelantado un buen trecho. Ahora volvía sobre sus pasos, contemplando la vista con franca admiración. Church trotaba suavemente, casi pegado a sus talones.

La colina no era alta, ni falta que hacía. Por el este, un espeso bosque tapaba la vista; pero, hacia el oeste, el terreno descendía mansamente, pintado de los tonos dorados de los últimos días del verano. Todo estaba quieto, brumoso, apacible. Ni siquiera pasaba por la carretera un camión de la Orinco que turbara el silencio.

Lo que tenían ante sus ojos era la cuenca del río, desde luego, el Penobscot, por el que antaño los leñadores hacían descender los troncos desde el nordeste hasta Bangor y Derry. Pero ellos estaban un poco al sur de Bangor y al norte de Derry. El río bajaba anchuroso y apacible, como sumido en su propio sueño. Louis distinguió Hampden y Winterport a lo lejos y, en la margen de este lado, se adivinaba el sinuoso trazado de la carretera 15 que seguía el curso del río casi hasta Bucksport. Más allá del río, festoneado de árboles frondosos, se extendían los campos, surcados de caminos y carreteras. La esbelta torre de la iglesia baptista de North Ludlow asomaba entre un grupo de viejos olmos y, a la derecha, se veía el achaparrado edificio de ladrillo de la escuela de Ellie.

En el cielo, unas nubes blancas se movían perezosamente hacia la línea del horizonte de un azul desvaído. Y, por todas partes, la tierra, que por estas fechas de las postrimerías del verano ya había rendido sus frutos, aparecía dormida pero no muerta, y tenía un inverosímil color marrón encendido.

—Soberbio es la palabra justa —dijo Louis al fin.

—Antiguamente la llamaban la Colina del Mirador —dijo Jud. Se puso un cigarrillo en la comisura de los labios, pero no lo encendió—. Algunos de los viejos aún la llaman así, pero ahora que ha llegado tanta gente joven, el nombre está casi olvidado. No creo que haya muchos que conozcan este sitio. No parece que la vista pueda ser nada extraordinaria, porque la colina no es muy alta. Pero se ve… —Extendió el brazo en un amplio ademán y quedó en silencio.

—Se ve toda la región —dijo Rachel en voz baja, intimidada. Miró a Louis—. Cariño, ¿es nuestro este sitio?

Y, antes de que Louis pudiera contestar, Jud dijo:

—Está dentro de la propiedad, desde luego.

Lo cual, según pensó Louis, no era lo mismo.

Hacía más fresco en el bosque, tal vez cinco o seis grados menos. El sendero seguía siendo ancho, estaba jalonado de tiestos y latas de café con flores —marchitas, la mayoría— y alfombrado de agujas de pino. Habían recorrido medio kilómetro, ahora cuesta abajo, cuando Jud llamó a Ellie, que había vuelto a adelantarse.

—Éste es un paseo muy bonito para una niña —le dijo cariñosamente—, pero, quiero que prometas a tus padres que cuando vengas por aquí no te saldrás del camino.

—Lo prometo —dijo Ellie con rapidez—. ¿Por qué?

Jud miró a Louis, que se había parado a descansar. El acarrear a Gage, incluso a la sombra de aquellos viejos abetos, era trabajo duro.

—¿Sabes dónde estamos? —preguntó Jud.

Louis repasó mentalmente todas las respuestas posibles y fue desestimándolas una a una: Ludlow, Ludlow Norte, detrás de mi casa, entre la carretera 15 y Middle Drive. Movió la cabeza.

Jud señaló por encima de su hombro con el pulgar.

—Por ahí está todo —dijo—. La ciudad y demás. Por aquí, sólo bosques y más bosques en un radio de más de ochenta kilómetros. Lo llaman los bosques de Ludlow Norte, pero abarcan una punta de Orrington, parte del término de Rockford y llegan hasta esas tierras del gobierno que los indios reclaman. Sé que parece extraño que vuestra hermosa casita, situada al pie de la carretera principal, con su teléfono, su luz eléctrica y su televisión por cable, linde con bosques vírgenes, pero así es. —Volvió a mirar a Ellie—. Lo que quiero decir es que no debes andar vagando por ahí, Ellie. Podrías perderte y sabe Dios dónde irías a parar.

—No lo haré, Mr. Crandall.

Ellie estaba impresionada, y hasta intimidada, pero no asustada, según advirtió Louis. Rachel, sin embargo, miraba a Jud con gesto de preocupación, y el propio Louis se sentía un poco intranquilo. Lo atribuyó al instintivo temor que la gente de ciudad experimenta hacia los bosques. Hacía más de veinte años, desde su época de «boy-scout», que Louis no tenía una brújula en la mano, y sus recuerdos de cómo orientarse por la estrella Polar o por el lado en el que crece el musgo en los troncos de los árboles eran tan vagos como los de la forma de hacer nudos de margarita o de media pina.

Jud los miraba sonriendo ligeramente.

—De todos modos, no hemos perdido a nadie en estos bosques desde 1934. Por lo menos, a nadie de por aquí. El último fue Will Jeppson, y no puede decirse que fuera una gran pérdida. Aparte de Stanny Bouchard, Will era el mayor borracho de este lado de Bucksport.

—A nadie de por aquí —dijo Rachel, con una voz un poco forzada, y Louis casi podía leerle el pensamiento: «Y nosotros no somos de por aquí». Por ahora.

Jud meditó un momento y luego asintió.

—Cada dos o tres años se pierde algún que otro forastero, porque la gente cree que, estando tan cerca de la carretera principal, nadie va a extraviarse. Pero, más tarde o más temprano, los encontramos. No hay que preocuparse.

—¿Hay alces? —preguntó Rachel con recelo. Y Louis sonrió. Si ella quería preocuparse, no le faltarían motivos.

—A veces se ve alguno —dijo Jud—. Pero no son peligrosos, Rachel. Durante la época del apareamiento andan un poco soliviantados, pero habitualmente se conforman con mirar. A los únicos a los que parecen tenérsela jurada fuera de la época del celo son a los de Massachusetts. No sé por qué, pero así es. —Louis pensó que el viejo bromeaba, pero no estaba seguro. Jud parecía hablar muy en serio—. Lo he visto una y otra vez. Tipos de Saugus, de Milton o de Weston subidos a los árboles y chillando que les perseguían manadas de alces del tamaño de un camión. Es como si los alces pudieran oler a los de Massachusetts. A lo mejor lo que huelen son las prendas de L. L. Bean. No sé. Me gustaría que universitarios de esos que estudian el comportamiento de los animales eligieran el tema para su tesis, pero no creo que a nadie se le ocurra.

—¿Qué es la época de celo? —preguntó Ellie.

—Ahora eso no importa —dijo Rachel—. No quiero que vengas por aquí si no es con una persona mayor, Ellie. —Rachel dio un paso hacia Louis.

Jud parecía contrariado.

—Yo no quería asustarte, Rachel. Ni tampoco a la niña. No hay que tenerle miedo al bosque. El camino es seguro. En primavera se llena de hierba, y en algunos puntos hay barro todo el año, menos en el cincuenta y cinco, que fue el verano más seco que yo recuerde; pero ni siquiera hay hiedra venenosa, como en los campos que están al lado del jardín de la escuela. Y procura no tocarla Ellie, si no quieres pasarte tres semanas metida en un baño de almidón.

Ellie ahogó la risa con la mano.

—El camino es seguro —dijo Jud a Rachel, que no parecía muy convencida—. Si hasta Gage podría seguirlo… Y, como ya os dije, los chicos del pueblo vienen mucho por aquí. Ellos lo limpian. Y lo hacen sin que nadie se lo mande. No quisiera privar a Ellie de esta diversión. —Se inclinó haciendo un guiño—. Esto es como otras muchas cosas de la vida, Ellie: si te mantienes en el camino, todo va bien; pero, a la que te sales, como no tengas suerte, te pierdes. Y luego tiene que salir a buscarte un grupo de rescate.

Siguieron andando. A Louis empezaba a agarrotársele la espalda del peso de la silla. De vez en cuando, Gage le agarraba un mechón de pelo en cada mano y tiraba con entusiasmo o le daba un alborozado puntapié en los riñones. Los últimos mosquitos de la temporada le bailaban delante de la cara con su penetrante zumbido.

El camino descendía zigzagueando entre viejos abetos. Más allá, atravesaba una zona de densos matorrales. Realmente, el terreno era muy húmedo, y las botas de Louis se hundían en el barro y los charcos. En un punto, tuvieron que cruzar sobre unos leños. Pero aquél fue el paso más difícil. Después, el camino empezaba a subir otra vez entre árboles. Gage parecía haber aumentado cinco kilos por arte de magia. Y la temperatura, diez grados. A Louis le corría el sudor por la cara.

—¿Cómo vas, cariño? —preguntó Rachel—. ¿Quieres que yo lleve al niño un rato?

—No; estoy bien —dijo él. Y era verdad, a pesar de que el corazón le latía con fuerza. Porque Louis estaba más acostumbrado a recomendar ejercicio que a hacerlo.

Ellie iba al lado de Jud; su pantalón amarillo limón y su blusa roja eran dos manchas de color vivo sobre el fondo verde y marrón oscuro del umbroso bosque.

—Lou, ¿tú crees que sabe adónde nos lleva? —preguntó Rachel en voz baja y tono preocupado.

—Sin duda —dijo Louis.

Jud les gritó alegremente por encima del hombro:

—Ya no falta mucho. ¿Resistes bien, Louis?

«¡Dios mío! —pensó Louis—. Ochenta y tantos años y ni siquiera está sudando».

—Muy bien —respondió Louis con cierta agresividad. Probablemente, el amor propio le hubiera hecho responder lo mismo aunque hubiera notado los síntomas de una coronaria. Sonrió ampliamente, se ajustó las correas de la sillita y siguió andando.

Llegaron a la cima de la segunda colina. Desde allí, el camino descendía entre una maraña de arbustos y matorrales que les llegaba a la altura de la cabeza. Luego se estrechaba y, a poca distancia, Louis vio a Jud y Ellie pasar por debajo de un arco de viejas tablas castigadas por la intemperie. Escrito en ellas, en borrosas letras negras, apenas legibles, se descifraba la inscripción:

PET SEMATARY[2].

Él y Rachel intercambiaron una mirada risueña y cruzaron bajo el arco, asiéndose instintivamente las manos, como si hubieran ido allí para casarse.

Por segunda vez aquella mañana, Louis se quedó admirado.

Allí el suelo estaba limpio de agujas de pino. En un círculo de unos quince metros de diámetro, casi perfecto, la hierba había sido segada a ras de tierra. Rodeaba el círculo una maraña de densos matorrales, interrumpida por unos árboles derribados que formaban un montón de aspecto a la vez siniestro y amenazador. «El que tratara de pasar por ahí o de escalar ese montón de leños debería tomar la precaución de ponerse un buen blindaje», pensó Louis. El claro estaba sembrado de una especie de lápidas, fabricadas evidentemente por artesanos infantiles con los materiales más diversos que habían podido conseguir: cajas de madera, tablas y planchas metálicas. No obstante, en medio de aquel cerco de arbustos bajos y árboles desmedrados que luchaban por espacio vital y buscaban la luz del sol, el mero hecho de su tosca factura y la circunstancia de que fueran obra de manos humanas, parecían darles una cierta homogeneidad. Con el bosque como telón de fondo, el lugar tenía un aire fantasmagórico, un ambiente más pagano que cristiano.

—Es muy bonito —dijo Rachel, aunque por su tono no parecía muy convencida.

—¡Uaaau! —gritó Ellie.

Louis se desprendió de la sillita y puso al niño en el suelo, para que pudiera gatear. Louis sintió un gran alivio en la espalda.

Ellie iba de tumba en tumba, lanzado exclamaciones. Louis se fue tras ella, mientras Rachel se quedaba vigilando al niño. Jud se sentó en el suelo, con las piernas cruzadas y la espalda apoyada en una peña y se puso a fumar.

Louis observó que las tumbas estaban dispuestas en círculos más o menos concéntricos.

El GATO SMUCKY, rezaba una tabla. El trazado de las letras era ingenuo pero esmerado. FUE OVEDIENTE. Y, debajo: 1971-1974. En el círculo exterior, un poco más allá, Louis observó una losa de pizarra y, escritos con pintura roja casi borrada pero todavía legibles, unos versos decían: BIFFER, BIFFER, TENÍA BUENOS HOCICOS HASTA QUE MURIÓ NOS HIZO MÁS RICOS.

—«Biffer» era el cocker spaniel de los Dessler —dijo Jud. Había excavado un pequeño hoyo con el tacón, en el que sacudía la ceniza del cigarrillo—. Lo atropelló un volquete el año pasado. ¿No tiene gracia el epitafio?

—La tiene —convino Louis.

Algunas de las tumbas tenían flores: unas, frescas; casi todas, mustias, y no pocas completamente secas. Más de la mitad de las inscripciones estaban casi borradas o habían desaparecido, y Louis supuso que habrían sido hechas con lápiz o tiza.

—¡Mami! —gritó Ellie—. ¡Aquí hay un pez! ¡Ven a verlo!

—Paso —dijo Rachel, y Louis se volvió a mirarla. Su mujer se había quedado de pie, fuera del círculo exterior, y estaba más nerviosa que nunca. «Incluso aquí se siente incómoda», pensó Louis. La afectaba mucho todo lo relacionado con la muerte (más que a la mayoría de la gente), probablemente por lo de su hermana. La hermana de Rachel había muerto muy joven, y ello le había dejado una cicatriz que, según averiguó el propio Louis a poco de que se casaran, era preferible no tocar. La hermana se llamaba Zelda y había muerto de meningitis espinal. Probablemente, su enfermedad debió de ser larga y terrible, y Rachel estaba en una edad impresionable. Por lo tanto, pensaba Louis, si ella prefería olvidar, tanto mejor.

Louis le guiñó un ojo, y Rachel le sonrió con gratitud.

Louis levantó la mirada. Se encontraban en un claro del bosque. Supuso que por eso crecía bien la hierba; estaba a pleno sol. No obstante, habría que cuidarla y regarla. Eso suponía traer regaderas hasta aquí arriba, o tal vez bombas indias, que pesarían más que Gage. Y los que las acarreaban eran niños. Volvió a pensar que era muy extraña tanta constancia en unos niños. Por lo que él recordaba de su propia infancia y por lo que observaba en Ellie, las aficiones infantiles eran como humo de pajas.

Pero aquello duraba mucho, tenía razón Jud. Así pudo comprobarlo a medida que se acercaba al centro. Las tumbas de los círculos interiores eran más antiguas y las inscripciones legibles, más escasas. Allí estaba TRIXIE, ATROPEYADO EN LA CARRETERA EL 15 SET. 1968. En el mismo círculo, había una tabla de madera hincada profundamente en tierra. La lluvia y el hielo la habían mellado y ladeado, pero aún se leía: A LA MEMORIA DE MARTA, NUESTRA CONEJITA MUERTA EL 1 MARZO 1965. En la otra hilera estaba el GENERAL PATTON (UN! BUEN! PERRO! Puntualizaba la inscripción), muerto en 1958, y POLYNESIA (que, si Louis recordaba correctamente la historia del «Doctor Doolittle», debió de ser un loro) que gritó por última vez «Poly quiere galleta» en el verano de 1953. No había ninguna inscripción legible en los dos círculos siguientes y, después, todavía muy lejos del centro, grabado toscamente en una losa de piedra caliza, leyó: HANNAH LA MEJOR PERRA DEL MUNDO 1929-1939. Si bien la piedra caliza era relativamente blanda —y, en consecuencia, las letras eran ya poco más que una sombra, Louis se quedó atónito al pensar en las horas de trabajo que habría costado a un niño grabar aquellas ocho palabras. Era realmente abrumadora la magnitud del amor y la pena que se traducía en el esfuerzo. Aquello era algo que los mayores no hacían ni por sus propios padres, ni por sus hijos si morían jóvenes.

—Chico, esto viene de antiguo —dijo a Jud que se acercaba a él.

Jud asintió.

—Ven, quiero enseñarte una cosa —dijo Jud.

Se acercaron al tercer círculo desde el centro. Su circunferencia era mucho más perfecta que la de los círculos exteriores. Jud se detuvo frente a una pequeña placa de pizarra que estaba caída. Se arrodilló con tiento y la enderezó.

—Antes había unas palabras escritas. Las grabé yo mismo, pero ya se han borrado. Aquí enterré yo a mi primer perro. «Spot». Murió de viejo en 1914, el año en que estalló la Gran Guerra.

Louis, impresionado por la idea de que aquel cementerio fuera más antiguo que muchos de los utilizados por los humanos, se acercó al centro, examinando atentamente algunas de aquellas estelas funerarias. Ninguna tenía ya letras y algunas se estaban desintegrando.

Cuando levantó una de ellas, casi cubierta por la hierba, sonó como un crujido quejumbroso en la tierra. Varios escarabajos ciegos huyeron de la zona que acababa de dejar al descubierto. Louis se sobrecogió y pensó: «El “Boot Hill” de los animales. Me parece que esto no me gusta nada».

—¿De cuándo data esto?

—Pues no lo sé —dijo Jud, hundiendo las manos en los bolsillos—. Ya existía cuando murió «Spot», desde luego. Éramos una buena pandilla en aquellos tiempos. Mis amigos me ayudaron a cavar la tumba de «Spot». No creas que es fácil cavar aquí. El suelo es muy pedregoso y difícil de remover. Y yo también les ayudaba a ellos. —Iba señalando aquí y allá con un dedo recio y calloso—. Ahí está el perro de Pete Lavasseur, si mal no recuerdo. Y ahí, tres gatos de Albion Grotley, uno al lado del otro.

»El viejo Fritchie criaba palomas de competición. Yo, Al Groatley y Karl Hannah enterramos a una que un perro mató. Está ahí. —Se quedó pensativo—. Yo soy el último de la panda. Todos han muerto. Todos.

Louis no dijo nada. Se quedó mirando las tumbas de las mascotas, con las manos en los bolsillos.

—Hay mucha piedra aquí —insistió Jud—. No se puede plantar nada. Sólo cadáveres, imagino.

Gage, que estaba en el borde del claro, empezó a lloriquear, y Rachel lo tomó en brazos y se acercó a los dos hombres, con el niño apoyado en la cadera.

—Gage tiene hambre —dijo—. Creo que deberíamos regresar, Lou. —«Por favor, ¿nos vamos ya?». Decían sus ojos.

—Sí —respondió Lou. Se colgó la sillita de los hombros y se volvió de espaldas, para que Rachel instalara al niño—. ¡Ellie! ¡Eh!, Ellie, ¿dónde estás?

—Allí —dijo Rachel señalando el montón de troncos. Ellie trepaba por los troncos como si fueran primos hermanos de las espalderas del colegio.

—¡Oh, Ellie, baja de ahí enseguida! —gritó Jud, alarmado—. Si metes el pie donde no debes y el tronco se mueve, podrías torcerte el tobillo.

Ellie saltó al suelo.

—¡Ay! —gritó, y se acercó a ellos frotándose la cadera. No tenía herida, pero una rama le había rasgado el pantalón.

—¿Lo ves? —dijo Jud alborotándole el pelo—. Esos troncos tienen malas bromas. Ni siquiera los que están acostumbrados a andar por los bosques trepan por ellos, si pueden dar un rodeo. Los árboles que quedan caídos en un montón se vuelven ruines y, si te descuidas un poco, te hacen daño.

—¿En serio? —preguntó Ellie.

—Completamente en serio. Están amontonados como paja y, si pisas donde no debes, se vienen todos abajo.

Ellie miraba a Louis.

—¿Es verdad eso, papá?

—Creo que sí, cariño.

—¡Uf! —Ellie gritó a los troncos—: ¡Me habéis roto los pantalones, árboles feos!

Los tres mayores se echaron a reír. Los troncos, no. Siguieron blanqueándose al sol, como habían hecho durante décadas. A Louis le parecían el esqueleto de un monstruo muerto hacía mucho tiempo por un caballero andante. Los huesos de un dragón gigantesco abandonados allí, en un primitivo monumento funerario.

Incluso entonces Louis pensó ya que había algo artificial y estudiado en la forma en que los troncos se alzaban entre Pet Sematary y los grandes bosques que se extendían más allá, bosques que Jud Crandall llamaba con naturalidad «los bosques indios». Su aparente desgaire parecía excesivo para ser obra de la naturaleza. Era…

En aquel momento, Gage le retorció una oreja gorgoteando de gusto, y Louis se olvidó de los troncos amontonados al fondo del cementerio de animales. Era hora de regresar a casa.